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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (39 page)

—Oh, joder —dijo el Secretario, retrocediendo unos pasos.

Se trataba de una superficie que describía un círculo alrededor de una isla central en cuyo interior se albergaban tres ascensores. Las entradas a las viviendas se repartían alrededor, excepto en uno de los laterales donde estaban las escaleras que comunicaban los distintos edificios. Moses no lo sabía, pero era allí, en ese edificio, era donde Susana había vivido los últimos seis años antes de que la Pandemia la expulsara.

Las escaleras tenían grandes ventanas que recorrían las paredes hasta los altos techos y por allí se filtraba la luz. Era una noche luminosa, y la luna, que brillaba alta en el cielo, dibujaba sombras alargadas de un tono azulado.

Branko iba a decir algo, pero el sonido que les llegaba de alguna parte de las plantas inferiores lo congeló en el sitio, era sin ningún género de duda la cantinela acuciante de los muertos vivientes.

—¡Lo ve-veis! —exclamó el Secretario.

—¡Han entrado por alguna parte! —dijo Branko apuntando al hueco de la escalera con la pistola. Se giró hacia Moses con los ojos inyectados de sangre, iracundos, y le cogió por la solapa del mono de trabajo—. ¡Creía que esto era seguro!

Moses se sacudió la mano de encima con un gesto violento.

—¡No hubo TIEMPO! —bramó de repente.

—¡Habría habido tiempo si no hubieras estado FOLLANDO con tu amiguita, moro de mierda!

Una oleada de rabia subió, cálida y vibrante, desde la base de su estómago hasta su cabeza donde explosionó como un globo demasiado lleno. Su corazón se aceleró, y por unos segundos su visión se volvió opaca y blanquecina. Moses levantó el brazo, lo llevó atrás y lo extendió con toda la fuerza de la que fue capaz alcanzando a Branko en plena cara. Éste retrocedió un par de pasos sangrando abundantemente por la nariz, rebotó contra el quicio de la puerta y se quedó de pie frente a Moses. Sus ojos reflejaban un estadio confuso entre ira y perplejidad.

Con una rapidez pasmosa, Moses se encontró con el cañón de la pistola apuntándole directamente en mitad del pecho.

—Adelante —dijo apretando los dientes— dispara. Todos los
zombis
del edificio estarán aquí en un instante. Y si ellos no acaban contigo lo haré yo cuando vuelva de la muerte. Te despedazaré con mis manos y te arrancaré esa estúpida cara de capullo que tienes.

Branko sonrió con la mitad de la boca.

—No, tienes razón. Un disparo sería demasiado piadoso para ti —y entonces se deslizó dentro de la vivienda sin dejar de apuntarle.

—Te quedas fuera, gilipollas ¡Apáñatelas con ellos!

Y Branko disparó. El sonido levantó un eco estruendoso que recorrió todo el rellano, rebotó por las paredes, y arrancó gritos enfurecidos en los pisos de abajo. Moses sintió que tiraban de él hacia atrás, y después cayó hacia un lado desplomándose en el suelo. La pierna no le sostenía. El dolor no le sobrevino hasta un poco después cuando Branko hubo cerrado la puerta violentamente, intenso, abrasador y palpitante. Le había dado en la zona del cuádriceps, y aunque al principio temió que le hubiera dado en la femoral pronto descartó esa posibilidad.

Los muertos aullaban, y sus voces arrastradas y lánguidas se escuchaban cada vez más cerca. Y él, ¿quería vivir? Todavía no lo había decidido del todo pero desde luego no quería morir de esa manera. De esa manera no. Los muertos muerden, desgarran, hunden sus manos en los estómagos calientes y arrancan los intestinos aún palpitantes.

Con salvajes punzadas de dolor, Moses se quitó el cinturón de alrededor de la cadera y lo apretó en la pierna por encima de la herida, a modo de torniquete. Luego aprovechó el roto del pantalón que había dejado la bala y terminó de rajar la pernera, con la que hizo una segunda ligadura. Ponerse en pie le trajo una picazón aguda que le hizo temblar, pero lo consiguió.

Y ahora, ¿a dónde iría? Pondría la mano en el fuego a que Branko y el Secretario habían empujado el mueble estantería para bloquear la puerta, pero de todos modos volver allí no era una opción. La escalera tampoco era una vía, los muertos la tenían copada y parecían ganar terreno a cada rato. Enfrentarse a ellos sin un arma y con una herida de bala tampoco figuraba en ninguna guía de supervivencia.

Y había otra cosa, un miedo que ganaba forma cada vez más en su interior. Creía saber cómo habían entrado los muertos en el edificio.

El Padre Isidro,
se dijo.
No apagamos la luz lo bastante rápido. Estuvo acechando, y viene. Ya viene.

Frenético, se dio la vuelta y empujó la puerta de otra de las viviendas que se abrió con facilidad. La puerta del recibidor había desaparecido, y en lugar de ésta habían hecho construir un arco de ladrillo visto que le daba un aire moruno. El salón, desprovisto de cortinas, estaba iluminado por la luz que venía de la terraza.

Moses, acusando una grave cojera, buscó alrededor intentando encontrar algo que pudiera servirle como arma. No tuvo suerte sin embargo. Los sofás sólo tenían cómodos cojines, los estantes, delicadas piezas de decoración; los cajones manteles y servilletas de tela, papeles y documentos y un papel de celofán con corazones adhesivos en cuyo interior encontró una preciosa talla de un perro. En la cocina tampoco encontró ostentosos cuchillos, y en la caja de herramientas del armario de la entrada no pudo hallar ni un triste martillo.

Estoy desarmado, jodido, y encerrado como un perro,
se dijo.

Y fuera, en el rellano, una voz rota y cruel rompió el silencio.

* * *

—¡Arriba, más arriba, estúpidos!

El padre Isidro se desesperaba. Conducía sus ejércitos de muertos vivientes hacia la Victoria Final pero no sin un esfuerzo considerable. Los empujaba por las escaleras, pero tropezaban entre ellos y se daban vuelta o caían rodando torpemente con los brazos y las piernas lacios. El sonido del disparo —al menos creía que había sido un disparo, si alguna vez había oído uno— los había puesto tensos, pero no era suficiente.

—¡Arriba, más arriba! —repitió.

Un
zombi
se giró hacia él y le gritó en la cara con las venas del cuello hinchadas. Su piel tenía el color de los troncos de los eucaliptos surcada por miles de venas, y sus ojos maliciosos eran de un color blanco intenso. El padre Isidro le dio con el codo en la cara, y el monstruo retrocedió un par de pasos con la boca formando un círculo de sorpresa.

Necesitaba que terminaran el recorrido de la escalera, apenas unos escalones más, un rellano y luego otro tramo, y estarían en el primer piso. Dónde se ocultaban no lo sabía, pero si algo tenía era tiempo. Todo el tiempo del mundo sospechaba. Sentía el exquisito poder sobrenatural de la inmortalidad recorriendo sus venas, y al contrario que los impíos ni siquiera sentía el fastidioso gusano del hambre, o la sed. Nunca había comido demasiado, pero pensar en comida le provocaba ahora un manifiesto rechazo.

Acercó su rostro a uno de los espectros y le gritó al oído. El muerto se puso tenso y sus puños se cerraron, abriendo la boca como sorprendido en mitad de un grito, pero sin decir nada. Lo empujó con un fuerte empellón y empezó a sacudirse, moviendo los brazos como si quisiese quitarse una nube de insectos de encima. A su alrededor se produjo el fenómeno que el padre Isidro ansiaba: los muertos empezaron a excitarse buscando alrededor, sacudiendo las cabezas con las fauces preparadas para morder.

—¡ARRIBA, SUBID! —gritaba el padre Isidro. Levantó los brazos entre sus huestes como lo haría un líder entre la multitud, y los muertos alzaron sus voces montando una algarabía estridente. La excitación recorrió la hilera de
zombis
contagiándose unos a otros, y finalmente empezaron a subir los últimos escalones; los muertos marchaban.

Cuando el rellano estuvo por fin invadido el padre Isidro se acercó a la primera de las puertas y probó a empujarla, la hoja giró suavemente revelando el interior sombrío y solitario.
No están ahí,
pensó el padre Isidro,
porque siempre se encierran. Construyen barricadas, se esconden. Siempre escondidos, ratas, fariseos.

Probó con la puerta de al lado y sonrió inmensamente cuando encontró resistencia, pese a que la cerradura estaba desencajada dentro de su caja de madera, como si alguien la hubiera violentado.

Cerrada por dentro. He aquí el misterio que el Señor me muestra.

Sin embargo no intentó nada inmediatamente. No volvería a fracasar. El señor, al fin y al cabo, proporcionaba una infinidad de diferentes senderos para sacar a las ratas de sus madrigueras.

* * *

—Sssssh... —exclamó Branko intentando escuchar tras la puerta. Habían desplazado la estantería cargada de libros de forma que ahora obstaculizaba la entrada. El Secretario, a su lado, temblaba como una hoja al viento.

Estaba profundamente asustado. Al principio Branko le había parecido la persona adecuada a quien pegarse dadas las circunstancias. Era demasiado autoritario y, en ocasiones, un poco obtuso sí, pero ahora casi le daba tanto miedo como los mismísimos
zombis,
o ese escalofriante sacerdote del que tanto habían hablado. Su forma de enfrentarse a Moses le había resultado en extremo violenta, pero suponía que sus argumentos tenían cierto peso: nunca había pasado nada con el explosivo C4 y llevaba allí desde los primeros días de la fundación de Carranque. Sin embargo, lo del disparo le había hecho reconsiderar toda la situación. Podía entender un accidente, incluso si provocaba la destrucción del hogar de casi treinta personas y a ellos mismos por añadidura, pero un disparo a bocajarro era una cosa distinta, y abandonarlo a su suerte a los
zombis
era un acto de asesinato y crueldad intolerable.

Sin embargo, cuando cerró la puerta y le dio la orden de ayudarle a desplazar la estantería, a pesar de la oscuridad, vislumbró la locura en sus ojos. Supo en ese momento que si se hubiese negado, Branko no habría dudado en apretar el gatillo dos veces. Así era su Manual de Supervivencia, con sólo dos reglas pulcramente escritas; una era Yo, la otra, Los Demás.

—Hay alguien hablando ahí fuera —dijo Branko.

—¿Mo-moses? —aventuró el Secretario.

—Moses está muerto. Así está.

Entonces el grito inesperado del padre Isidro les congeló la sangre en las venas. Estuvieron un rato escuchando la cacofonía disonante de gritos, un clamor atroz que parecía ir en crescendo. El Secretario miraba alrededor sintiendo que las piernas le flojeaban. Era consciente de que estaban atrapados, condenados en un brete. Si la rudimentaria barrera de la puerta caía, ¿qué alternativa quedaba? Su mente febril, dibujaba escenas en las que se arrojaba por el balcón perseguido por una horda de muertos que, presos de excitación, se tiraban tras él. Caía entre los espectros que esperaban abajo con las garras levantadas hacia él, y se estrellaba violentamente contra el suelo. Eso, pensaba, sería preferible a ser descuartizado lentamente en vida.

—P-pero ¿y s-si lo dejamos e-entrar, eh? —preguntó el Secretario con un hilo de voz. —Ya... ya debe de haber a-a-aprendido, ¿eh?

—Demasiado tarde —cortó Branko—. ¿No oyes? Ahí fuera está lleno de esos monstruos. Pero estate tranquilo coño, pareces una mujer. Aquí estamos a salvo, ¿no lo ves?

Pero el Secretario no lo veía. Si entre ellos dos habían movido la estantería, los muertos podrían desplazarla hasta la otra punta de la casa si se decidían a entrar. Y había otra cosa, ¿acaso no dijo Branko que escuchó una voz? Jamás se encontró con un solo
zombi
que dijera nada inteligible.

—Pe-pero... ¿y la voz, cre-crees que puede ser el cura?

—¿Y qué si lo es? —dijo Branko— ¿no ves que tengo esta pistola? Le meteré una bala en el cuerpo, le mandaré con su Dios.

El Secretario no dijo nada, sintiendo que se encontraba en una especie de antesala del Infierno se sumió en sus propias reflexiones lúgubres sobre la situación. Branko también permaneció callado, escuchando en silencio cómo los muertos evolucionaban al otro lado de la puerta, apenas seis centímetros de hierro y madera. En un momento dado, escucharon un ruido acuoso, burbujeante. Branko frunció el ceño.

—¿A-a qué huele? —preguntó el Secretario olisqueando el aire.

Branko lo sabía muy bien, y con un rápido movimiento de la mano se aseguró que la pistola estaba preparada.

* * *

El padre Isidro sabía lo que buscaba, y suponía que no sería difícil encontrarlo en cualquiera de las casas de alrededor. En efecto, en una pequeña alacena encontró una garrafa de cinco litros de aceite, y en otra parte halló varios botes de disolvente de pintura, aguarrás, perfumes y acetona. También localizó un trozo de papel y una vieja caja de cerillas en uno de los cajones de la cocina; mucho más de lo que necesitaba para su plan.

Una vez más le complació comprobar cuánto peso podía cargar. Aunque los envases eran, sobre todo, aparatosos, descubrió que podía llevar casi todo en un solo viaje, incluso agarrando la garrafa de cinco litros por el asa de plástico con apenas unos dedos. Lo transportó todo junto a la puerta y allí se aseguró de impregnar bien toda la superficie de la hoja. La garrafa de aceite produjo un ruido acuoso, burbujeante.

Por último, prendió una cerilla y la aplicó al papel que había arrugado formando una tira alargada. Una vez la llama se apoderó de su punta lo acercó a la puerta. No ardió inmediatamente, pero cuando lo hizo, toda su superficie se incendió con una fuerza devastadora. Las llamas lamieron la superficie, agrietando y ennegreciendo la lámina embellecedora y penetrando en la madera. Las jambas se combaron en poco tiempo convertidas en una lámina oscura recorrida por estrías de fuego, y saltaron de sus enganches como si fuesen delgados brazos que imploran clemencia. Las bisagras crujieron comprimiéndose por efecto del calor, y un humo denso y gris empezó a llenarlo todo.

El padre Isidro no se sorprendió de que el humo ni siquiera le hiciera lagrimear.

—Los pecadores se asombraron en Sión —dijo, embriagado por el olor a combustibles y a madera— el espanto sobrecogió a los hipócritas. ¿Quién de nosotros morará con el fuego consumidor? ¿Quién de nosotros habitará en las llamas eternas?

Entre la niebla gris cargada de volutas incandescentes que brillaban ingrávidas en el aire, los muertos parecían entregados a algún baile ritual. Y a modo de respuesta a la cita del sacerdote, aullaron con un lamento agudo y prolongado.

Empezaron a notar el calor casi inmediatamente emanando en suaves ondas desde la puerta. Apenas se hubieron apartado unos pasos, el líquido que se había colado bajo la rendija se incendió con una llamarada azul y fría. Se abrazó a la estantería y empezó a ennegrecer los bordes de los libros arrugando sus esquinas. Pequeñas láminas retorcidas de ceniza comenzaron a ascender perezosamente.

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