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Authors: Amélie Nothomb

Tags: #Biografía, Romántico

Ni de Eva ni de Adán (15 page)

Aquel pensamiento me recordó otro:

—¿Sigues siendo el samurai Jesús?

Rinri me respondió con una formidable ingenuidad.

—Ah, sí. Ya no me acordaba.

—¿Lo eres o no lo eres?

—Sí —dijo, como si dijera que era estudiante.

—¿Tienes pruebas?

Se encogió de hombros como era habitual en él y prosiguió:

—Estoy leyendo un libro sobre Ramsés II. Esa civilización me apasiona. Tengo ganas de ser egipcio.

Comprendí lo muy japonés que era: tenía esa sincera y profunda curiosidad por todos los fenómenos culturales extranjeros. Ésa es la razón por la que encontramos nipones especialistas en la lengua bretona del siglo XII y del tema del rapé en la pintura flamenca. Me equivocaba al ver una identificación en las vocaciones sucesivas de Rinri: se interesaba por los demás, eso es todo.

El 9 de enero de 1991, le anuncié a mi novio que a la mañana siguiente me marchaba a Bruselas. Lo dije con la misma frivolidad con que hubiera dicho que salía a comprar el periódico.

—¿Qué vas a hacer en Bélgica? —preguntó Rinri.

—Ver a mi hermana y a algunos amigos.

—¿Cuándo regresas?

—No lo sé. Pronto.

—¿Quieres que te lleve al aeropuerto?

—Eres muy amable. Ya me las arreglaré.

Insistió. El 10 de enero, por última vez, el Mercedes blanco me esperaba delante de mi casa.

—¡Qué maleta más enorme y pesada! —dijo el chico al ponerla en el maletero.

—Regalos —comenté.

Me llevaba todas mis cosas.

En Narita, le pedí que se fuera enseguida.

—Me horrorizan las despedidas en los aeropuertos.

Me dio un beso y se marchó. En el momento en que desapareció, el nudo de mi garganta se desató, mi corazón se dilató y mi pena dejó su lugar a una extraordinaria alegría.

Me reí. Me llamé de todo a mí misma, me dediqué todos los insultos que merecía, pero eso no me impedía reír de alivio.

Sabía que debería haberme sentido triste, avergonzada, etc. No lo conseguía.

En el mostrador de facturación, pedí un asiento de ventanilla.

24

Existe una alegría mayor que la de los aeropuertos: la que experimentamos al instalarnos en un avión. Esa alegría culmina cuando el avión despega y tienes un asiento de ventanilla.

Sin embargo, me sentía sinceramente desesperada por abandonar mi país preferido y marcharme en aquellas condiciones: hay que creer que, en mi caso, el miedo al matrimonio podía con todo. Me sentía exultante. Las alas del avión eran mis alas.

Seguramente, el piloto sobrevoló adrede el monte Fuji. ¡Qué hermoso era visto desde el cielo! Le dirigí este discurso mental:

«Viejo hermano, te quiero. No te traiciono al marcharme. Huir también puede ser un acto de amor. Para amar, necesito ser libre. Me marcho para preservar la belleza de lo que siento por ti. No cambies nunca».

Pronto ya no quedó Japón que mirar desde la ventanilla. Incluso así, el desgarro no conseguía aplacar mi embriaguez. Las alas del avión eran una prolongación de mi cuerpo. ¿Acaso existía algo mejor que tener alas? ¿Qué nombre de ciudad le llegaba a la suela del zapato de Las Vegas? Absurdamente, era la ciudad en la que casarse era lo más fácil del mundo, igual que Reno era la del divorcio. Lo contrario me habría parecido más justificado: las alas sirven para huir.

Al parecer, huir es poco glorioso. Lástima, porque es muy agradable. La huida proporciona la más formidable sensación de libertad que se pueda experimentar. Te sientes más libre huyendo que si no tienes nada de lo que huir. El fugitivo tiene los músculos de las piernas en trance, la piel temblorosa, las fosas nasales palpitantes, los ojos abiertos.

El concepto de libertad es un tema tan manido que las primeras palabras me hacen bostezar. La experiencia física de la libertad es otra cosa. Uno debería tener siempre algo de lo que huir, para cultivar esa maravillosa posibilidad. De hecho, siempre hay algo de lo que huir. Aunque sólo sea de uno mismo.

La buena noticia es que se puede huir de uno mismo. La parte de uno de la que huimos es la pequeña cárcel que el estado sedentario instala en cualquier parte. Uno prepara el petate y si te he visto, no me acuerdo: el yo se siente tan sorprendido que se olvida de dárselas de carcelero. Uno puede librarse de sí mismo igual que puede librarse de sus perseguidores.

Por la ventana, la interminable Siberia, totalmente blanca de invierno, prisión ideal debido a su inmensidad. Los que huyen mueren perdidos en un exceso de espacio. Es la paradoja del infinito: presientes una libertad que no existe. Es una cárcel tan grande que nunca consigues salir de ella. Vista desde el avión, resulta fácil comprenderlo.

El Zaratustra que habita en mí se sorprendió al pensar que, a pie, habría dejado huellas en la nieve, y habrían podido seguirme el rastro. Las alas, bendito invento.

¿Huida poco gloriosa? Siempre es mejor que dejarse atrapar. El único deshonor es no ser libre.

Cada pasajero ha recibido unos auriculares. Reviso los diversos canales musicales, maravillándome de que alguien pueda viajar al son de semejantes decibelios. De repente, tropiezo con la
Rapsodia húngara
de Liszt: mi primer recuerdo en materia de música. Tengo dos años y medio, estoy en el salón de Shukugawa, mamá me dice solemnemente: «Es la
Rapsodia húngara
». Escucho como si de un cuento se tratara. Lo es. Los malos persiguen a los buenos, que huyen a caballo. Los malos también son jinetes. Ganará el que galope más deprisa. A veces la música dice que los buenos se han salvado, pero se equivoca, los malos tienen la picardía de sugerirles que están fuera de su alcance, es para capturarlos mejor. Ya está, los buenos han descubierto la treta, pero es demasiado tarde, ¿escaparán al peligro? Galopan hasta quedarse sin aliento, son uno con su montura, la carrera les agota tanto como a los caballos, yo estoy con ellos, no sé si soy buena o mala, pero a la fuerza estoy del lado de los fugitivos, tengo alma de presa, mi corazón late como un loco, oh, un precipicio, los caballos ¿podrán salvar semejante abismo?, tendrán que hacerlo, es eso o caer en manos de los malos, escucho, los ojos muy abiertos por el miedo, los caballos saltan y, por los pelos, consiguen alcanzar el otro lado, salvados, los malos no saltan, son menos valientes porque no tienen nada de lo que huir, el deseo de capturar es menos violento que el miedo a ser capturado, ésa es la razón por la cual la
Rapsodia húngara
de Liszt termina con un triunfo.

Bautizo el avión como Pegaso. La música de Liszt ha multiplicado mi alegría por mil. Tengo veintitrés años y todavía no he encontrado lo que buscaba. Por eso me gusta la vida. A los veintitrés años, es bueno no haber descubierto tu camino.

El 11 de enero de 1991, aterricé en el aeropuerto de Zaventem. Salté a los brazos de Juliette, que me estaba esperando. Después de haber relinchado, ladrado, rugido, balado, bramado, ululado y chillado todo cuanto se puede, mi hermana me preguntó:

—No vas a volver, ¿verdad?

—¡Me quedo! —dije para zanjar las ambigüedades de las preguntas negativas.

Juliette me llevó hasta nuestra casa, en Bruselas. Así que Bélgica era eso. Me enternecí con el cielo gris y bajo, con la proximidad de todo, con las ancianas enfundadas en sus gabanes con sus zurrones, con los tranvías.

—¿Y Rinri? ¿Va a venir?—preguntó Juliette.

—No creo —respondí evasivamente.

Tuvo el buen gusto de no insistir.

Nuestra vida volvió a ser como era antes de 1989. Vivir con tu hermana, está bien. La seguridad social belga había oficializado aquella unión al concederme el estatus auténtico de asistenta: en mi documentación, podía leerse: «asistenta de Juliette Nothomb». No es un invento. Me tomaba mi trabajo muy en serio y lavaba la ropa de mi hermana.

El 14 de enero de 1991, empecé a escribir una novela titulada
Higiene del asesino
. Por la mañana, Juliette se marchaba a su trabajo diciendo: «¡Hola, asistenta!». Escribía durante mucho rato, luego tendía la ropa que había olvidado en la lavadora. Por la noche, Juliette regresaba y gratificaba a su asistenta con un abrazo.

En Japón, había ahorrado una parte de mi salario, que había repatriado. Calculaba que con mis ahorros podría resistir dos años viviendo muy austeramente. Si, al final de esos dos años, no había encontrado editor, siempre estaría a tiempo de buscar una solución, me repetía con descaro. Me gustaba aquella existencia. El contraste con mi labor en la empresa nipona la convertía en idílica.

A veces, el teléfono sonaba. No creía que fuera a tropezarme con la voz de Rinri. Nunca pensaba en él y no veía ninguna relación entre mi vida en Japón y mi vida en Bélgica: que pudiera haber un intercambio telefónico entre los dos me resultaba tan extraño como un viaje en el tiempo. El chico se sorprendía de mi estupefacción.

—¿Qué haces? —me preguntó.

—Escribo.

—Vuelve. Escribirás aquí.

—También soy la asistenta de Juliette. Limpio sus cosas.

—¿Cómo se las arreglaba sin ti?

—Mal.

—Tráetela contigo.

—Muy bien. Te casarás con las dos.

Se reía. Sin embargo, yo hablaba en serio. Ésa hubiera sido la única condición que habría podido hacerme aceptar el matrimonio.

Acababa diciendo:

—Espero que no tardes. Te echo de menos.

Luego colgaba. Nunca un reproche. Era un encanto. Tenía un poco de mala conciencia, pero se me pasaba enseguida.

Poco a poco, las llamadas de teléfono se espaciaron hasta cesar. Me ahorré ese episodio, siniestro entre todos, bárbaro y falaz, llamado ruptura. Salvo en caso de crimen innoble, no entiendo que se rompa. Decirle a alguien que se ha terminado es feo y falso. Nunca se termina. Incluso cuando ya no piensas en alguien, ¿cómo dudar de su presencia dentro de ti? Un ser que ha contado para ti, siempre cuenta.

Tratándose de Rinri, habría resultado particularmente malvado por mi parte: «Mira, me has hecho un bien considerable, eres el primer hombre que me ha hecho feliz, no tengo nada que reprocharte, sólo conservo excelentes recuerdos de ti, pero ya no tengo ganas de estar contigo». Nunca me habría perdonado decirle una infamia semejante. Eso habría ensuciado nuestra hermosa historia.

Le doy las gracias a Rinri por haber tenido esa clase: comprendió el mensaje sin que tuviera que decírselo. Así, tuve la oportunidad de vivir una relación perfecta.

Un día, sonó el teléfono. Era Francis Esménard, de la editorial Albin Michel. Me anunciaba que publicarían
Higiene del asesino
el 1 de septiembre de 1992, en París. Empezaba una nueva vida.

A principios de 1996, mi padre me llamó desde Tokio:

—Hemos recibido una participación de Rinri. Se casa.

—¡Hay que ver!

—Se casa con una francesa.

Sonreí. Siempre esa atracción por la lengua de Voltaire.

En diciembre de 1996, mi editor japonés me invitó a Tokio para la publicación en lengua nipona de
Higiene del asesino
.

En el avión Bruselas-Tokio, me sentía extraña. Iba a hacer seis años que no veía el país adorado del que había huido. Mientras tanto, me habían ocurrido muchas cosas. El 10 de enero de 1991 era una señora de los servicios que acababa de tomar el portante. El 9 de diciembre de 1996 era una escritora que venía a responder a las preguntas de los periodistas. A esas alturas, no se trataba de un ascenso social sino de tráfico de identidad.

El piloto debió de recibir instrucciones: no sobrevolamos el monte Fuji. En Tokio, no reconocí gran cosa. La ciudad no había cambiado demasiado, pero ya no era mi terreno de experimentación. Un coche oficial me condujo a lugares en los que los periodistas me hablaban con consideración y me hacían preguntas serias. Respondía frívolamente y me sentía incómoda al ver que lo anotaban todo con respeto. Me daban ganas de decirles: «Eh, ¡que es broma!».

El editor japonés organizó un cóctel para el lanzamiento del libro. Hubo muchos invitados. El 13 de diciembre de 1996, entre la multitud, divisé un rostro que no había vuelto a ver desde el 9 de enero de 1991. Corrí hacia él diciendo su nombre. Él dijo el mío. Me detuve. Había abandonado a un chico de sesenta kilos, me encontraba con un hombre de ochenta. Sonrió y declaró:

—He engordado, ¿verdad?

—¿Qué ha ocurrido?

Me mordí la lengua por haber hecho esa estúpida pregunta. Podría haberme respondido: «Te marchaste». Tuvo la elegancia de abstenerse y se limitó a encogerse de hombros, como era habitual en él.

—No has cambiado —dije sonriendo.

—Tú tampoco.

Yo tenía veintinueve años, él veintiocho.

—Parece que te has casado con una francesa —dije.

Asintió y la excusó: no había podido acompañarle.

—Es hija de un general —dijo.

Me eché a reír con aquella nueva excentricidad.

—¡Menudo Rinri!

—Menudo yo.

Me pidió que le dedicara su ejemplar de
Higiene del asesino
. No tengo ni idea de lo que escribí.

Otras personas esperaban su dedicatoria. Había que despedirse. Entonces ocurrió algo terrorífico.

Rinri me dijo simplemente:

—Quiero darte el abrazo fraterno del
samurai
.

Aquellas palabras tuvieron sobre mí un poder atroz. Yo, que me había alegrado tanto de volver a verle, me vi de repente sumergida en una insoportable emoción. Me lancé a sus brazos para disimular las lágrimas que se me saltaban. Me abrazó, lo abracé.

Había encontrado las palabras justas. Había tardado siete años en encontrarlas, pero no era demasiado tarde. Cuando me hablaba de amor, me daba igual porque no era ésa la palabra adecuada. Pero ahora acababa de decir lo que había vivido con él, acababa de comprenderlo. Y cuando me dicen la palabra adecuada, por fin soy capaz de sentir.

Y durante aquel abrazo, que duró diez segundos, experimenté todo lo que debería haber sentido durante todos aquellos años.

Y fue terriblemente intenso, siete años de emoción vividos en diez segundos. Así que era eso, Rinri y yo: el abrazo fraternal del
samurai
. Infinitamente más hermoso y más noble que una vulgar historia de amor.

Luego, cada
samurai
soltó el cuerpo del otro
samurai
. Rinri tuvo el buen gusto de marcharse en el acto, sin darse la vuelta.

Levanté la cabeza hacia el cielo para que mis ojos volvieran a tragarse sus lágrimas.

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