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Authors: Charlaine Harris

Muerto en familia (29 page)

—Algo he oído —confirmé amargamente.

—No confíes en las otras hadas —me dijo Dermot—. Yo cometí ese error.

Sentí como si una bombilla se hubiese encendido sobre mi cabeza.

—Dermot, ¿te han lanzado magia? ¿Algo como un conjuro?

El alivio en sus ojos casi era palpable. Asintió frenéticamente.

—A menos que estén en guerra, a las hadas no les gusta matarse entre sí. Con la excepción de Neave y Lochlan. A ellos les gustaba matar lo que fuese. Pero no estoy muerto, así que hay esperanza.

Puede que las hadas fuesen reacias a matar a las de su especie, pero al parecer no les importaba llevarlas al borde de la locura.

—¿Hay algo que pueda hacer para invertir el conjuro? Quizá Claude pueda.

—Creo que Claude tiene poca magia —dijo Dermot—. Lleva demasiado tiempo viviendo entre los humanos. Mi queridísima sobrina, te quiero. ¿Cómo está tu hermano?

De vuelta al mundo de los pirados. Pobre Dermot, que Dios lo bendiga. Lo abracé cediendo a un impulso.

—Mi hermano está muy contento, tío Dermot. Está saliendo con una mujer que está hecha para él y que no quiere aprovecharse. Se llama Michele, como mi madre, pero con una «l» en vez de dos.

Dermot bajó la mirada y me sonrió. Difícil decir cuánto de todo aquello estaba absorbiendo.

—Los muertos te aman —dijo él, y yo me forcé a mantener la sonrisa.

—¿Te refieres al vampiro Eric? Eso dice.

—Otros también. Están pugnando por ti.

Ésa fue una revelación poco bienvenida. Dermot tenía razón. Había estado sintiendo a Eric a través del vínculo, como era normal, pero había otras dos presencias grises acompañándome en cada momento después de anochecer: Alexei y Apio Livio. Resultaba agotador, y no me había dado cuenta hasta ese momento.

—Esta noche —anunció Dermot— recibirás visita.

Así que ahora era un profeta.

—¿Agradable?

Se encogió de hombros.

—Eso es una cuestión de gusto y experiencia.

—Eh, tío Dermot, ¿sueles pasear a menudo por estas tierras?

—Me da mucho miedo el otro —respondió—, pero intento observarte de vez en cuando.

Trataba de decidir si eso era bueno o malo cuando desapareció delante de mis ojos. ¡Puf! Vi una especie de borrón y luego nada. Sus manos estaban sobre mis hombros y, de repente, nada. Supuse que la tensión de conversar con otra persona había podido con Dermot.

Vaya. Había sido una experiencia de lo más extraña.

Miré a mi alrededor imaginando que quizá vería alguna otra señal de su desaparición. Puede que incluso decidiera volver. Pero no pasó nada. No se escuchaba ningún sonido salvo el prosaico rugido de mi estómago recordándome que no había comido nada desde el almuerzo y que era hora de cenar. Regresé a casa con piernas temblorosas y me dejé caer sobre la mesa de la cocina. Una conversación con un espía. Una entrevista con un hada desquiciado. Oh, sí, y tenía que llamar a Jason para que volviese a activar la alerta feérica. Eso era algo que podía hacer sentada.

Tras la conversación, y una vez recuperada la movilidad de mis piernas, recordé que debía meter los periódicos en casa. Mientras cocinaba un pastel de carne de Marie Calender’s, leí los periódicos de los últimos dos días.

Por desgracia, había demasiadas cosas interesantes en la portada. Se había producido un horrible asesinato en Shreveport, probablemente relacionado con asuntos de bandas. La víctima era un joven negro ataviado con los colores de una banda, lo cual era como una flecha de neón para la policía, aunque no había recibido ningún disparo. Lo habían apuñalado varias veces antes de rajarle la garganta. Agh. A mí me parecía algo más personal que un ajuste de cuentas entre bandas. A la noche siguiente, ocurrió lo mismo, en esta ocasión con un crío de diecinueve años y los colores de una banda rival. Había muerto de la misma forma horripilante. Agité la cabeza ante la estupidez de esos jóvenes que morían por causa de lo que a mí me parecían nimiedades, y pasé a otro artículo que encontré tan electrizante como preocupante.

La tensión por el asunto del registro de los licántropos iba en aumento. Según los periódicos, los propios licántropos eran la gran controversia. Los artículos apenas mencionaban a los demás cambiantes, aunque sí se sabía de un zorro, un murciélago, dos tigres, un puñado de panteras y otro cambiante. Los licántropos, más numerosos entre los de doble naturaleza, eran los que estaban sufriendo la reacción violenta y se quejaban de ello abiertamente, como era debido.

«¿Por qué tendría que registrarme como si fuese un inmigrante ilegal o un ciudadano fallecido?», decía Scott Wacker, general del ejército. «Mi familia lleva seis generaciones en este país, todas sirviendo en el ejército. Mi hija está en Irak. ¿Qué más quieren?».

El gobernador de uno de los Estados del noroeste había dicho: «Tenemos que saber quién es un licántropo y quién no. En caso de accidente, las autoridades han de saberlo para evitar la contaminación de la sangre y ayudar en la identificación».

Hundí la cuchara sobre la costra superficial para liberar parte del calor del pastel. Lo medité. «Chorradas», concluí.

«Eso es una tontería», decía el general Wacker en el siguiente párrafo. Así que Wacker y yo teníamos algo en común. «De hecho, nos volvemos humanos cuando morimos. Los oficiales ya se ponen guantes cuando manejan cadáveres. La identificación no supondrá más problemas que con los de naturaleza única. ¿Por qué no iba a ser así?».

«Punto para ti, Wacker».

Según el periódico, el debate había trascendido desde la gente en las calles (incluidos algunos que no eran sólo gente) hasta el Congreso; desde el personal militar hasta los bomberos; desde los juristas hasta los estudiosos de la Constitución.

En vez de pensar a escala global o nacional, sopesé la reacción de los parroquianos del Merlotte’s desde el anuncio. ¿Se había reducido el beneficio? Bueno, al principio se produjo un leve descenso, justo después de que los clientes habituales contemplaran a Sam transformarse en perro y a Tray en lobo, pero luego la gente empezó a beber tanto como de costumbre.

Entonces ¿estábamos ante una crisis creada, ante un bulo?

No tanto como a mí me habría gustado, después de haberme leído unos cuantos artículos más.

Algunas personas odiaban la idea de que gente a la que conocían de toda la vida tuviera un lado oculto, una existencia que les hubiera pasado inadvertida (¿no es una palabra maravillosa? Me había topado con ella en mi calendario de la palabra del día justo la semana anterior). Era la impresión que me había dado y, al parecer, seguía siendo cierta. Nadie cedía en su posición; los licántropos cada vez estaban más enfadados y la sociedad cada vez más asustada. Al menos una parte muy ruidosa de ella.

En Redding, California, se habían producido manifestaciones y disturbios, así como en Lansing, Michigan. Me pregunté si pasaría lo mismo en Shreveport. Me resultaba difícil de creer y duro de imaginar. Observé desde la ventana de la cocina la creciente oscuridad, como si esperase vislumbrar una turba de pueblerinos con antorchas encendidas marchando hacia el Merlotte’s.

Era un inicio de noche curiosamente vacío. No hubo mucho que lavar después de la cena; la colada estaba al día y no ponían nada interesante en la televisión. Comprobé mi correo electrónico. Ninguna respuesta de Judith Vardamon.

Pero sí había un mensaje de Alcide: «Sookie, hemos fijado la reunión de la manada para la noche del lunes en mi casa, a las ocho. Hemos intentado dar con un chamán para que ejerza de juez. Os veré a Jason y a ti allí». Casi había transcurrido una semana desde que encontramos el cuerpo de Basim en el bosque, y ésa era la primera noticia que tenía al respecto. El «un día o dos» de la manada se había extendido hasta los seis. Y eso también significaba que había pasado mucho tiempo desde que supe algo de Eric.

Volví a llamar a Jason y le dejé un mensaje en el contestador del móvil. Procuré no preocuparme por la reunión de la manada, pero siempre que había coincidido con aquélla al completo se había producido algún acontecimiento violento.

Mis pensamientos volvieron al cadáver del claro. ¿Quién lo habría dejado allí? Era de imaginar que el asesino deseaba que Basim no hablase, pero no creía que hubiese dejado su cuerpo en mis tierras por casualidad.

Leí durante media hora y cuando hubo oscurecido del todo sentí la presencia de Eric, acompañada por la menos intensa, pero innegable, de otros dos vampiros. Nada más despertar ellos, yo me sentí cansada. Aquello me desasosegó tanto que quebró mi propia resolución.

Sabía que Eric se daría cuenta de mi descontento y preocupación. Era imposible que no lo notara. Puede que pensase que, al mantenerme apartada, me estaba protegiendo. Puede que no supiera que su creador y Alexei ocupaban mi consciencia. Cogí aire y marqué su número. Sonó la señal de llamada y estreché el teléfono contra mi oreja como si fuese el propio Eric. En ese momento pensé, y me hubiera parecido imposible una semana antes: «¿Y si no lo coge?».

La señal de llamada siguió sonando mientras yo contenía el aliento. Al segundo tono, Eric respondió.

—Ya se ha fijado fecha para la reunión de la manada —farfullé.

—Sookie —dijo él—. ¿Puedes venir aquí?

Mientras conducía hacia Shreveport, me pregunté unas cuatro veces si estaba haciendo lo correcto. Pero llegué a la conclusión de que, estuviese acertada o equivocada (en cuanto a ir corriendo a ver a Eric cuando él me lo ordenaba), aquello era un asunto acabado. Ambos nos encontrábamos en los extremos de la línea que nos unía, una línea dibujada con sangre. Una línea que delataba el mutuo estado de ánimo en cualquier momento. Sabía que se sentía cansado y desesperado. Él sabía que yo me sentía enfadada, incómoda y dolida. Aun así, medité. Si le hubiese llamado para decirle lo mismo, ¿habría saltado él a su coche (o echado a volar) para presentarse en mi puerta?

Dijo que estarían en Fangtasia.

Me sorprendió el escaso número de coches aparcados frente al único bar de vampiros de Shreveport. Fangtasia era un enorme reclamo turístico en una ciudad que batía récord tras récord de visitas, así que me lo esperaba hasta la bandera. En la zona de empleados había casi tantos coches como en el resto del parking. Era algo inédito.

Maxwell Lee, un hombre de negocios afroamericano que también resultaba ser vampiro, estaba de servicio en la entrada trasera, y eso también era inédito. La puerta de atrás nunca había sido especial objeto de custodia, ya que los vampiros estaban muy seguros de poder encargarse personalmente de cualquier amenaza. Pero allí estaba, ataviado con su habitual traje de tres piezas, pero desempeñando una labor que normalmente habría considerado por debajo de su rango. Más que resentido, parecía preocupado.

—¿Dónde están? —pregunté.

Sacudió la cabeza hacia la estancia principal del bar.

—Me alegra que estés aquí —dijo, y supe enseguida que la visita del creador de Eric no iba bien.

La de veces que las visitas inesperadas pueden llegar a ser fastidiosas, ¿eh? Intentas llevarlos a los lugares más emblemáticos de tu ciudad, los alimentas y los mantienes entretenidos, pero enseguida estás deseando que se marchen. No hacía falta mucho para ver que Eric se encontraba en esa última fase. Estaba sentado en un apartado con Apio Livio Ocella y Alexei. Evidentemente, Alexei parecía demasiado joven para encajar en un bar, y eso no hacía sino sumar absurdo a la situación.

—Buenas noches —saludé con rigidez—. ¿Querías verme, Eric?

Eric se arrimó a la pared para dejarme sitio y me senté junto a él. Apio Livio y Alexei me saludaron, Apio con una tensa sonrisa y Alexei más relajado. Una vez reunidos, me di cuenta de que la proximidad a ellos destensaba el hilo que me unía a ellos.

—Te he echado de menos —reconoció Eric en voz tan baja que, al principio, pensé que me lo había imaginado.

No le mencionaría el hecho de que no me hubiera llamado en todos esos días. Él ya lo sabía.

Eché mano de todo mi autocontrol para devolver unas palabras.

—Como trataba de decirte al teléfono, se ha fijado la reunión de la manada por lo de Basim para el lunes por la noche.

—¿Dónde y a qué hora? —preguntó. Una nota en su voz me reveló que no estaba nada contento. Bueno, pues ya podía ponerse a la cola.

—En la casa de Alcide. La que heredó de su padre. A las ocho.

—¿Acudirá Jason contigo? ¿Es seguro?

—Todavía no he hablado con él, pero le he dejado un mensaje.

—Has estado enfadada conmigo.

—He estado preocupada por ti. —No podía decirle nada acerca de cómo me sentía que él no supiese ya.

—Sí —respondió Eric. Su voz estaba vacía.

—Eric es un anfitrión excelente —comentó el zarevich, como si yo esperase un informe.

Conseguí construir una sonrisa que ofrecerle al muchacho.

—Me alegro, Alexei. ¿Qué habéis hecho? Supongo que es la primera vez que venís a Shreveport.

—Sí —contestó Apio Livio con su curioso acento—. Nunca hemos visitado este sitio. Es una bonita pequeña ciudad. Mi hijo mayor ha hecho todo lo posible para mantenernos ocupados y lejos de los problemas.

Vale, eso había sido un pequeño guiño al sarcasmo. Pero, por la tensión de Eric, sabía que no había tenido tanto éxito en eso de «mantenerlos lejos de los problemas».

—Los almacenes de World Market están muy bien. Allí se pueden encontrar cosas de todo el mundo. Y, durante un tiempo, Shreveport fue capital de la Confederación. —Ay, madre, tenía que hacerlo mucho mejor—. Y si vais al Auditorio Municipal, podéis visitar el camerino de Elvis —solté alegremente. Me preguntaba si alguna vez habría vuelto Bubba a ver sus viejos lugares emblemáticos.

—Anoche disfruté de un adolescente delicioso —recordó Alexei, igualando mi tono alegre. Era como si admitiese haberse saltado un semáforo en rojo.

Abrí la boca, pero nada salió de ella. Si optaba por las palabras equivocadas, podía acabar muerta allí mismo.

—Alexei —le recomendé, sonando mucho más calmada de lo que me sentía—, has de tener cuidado. Eso es ilegal aquí. Tu creador y Eric podrían sufrir las consecuencias.

—Cuando estaba con mi familia humana, podía hacer todo lo que quisiera —contestó Alexei. Era incapaz de sondear su voz—. Estaba tan enfermo que me mimaron demasiado.

Eric se crispó.

—Entiendo —dije—. Cualquier familia estaría tentada de hacer lo mismo con un hijo enfermo. Pero como ahora estás mejor y has tenido muchos años para madurar, sé que comprenderás que hacer sólo lo que te apetece no es muy bueno en sí. —Se me ocurrieron al menos otras veinte cosas que podría haber enumerado, pero me quedé ahí. Y creo que fue un acierto. Apio Livio me miró directamente a los ojos y asintió de forma casi imperceptible.

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