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Authors: Charlaine Harris

Muerto hasta el anochecer (25 page)

—¡Tienes que venirte a mi casa! Nunca la quemarían. Allí estarías a salvo —dije, vehemente.

—Sookie, escúchame. Puedes morir por mi culpa.

—¿Y qué perdería? —pregunté, apasionada—. Nunca había sido tan feliz como desde que te conozco.

—Si muero, acude a Sam.

—¿Ya estás pensando en pasarme a otro?

—Nunca —dijo con voz fría y cristalina—. Nunca —sentí que me agarraba los hombros. Estaba a mi lado, apoyado sobre un codo. Se acercó un poco más. Pude notar toda la extensión de su cuerpo.

—Oye, Bill —le dije—. Sé que no soy culta, pero tampoco soy imbécil. No es que tenga mucho mundo, pero no creo que sea una ingenua —confié en que no estuviera sonriendo al abrigo de la oscuridad—. Puedo conseguir que te acepten. Estoy segura.

—Si alguien puede, ésa eres tú —dijo—. Quiero penetrarte otra vez.

—¿Te refieres...? Oh, sí, ya sé a qué te refieres —me había cogido la mano y la había guiado hacia abajo—. A mí también me apetece —pero temía no sobrevivir a ello después de los embates a los que me había sometido en el cementerio. Estaba destrozada, pero también notaba esa ardiente humedad recorriéndome, esa creciente excitación a la que Bill me había hecho adicta—. Cariño —dije, acariciándole por todo el cuerpo—, cariño —lo besé, y su lengua se adentró en mi boca. Recorrí sus colmillos con la mía—. ¿Podrías hacerlo sin morderme? —susurré.

—Claro. Es sólo que el final resulta apoteósico cuando pruebo tu sangre.

—¿Será parecido sin sangre?

—Nunca podrá ser tan bueno, pero no quiero debilitarte.

—Si no te importa... —dije con indecisión—. La otra vez me llevó unos cuantos días recuperarme.

—He sido un egoísta... Eres demasiado buena.

—Si estoy fuerte, será aún mejor —sugerí.

—Enséñame lo fuerte que eres —dijo, provocador.

—Ponte boca arriba. No sé muy bien cómo, pero otras parejas lo hacen así —me puse a horcajadas sobre él y sentí que su respiración se aceleraba. Me alegré de que la habitación estuviese a oscuras y de que afuera continuase lloviendo. Un relámpago iluminó sus refulgentes ojos. Con mucho cuidado, intenté alcanzar la posición que creía era la correcta, y lo conduje a mi interior. Tenía una gran fe en mi instinto. Desde luego, no me traicionó.

8

Estábamos juntos de nuevo. Todas mis dudas habían quedado, al menos temporalmente, disipadas por el miedo que sentí al pensar que podía haberlo perdido. Bill y yo nos enfrascamos en una inquietante rutina.

Si me tocaba hacer el turno de noche, me dirigía a casa de Bill en cuanto acababa de trabajar, y solía pasar allí el resto de la noche. Si no, era Bill el que se venía a casa después del ocaso y veíamos la tele, nos íbamos al cine o jugábamos al Scrabble. Para evitar sentirme débil y desganada, me veía obligada a tomar un descanso de todo este trajín cada tres noches. Si pese a todo, decidíamos pasar la jornada de descanso juntos, Bill tenía que abstenerse de morderme. Y siempre existía el peligro de que si él se alimentaba demasiado de mí... Así que me atiborré a vitaminas y complementos de hierro hasta que Bill empezó a quejarse del sabor. Entonces reduje las dosis de hierro.

Mientras yo dormía por las noches, Bill se dedicaba a otros menesteres. A veces, leía; otras, hacía incursiones nocturnas; y, en ocasiones, salía a arreglarme el jardín a la luz de las farolas.

Si se alimentaba de alguien más, lo mantenía en secreto y lo hacía lejos de Bon Temps, como yo le había rogado.

Digo que nuestra rutina resultaba inquietante porque tenía la impresión de que aguardábamos algo. El incendio del nido de Monroe había enfurecido y —en mi humilde opinión— asustado a Bill. Debía de resultarle mortificante ser tan poderoso cuando estaba despierto y tan indefenso cuando dormía.

Ambos nos preguntábamos si el sentimiento de rechazo a los vampiros entre los miembros de nuestra comunidad amainaría ahora que los más problemáticos estaban muertos.

Aunque Bill nunca se refería a ello de modo explícito, yo sabía, por el curso que tomaban nuestras conversaciones de vez en cuando, que le preocupaba mi seguridad porque el asesino de Dawn, Maudette y mi abuela aún andaba suelto.

Si los hombres de Bon Temps y las ciudades colindantes pensaron que al quemar a los vampiros de Monroe se estaban vengando de aquellos asesinatos, se equivocaron. Los informes de las autopsias a las tres víctimas finalmente probaron que su caudal sanguíneo estaba intacto en el momento de su muerte. Además, las marcas de mordiscos halladas en los cuerpos de Maudette y Dawn no sólo parecían antiguas, sino que quedó confirmado que lo eran. La autopsia reveló que la causa de todas y cada una de aquellas muertes había sido el estrangulamiento. Maudette y Dawn habían mantenido relaciones sexuales antes de morir. Y después, también.

Arlene, Charlsie y yo poníamos mucho cuidado al salir al aparcamiento solas; siempre comprobábamos que la cerradura de nuestras casas estuviera intacta antes de entrar, y nos fijábamos en los coches que circulaban cerca de los nuestros en la carretera. Pero resultaba complicado mantener esas precauciones, desquiciaba los nervios, y no me cupo duda de que, pronto, las tres nos relajaríamos y retomaríamos nuestros despreocupados hábitos. Puede que esto estuviera más justificado en el caso de Arlene o de Charlsie, que compartían casa con más gente, a diferencia de las dos primeras víctimas; Arlene vivía con sus hijos —y con Rene Lenier, a intervalos irregulares— y Charlsie con su marido, Ralph.

La única que vivía sola era yo.

Jason se pasaba por el bar casi a diario, y siempre se aseguraba de pasar un rato conmigo. Me di cuenta de que trataba de reparar la brecha que había entre nosotros, y puse cuanto pude de mi parte. Pero cada día bebía más, y por su cama desfilaban más mujeres que por un baño público. Sin embargo, parecía albergar sentimientos sinceros por Liz Barrett. Nos pusimos de acuerdo para resolver el asunto de las herencias de la abuela y del tío Bartlett, aunque esto último le incumbía más a él que a mí: el tío Bartlett le había legado todo a Jason, a excepción del dinero que doné al centro local de salud mental.

Una noche en la que se había tomado una cerveza de más, Jason me confesó que había tenido que volver otras dos veces a la comisaría, y que lo estaban volviendo loco. Al final, había hablado con Sid Matt Lancaster, que le había aconsejado que no volviera a personarse allí si no era en su compañía.

—¿Por qué siguen acosándote? —le pregunté—. Tiene que haber algo que no me hayas contado. Andy Bellefleur no ha estado investigando a nadie más, y los dos sabemos que ni Dawn ni Maudette eran muy exquisitas eligiendo compañeros de cama.

Jason parecía terriblemente avergonzado. Nunca había visto a mi precioso hermano mayor sonrojarse de tal modo.

—Películas —musitó.

Me acerqué para asegurarme de que había oído bien.

—¿Películas? —pregunté, incrédula.

—Shhh —susurró entre dientes, con aire de absoluta culpabilidad—. Hacíamos películas.

Supongo que me sentí tan avergonzada como él. Las hermanas y los hermanos no tienen por qué compartirlo todo.

—Les diste una copia... —insinué tímidamente, tratando de calcular hasta qué punto habría llegado su estupidez.

El miró en otra dirección, mientras el azul brumoso de sus ojos se empañaba con el brillo de las lágrimas. Muy romántico.

—Eres bobo —le dije—. Incluso descartando la posibilidad de que todo esto saliera a la luz de esta forma, ¿no se te ocurrió plantearte lo que sucedería cuando decidieses casarte? ¿Y si uno de tus antiguos ligues decidiera enviarle una copia de vuestro pequeño tango a tu futura esposa?

—Gracias por hacer leña del árbol caído, hermanita.

Respiré hondo.

—Vale, vale. Ya has dejado de grabar vídeos, ¿no.' —asintió con énfasis. No lo creí.

—Y se lo habrás contado a Sid Matt, ¿verdad? —asintió con menos firmeza.

—¿Y crees que ésa es la razón por la que Andy no te deja en paz?

—Sí —contestó Jason, taciturno.

—Entonces, si comprueban tu semen y no coincide con el hallado dentro del cuerpo de Maudette y de Dawn, problema resuelto —en ese momento mi actitud era tan sospechosa como la de mi hermano. Nunca antes habíamos hablado de muestras de semen.

—Eso es lo que dice Sid Matt, pero no me fío de esos análisis.

Genial. El espabilado de mi hermanito no depositaba ninguna confianza en la evidencia científica más fiable que podía presentarse ante un tribunal.

—¿Crees que Andy va a falsificar los resultados?

—No, no es por Andy. El sólo hace su trabajo. Es que no sé nada del rollo ese del ADN.

—Pero mira que eres bobo —le dije, y me alejé para llevarles otra jarra de cerveza a cuatro chavales de Ruston, estudiantes universitarios que intentaban correrse una juerga en aquel confín del mundo. Sólo me restaba esperar que Sid Matt Lancaster tuviese el don de la persuasión.

Jason se dirigió a mí una vez más antes de abandonar el Merlotte's.

—¿Podrías ayudarme? —me preguntó, con una expresión muy poco habitual en él. Me había llamado a su mesa cuando su cita de esa noche se fue al servicio.

Era la primera vez que mi hermano me pedía ayuda.

—¿Cómo?

—¿No podrías leerle la mente a los hombres que vienen por aquí y descubrir si uno de ellos lo hizo?

—Eso no es tan sencillo como parece, Jason —le contesté muy despacio, sopesándolo mientras hablaba—. Para empezar, ese hombre tendría que estar pensando en su crimen mientras estuviera aquí sentado, en el momento exacto en que yo lo estuviera escuchando. Además, no siempre me llegan pensamientos bien definidos. Con alguna gente es como escuchar la radio, puedo oír hasta el más mínimo detalle; pero con otros, sólo percibo una amalgama de sensaciones sin verbalizar; es como oír a alguien hablar en sueños, ¿lo entiendes? Escuchas su voz, distingues si están tristes o contentos, pero no llegas a identificar las palabras exactas que han pronunciado. Y luego, en algunas ocasiones, oigo un pensamiento, pero no logro rastrearlo hasta su origen si hay demasiada gente en el local.

Jason me miraba sin parpadear. Era la primera vez que abordábamos el tema de mi tara sin rodeos.

—¿Cómo haces para no volverte loca? —me preguntó, sacudiendo la cabeza asombrado.

Estaba a punto de intentar explicarle el procedimiento con el que conseguía protegerme y mantener la guardia, cuando vi que Liz Barrett regresaba a la mesa, con los labios recién pintados y muy esponjada. Entonces, asistí a la metamorfosis de Jason para recuperar su magistral interpretación de Casanova. Empezaba a encasillarse. Me hubiera gustado hablar un poco más con mi hermano a solas.

Más tarde, mientras los empleados nos preparábamos para marcharnos a casa, Arlene me pidió que le cuidara a los niños a la noche siguiente. Las dos teníamos el día libre, y ella quería ir con Rene a Shreveport para ver una película y cenar por ahí después.

—¡Claro! —le dije—. Hace mucho que no me quedo con los niños.

De repente se le demudó el rostro. Se volvió un poco hacia mí; fue a decir algo pero se lo pensó dos veces, y por fin, se decidió:

—¿Estará..., eh..., va a estar Bill por allí?

—Sí, teníamos pensado ver una peli. Iba a pasarme mañana por la mañana por el videoclub, pero cogeré algo que puedan ver los crios —de golpe, me di cuenta de por dónde iban los tiros—. Un momento, ¿insinúas que no vas a dejarme a los niños si Bill va a estar en casa? —noté cómo entrecerraba los ojos hasta mirarla a través de dos rendijas. La frecuencia de mi voz había caído hasta su registro de furia asesina.

—Sookie —dijo, con impotencia—, cielo, te quiero mucho. Pero no puedes entenderlo, tú no eres madre. No puedo dejar a mis hijos con un vampiro. Sencillamente, no puedo.

—¿Y te da igual que yo, que también adoro a tus hijos, vaya a estar allí? ¿O que Bill sea incapaz de tocarle un pelo a un niño por nada de este mundo? —me colgué el bolso al hombro y salí a grandes zancadas por la puerta trasera, dejando allí a Arlene con aspecto desolado. ¡No se merecía otra cosa, jolín!

Cuando tomé el desvío a casa ya estaba un poco más calmada, pero todavía no se me había pasado el cabreo. Me sentía preocupada por Jason, mosqueada con Arlene y distante de modo casi permanente con Sam, que llevaba unos días actuando como si fuéramos simples conocidos. Me debatí entre ir a mi casa o a la de Bill, y me decidí por la primera opción.

El hecho de que él estuviera a la puerta de mi casa quince minutos más tarde de la hora a la que me esperaba en la suya, da muestra de lo mucho que Bill se preocupaba por mí.

—No has ido... y tampoco has llamado —dijo en voz baja cuando abrí la puerta.

—Estoy de mal humor —respondí—. Más bien, pésimo.

Muy sabiamente, mantuvo las distancias.

—Siento haberte preocupado —le dije, al poco—. No volveré a hacerlo —me alejé de él en dirección a la cocina. Vino detrás de mí, o al menos supuse que lo hacía. Era tan silencioso que no podías estar segura hasta que lo veías.

Se apoyó contra el marco de la puerta mientras yo permanecía en el medio de la cocina, preguntándome para qué habría ido allí y sintiendo que la furia me invadía. Estaba hasta las narices de todo. Tenía muchas ganas de tirar algo, de hacer añicos cualquier cosa... pero no me habían educado para que acabara cediendo a ese tipo de impulsos destructivos. Me contuve, cerrando con fuerza los párpados y apretando los puños.

—Voy a cavar un hoyo —dije, y salí por la puerta de atrás. Abrí la puerta del cobertizo, cogí la pala y me lancé en tromba a la parte posterior del jardín. Allí había una parcela de tierra en la que nunca crecía nada, no sé por qué. Hundí la herramienta en la tierra, empujé con el pie y saqué una buena palada. Me entregué a esta tarea mientras el montón de tierra se hacía cada vez más alto y más profundo el agujero.

—Tengo unos brazos y un juego de hombros muy resistentes —dije jadeando, mientras paraba para descansar un poco apoyándome en la pala.

Bill estaba sentado en una silla del jardín, contemplando la escena. No dijo ni media palabra.

Seguí cavando.

Al final, conseguí un agujero verdaderamente hermoso.

—¿Vas a enterrar algo? —preguntó Bill cuando dedujo que ya debía de haber acabado.

—No —contemplé la cavidad—. Voy a plantar un árbol.

—¿Cuál?

—Un roble —dije, sin pensarlo.

—¿Y de dónde lo vas a sacar?

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