Read Montenegro Online

Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Historico

Montenegro (13 page)

—¿Pero cómo se explica que ni siquiera los guerreros fueran capaces de escapar a los ataques de esos enemigos de las montañas?

—Lo eran. Pero cuando vieron cómo se llevaban a sus mujeres y sus hijos prefirieron seguir su suerte a quedarse aquí solos.

—¿No los mataban?

—No. Al que no se resistía no lo mataban. Tan sólo se lo llevaban.

—¿Como esclavo?

—¿Qué es un esclavo?

—El que trabaja para otro sin derecho alguno.

Cu
se detuvo y le observó con cierta sorna al tiempo que comentaba con manifiesto sentido del humor:

—Eso no es un esclavo; es una mujer. Puede que los hombres de las montañas usen a los guerreros para trabajar, pero no los usan como mujeres… —Meditó unos instantes—. Al menos que yo sepa.

A
Cienfuegos
le divertía la anciana, que demostraba un espíritu y una vitalidad impropios de sus años, y le intrigaba la niña, que parecía un duendecillo etéreo, tan frágil como el tallo de una flor pero dotada al propio tiempo de una extraña firmeza, pues daba la impresión de ser la persona que más claro tuviera en este mundo cuál era su destino.

Los dioses —¿qué dioses?— le habían pronosticado un futuro importante cuyo primer paso era llegar al mar, ese viaje acababa de iniciarse, y se diría que su mente se poblaba de fastuosas imágenes del glorioso mañana.

El paisaje continuaba siendo igualmente acogedor, descendiendo en suave pendiente hacia el Nordeste, mientras a su derecha, muy a lo lejos, se dibujaba la línea oscura de la densa selva que se extendía por las márgenes del gran río por el que el gomero había llegado.

—Háblame de ese pueblo que habita en las montañas —pidió el isleño durante uno de los muchos altos que solían hacer en el camino, ya que no tenían la menor prisa por llegar a su destino—. ¿Qué más sabes de él?

—No mucho —fue la honrada respuesta—. Viven muy lejos, pero sus ejércitos llegaban periódicamente en son de guerra y nadie fue nunca capaz de detenerlos. Algunos les llaman «queauchas», son oscuros de piel, pequeños pero muy fuertes, y hablan una lengua incomprensible. Dicen que tienen un sólo rey, hijo del sol, que domina un imperio que el más veloz de los guerreros no podría recorrer en un año de viaje… —Abrió las manos en un claro ademán de impotencia—. Es todo lo que sé —concluyó.

—¿Cómo era tu pueblo?

—Hermoso y pacífico, aunque vivíamos entre las traidoras «sombras verdes» de las ciénagas y esos malditos «queauchas». Teníamos tres caciques, hijos los tres del mismo padre, que jamás litigaron entre sí. Un cuarto hermano quiso sembrar la discordia, por lo que fue condenado a morir de hambre atado a un árbol. Aún le recuerdo suplicando comida a todo el que pasaba. —Hizo una larga pausa y, por último, bajó mucho la voz para que la chiquilla que buscaba bayas a poca distancia no pudiera oírle—. Araya es hija suya, pero no debe saberlo. Nació cuando él ya había muerto.

—¿A quién le dijeron los dioses que sería tan importante?

—A mí.

—¿Cómo?

—Una noche, cuando la vi tan débil que creí que era mejor dejarla morir, me pidieron que siguiera luchando por su vida, porque un día enviarían a un gran guerrero para que la condujera a su destino.

Lo dijo tan segura de sí misma que a
Cienfuegos
no le cupo duda de que la buena mujer había tenido una visión que por alguna extraña razón se había cumplido al menos en su primera parte, por lo que optó por no continuar insistiendo en el tema, dejándola en su feliz convencimiento de que en verdad mantenía armoniosas relaciones con sus dioses.

Estos no eran, desde luego, ni el Muzo ni el Akar de los pacabueyes, siempre en lucha, sino una pléyade de seres incorpóreos que, por lo visto, acostumbraban a encarnarse en plantas, cosas o animales, según su capricho o conveniencia.

Así, los venados, tan abundantes y mansos que casi permitían que se les tocara, no sólo no podían ser cazados, sino que incluso había que inclinarse respetuosamente al verlos, pues sabido era que con harta frecuencia se convertían en morada predilecta de las caprichosas divinidades.

También lo eran las nutrias de los ríos, e incluso determinados pumas y jaguares, y al pasar ante un «araguaney» de flores amarillas había que hacerlo de puntillas y en silencio, pues seguro era que entre sus ramas dormía en esos momentos algún cansado duendecillo.

—Lo malo de nuestros dioses —le aclaró
Cu
, con cierta amargura— es que nunca fueron poderosos y por más que les rogamos, jamás supieron defendernos de nuestros enemigos. Pierden demasiado tiempo en tonterías.

—¿Aun así crees firmemente en lo que te anunciaron?

—Que no sean fuertes no significa que no sean sabios —fue la segura respuesta—. En realidad hace ya muchísimos años que nos habían advertido que los «queauchas» nos obligarían a abandonar nuestras tierras… —Hizo una corta pausa—. Ahora Araya y yo somos las últimas en hacerlo.

—Tal vez algún día tu pueblo regrese —dijo el gomero en un vano intento por consolarla.

—Nadie vuelve de allende las montañas —replicó la anciana con tristeza—. Tan sólo los «queauchas» conocen los senderos que bordean los inmensos abismos, que sus ejércitos protegen. Nadie volverá nunca —añadió con tristeza—. Nunca.

Reanudaron la marcha hasta que la caída de la noche trajo cabalgando sobre sus sombras una suave lluvia persistente que les obligó a buscar cobijo junto a un árbol capaz de albergar bajo su inmensa copa a cien personas, y al isleño le sorprendió descubrir con cuánta agilidad las dos indígenas trepaban por su tronco para ir a acomodarse sobre una ancha rama, tan ocultas, que ni a plena luz del día le hubiera resultado posible localizarlas.

—¿Qué os asusta? —inquirió en voz alta.

—La noche —fue la sencilla respuesta.

Los cortos crepúsculos de aquellas latitudes precedían casi siempre a largas y oscuras noches que invitaban al sueño, pero cuando la luna estaba llena y la mar en calma, el calor obligaba a buscar la agradable brisa de cubierta para permanecer largas horas charlando o contemplando, con nostalgia, la densa mancha de una costa que traía a muchas mentes el recuerdo de tierras muy amadas que habían quedado atrás probablemente para siempre.

La aventura de buscar en paisajes ignorados a un amante perdido cobraba entonces tintes románticos, y
Doña Mariana Montenegro
impartía en esos momentos la orden de distribuir ron entre los hombres, consciente de que eso ayudaba a mantenerles animosos, en compensación por las largas horas de trabajo y bochorno que padecían en otras ocasiones.

A poco de dejar atrás el país de los degenerados itotos, habían sufrido el ataque de una flotilla de salvajes aulladores que un amanecer se precipitaron sorpresivamente sobre ellos lanzando nubes de flechas, pero bastaron tres andanadas de las escandalosas «culebrinas», cuyos proyectiles alzaron columnas de agua junto a las frágiles embarcaciones, para que el espíritu combativo de los fieros guerreros se redujera de inmediato a cenizas, obligándoles a girar en redondo para perderse de vista entre los espesos manglares de la costa casi con tanta celeridad como habían empleado en aproximarse.

Más tarde Yakaré estudió con detenimiento una de las flechas que se había clavado en cubierta, raspó el negro betún que cubría la punta y movió la cabeza con gesto de desaprobación.

—Curare —dijo—. Buen curare de guerra. Mala gente.

—¿A qué tribu pertenecen?

—Lo ignoro. Los itotos son la última tribu que mi pueblo conoce hacia el Oeste.

Era un extraño mundo aquel, en el que a una tribu pacífica y amable como la de los cuprigueri, que habitaban en viviendas lacustres, sucedía otra tan esquiva como la de los guajiros del desierto, y a ésta unos sodomitas untuosos que lindaban a su vez con hostiles flecheros de los manglares.

—Alguien debería ir a explicarle a los Reyes que el destino ha querido poner en sus manos tierras tan prodigiosas que deberían olvidarse de las ridículas intrigas de las Cortes europeas y empeñarse seriamente en esta magna empresa —comentó una de esas noches tranquilas y luminosas don Luis de Torres—. Dejarla en manos de los Colón significa tanto como condenarla al fracaso.

—Aborrecéis en exceso al Almirante y temo que tal sentimiento os ciega —le hizo notar la alemana—. Cierto que, como gobernante, es un tirano, pero al fin y al cabo fue él quien descubrió estas tierras y eso es algo que nadie podrá negar por mil años que pasen y un millón de errores que cometa.

—No seré yo quien lo niegue —admitió el converso, algo molesto—. Ni quien intente rebajar sus méritos como descubridor, pero por desgracia existen grandes hombres llamados a realizar una labor concreta, fuera de la cual su comportamiento resulta nefasto. El es de ésos.

—¿Creéis seriamente que nos ahorcará si regresamos?

—¿Por qué no habría de hacerlo si lo ha hecho con tantos inocentes? Por lo que a mí respecta, no pienso correr riesgos. Este Nuevo Mundo, por extenso que sea, no es lo bastante grande como para contenernos a los dos. —Sonrió, divertido—. Y él tiene todas las de ganar.

—A menudo me arrepiento de haber aceptado que os embarcarais en este absurdo viaje —señaló ella, con un leve tono de tristeza en la voz—. No es vuestra guerra, y sea cual sea su resultado no creo que os produzca satisfacción alguna.

El converso tardó en responder. Encendió uno de aquellos gruesos tabacos que se había acostumbrado a fumar el día en que desembarcó en Cuba con su buen amigo
Cienfuegos
, lanzó tres espesos aros de humo, pues se trataba, sin duda, del primer europeo que había aprendido a hacerlo a lo largo de la Historia, y por último replicó calmosamente:

—Recordad, señora, que tengo más de cuarenta años, hace quince que abandoné mi país de origen, y ocho que renegué de mi fe, aceptando, de mala gana y por puro temor o conveniencia, otra por la que no soy capaz de sentir nada. —Lanzó dos nuevos aros de humo—. Carezco de familia —añadió— y aparte de la lectura y los idiomas no tengo mayores aficiones, dado que ni aun por el dinero experimento un especial apego, pese a la sangre que corre por mis venas… —Abrió las manos mostrando las palmas hacia arriba—. Vos y cuanto os rodea sois todo lo que me interesa y la única razón por la que merece la pena continuar respirando.

Doña Mariana
extendió la mano y se la colocó con afecto sobre el antebrazo:

—Conseguiréis conmoverme —dijo—, ya que también yo os aprecio, pero os advierto que hacéis mal en considerarme tan importante, puesto que si por casualidad encuentro a
Cienfuegos
me perderéis por completo.

—Ni aun ese endiablado gomero conseguiría que os perdiera… —replicó él, acariciando, con suavidad, la mano que ella no había retirado—. Dado que no se trata de una cuestión de amor, sino más bien de supervivencia. Cuando se llega a una cierta edad, necesitamos aferrarnos a una ilusión para seguir adelante. Os pasa a vos con esa obsesión por encontrar a
Cienfuegos
, y a mí con esta necesidad de continuar a vuestro lado. —La miró directamente a los ojos—. ¿Qué haríamos sin eso? —quiso saber—. ¿A qué dedicaríamos el tiempo que nos resta?

—Aún somos jóvenes —protestó la alemana—. O al menos yo así me considero.

—No es cuestión de años, sino de lo aprisa que se haya vivido. He recorrido más de veinte países, sufrido siete guerras, perdido a dos hermanos en la hoguera, participado en la primera travesía del «Océano Tenebroso», y explorado tierras de las que ni siquiera se sospechaba la existencia… Cientos de seres humanos ni siquiera han hecho una sola de esas cosas y considero por tanto que tengo derecho a sentirme cansado y al final del camino.

—Cansado tal vez —admitió ella—. Al final del camino, nunca. Mi vida ha sido casi tan agitada como la vuestra, y aunque no renuncié a una fe que en realidad nunca tuve, sí renuncié a un marido y a una excelente posición social para pasar humillaciones y calamidades, pero aun así tengo esperanzas.

—¿Siempre?

—No. Siempre no, naturalmente. Pero al fin y al cabo la duda es quizás el más humano de todos los sentimientos puesto que a menudo llegamos a dudar incluso de nosotros mismos, nuestros sueños y nuestra propia identidad.

Guardaron silencio observando cómo la luna rielaba en un mar que jugaba a haberse solidificado, y cuando habló de nuevo, don Luis de Torres parecía levemente preocupado, como si temiera mostrarse inoportuno.

—¿Me permitís una pregunta quizá demasiado personal? —quiso saber.

—Hacedla.

—¿De qué hablabais con
Cienfuegos
?

—Jamás necesitamos hablar —sonrió ella divertida—. Además, como sabéis, en aquel tiempo yo apenas entendía castellano.

—¿Y cómo es posible que una mujer de vuestra cultura y sensibilidad llegara a amar tan profundamente a alguien con quien ni siquiera podía intercambiar un sólo pensamiento?

—Nuestros pensamientos, como nuestros cuerpos, eran uno solo aunque hablásemos distintos idiomas…

—Le observó largamente—. Imagino que no podéis creerlo, suponiendo que lo nuestro fue puramente físico, pero no es así. Si hubiera sido tan sólo algo carnal, yo no estaría ahora aquí, os lo aseguro.

—Pero prevalecía sobre el resto.

—¡Tal vez…! —respondió ella, sin recato—. Y no me avergüenza admitirlo porque estoy convencida de que entre los millones de hombres que existen en el mundo, sería capaz de reconocer a oscuras la piel y el cuerpo de
Cienfuegos
. —Sonrió con extraña dulzura—. Cuando se llega a tal grado de compenetración con alguien, lo demás no cuenta.

—¿Y él? ¿Os reconocería también a oscuras?

—Quisiera creerlo, pero tampoco le concedo a ese detalle excesiva importancia. Lo que en verdad cuenta es lo que yo siento.

—Sin embargo no os advierto demasiado cambiada desde que sabéis por Yakaré que, efectivamente, es
Cienfuegos
quien anda correteando por esos mundos de Dios. No mostráis demasiado entusiasmo.

—Procuro contenerlo para evitar caer en la desesperación si no logramos dar con él —fue la serena respuesta—. Sé que está ahí, pero también sé ahora que ese mundo es mucho más grande de lo que imaginaba.

—¿Habéis pensado en algún medio para hacerle bajar hasta la costa?

—No, pero estoy dándole vueltas a la idea de dejarle mensajes en las rocas y los acantilados.

—¿Qué clase de mensajes?

—Uno muy corto por el que pueda llegar a la conclusión de que, aunque pasemos de largo, volveremos al mismo lugar dentro de algunos meses.

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