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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (28 page)

—Sí.

—Por de noche yo voy por usted donde lo pongan. Seguro que ellos miran, pero yo no tan viejo, no tan gordo ya. Yo hago libre a usted y escapar juntos. Y cuando yo con usted fuera, usted protege a mí de los
zombis.

Se miraron con renovadas esperanzas, y con las caras enfrentadas a tan poca distancia sonrieron con complicidad.

La puerta se abrió en ese momento con tanta violencia que Jukkar dio un respingo. Era Sombra y otro hombre que todavía no había conocido, y ambos llevaban armas. Sombra tenía una expresión bastante seria en el semblante, el labio ligeramente hinchado y un rastro de sangre en la barbilla, como si se hubiera limpiado a duras penas con la manga.

Apuesto los sagrados calzoncillos del padre Isidro a que Paco le ha dado su opinión de forma expeditiva sobre dejarme solo con Jukkar,
pensó Juan divertido, pero Sombra le dedicó entonces una mirada de profundo rencor.

—Paco quiere hablar contigo —anunció hosco—. Ahora.

18. El fin de Carranque

Emergieron casi por azar, por el sitio más favorable la parte trasera del complejo, entre el muro exterior y el edificio principal. Al principio no reconocieron el lugar porque no era visible desde el escondite donde habían estado espiando el complejo, pero cuando abandonaron las alcantarillas y se asomaron por la esquina, reconocieron el huerto que se emplazaba ya a apenas cincuenta metros.

Y allí estaba, algo menuda y de aspecto juvenil la mujer que habían visto con los prismáticos. Estaba dando forma a un arbusto raquítico ayudándose con las podaderas, demasiado ensimismada como para advertir nada. Dustin pensó que de cerca era aún más hermosa.

Utilizando un elaborado sistema de gestos, un lenguaje universal usado por fuerzas policiales y militares se dieron las últimas instrucciones y se lanzaron hacia delante. Avanzaron agazapados, a paso vivo pero sin hacer ruido. Al llegar junto al pequeño muro que separaba el huerto de la zona donde estaban, otearon con exquisito cuidado y contaron cuatro personas más además de la mujer todos hombres de diferentes edades, desde un muchacho joven a otros más adultos. En silencio, Reza se incorporó con rapidez y disparó cuatro veces en distintas direcciones.

Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp. Fwwwwwp.

Los cuatro hombres cayeron inmediatamente al suelo privados ya del hálito de la vida.

Isabel ni siquiera escuchó nada, tan concentrada estaba en su quehacer con el arbusto. Tampoco los vio acercarse porque estaba arrodillada y de espaldas a todos, y desde luego cuando la culata del rifle la golpeó brutalmente en la coronilla apenas tuvo medio segundo para pensar que algo estaba mal, muy mal, antes de perder la consciencia.

—Llévatela —dijo Reza en un susurro tras comprobar su pulsación y el estado de las pupilas bajo los párpados. Algunas veces esos golpes secos podían ser demasiado contundentes.

Dustin abrió mucho los ojos.

—¿Vas a hacerlo? —preguntó.

—Por supuesto. ¿Quieres que nos sigan? Vamos, te cubro.

Dustin asintió, cogió a Isabel en brazos y se la colocó en el hombro donde se quedó colgando desmadejada como un fardo. Mientras se iba por donde había venido rumbo de nuevo a las alcantarillas Reza permaneció donde estaba, agazapado, vigilando la pista y las salidas del edificio. Por fin, Dustin desapareció tras la esquina.

Reza hizo sonar el seguro del cañón lanzagranadas. El sonido fue metálico y vibrante, como el de la guadaña que siega el maíz en el maizal.

* * *

Morales, que contaba ya cuarenta y seis años había pasado una noche terrible. A las dos de la mañana se despertó con una extraña sensación de malestar, una presión en el pecho que le hizo incorporarse sobre los codos y quedarse respirando trabajosamente. La sensación de falta de aire le recordó los ya lejanos días de su juventud cuando solía convivir con inhaladores para el asma, pero gracias a las vacunas para la alergia aquellos días pasaron y no había vuelto a experimentar nada similar desde entonces.

Terminó por levantarse para beber un poco de agua de la que tenía apenas el fondo de una botella. El suelo estaba helado y pensó con fastidio que bajar a por más era algo que tendría que esperar a la mañana. Así que se refrescó la cara con una toallita higiénica, levantó ambos brazos para facilitar la entrada de aire en los pulmones y cuando se sintió un poco mejor, volvió a la cama.

A las tres menos cuarto volvió a despertarse. Había tenido un breve sueño sobre una playa donde el agua del mar era oscura como la sangre de los muertos vivientes, una mala reminiscencia de la experiencia horrible que tuvo que vivir cuando limpiaron el parking de cadáveres, dos días antes. Las olas rompían en la orilla y traían pedazos de intestinos y venas gruesas como cañerías, y él no podía evitar pisarlas y caer, pero a cámara lenta, como si en lugar de aire estuviera intentando avanzar por el fondo marino. Aún sentía presión en el pecho, pero se dijo que era por la impresión del sueño y luchó por quedarse dormido lo que consiguió veinte minutos después.

A las cinco y trece minutos de la mañana tras haber pasado las horas previas dando vueltas sobre sí mismo y dormitando sin caer en el sueño profundo, lo despertó una repentina y brutal arcada. A duras penas consiguió volverse sobre sí mismo y expulsar los restos sin digerir de la cena, una explosión de vómito amarillento con trozos enteros de algo que recordaba vagamente a jamón. Se sentó en el borde de la cama con las manos temblorosas y empezó a preocuparse.

Antes de que pudiera pensar en algo concreto, una veta de dolor súbito y punzante le recorrió el brazo izquierdo. Sorprendido intentó incorporarse, pero descubrió que de nuevo le faltaba el aire, una sensación de ahogo que le arrancó una profunda sensación de miedo.

¿Qué coño es esto?
se preguntó, pero antes de que la palabra impronunciable surgiera de forma consciente en su mente un nuevo estallido doloroso le oprimió el pecho. Se llevó la mano a la zona del corazón y aguantó el envite hasta que pareció remitir.
Ya está, ya está,
se decía, pero respiraba por la boca, y en el fondo de sus inhalaciones sonaba el pito agudo del aire silbando a través de los bronquios obturados.

Se puso de pie con las piernas flojas y entonces el infarto le sobrevino con una contundencia despiadada. Lo tumbó prácticamente al instante, sin que le diera tiempo a dar un solo paso. Eran las cinco y dieciséis.

Cuando la luz del amanecer se deslizó sibilina por el pequeño ventanuco de su habitación, Morales estaba otra vez en pie. Tenía los pulmones encharcados en sangre lo que el doctor Rodríguez habría dado en llamar un edema pulmonar, y una necrosis extensa en el ventrículo derecho por añadidura. Pero sus ojos blancos no sabían ya nada del corazón y sus problemas.

Se suponía que hoy tenía que organizar el almacén de alimentos con otro miembro de la comunidad, últimamente se había descuidado un poco y costaba demasiado tiempo localizar las cosas. Luis lo había esperado ya media hora, y cansado de mover latas de un lado para otro él solo había subido a los dormitorios para ver si el viejo gruñón se había quedado dormido. Morales lo recibió con un gruñido gutural.

—Oh, Dios —consiguió decir apenas hubo abierto la puerta. Dos ojos blancos lo saludaron con iracunda magnificencia. Antes de que pudiera reaccionar. Morales se lanzó hacia él y lo agarró del cuello, el tiroides y la tráquea estallaron con un crujido produciendo una grave lesión interna, pero no murió al instante, todavía pudo sentir cómo sus dientes se incrustaban en la mejilla y desgarraban la carne con facilidad.

Un minuto más tarde, Morales, con la boca ensangrentada y un fulgor asesino en su mirada vacua salía al corredor de los dormitorios.

Reza se encontraba ahora agazapado junto a los ventanales de la entrada principal, los mismos que el padre Isidro hiciera pedazos no hacía tanto tiempo. Parte del plan de Moses había sido tapiarlos por lo menos hasta un poco más de media altura, pero no había habido tiempo.

No encontró a nadie, de manera que entró en el edificio con extrema cautela asegurándose de que sus pasos no producían ruido alguno. En su fuero interno la adrenalina saturaba su organismo como corre el champán en una celebración importante. A su izquierda, un mortecino corredor desaparecía detrás de una esquina, y a su derecha unas escaleras ascendían hacia la planta superior. En la pared que tenía enfrente se abría una única puerta, su simpleza le revelaba que probablemente no era más que un cuarto de servicio pero antes se aseguraría. Pegó el oído brevemente, silencio.

Cuando la abrió, sin embargo, un tropel de armas distribuidas en estantes se expuso ante sus ojos. La sensación fue extraña, se detuvo por un momento contagiado de un pequeño amago de duda. Era demasiado sencillo. El arsenal de aquel extraño bastión de los vivos en medio de la necrópolis que era Málaga, a tan pocos metros de la puerta, ¿era posible?

Cerró la puerta con cuidado y caminó despacio entre los estantes recorriendo con la vista los fusiles y las cajas apiladas de municiones, cargadores de treinta y siete y cien balas, trajes anti disturbios y unas cuantas pistolas. Cuando llegó al final de la sala abrió el armario con cierta expectación, albergaba un presentimiento sobre su contenido, y sus expectativas se vieron superadas con creces. Allí estaba, reluciente y acomodado en un plástico de embalaje de burbujas, un lanzacohetes con sus proyectiles RPG. Sus dientes asomaron bajo sus labios curvados en una sonrisa gélida. Era perfecto.

Cargó el tubo lanzador con una de las aparatosas granadas y metió una segunda en la mochila. No había forma de llevar ninguna más, eran demasiado grandes y poco manejables para almacenarlas en ninguna parte pero tampoco importaba, un par de disparos era todo lo que necesitaba para lo que tenía planeado. Así que pasó la cinta sobre la cabeza y dejó que el tubo quedara a su espalda con la ojiva asomando por encima de su cabeza como si fuese una extraña chimenea.

Cuando salió fuera sin embargo, unas voces que provenían de la escalera lo sobresaltaron. Alguien bajaba conversando animadamente. Un grupo sin duda, ya que pudo identificar al menos tres voces distintas. Sin embargo, no había forma de saber si eran más y no podía arriesgarse a que estuvieran armados pues su posición le daba ventaja al estar a una altura más elevada, de manera que avanzó un par de pasos resueltamente y accionó el tirador del lanzagranadas. El proyectil salió con un ruido seco y decepcionante envuelto en un rastro de humo neblinoso y se estrelló en el rellano que permitía el giro de la escalera. A medida que rebotaba contra la pared y luego el suelo las voces se interrumpieron de improviso, como si alguien hubiera quitado el volumen a la escena. Se produjo un silencio intenso de un par de segundos y, por fin, la granada explotó haciendo restallar un eco estridente a través de la sala. Los cristales de los grandes ventanales cimbrearon como si fueran láminas de plástico, y una demencial lluvia de algo que parecía sangre salpicó las paredes del rellano.

El sonido de la explosión debía haber alertado a todo el mundo así que se preparó con el fusil pegado a la mejilla cerca de una de las esquinas, desde allí controlaba los tres accesos. Oculto por las sombras de su improvisado escondite Reza se descubrió respirando pesadamente por la boca, experimentaba una creciente oleada de excitación que le embriagaba de tal manera que tenía el rostro encendido y las manos algo temblorosas. Se permitió cerrar los ojos unos instantes para recuperar el control, sabía que iba a necesitar de toda su puntería.

De repente, alguien gritó en el piso de arriba cerca de la escalera. Fue un alarido ronco, desmesurado, que parecía reverberar por todas partes. Reza adivinó que algún otro debía haber descubierto los cadáveres o los trozos de ellos, sabía que esas granadas hacían diabluras con los débiles cuerpos humanos.

Esperó.

* * *

Moses alternaba entre la media carrera y el paso rápido nublado por una nube de preocupación. El sonido que lo había llamado hacia el edificio principal había sido potente y grave, como el de una explosión. El huerto aún quedaba lejos y la diferencia de nivel no le permitía ver los cadáveres que había en el suelo, pero al menos podía confirmar que no había nadie en pie lo que desde luego era raro. Sabía que a Isabel le gustaba tanto dedicar su tiempo a trabajar allí que se le podía pasar incluso la hora de comer.

Por fin, cuando había recorrido media distancia, escuchó de nuevo gritos a su espalda; lejanos pero agudos, como el silbato de una tetera en ebullición. Se dio la vuelta y el pánico lo inundó como una oleada súbita de calor que le bloqueó las piernas; los brazos colgaban pesados a ambos lados. Desde la distancia le miraba la boca oscura que era la puerta abierta de la prisión.

No, no puede ser. Eso no.

Y como si el destino quisiese corroborar sus peores pesadillas, una figura alta y delgada vestida de negro abandonó la prisión; parecía deslizarse por el aire, como si avanzara levitando por el suelo.

* * *

El Padre Isidro salió a la luz de la mañana sintiendo la mente clara y despejada. De repente, se sentía poseedor de unas energías desconocidas, proporcionadas según creía por el retiro espiritual al que se había entregado. Miró al cielo límpido y dedicó unos brevísimos instantes a agradecer a Dios esta nueva oportunidad y la sensación de triunfo que experimentaba en sus brazos delgados y fibrosos.

Luego miró al frente hacia la Atalaya del Pecado donde los impíos se resistían al Juicio Divino, y allí, en mitad del largo paseo divisó una figura. Entrecerró los ojos en un intento de enfocarlo bien y por fin lo identificó, se trataba sin duda del despreciable moro que tantas veces se le había escapado. Estaba de pie, mirándole aún a unos buenos trescientos metros, y por la pose que adoptaba supo que también él acababa de verlo. Un espectador lejano habría tomado la escena como uno de los duelos que tantas veces tienen lugar en las películas del Oeste, con los dos antagonistas enfrentados en un silencio sepulcral. El padre Isidro torció sus finísimos labios en una estremecedora sonrisa y, de repente, echó a correr hacia el lateral de la casa. Sabía gracias al ventanuco de su prisión, dónde iba exactamente.

* * *

En la segunda planta algunos de los supervivientes se enfrentaban a una de las escenas más terroríficas de su vida. A excepción de la parte superior de las paredes que estaban ennegrecidas por efecto de la explosión, toda la escalera estaba tintada con el color rojo brillante de la sangre que caía en hilachos espesos de un escalón a otro como una demencial cascada. Los trozos irreconocibles de sus compañeros estaban dispersos por todas partes en varios amasijos deformes, congregados junto a lo que parecía ser la mitad de un cuerpo, de éste asomaba una espina dorsal como si fuera el primitivo vestigio de algún fósil.

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