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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (10 page)

—Comer es importante para un buen rendimiento laboral. El otro día leí en una revista que se pierden muchas horas de trabajo por culpa de la mala nutrición.

—Nada que nos afecte a usted y a mí.

—Tendrá que reconocer que muchas veces comemos rápido y de cualquier manera.

No respondí. Me miró de reojo; quería guerra:

—¿No dice nada?

—Me ha convencido.

—¿Tan pronto?

—Ya vé.

—¡Creí que se encontraba más animada!

—¿Qué quiere decir?

—Que echo de menos sus impertinencias.

—No se desanime, volveré a estar en forma.

Incrementamos nuestro rendimiento policial con un par de bocadillos de jamón regados por dos buenas cervezas. Garzón incluso lo optimizó añadiendo a la ingesta aceitunas y patatas fritas. Ya en plenitud de facultades, entramos en el Instituto para hablar con el forense.

Era un hombre tímido, de mediana edad, y nos leyó él mismo sus conclusiones.

—Mi impresión es que recibió el disparo casi a bocajarro. El dolor y la impresión le hicieron desvanecerse y, probablemente en estado de inconsciencia, se desangró a gran velocidad. El primer informe del levantamiento corrobora este dictamen. Había una gran mancha de sangre en el suelo, e incluso ésta había ido colándose en forma de reguero hasta el desagüe de la alcantarilla.

Aquel detalle me impresionó. Pensé en la víctima por primera vez como en un ser humano y no únicamente el objeto donde se había alojado la bala disparada por mi pistola.

—¿Qué más, doctor?

—Su estado de salud era bueno. No había tomado drogas ni bebido alcohol. En el momento de la muerte hacía muy poco que había cenado.

—¿Ha podido determinar qué tipo de alimentos?

—Yo diría que era comida árabe, porque el análisis ha dado presencia de especias, carne de cordero, pan ácimo y dátiles.

Garzón y yo intercambiamos una mirada de esperanza. Ése era un dato importante. En el barrio de Gràcia han proliferado los restaurantes árabes, pero aun siendo numerosos, saber que había cenado en uno de ellos acotaba el territorio en el que podíamos explorar.

—¿Existe examen dentario?

—Aún no se ha realizado; tardará un par de días más.

—¿A usted qué le parece, doctor?

—Yo no sé qué decirles; pero que le disparen a uno en plenos genitales con un tiro certero no es un procedimiento habitual. Es más, quien lo hizo se arriesgó a que el agredido no muriera, a que alguien le socorriera antes de desangrarse... No sé, o están ustedes ante una mafia organizada que buscaba venganza, o ante un crimen pasional; pero en ambos casos un ajuste de cuentas parece casi seguro. Aunque ustedes sabrán. Lo mío es sólo la ciencia. ¿Quieren ver el cadáver?

Nos llevó al depósito y abrió la nevera correspondiente; la cremallera de la funda que envolvía el cuerpo, después. La extraña blancura de la muerte se exhibió ante nosotros. La cara del hombre conservaba una mueca de dolor. Era guapo, de facciones regulares y proporcionadas, muy alto. Pensé que, en teoría, no resultaba difícil de identificar.

—Iba vestido como un figurín —apuntó el forense.

—Eso no nos lo habían dicho.

—Llevaba un traje de raya diplomática. No entiendo mucho, pero yo diría que era de buena factura. También una corbata de marca, no recuerdo de cuál.

—Solicitaremos ver sus cosas al inspector Atienza.

—Tienen que pasarnos todas las pruebas.

Nos quedamos los tres mirando la cara exánime. Los cuerpos sin vida ejercen una fuerte atracción, incluso para el que está acostumbrado a verlos.

—¿Quieren que les muestre mejor la herida?

Yo dije que no, pero Garzón asintió con la cabeza. Me retiré, no tenía ninguna necesidad de cargar mi cerebro con imágenes truculentas. Oí un silencio denso a mi espalda, tras él, la exclamación del subinspector:

—¡Dios, qué barbaridad!

—Ha sido imposible reconstruir esa parte del cuerpo. Así lo enterrarán.

—La deuda pendiente debía de ser muy grande.

—¡En fin! —dijo el forense, suspirando al tiempo.

Los dos hombres llegaron hasta mí. Garzón venía pálido, con los rasgos aflojados y cara de asco.

—Una carnicería, inspectora; debería haberlo visto para hacerse una idea de la crueldad del caso.

—Ya me lo imagino, no hace falta tanto realismo.

Una vez en la calle, mi compañero hizo acopio de aire de manera ostensible.

—¡Joder!, hace falta mucho cuajo para hacer una cosa así. ¿Podemos parar un momento y me tomo una copa? Es una necesidad, me siento un poco mareado.

—Subinspector Garzón, si cada dos por tres hay que hacer un receso para que usted coma o beba, esta investigación puede demorarse meses. Aunque supongo que también su rendimiento laboral depende de una copa en esta ocasión.

—¡Cualquiera que la oyera pensaría que soy un alcohólico, o un bulímico! ¡Encima que se ha librado del espectáculo de esa herida terrible!

—¡Nadie le mandaba ver esa herida más que su malsana curiosidad!

—¿Cómo puede ser tan frívola, inspectora? ¡Todo es importante en una investigación!

—¡Está en lo cierto, mucho más importante que comer y beber!

—Las mujeres son ustedes de una intolerancia infinita. Siempre dándole presión a la olla: no comas demasiado, acuéstate pronto, casémonos, no pares de trabajar...

—¡Le prohíbo que me incluya en sus problemas personales!

Estábamos gritando, los dos en medio de la calle, enzarzados en una extraña pelea que no tenía motivo real. Demasiado absurdo para dejarlo pasar como si nada. Yo no me encontraba en mi mejor momento, y al parecer, tampoco Garzón. A pesar de que recordaba muy bien que me había llamado frívola, intenté contemporizar:

—Subinspector, ¿cree que éste es el mejor estado de ánimo para empezar una investigación que se presenta tan complicada?

—No.

—¿Por qué no lo cambiamos?

—Bien, diga cómo.

—Primero entramos en aquel bar, tomamos una copa y así, tranquilamente, pensamos cómo vamos a organizar el trabajo. ¿Está contento así?

—Esa última pregunta sobraba.

—De acuerdo, la retiro.

Digno como un mariscal en la batalla, Garzón accedió a mis planes, aunque de seguro que la impresión que le había causado el cadáver estaba superada ya. Pensé ladinamente que mostrarse razonable en una discusión es un modo de ganarla siempre.

Frente a dos copas de brandy empezamos a pensar, pero el subinspector en seguida interrumpió cualquier atisbo de concentración en el caso.

—Lo siento, inspectora. He sido un grosero. Le ruego que me disculpe.

—Olvídelo, yo tampoco he estado muy fina.

—Es debido a la tensión, últimamente me cabreo por nada.

—Dejémoslo, Fermín, de verdad.

—No se puede estar plácido cuando a uno le rondan ideas obsesivas por la cabeza.

—¿Empezamos a trabajar?

—Un día, cuando nos lo permita el servicio, me gustaría tener una charla como amigos. Me vendrá bien comentar ciertas cosas con usted.

—Garzón, charlaremos, comeremos, comentaremos, estoy dispuesta hasta a yacer en el catre con usted, pero ¡empecemos a organizar este caso de una puta vez, ¿de acuerdo?!

—De acuerdo, de acuerdo, no se enfade. Mire, ya había sacado mi libretita para apuntar. ¿Por dónde le metemos mano a esto?

—Hay que pedirle a Atienza que nos pase las cosas del muerto. Mucho darnos el caso en plan oficial y el muy cachondo se queda con las pruebas. También hemos de visitar el lugar de los hechos.

—Y peinar todos los restaurantes árabes de Gràcia.

—Y continuar con las mafias de delitos infantiles que nos pasó el inspector Machado, lo cual incluye volver por el taller de confección.

—No parecía demasiado sospechoso. Sólo había mujeres cosiendo.

—Donde hay mujeres siempre suele haber niños.

—Está bien, apuntado lo tengo. ¿Sabe qué me parece?

—Diga.

—Que tenemos por delante un trabajazo del demonio.

—Es una apreciación innecesaria, ya lo sabía.

El barrio de Gràcia ocupa una extensión considerable del centro de Barcelona. Era hace años un lugar donde vivía gente trabajadora, que ha ido reconvirtiéndose gracias al lugar privilegiado que ocupa en la ciudad. Aún hoy en día sus habitantes naturales son personas mayores, pero en los últimos tiempos, los pisos se han revalorizado extraordinariamente, y sin perder su aspecto exterior popular y
demodé
, se han reformado y vendido a ciudadanos de todo tipo. El signo distintivo de la zona es, sin embargo, el imperio de la juventud. Los jóvenes acuden allí para divertirse. Suelen ser estudiantes universitarios y también chicos «alternativos» de diverso pelaje. A rebufo de esta moda, que hace ya muchos años que dura, han ido menudeando en las estrechas calles gran cantidad de bares, pequeños restaurantes (muchos de ellos, étnicos), tiendas de moda poco convencional, cines, librerías y cibercafés. Yolanda nos hizo de perfecta guía, aunque aquél no era su destino de elección cuando iba de juerga. Ella prefería las discotecas de su barrio, los complejos ludicocomerciales y, desde que estaba emparejada con Ricard, la filmoteca y el Palau de la Música. La imaginé viendo un ciclo retrospectivo de Bergman o asistiendo a un concierto de Malher, y sentí por ella una corriente de simpatía natural. Mucho me temía que se estaba reciclando en los aspectos supinos de la cultura sin haber pasado por una deseable etapa intermedia. Pero en fin, el amor determina para nosotros inesperados cuadros existenciales en los que sin duda no habíamos pensado jamás. Yo misma había sido una abogada de altas esferas con Hugo, mi primer marido, y una policía burocrática y puntillosa mientras intentaba poner orden en la vida de Pepe, mi segundo. Y ahora, libre de lacras sentimentales, era una policía peleona y anarquizante que al fin había podido acceder a su meta deseada: la soledad.

La calleja donde habían abatido a nuestra víctima tenía un nombre absolutamente premonitorio: Perill (Peligro), y el lugar exacto donde había caído no podía considerarse como demasiado recóndito. Lo miramos desde todas las localizaciones posibles y vimos en las fotografías cómo estaba colocado el cuerpo: sentado contra la pared de un edificio y escorado levemente hacia la izquierda. Con toda seguridad, se encontraba de pie cuando le dispararon, y su espalda fue deslizándose poco a poco. Allí debió de agonizar hasta que, vencido por la muerte, cayó de lado. Sin embargo, estando tan despejado el lugar, era realmente extraño que nadie hubiera sido testigo del asesinato, o que al menos hubiera visto el cadáver.

—Las dos de la mañana ya es muy tarde —afirmó Garzón.

—¿Qué día de la semana le dispararon? —inquirió Yolanda.

—Jueves.

—En ese caso, es más raro aún que no le vieran. La «marcha» de los fines de semana empieza ya los jueves. Está todo lleno a tope.

—En mis tiempos no había tantas diversiones, trabajábamos más.

—¡Jo, subinspector, yo trabajaba un montón y también salía a pasarlo bien! La historia es que de joven tienes más capacidad para reponerte y seguir.

Noté con inquietud que Yolanda utilizaba el pasado para referirse a sus gozosas salidas nocturnas, y con más inquietud aún vi que Garzón contestaba enfurruñado:

—¡Y una leche se tiene más capacidad! Aquí no estamos hablando de capacidades, sino de trabajo y ganas de aprovechar el tiempo, que ahora hay muy pocas entre la gente de tu edad.

Tercié antes de que la cosa pasara a mayores:

—Aquí de lo que estamos hablando es de muertos. Centremos el tema, por favor. ¿Crees que algún joven pudo ver el crimen y callarse, Yolanda? Tú conoces el barrio, ¿piensas que deberíamos dar otra batida de interrogatorios entre los vecinos?

—Mire, inspectora, a las dos de la mañana igual podía pasar gente que no. Es verdad que los jueves son animados, pero también que esta calle ya queda un poco lejos de los bares más cañeros. Además, los que viven por aquí son gente muy legal, y los que vienen también. No piense en zona de mal rollo delictivo ni nada de eso. Aquí hay tíos alternativos, algún okupa... Creo que no sacaríamos nada con preguntar otra vez.

—En cualquier caso, lo que me llama la atención en primer lugar no es la ausencia de testimonios, sino que el asesino se atreviera a disparar sobre la víctima en un lugar en el que podía ser visto de manera tan sencilla.

—A lo mejor la víctima estaba huyendo y lo cazaron ahí, o igual se apalancó creyendo que no iban a atreverse pero se atrevieron —aventuró Yolanda.

—Yo no veo tanto motivo de extrañeza. Si estamos tras la estela de una mafia, ya sean drogas o cualquier otra cosa, ésos no lo piensan dos veces. Son capaces de cargarse a alguien en misa mayor —dijo Garzón.

—¿Y si fue una venganza por celos amorosos? —sugirió la joven.

—¿Con la pistola de la inspectora? Nada de eso, piensa un poco, muchacha.

—Dejémoslo así. Yolanda, empieza a preguntar en los bares más cercanos enseñando la foto del muerto. Y haznos una lista de los restaurantes árabes de Gràcia.

—A sus órdenes, inspectora.

—El subinspector y yo vamos a echar una ojeada a las pertenencias del hombre. No podemos continuar sin hacernos una idea de lo que llevaba encima. Nos encontramos por aquí después.

En cuanto subimos al coche, oí justo lo que temía oír:

—Esa chica me pone de los nervios.

—Pues el otro día bien se reía usted con ella y su compañera.

—No, si no digo que no sea simpática, pero debería darse cuenta de que cuando estamos de servicio tiene que comportarse de manera más formal.

—¿Ha estado informal?

—¡Esa manera de hablar suya, tan de andar por casa en zapatillas!

—¡Venga, Fermín, tampoco usted y yo hablamos en plan tacones de tafilete!

—No, de acuerdo, utilizamos un vocabulario contundente, a veces soez, lo admito; pero siempre dentro de una tradición del hampa y la pasma. Soltamos tacos sonoros, también solemos decir: macarra, tiparraco, armar un cristo, liarse a hostias... Lo que no hacemos es emplear esos términos tan bobos: rollo, cañero, marcha, legal... Eso es pura incultura, inspectora.

No pude evitar echarme a reír. Garzón me miraba como si no comprendiera mi reacción.

—Es usted increíble, querido compañero. Ahora le da por el análisis lingüístico.

—Puede reírse todo lo que quiera, pero uno tiene sus opiniones al respecto. Desde que salgo con Beatriz me he pulido mucho, aunque no lo parezca.

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