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Authors: Chevy Stevens

Tags: #Drama, Intriga

Nadie te encontrará (14 page)

Siempre me he sentido muy orgullosa, orgullosa de ser tan fuerte. Siempre he sido una de esas chicas que proclaman: «Ningún hombre va a hacer nunca que cambie», pero él lo hizo. Él me cambió. Sentía que todavía mantenía viva una pequeña llama en mi interior que era yo, como uno de esos pilotos de luz en las chimeneas de gas, parpadeando al fondo, pero me preocupaba que algún día llegara a apagarse. Todavía me preocupa que eso suceda…

Luego están todos esos libros que dicen que nosotros tenemos las riendas de nuestro propio destino, que lo que creemos es lo que manifestamos con nuestros actos y nuestras palabras. Se supone que tenemos que ir por ahí con esa burbuja perpetua de pensamientos positivos en la cabeza, y que así nuestra vida será como un cuento de hadas. Pues no, mire usted por dónde. No me lo trago. Ya puedes ser la persona más feliz del mundo, como nunca antes en toda tu vida, que las desgracias te pasarán de todos modos.

Pero no sólo te pasan, sin más: se te echan encima, te tiran al suelo y te aplastan, porque alguna vez fuiste tan idiota como para creer en los cuentos de hadas.

Sesión diez

Joder, anoche sí que tuve un momento de gloria, doctora. Estaba durmiendo —en mi cama, le alegrará saberlo— cuando me entraron ganas de ir a mear y me fui a trompicones al cuarto de baño. Cuando volví a la cama, me di cuenta de lo que había hecho, y vaya si me despertó semejante acontecimiento: naturalmente, estaba tan entusiasmada que me desvelé y no pude volver a dormir en toda la noche.

Sólo era una vieja costumbre, levantarme para ir al baño en plena noche, pero eso es buena señal porque significa que estoy recuperando mis viejas rutinas, ¿no? Y a lo mejor eso significa que me estoy recuperando, y recuperándome a mí misma. Descuide, no me olvido de lo que dijo respecto a aprender a aceptar que nunca volveré a ser exactamente la misma persona que era antes del secuestro. Pero aun así, algo es algo.

A lo mejor salió bien porque estaba dormida y no tuve ocasión de pensarlo antes. Siempre me ha gustado esa expresión: «Baila como si nadie te estuviera mirando». Puedes estar sola en tu casa y de pronto suena en la radio una canción marchosa, a lo mejor empiezas a mover un poco el cuerpo, la música te da buenas vibraciones, te pones a seguir el ritmo, estás disfrutando. Mueves las piernas a un lado y a otro, levantas las manos en el aire y le das un meneo al culo de mucho cuidado. En cambio, en cuanto estás en un lugar público, crees que todo el mundo te está mirando, que todos te están juzgando. Y te dices: ¿estaré meneando demasiado el culo? ¿Estoy siguiendo el ritmo? ¿Se están riendo de mí? Y entonces dejas de bailar.

Todos y cada uno de los días que pasé en la montaña, él me ponía a prueba. Si estaba contento, me concedía algún privilegio extraordinario. Si no hacía algo lo bastante rápido o lo bastante perfecto, cosa que no ocurría muy a menudo porque siempre iba con mucho cuidado, me daba una bofetada o me quitaba alguna dispensa.

Mientras el Animal estaba ocupado evaluando mi comportamiento, yo analizaba el suyo. Ni siquiera después de nuestra charla sobre su madre conseguí figurarme qué cosas podían sacarlo de quicio, y cada situación era una pista que poder guardar y archivar en mi memoria. Interpretar sus deseos y necesidades se convirtió para mí en una tarea a tiempo completo, así que estudiaba todos y cada uno de los matices de la expresión de su cara, todas y cada una de las inflexiones de su voz.

Los años de convivencia con una madre cuyo estado de sobriedad había aprendido a calibrar por el ángulo exacto de la caída de sus párpados me habían entrenado para aquella misión, pero en la escuela de mamá también había aprendido que es como intentar predecir la reacción de un tigre: nunca sabes si estás a punto de ser su compañero de juegos o de convertirte en su próxima cena. Absolutamente todo dependía de su estado de ánimo, de su humor. A veces, cometía un error grave y él apenas reaccionaba, mientras que otras veces, metía la pata por alguna tontería y él se ponía hecho una furia.

Hacia el mes de marzo, cuando yo estaba de unos seis meses, apareció un día después de una de sus salidas para ir a cazar y dijo:

—Necesito tu ayuda aquí fuera.

¿Fuera? ¿Quería decir fuera de la cabaña? Lo miré fijamente, tratando de buscar alguna señal de que estaba bromeando o planeaba matarme allí fuera, pero su semblante no mostraba ningún rastro de emoción.

Me tiró uno de sus abrigos y un par de botas de goma.

—Ponte esto.

Antes incluso de que me hubiera subido la cremallera del abrigo, me agarró del brazo y me empujó hacia la puerta.

El olor a aire puro me golpeó en la cara como si me hubiera dado de bruces contra una pared, y se me hizo un nudo en el pecho de la emoción. Quise examinar el paisaje a mi alrededor mientras él me llevaba hasta los restos de un ciervo muerto, a unos seis metros de la cabaña, pero era un día soleado y el resplandor que irradiaba la nieve hacía que me lloraran los ojos. Tan sólo acerté a ver que estábamos en un claro del bosque.

Todo mi cuerpo ardía de frío. La nieve sólo me llegaba hasta los tobillos, pero no estaba a acostumbrada a la intemperie, y llevaba las piernas al descubierto. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la intensidad de la luz, pero antes de que pudiera asimilar gran cosa, me obligó a arrodillarme junto a la cabeza del ciervo. Todavía le manaba sangre de un orificio detrás de la oreja y de un tajo en la garganta que había teñido de color rosado la nieve alrededor. Intenté apartar la mirada, pero el Animal me volvió la cara hacia el cadáver.

—Presta atención: quiero que te arrodilles detrás del ciervo y, cuando lo coloquemos boca arriba, quiero que le mantengas separadas las patas traseras mientras yo lo destripo. ¿Lo has entendido?

Había entendido lo que quería que hiciera, pero no por qué me lo pedía, nunca antes lo había hecho. Tal vez sólo quería que viera lo que era capaz de hacer o, para ser más exactos, lo que era capaz de hacerme a mí.

Sin embargo, asentí con la cabeza y, procurando evitar los ojos vidriosos del ciervo, me coloqué de cuclillas en el otro extremo y le sujeté las patas traseras, completamente rígidas. El Animal, sonriendo y canturreando, se arrodilló junto a la cabeza y entre los dos lo pusimos boca arriba.

A pesar de que ya sabía que estaba muerto, me causaba desazón ver al ciervo tan indefenso y grotesco en aquella postura, de espaldas y despatarrado. Nunca había visto un animal muerto tan de cerca. Al percibir mi inquietud, tal vez, el bebé se puso a dar patadas insistentemente.

Se me hizo un nudo en el estómago al ver como la punta del cuchillo del Animal se hincaba en la entrepierna del ciervo como si fuera de mantequilla. Percibí el olor metálico de la sangre mientras trazaba un círculo en las entrañas del ciervo para, acto seguido, rajarle el estómago de arriba abajo. Me vino la imagen de él mismo rajándome a mí, con la misma expresión de serenidad en la cara. Di un respingo y me fulminó con la mirada.

Murmuré un «lo siento», apreté los dientes por el frío y me obligué a inmovilizar todos los músculos. Él reanudó su labor de destripamiento y su canturreo.

Mientras él estaba ocupado en la operación, yo me puse a inspeccionar los alrededores del claro. Estábamos rodeados por un extenso grupo de abetos, todos con las ramas combadas por el peso de la nieve. Unas huellas de pisadas, de haber llevado algo a rastras y de lo que parecía alguna que otra gota ocasional de sangre desaparecían por el costado de la cabaña. El aire olía a limpio, a humedad, y la nieve crujía bajo mis pies. He esquiado en algunas montañas de la parte continental de Canadá, y la nieve huele diferente en otras partes, como más seca, y hasta parece distinta. La modesta cantidad de nieve y la forma del terreno, junto con el olor, me hicieron albergar la esperanza de que todavía me encontraba en la isla, o al menos en algún lugar de la costa.

El Animal me hablaba mientras se afanaba con el cuchillo.

—Es mejor para nosotros comer los alimentos procedentes directamente de la tierra, comida que sea pura, que nunca haya sido tocada por la mano del hombre. Cuando fui a la ciudad compré algunos libros sobre cómo curar la carne y hacer conservas de alimentos. Al final seremos completamente autosuficientes, y nunca tendré que dejarte sola en casa.

No es que me pusiera a dar saltos de entusiasmo, pero debo admitir que me hacía cierta ilusión la idea de hacer algo nuevo, lo que fuera.

Cuando terminó de destripar por completo al ciervo y ya le sobresalía la bolsa del estómago, levantó la mirada del cuerpo y dijo:

—¿Has matado alguna vez en tu vida, Annie?

No se conformaba con llevar un cuchillo en la mano para resultar amenazador, que además tenía que ponerse a hablar de matar.

—Nunca he ido a cazar.

—Responde a la pregunta, Annie.

Nos miramos fijamente por encima del cadáver del ciervo.

—No, nunca he matado nada ni a nadie.

Sujetando el cuchillo por la punta del mango, empezó a hacerlo oscilar en el aire, como si fuera un péndulo. Con cada balanceo, repetía:

—¿Nunca? ¿Nunca? ¿Nunca?

—Nunca…

—¡Mentirosa!

Lanzó el cuchillo hacia arriba, lo atrapó por el mango en el aire y lo hundió en el cuello del ciervo, hasta la empuñadura. Asustada, perdí el equilibrio y caí de espaldas en la nieve. No dijo una palabra mientras trataba, no sin gran esfuerzo, de incorporarme. Cuando volví a sentarme en cuclillas, rápidamente sujeté las patas del ciervo y me preparé para que montara en cólera por haberme caído, pero se limitó a mirarme fijamente a los ojos. A continuación bajó la mirada hasta la raja del estómago del ciervo, la desplazó hasta mi barriga y volvió a mirarme a los ojos. Empecé a balbucear.

—Atropellé a un gato con el coche cuando era adolescente. Fue sin querer, pero volvía a casa muy tarde y estaba muy, muy cansada, cuando, de pronto, oí el topetazo y lo vi salir despedido por los aires. Lo vi aterrizar y desaparecer en el bosque y detuve el coche. —El Animal seguía mirándome fijamente y las palabras seguían saliendo a borbotones—. Me adentré en el bosque para buscarlo, llorando y llamándolo: «Gatito, gatito…», pero no lo encontré por ninguna parte. Me fui a casa y se lo conté a mi padrastro, y él me acompañó al lugar con una linterna y estuvimos buscándolo durante una hora, pero no conseguimos dar con él. Mi padrastro me dijo que seguramente no le había hecho nada y que se habría ido corriendo a casa, pero por la mañana, miré debajo de mi coche y vi toda aquella sangre y aquel pelo de gato en el eje.

—Estoy impresionado —comentó con una amplia sonrisa—. No creía que tuvieras las agallas suficientes.

—¡Y no las tengo! Fue un accidente…

—No, no lo creo. Creo que viste el reflejo momentáneo de sus ojos en los faros y te preguntaste qué se sentiría. Y de pronto, creció en ti un odio inmenso hacia el gato y pisaste a fondo el acelerador. Creo que el ruido del impacto cuando le golpeaste, cuando supiste que le habías dado, te hizo sentirte poderosa, te hizo sentirte…

—¡No! No, claro que no. Me sentí fatal… todavía hoy me siento fatal.

—¿Y seguirías sintiéndote igual de mal si el gato fuera un asesino? Seguramente había salido a cazar, ¿no crees? ¿Has visto alguna vez a un gato torturar a su presa? ¿Y si el gato estaba enfermo y no tenía hogar, y si nadie lo quería? ¿Haría eso que te sintieras mejor, Annie? ¿Y si supieras, con sólo mirarlo, que sus dueños lo maltrataban, que no le daban comida suficiente, que le daban palizas? —Alzó la voz—. ¡A lo mejor le hiciste el puto favor de su vida, ¿nunca se te ha ocurrido pensar eso?!

Era casi como si quisiese que le diese mi aprobación por algo que había hecho. ¿Quería confesarse o sólo pretendía volverme loca? Lo más probable era lo segundo, así que no estoy segura de quién de los dos se quedó más sorprendido cuando acerté a hablar al fin.

—¿Has… has matado alguna vez a otra persona?

Extendió la mano y acarició con delicadeza el mango del cuchillo.

—Una pregunta valiente.

—Lo siento, pero es que nunca he conocido a nadie que… ya sabes. He leído un montón de libros y he visto la tele y películas, pero nunca he hablado personalmente con nadie que lo haya hecho.

Era una forma sencilla de que pareciese que mi interés era genuino; siempre me había fascinado la psicología, especialmente los trastornos psicológicos. Decididamente, los asesinos formaban parte de esa categoría.

—Y si pudieras hablar personalmente, tal como tú dices, con alguien que lo haya hecho, ¿qué le preguntarías?

—Querría… querría saber por qué. Pero a lo mejor a veces, ni ellos mismos lo saben, ¿no? A lo mejor ni siquiera ellos lo entienden.

Debía de ser la respuesta correcta, porque asintió rotundamente con la cabeza y dijo:

—Matar es algo muy curioso. Los seres humanos han ideado todas esas reglas sobre cuándo consideran que está bien. —Soltó una risotada—. ¿Defensa propia? Ningún problema. Encuentras un médico que declara que estás loco, y no pasa nada. ¿Una mujer mata a su marido pero tiene el síndrome premenstrual? Si tienes un abogado medianamente bueno, tampoco pasa nada.

Con la cabeza ladeada hacia mí, se balanceaba hacia delante y hacia atrás sobre los talones, en la nieve.

—¿Y si supieras con certeza lo que va a pasar y pudieras impedirlo? ¿Y si pudieras ver algo, algo que los demás no ven?

—¿Como qué?

—Es una pena que no encontraras al gato, Annie. La muerte tan sólo es una prolongación de la vida, simplemente. Y cuando presencias la muerte, la puerta a una nueva dimensión, te das cuenta de lo innecesario que resulta que te pongas limitaciones en ésta.

Todavía no había admitido que hubiese matado a alguien alguna vez, y me pregunté si no sería mejor dejar correr aquello por el momento, pero saber cuándo es el momento de echarse atrás nunca ha sido uno de mis puntos fuertes, precisamente.

—Bueno, ¿y qué se siente, cuando matas a alguien…?

Ladeó la cabeza hacia el lado opuesto y arqueó las cejas.

—Conque planeando matar a alguien, ¿eh? —Antes de que pudiera negarlo, siguió hablando, pero la conversación no derivó hacia la senda que yo esperaba—. Mi madre murió de cáncer, cáncer de ovarios. Se pudrió por dentro, y hacia el final, hasta podía oler cómo se iba muriendo. —Hizo una pausa un momento, con la mirada vacía, inerte. Estaba intentando pensar qué podía preguntarle a continuación cuando dijo—: Yo sólo tenía dieciocho años cuando enfermó, su marido había muerto un par de años antes, pero no me importaba cuidar de ella. Sabía cómo ocuparme de ella mejor que nadie. Pero ella no dejaba de llorar por él. A pesar de que le había dicho que la había abandonado y que ella no le importaba nada, no como a mí, lo único que quería mi madre era que fuese en su busca, que lo encontrara. Después de todo lo que yo había hecho por ella… vi lo que le hizo él. Lo vi con mis propios ojos, pero ella seguía llorando por él.

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