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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (16 page)

Se puso de rodillas y comenzó a recoger los papeles examinándolos con atención y empezando a formar una pila.

Si había algo ahí... lo encontraría.

11. Ironía con silenciador

Su hermano podía decir lo que le diera la gana, estaba convencido de que cada día estaba más delgado. No había sido un proceso paulatino, era más bien como si su cuerpo hubiera empezado a consumir la carne alrededor de los huesos apenas hubo terminado de consumir las últimas grasas. Se miraba ahora en el espejo levantándose el viejísimo jersey y la camiseta, y no le gustaba el aspecto de las prominentes costillas, que abultaban redondas y brillantes como si fueran de plástico.

—Estás igual que siempre,
pesao
—dijo Álvaro desde su poltrona. Antonio lo miró, pero últimamente le rompía el alma hacerlo. Estaba sentado con las piernas plegadas contra el cuerpo, las rodillas huesudas hacia arriba; tenía los ojos entrecerrados y jugueteaba con un dedo largo y escuálido, enredándolo y desenredándolo en su cabellera negra. Y estaba tan delgado, los pómulos sobresalían como un vetusto testimonio de días mejores.

—Sí, ¿no? —dijo al fin, más para la imagen espectral de sí mismo que le miraba desde el espejo que en contestación a su hermano.

Ya no comían mucho. El último alimento decente había sido el día anterior por la mañana, una rata nauseabunda pero gorda como un odre lleno hasta los bordes. La habían cocinado y compartido, por la noche intentaron comerse también el rabo pero era demasiado duro. Antonio mató el tiempo royendo los huesos con ceñuda concentración. Antes de aquello, habían ido terminando con todas las provisiones que habían encontrado en la alacena del restaurante donde resistían. Durante un tiempo no estuvo mal, pero en contra de lo que habían esperado al principio, nadie acudió a rescatarles. Estuvieron malgastando recursos, las galletas se acabaron de puro aburrimiento en las largas tardes que pasaron encerrados y lo mismo ocurrió con la mayoría de los frutos secos. Cuando quisieron darse cuenta no quedaba demasiada comida como para racionar gran cosa. Lo último fue una patata florida de un tamaño tan inaceptable que apenas hubo para mancharse la lengua.

Oh, vaya si sabían lo que era
el hambre.
Habían aprendido que una vez que te acostumbras a no comer, la cosa no enloquece tanto como al principio. Antonio suponía que el cuerpo es más inteligente de lo que pensaba. Como cuando te duele una muela; si no la reparas no sigue doliendo para siempre, los inhibidores del dolor entran en juego y deja de molestar aunque la porquería esté carcomiendo hasta el mismo nervio. Con el hambre había pasado algo parecido.

Las mordeduras de las chinches y las pulgas sin embargo, eran otra cosa. No desaparecían solas precisamente. Las tenían por todo el cuerpo, y ésas no dejaban de picar. Las heridas eran colinas de un tono rosado en la piel reseca y castigada de tanto rascarse. Antonio suponía que uno no podía durar demasiado siendo entregado cada noche a semejante horda de diminutos vampiros que traían enfermedades e infecciones, pero por el momento ni siquiera podía pensar en eso.

Y la debilidad. Continuamente le decía a su hermano que tenían que haber escapado mucho antes, intentar correr a alguna parte cuando todavía les quedaban energías para hacerlo. Ahora era demasiado tarde. Los dos sabían que sus piernas no aguantarían mucho, y que una carrera de fondo contra un
zombi
era como competir contra una locomotora de vapor con una carga eterna de carbón.

El agua, gracias al Señor, no era todavía un problema. Había un grifo conectado con una fuente que bebía a su vez de un manantial que provenía de la montaña. Había llovido tanto que el grifo todavía arrojaba un finísimo hilo de agua cuando se giraba. No era mucho, pero al menos era constante.

—En serio, Álvaro... como no comamos algo pronto, nos vamos a ir por el agujero.

Álvaro dejó escapar un pequeño resoplo que sonó como el siseo apagado de una serpiente. A veces, pensaba, era como si su hermano se hubiera rendido ya, como si quisiera simplemente cerrar los ojos y desaparecer en silencio durante la noche. Una interesante forma de terminar, por cierto, ya que podía apostar un buen filete con patatas a que se despertaría por la mañana con sus manos muertas alrededor de su cuello.

—Si hubiera venido
alguien
—respondió Álvaro, soñador. —¿Cómo es que nunca vino nadie?

—Ya lo sabes.

No, nunca había ido nadie. Desde los días en los que se empezaban a escuchar rumores, hasta cuando en la tele dedicaban el cien por cien de la programación al fenómeno y los primeros
zombis
comenzaron a verse por las calles. Nadie. Entonces los coches de policía dejaron de zumbar por las calles; y las pequeñas trifulcas, el ocasional disparo, la explosión lejana, se apagaron a lo largo de los días. Los gritos que venían desde la distancia eran en verdad espeluznantes, pero Antonio pensaba que fue mucho peor dejar de oírlos. Fue como ver morir a la humanidad.

—Voy a mirar —dijo al fin.

La alacena era un pequeño cuartucho al final de la cocina. Tenía apenas tres por seis metros con estantes a ambos lados. Un rudimentario espejo de pared con todos los bordes renegridos les permitía ver, semana tras semana, cómo los huesos despuntaban cada vez más en su piel tirante.

En el muro más septentrional había una maltrecha puerta metálica que daba a la cocina. Era lo único que les separaba de los muertos vivientes, porque la cocina en sí misma comunicaba directamente con el bar, un salón bastante amplio, diáfano, sin recovecos. El salón era en ocasiones frecuentado por los
zombis.
De vez en cuando entraba uno, errático, y daba una vuelta empujando y derribando sillas y mesas a su paso. Sus pisadas hacían crujir la porcelana y los cristales rotos que cubrían todo el suelo, así que tanto Antonio como Álvaro sabían perfectamente cuándo tenían visita, por lo menos la mayoría de las veces. Después de un rato, el visitante parecía dar al azar de nuevo con el hueco de la puerta y terminaba por salir fuera. Las dos hojas fueron arrancadas en algún momento.

Antonio abrió la puerta con extrema prudencia, muy despacio. Si algo le había enseñado la experiencia en los últimos meses era que el ruido atraía a esas cosas como la luz a las polillas. No había monstruos a la vista, sin embargo, lo que agradeció enormemente.

—¿Limpio? —quiso saber Álvaro desde su poltrona.

—Sí —contestó Antonio.

Álvaro se incorporó trabajosamente. No se lo había dicho a su hermano porque no quería preocuparle, pero últimamente tenía graves episodios de lipotimia, sobre todo si se levantaba con brusquedad. Necesitaba un poco de aire y se repondría. Un poco de aire le sentaría bien.

—Voy a mirar en la calle... —anunció Antonio.

Casi nunca llegaban tan lejos, había siempre demasiados
zombis
lo que desde luego era bastante malo. No contaban con armas, ni siquiera cuchillos o pinchos que pudieran esgrimir contra los espectros, y Antonio recordaba bastante bien cierta ocasión en la que uno de ellos los embistió como un poseso apenas se asomaron fuera. Corrieron como pudieron hacia la alacena con un único pensamiento, cerrar la puerta, y lo consiguieron a duras penas. Los dedos del espectro fueron cercenados por la hoja metálica con una facilidad pasmosa y cayeron al suelo como obesas larvas deformes; su propietario estuvo aporreando la puerta dos días enteros con sus noches, hasta que, de repente, cesó. Álvaro tapó los dedos cortados con un viejo trapo de cubrir jamones hasta que pudieron tirarlos de nuevo a la calle.

—Joder... —dijo Álvaro, sintiendo un hormigueo en el estómago. Dio un dubitativo paso atrás, temeroso. Con las energías que le quedaban en el cuerpo dudaba que pudiera ponerse a salvo en el tiempo requerido.
Por lo menos esos hijos de puta no van a darse ningún banquete conmigo,
pensó con una retorcida mueca en su rostro demacrado.

Álvaro siguió a Antonio con la mirada. Lo vio acercarse al marco de la puerta caminando despacio para no hacer crujir la porcelana tirada en el suelo. Al verlo de espaldas y desde cierta distancia se dio realmente cuenta de lo delgado que estaba... el sucísimo pantalón vaquero formaba una bolsa vacía en el trasero, y las perneras tremolaban como velas al viento.
Demasiada tela, hombre, demasiada tela.

Por fin, Antonio acabó en el marco de la puerta. Notaba las axilas llenas de sudoración, frías y húmedas bajo el jersey raído en el que había
vivido
los últimos meses. Fuera, el aire se notaba más puro, limpio, saludable. Al fin y al cabo habían estado haciendo aguas (las menores y las mayores) en el recinto del restaurante, dejando que los líquidos se secasen y arrojando las defecaciones sólidas por la ventana cuando estaban secas. Por lo tanto, el olor a amoniaco hacía tiempo que había arruinado sus bulbos olfatorios.

Con exquisita cautela, Antonio giró la cabeza para mirar a ambos lados. Había algunos espectros repartidos por todas direcciones, unos más cerca, otros mucho más lejos. Y por encima de todos ellos, por encima incluso de los edificios y flotando en el cielo como una especie de dios sobrenatural de brillantes colores, algo nuevo, un globo aerostático en cuya superficie se podía leer:

ERCITO DE TIER

UNTO SEGU

Antonio ni siquiera se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que casi sufre un pequeño desmayo. Estaba mucho más débil de lo que había pensado; el corazón parecía querer explotar en su pecho.
Ército de tier unto segu,
se decía en silencio, mientras el gigantesco globo se mecía suavemente y daba vueltas sobre sí mismo, flotando atado a un cable que descendía hacia el suelo dos o tres calles más allá. Al girar sobre sí mismo, Antonio pudo leer el mensaje completo:
Ejército de Tierra. Punto Seguro.

Se volvió para mirar a su hermano, sin ser apenas consciente de las lágrimas que luchaban por asomarse a sus ojos. Álvaro, comprendiendo que algo pasaba, se acercó hasta él dando pequeños bandazos a medida que se ayudaba de las paredes y las manos para mantenerse erguido.

—Pero qué pasa —decía en voz baja.

—Mira, mira eso.

Álvaro se asomó por el hueco de la puerta, mirando en la dirección que Antonio señalaba. Todavía le costó unos cuantos segundos comprender qué pasaba.

—Oh, tío —dijo.

—Sí.

—Oh tío.

—¡Sí, sí! —decía Antonio, cada vez más entusiasmado.

De pronto, la sonrisa de Álvaro se congeló.

—Pero está ahí mismo. —dijo despacio.

—¡Sí, está aquí cerca, podemos!

Se volvió y abrazó a su hermano con toda la fuerza de la que era capaz, que a decir verdad no era mucha. Todavía a través de los velos de la alegría se descubrió pensando cuán frágil se notaba el cuerpo de su hermano a través de sus brazos. Era un saco de huesos que amenazaban con crujir y romperse si intensificaba el abrazo.

—No. Me refiero... —interrumpió Álvaro, separándose— a que si están tan cerca, ¿cómo es que no hemos oído nada, ningún vehículo, ni disparos, ni voces, ni un megáfono?

Antonio le miró sin comprender. No quería escuchar nada raro respecto a
eso.
Quería solamente que funcionase. Quería que los rescatasen, quería que él y su hermano compartieran un estofado con una manta del
Ejército de Tierra
encima de los hombros, o un humeante plato de pasta con atún y tomate, o una buena ducha, por el amor de Dios. Y quería salir de allí y ser llevado en helicóptero a alguna ciudad secreta donde los muertos vivientes no podían traspasar los gigantescos muros de piedra con una reja electrificada, y en el confortable interior los humanos construían de nuevo un futuro.

—Yo... no sé, Álvaro, quizá no se escuchaba con la puerta cerrada, ¿eh? quizá nos hemos distraído, estamos bastante débiles, o mira, quizá... —dijo con un brillo de lágrimas en los ojos— quizá no han querido hacer ruido, como nosotros, ¿eh? son inteligentes, y han aprendido de la otra vez, del principio, y ahora no hacen ruido para no atraer todos los zombis de Marbella.

Álvaro le miró a los ojos y asintió despacio.

—¿Cómo lo vamos a hacer? —preguntó Antonio entonces, evaluando la distancia entre ellos y el cable. Era difícil estimarlo, pero le parecía que el cable caía más o menos dos o tres calles más allá.

—¿El qué?

—Pues... ¡ir hasta allí!

—Qué dices —dijo Álvaro.

—¡Álvaro, míranos! —estalló Antonio. El labio inferior le temblaba, víctima de la excitación y la extrema debilidad —es el momento de arriesgar, es ahora o nunca, Álvaro, tenemos que llegar, si seguimos aquí podrían irse a otra parte, ¿y cuánto más crees que aguantaremos?

Álvaro bajó la mirada y echó un vistazo atrás, al salón inmundo. El rastro aún visible de la última meada discurría sinuoso por las rendijas de la celosía del suelo. Lo sabía, sabía que tenían que moverse, pero, Jesús, cómo le temblaban las rodillas.

Entonces, su hermano dejó caer la palma en su hombro.

—¡Álvaro!

—¿Qué, joder?

—Álvaro, los barriles.

Miraba con fascinación los barriles de la terraza. Eran oscuros, altos y grandes. Solían usarse en tiempos, para que las familias y los amigos se sentaran alrededor en altos taburetes, a modo de mesas, lo que le daba al restaurante un entrañable aire a bodeguilla. Ahora sólo algunos seguían en pie, la mayoría estaban tirados por el suelo y unos pocos hechos trizas, como si alguien hubiera hecho pasar un vehículo por encima.

Pero Antonio miraba a uno, que tirado a pocos metros, mostraba la parte de abajo. No tenía tapa y mostraba el interior, totalmente hueco.

Pero Álvaro seguía sin comprender.

—Haremos como Bilbo Bolsón en
El Hobbit,
Álvaro, ¿te acuerdas? ¡Nos meteremos en un barril y avanzaremos despacio dentro de él! ¡No nos verán!

Álvaro sintió que la cabeza le empezaba a dar vueltas.
La puta lipotimia,
pensó al principio, pero no era eso, no era la misma sensación. Era la idea de su hermano. No estaba seguro de lo que pensaba sobre eso; podía funcionar pero también podía ser que no. ¿Qué sabían ellos de los
zombis,
al fin y al cabo, y si de alguna forma los
olían,
y si buscaban a sus presas por el olor como la mayoría de los depredadores, cuánto tardarían en tumbar el barril y exponerlos a la vista, cuánto tardarían los otros espectros en hincar sus manos-garra en sus cuellos y pechos?

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