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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

Necrópolis (52 page)

—¡Son granadas! ¡Granadas de mano! —exclamó de pronto. Las había visto ser lanzadas, explotar, rodar por concurridas calles llenas de vehículos destrozados, siempre confinadas en el universo maravilloso del celuloide, pero nunca pensó que tendría una en las manos. Sentía el metal frío en los dedos, consciente de su poder destructor que le provocaba un miedo casi reverencial. Alba, por su parte, recogió los brazos alrededor del pecho como si las palabras de Gabriel hubieran terminado por confirmar lo que ya sabía.

—¡¿Qué vamos a hacer con esto!? —exclamó, pasando una mano por entre sus cabellos—, ¿estás loca? Estás como una cabra.

—El Hombre Malo hizo explotar el edificio, Gaby —dijo Alba, intentando explicar lo que había visto hacía ya algunos días.

—¿Quieres que explotemos
éste
edificio con granadas? —preguntó Gabriel, sintiendo un pulso repentino en las sienes.

—No.

—¿De qué edificio hablas, entonces?

—¡El edificio de donde se llevaron a la chica prisionera!

—¡Oh! —exclamó Gabriel— ¿y destruyó un edificio entero? ¡Vaya! No me extraña con este arsenal.

Sopesó la granada en las manos; parecía pesar medio kilo más o menos. Alba se acercó a él, despacio, y puso su mano sobre la suya.

—Haremos lo mismo, ¡tírala, Gaby! —dijo de pronto.

Gabriel quiso decir algo pero la boca se le había secado. Instintivamente, cerró la mano alrededor de la granada, como protegiéndola.

—¿Ti-tirarla? ¡¿a dónde?!

—¡Por la ventana! —explicó Alba, súbitamente excitada. —¡Por donde hemos entrado! ¡Tírala contra el muro de fuera!

Gabriel miró la granada en su mano. La anilla de seguridad. El código de producto inscrito en relieve con caracteres altos y delgados, sensible bajo sus dedos. La palanca que iniciaba el percutor. La pierna del hombre que volaba por el aire mostrando un infierno de sangre y hueso mientras evolucionaba en medio del humo negro hasta caer en el suelo.

—Pero Alba —murmuró, casi sin proponérselo.

—¡Tírala, Gaby!

Y Gaby avanzó con las piernas convertidas en bloques de cemento, hasta el ventanuco. Le temblaban las manos, pero consiguió tirar de la anilla que se liberó con un pequeño
click
apenas audible. En ese mismo instante, sintió la presión de la palanca contra su mano, y por su cabeza pasaron imágenes fulgurantes de cuando papá y mamá vivían, y su padre bebía cerveza
Shandy
a escondidas y mamá le regañaba porque era una barbaridad lo que esas cosas engordaban. Una barbaridad.

La anilla... ya está... está quitada...

Y lanzó la granada por el ventanuco. El proyectil salió despedido, describiendo una órbita elíptica hasta desaparecer entre la vegetación.

—¡Agáchate! —exclamó Gabriel corriendo hacia ella.

Alba chilló.

* * *

Theodor se sirvió otro vaso, esta vez de Bourbon con una medida de agua, y lo apuró de un trago. La garganta protestó con una deliciosa sensación de quemazón, y entonces abrió la boca para dejar que el aire aliviara el sabor intenso. Sentía también un placentero hormigueo en la base de los testículos, y cierta flojera en piernas y brazos. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer y casi había olvidado esas sensaciones. Era justo lo que venía necesitando tras pasar varios meses jugando a soldados con tres hombres más, un poco de compañía femenina. Se sentía, en suma, otra vez vivo, joven y satisfecho.

Se volvió para reunirse con Reza, quien miraba las llamas en el hogar con ambas manos entrelazadas a su espalda. Un caso curioso, Reza, pensó; no parecía mostrar interés alguno por el bello sexo.

—¿Tardarán mucho? —preguntó sin volverse, al escuchar que los pasos de Theodor se acercaban.

—Ah, quién sabe —comentó Theodor, respondiendo en alemán.

—Creo que Dustin tiene alguna idea de dónde buscarles, pero ya sabes, llevará un tiempo. Bluma y Guido llevan días fuera buscando supervivientes. Pero no basta con encontrar un agujero cualquiera, ¡debe haber mujeres hermosas también! —añadió soltando una risa grave y hueca.

—¿Recuerdas aquellos hombres que encontramos hace unas semanas? Qué enfermos estaban, daba auténtico asco verlos tan sucios, y con esas ropas rasgadas, creo que la gente exagera estas situaciones.

—Sí.

—Hicimos bien en aliviar su pesar.

Reza se encogió de hombros. Para él, había sido indiferente. Solo era un grupo de desnutridos e indefensos hombres que se oponían obcecadamente a la muerte, alargando sus días de existencia incluso cuando su salud degeneraba cada día. Les disparó uno a uno como quien apaga el interruptor de una lámpara. Encendido. Apagado. Como aquellos dos chicos que se ocultaban en un barril.

—Tendrías que probar la señorita, ya me entiendes —comentó Theodor, mirándole con suspicacia.

—No me interesa —contestó Reza sin apartar la vista del fuego. Se concentraba en el Premio. Su Premio. Quería ver las caras de sus compañeros cuando alzasen sus copas hacia él, reconociéndole como ganador absoluto. Él no era hombre de muchas palabras, pero estaba seguro de que Dustin les hablaría de la eficiencia magistral con la que se habían infiltrado en el campamento, cómo habían capturado a la mujer en un tiempo récord, y cómo se las había ingeniado para destruir el campamento que se habían trabajado, imposibilitando por completo la posibilidad de que alguien les siguiera.

—Pero Reza —exclamó Theodor con el firme propósito de jugar alrededor del concepto del hombre que rechaza los placeres de la carne. —¿Quizá tendríamos que organizar un nuevo juego para buscarte un hombre?

—No tengo interés en un hombre, tampoco. Y como insulto, deja mucho que desear. Me es indiferente dónde mete un hombre su polla. Eso no hace a un hombre más o menos hombre.

Theodor se preparaba para contestar con mordaz aguijón, cuando un ruido atronador llegó hasta ellos seguido del inconfundible sonido de los cascotes cayendo de nuevo al suelo. Las cristaleras retumbaron en sus marcos, y la luz parpadeó unos breves instantes.

Reza se giró con la rapidez de un guepardo para encontrarse con los ojos cargados de furia de su compañero. En ellos, cualquier traza de diversión había desaparecido.

—¡Te han seguido! ¡Imbécil!

—¡Imposible! —protestó Reza, pero un deje de duda se asomó en su expresión y Theodor la leyó como un libro abierto. Dejó caer el vaso al suelo y se volvió para dirigirse a un pequeño armario que se abría en una de las paredes. Había sido acondicionado para albergar algunas armas, varios fusiles, un rifle
Dragimov
ruso con mirilla de francotirador, y varias pistolas.

Cogió un fusil y se lo lanzó a Reza que le iba a la zaga, y luego sacó otro para él mismo.

—Ha sido en el jardín.

—Al este, sin duda —confirmó Reza.

—Yo voy por delante, tú por detrás, y apaga el cuadro de mandos, ¡todas las luces fuera! —dijo Theodor y corrió hacia la puerta delantera mientras Reza desaparecía por el pasillo. Se acuclilló junto a la puerta en el lado derecho, con una mano apoyada en el picaporte, y esperó. Quería primero las luces apagadas, luego accionaría el pomo cubierto por el muro. Si había alguien atento, espiando tras la mirilla de un arma, no le pillaría por sorpresa.

Después de unos instantes la luz se desvaneció, y la oscuridad cayó sobre la habitación. El jardín, que antes era una forma oscura tras las ventanas, era ahora perfectamente visible bajo la luz de la luna, y por ende, el interior era como una cueva.

Giró el pomo y tiró de él con rapidez escondiendo la mano y preparando el fusil. No recibió ninguna ráfaga de disparos como había esperado, así que asomó despacio la cabeza, para espiar el exterior. Escudriñó los arbustos, los troncos de los árboles, la grava del camino en busca de huellas o marcas, pero no vio nada fuera de lugar, de manera que todavía acuclillado, decidió asomarse. Después, recorrió la distancia que le separaba de los arbustos con una rápida carrera, hasta desaparecer entre ellos.

No parecía haber nadie a la vista.

Caminó tan sigilosamente como pudo, en dirección al lugar de donde les llegó el sonido de la explosión. Cuando el recodo se hizo visible, vio el enorme agujero todavía humeante, que se había abierto en el muro exterior. Era suficientemente grande para permitir el paso de varias personas. Grandes trozos de piedra habían salido despedidos en todas direcciones y yacían en el suelo, entre la hierba y también en la carretera.


Verdammt!
—exclamó, llevándose el rifle cerca de la mejilla para apuntar.

Entonces ocurrieron varias cosas a la vez.

Reza llegó primero, apareciendo desde la parte trasera de la casa ligeramente agachado y con su fusil preparado. Apenas vio la brecha en el muro, se procuró cobertura contra un árbol y se preparó, clavando una rodilla en la tierra.

En ese mismo instante, Theodor escuchó un ruido en algún lugar cercano a su espalda, era el sonido característico e inconfundible de las hojas cuando algo pasa deslizándose entre ellas. Se volvió con rapidez pero tampoco esta vez vio nada, la luz de la luna no traspasaba las copas de los árboles y la oscuridad los rodeaba como un manto tenebroso. Su corazón, no obstante, empezó a latir con rapidez.

Al mismo tiempo escucharon el sonido de pisadas contra el asfalto de la calle, al otro lado del muro. Pisadas que cada vez eran más audibles; pisadas que se acercaban. Reza no se inmutó, pero Theodor se volvió de nuevo girando como una peonza. Esperaron unos interminables segundos aguantando la respiración mientras miraban. Theodor esperaba un ataque, una especie de grupo de rescate. Si era así, eran unos burdos aficionados. Hacía tres meses que recorrían los alrededores y sabían que estaban completamente solos en muchos kilómetros a la redonda; se habían relajado tanto que ni siquiera cerraban ya la verja principal. Podían haberse infiltrado tan fácilmente en la casa deslizándose en silencio por el jardín y disparándoles a través de las ventanas.

Entonces apareció el primero de ellos, era uno de los muertos vivientes trotando fatigosamente con los brazos estirados hacia abajo, tensos como cables de acero. Apenas lo vio, Theodor chasqueó la lengua, ¡no había pensado en ellos! El sonido atronador de la explosión los debía de haber atraído como la miel a las moscas.

Reza no dudó un instante y disparó contra él. El sonido del disparo rasgó la quietud de la noche, y el
zombi
describió una voltereta lateral para caer blandamente al suelo. Theodor se sobresaltó dándose cuenta por primera vez que ninguno de los fusiles tenía el silenciador puesto.

Ya no había nada que hacer. Otros dos
zombis
aparecieron por el hueco; a uno le faltaba el antebrazo, y el hueso terminado en punta como un estilete endiablado, asomaba por entre la carne muerta. Reza se ocupó de ellos antes de que pudieran pasar la pierna por encima de los cascotes.

Theodor, en cambio, no disparó todavía. Sin silenciador revelaría su posición, y aún tenía que averiguar quién se había escabullido por entre la maleza, a su espalda.

Acompañado del sonido de los disparos, Theodor se volvió y empezó a buscar, atento a cualquier movimiento entre los arbustos. Su expresión, desdibujada por la oscuridad, era la de un lobo monstruoso; un lobo que sonreía.

* * *

—¡Ya está! —dijo Gabriel, todavía sobresaltado por el sonido de la explosión. Había resultado ser mucho más fuerte de lo que había visto en series y películas, y la onda de impacto hizo vibrar su pecho como la música en un concierto. El murmullo de las piedras desmoronándose y cayendo unas sobre otras todavía persistía cuando se incorporaron.

—Uf —exclamó Alba, visiblemente conmocionada. Cuando Gabriel la cogió del brazo, pudo sentir que temblaba como lo haría una caña en un caudaloso río.

—¿Estás bien? —preguntó el muchacho.

—Tengo miedo —reconoció.

—Yo también —dijo Gabriel, echando un vistazo a través del ventanuco. El humo se retiraba lentamente pero aún no se podía ver gran cosa.

—¿Para qué hicimos eso?

—Porque —empezó a decir, pero la angustia se apoderó de ella y se quedó callada pasándose una mano temblorosa por la frente.

No es así como debería ser,
se dijo Gabriel experimentando una súbita oleada de furia en su interior.
Solo tiene ocho años, por el amor de Dios. No debería estar aquí, no deberíamos estar aquí. No tendría que tener visiones. Es Enero, y el mes que viene será la Semana Blanca y papá prometió que iríamos a Euro Disney con el dinero de aquel trabajo extra, y mamá dijo que compraría una cámara de fotos nueva, una digital, para hacer fotos de Mickey y el castillo de la Bella Durmiente; pero nada de eso pasará porque estamos en un sótano donde encierran a las chicas y acabamos de tirar una granada. Mamá nos castigaría un año entero si supiera que he tirado una granada.

—¿Y Gulich? —preguntó Alba, inquieta.

—¿Qué le pasa?

—La explosión, ¿y si le ha...?

Gabriel pestañeó unos instantes.

—Na, seguro que no —dijo. —Ya verás. Él estaba al otro lado del muro, por la parte de atrás, y éste da a un lateral.

—Bueno. Pero la chica —dijo la pequeña después—, está arriba.

Gabriel miró hacia las escaleras. En su parte más alta, la puerta, en apariencia cerrada parecía devolverles la mirada con indiferencia. Caminó hasta allí y ascendió por los escalones que crujieron amenazadoramente. Descubrió que las piernas le temblaban; la escena le traía recuerdos de la casa del Hombre Andrajoso. Sin embargo sacudió la cabeza para sacárselos, intentando concentrarse en una cosa cada vez. Ver si la puerta estaba cerrada con llave, eso era todo lo que tenía que hacer.

Y descubrió que estaba abierta: el pomo giró sin ofrecer resistencia. Con exquisito cuidado volvió a girarlo en sentido contrario y regresó junto a Alba que le esperaba todavía junto a las granadas.

—¡Está abierta! —dijo.

Pero en ese momento escucharon un ruido fuerte, como el de un petardo. El sonido se propagó por el sótano, retumbante. Los niños dieron un respingo; parecía venir directamente del otro lado del ventanuco. Alba se acercó a su hermano y lo abrazó.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Gabriel, en voz baja. —Parecía... ¿podría ser un disparo?

Entonces hubo un par de disparos más, y Alba se apretó a él aún con más fuerza. Gabriel le levantó la cabeza para que lo mirara. Las lágrimas asomaban en sus ojos, y su boca estaba curvada por un puchero.

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