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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (26 page)

La momentánea desesperación del doctor desapareció y le dejó más seguro de que las cosas estaban en buenas manos. Volvió a la plataforma e hizo sitio para que Palmer cupiera a su lado.

—¿Y qué harán para que la planta no vuele por los aires, Palmer? ¿Con qué se protegerá?

—Con nada. ¿Tienes fuego? —Palmer dio una chupada al cigarrillo y se relajó cuanto pudo—. No tiene sentido intentar engañarte, doctor, y menos a estas alturas. Estamos metidos en una gran apuesta, y las posibilidades son inciertas; Jenkins cree que son de noventa contra diez a su favor, pero él está obligado a pensar así. Nuestra esperanza consiste en convertir el material radiactivo en gas y por tanto hacerlo pasar de la máxima concentración molecular —que es su estado actual —a la más liviana posible. Si conseguimos hacerlo llegar al agua en estado coloidal, esperamos que en ningún sitio tenga la densidad suficiente para explotar. El problema más grave es asegurarse de que eliminamos de la central todo el material radiactivo. Un solo pedazo que se nos quede aquí puede provocar la explosión de la planta y de los alrededores, incluida una parte de la ciudad. Por lo menos ha dejado de provocar erupciones, con lo que lo único que puede preocupar a los operarios son las quemaduras.

—¿Cuál es el daño aproximado que puede hacer, en el caso de que no explote y se lo lleve el agua?

—Posiblemente ninguno, aparte de elevar un poco el nivel de radiactividad en el aire. Si dispones de un millón de toneladas de dinamita y logras mantenerla en combustión a ritmo lento, su peligrosidad no es más que la de un bosque ardiendo, mientras que un solo barreno que explote te puede causar la muerte. Por supuesto, en el caso de que finalmente no explote violentamente, todo el terreno de las marismas será mortífero durante unos cuantos meses, pero eso no nos preocupa. ¡Por todos los diablos!, ¿por qué no me diría Jenkins que estaba interesado en trabajar en atomología? Si nos hubiera dicho de entrada que había estado entrenado en parte por Kellar le hubiéramos fichado inmediatamente. ¡Cuesta tanto encontrar hombres en estas condiciones!

Brown cobró nuevos ánimos, olvidándose del problema que tenía delante, y entró con entusiasmo en la conversación, en la que incluyó detalles sobre cómo se las había ingeniado Jenkins para proseguir sus estudios sobre teoría atómica. Ferrel no prestaba mucha atención. Seguía con la mirada sobre el terreno cubierto por el magma, que cada vez se hacía menor. Sin embargo las manecillas de su reloj iban dejando caer los minutos sin descanso, y cada vez el tiempo se hacía más escaso. Hasta aquel momento no se dio cuenta del rato que llevaba sentado en aquella plataforma. Tres de las grúas estaban ya casi tocándose, y a su alrededor se extendía el suelo quemado en el que no se apreciaba ni rastro del convertidor, de la edificación protectora ni de cosa alguna; el calor de las bombas termodinámicas había convertido en gas todo lo que éstas habían alcanzado, sin distinción alguna.

—¡Palmer! —El aparato ultrasónico portátil situado alrededor del cuello del gerente se puso en marcha de repente—. Eh, Palmer. Esos aspiradores están a punto de reventar, y el tubo tampoco está en muy buenas condiciones. Hemos hecho todo lo posible por remplazarlos, pero el material radiactivo trabaja más deprisa de lo que nosotros podemos reparar los aparatos. No aguantará más de un cuarto de hora.

—Intente mantenerlos en funcionamiento lo mejor que sepa Briggs.

Palmer manipuló un botón y se volvió a mirar en dirección a un tanque apostado tras las grúas.

—¿Has oído eso, Jenkins?

—Sí. Ya me sorprendía que resistieran tanto. ¿Cuánto queda para el momento decisivo?

La voz del muchacho carecía de tono alguno, y no mostraba ni nervios ni esperanza, sino sólo el abatimiento completo del que llega al límite de sus fuerzas.

Palmer echó una mirada y silbó.

—Unos doce minutos, según el mínimo calculado por Hokusai. ¿Cuánto les queda por ahí?

—Estamos a punto de terminar, y en este instante comprobamos que no quede ningún residuo; creo que ya lo podemos dar todo por resuelto, pero no prometo nada. Podría enviarnos ahora todo el I-631 que quede mientras hacemos arder el tubo para que no quede en él residuo alguno. ¿No se han dejado ningún objeto o parte que haya estado en contacto con el isótopo R?

—No. Los últimos los ha quemado usted, y las grúas no han estado en contacto directo con el magma. Vaya un montón de dinero que se ha evaporado por el tubo ese, ¿eh? El convertidor, la maquinaria, todo…

Jenkins hizo un ruido que expresaba claramente lo que pensaba del asunto.

—Voy a empezar a limpiar el tubo. ¿Para qué ha estado pagando las pólizas de seguros?

—¡No me hable! ¡Bastante me han costado! Pero hasta hace un rato no tenía esperanza alguna de librarnos del isótopo de Mahler, así que cualquier cosa que suceda aparte de eso será una ganga. Bueno: sáquenos de ésta, joven, y le prometo que podrá empezar a buscar el título de ingeniería atómica para unirlo al de medicina en cuanto quiera. Su esposa me ha explicado sus calificaciones y creo que con eso ha pasado la prueba definitiva, por lo que le voy a nombrar ingeniero atómico graduado por la National.

Brown tosió y sus ojos brillaron a través incluso de las gafas protectoras, pero la voz de Jenkins sonó desafinada.

—Muy bien. Si no volamos todos le pediré ese título que me promete, pero antes tendrá que consultar con el doctor Ferrel sobre el asunto; tiene un contrato conmigo para practicar la medicina, y tengo que seguir con él una temporada.

Habían transcurrido ya nueve de los doce minutos anunciados cuando Jenkins llegó adonde estaban reunidos los observadores, mientras se secaba parte del sudor que le bañaba. Palmer no cesaba de observar el reloj. Fueron pasando lentamente varios minutos más, mientras se desvanecía el último sonido y los hombres vagaban a la espera de acontecimientos con la mirada puesta en el riachuelo o en el agujero de lo que había sido el número Cuatro. Silencio. Jenkins se agitaba y gruñía.

—Palmer, se lo quise decir cuando se me ocurrió. Jorgenson trataba de hacérmelo entender, no deliraba. Lo que pasó es que no se me ocurrió hasta que el doctor despertó mis ideas. Se trataba de la primera variable utilizada por mi padre. Yo tenía doce años, y la teoría de mi padre era que el agua era capaz de deshacer las cadenas más grandes y acabar así con el peligro. ¡Sólo que papá no estaba muy seguro de que funcionara, como más tarde me dijo!

Palmer no elevó la mirada del reloj, pero el muchacho advirtió su respiración alterada y sus juramentos.

—¡Maldita sea! ¡A buena hora lo dice!

—Sea como sea, mi padre no disponía de los isótopos que aquí son normales para comprobarlo —respondió Jenkins con tranquilidad—. Levante la vista y eche una mirada al río por un momento.

Al levantar los ojos, el doctor se dio cuenta de repente de que entre los hombres se escuchaba un rugido. Por el sur, como una enorme masa, había una nube de vapor que se esparcía hacia arriba y adelante ante sus ojos. Llegaron hasta él las primeras notas de un sonido silbante. Palmer se asió a Jenkins y se puso a gritar hasta que Brown logró entrometerse y alejarlo.

—Vapor, consecuencia del calor… Vapor, no explosión. ¡Doctor, son cinco kilómetros o más de río, más las marismas! —Palmer gritaba estas palabras a la oreja a Ferrel—. ¡Todo el magma está bien disperso, y va a arder lentamente desde este momento hasta que la última cadena se convierta en energía, átomo a átomo! La cadena theta se ha dividido en una totalmente inestable, y ahora todo el magma está ahí y en unas condiciones tales que no puede estallar. Dejará calcinado el cauce del río, pero ahí acabará todo.

El doctor todavía se sentía confuso e inseguro de cómo tomarse aquella reconfortante nueva. Quería echarse a llorar y gritar o bailar con los operarios y dar saltos hasta que le doliera la cabeza. En vez de ello, se sentó y se quedó observando la nube.

—¡Así que me voy a quedar sin el mejor ayudante que he tenido! Jenkins, no voy a hacer nada por retenerte; eres libre de aceptar cualquier cosa que Palmer te proponga.

—Hokusai quiere que trabaje con él en el estudio del isótopo R. Cree que dispone de un nuevo punto de partida para sus investigaciones sobre el combustible para cohetes que persigue desde hace tanto tiempo —el gerente palmeaba las manos como un muchachito excitado que observara una excavadora a vapor.

—Bueno, doctor, hazte con otro ayudante, el que quieras hasta que tu propio hijo tenga la licenciatura el año próximo. Querías que se le concediera una oportunidad de trabajar aquí, y ahora te la aseguro. ¡En este momento te concedo todo lo que quieras! Ni la cadena Guilden podrá manipular la verdad en esta ocasión.

—Mira lo que se puede hacer con los heridos que requieran hospitalización, y atiende también a los que hay en el hospital de campaña contiguo a la enfermería. Creo que le voy a pedir a Brown que se quede conmigo en lugar de Jenkins. Además, me reservo el derecho de exigirle su colaboración durante este año si se presentara alguna emergencia que así lo requiriera.

—Hecho —repuso Palmer al tiempo que daba unas cuantas palmadas en la espalda del muchacho, mientras Sue le hacía un guiño—. A tu esposa le gusta trabajar, muchacho; ella misma me lo ha confesado. Además, en este lugar trabajan multitud de mujeres que de este modo pueden vigilar los movimientos de sus maridos; hasta mi propia esposa lo hace a veces. Doctor, vete a casa con esa pareja, que yo también voy a descansar. ¡Y no vuelvan hasta que estén totalmente recuperados y dispuestos para el trabajo! ¡Y no dejes que nadie perturbe tu sueño esta vez!

El doctor se bajó del camión y emprendió el camino seguido de Brown y Jenkins, con los que pasó entre los hombres de la planta, que gritaban, contentos y satisfechos. Ellos tres estaban demasiado agotados para hacer demostraciones de cualquier tipo, pero experimentaban aquellos mismos sentimientos. Hombres y guardias acudían también desde las puertas y se unían alegres a la celebración. Unos cuantos coches intentaban abrirse paso lentamente entre los grupos de gente.

Uno de ellos estaba ya casi a la altura del doctor Ferrel cuando se abrió la portezuela y apareció una mujer ojerosa que empezó a salir trabajosamente del coche gritando su nombre. El doctor se detuvo, y la miró con expresión de incredulidad mientras ella se arrastraba hacia él.

—¡Emma!

Ella se asió a él un instante y, al caer en la cuenta de la pareja que iba junto a su marido se separó de él con las mejillas sonrosadas. Se echó a reír e hizo un movimiento en dirección al coche, incapaz de hablar. Pero no importaba. Las explicaciones vendrían más tarde.

El doctor se apoyó en el guardabarros y con una de sus manos retuvo las de ella. La vida, decidió, no era tan mala después de todo; sería mejor cuando se deshicieran de aquella multitud y se fueran a casa.

Luego se puso a reír y se incorporó de nuevo.

—Esperadme aquí un instante los tres, ¿queréis? Si me voy sin dar esa orden para que desinfecten de nuevo las duchas, Blake jurará que me estoy volviendo viejo y débil mental. ¡No puedo consentírselo!

¿Viejo? Quizás un poco cansado, pero eso ya le había sucedido antes, y con suerte volvería a ocurrir. No le preocupaba eso. Sus nervios estaban en condiciones de aguantar veinte años y cincuenta accidentes más, y para entonces el propio Blake estaría ya tan achacoso como él.

Ramón Felipe Álvarez-del Rey, más conocido como Lester del Rey, (Saratoga Township, Minnesota, 2 de junio de 1915 - Nueva York, 10 de mayo de 1993), escritor y editor de ficción científica (Ciencia-Ficción) y literatura juvenil estadounidense.

Empezó a publicar historia en revistas pulp durante los años treinta, en el amanecer de la Edad de Oro del género de la ficción científica, especialmente en Astounding Science Fiction, y perteneció a la escuela de autores patrocinados por el editor de esta revista, John W. Campbell, Jr.. En los cincuenta fue uno de los tres escritores líderes de ciencia ficción para adolescentes, junto a Robert A. Heinlein y Andre Norton. Durante este tiempo publicaba con el pseudónimo de "Erik van Lhin". Simultaneaba su trabajo de escritor con otro en el Restaurante de la Torre Negra de Nueva York. Con su segunda esposa Helen Schlaz, con la que se casó en 1945, abandonó este trabajo y se convirtió en escritor a tiempo completo. Conoció a Scott Meredith en la Worldcon de 1947 y empezó a trabajar para su agencia literaria.

Pasó después a editar revistas pulp en 1952 y 1953: Space SF, Fantasy Fiction, Science Fiction Adventures (como Philip St. John), Rocket Stories (como Wade Kampfaert), y Fantasy Fiction (como Cameron Hall).

Usó los pseudónimos de John Alvarez, Marion Henry, Philip James, Philip St. John, Charles Satterfield y Erik van Lhin.

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