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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (4 page)

Tampoco quiero hablarte de Gregorio, aunque lo conozco bastante y podría contarte cosas divertidas de él y de su relación con esa rubia veinteañera que llevaba pegada al flanco. Nunca te han interesado los chismes. Me di cuenta de que tanto a ellos como a las demás personas que venían a saludarme, tratando de interrumpir nuestra conversación, los mirabas como a marcianos. Era como si estuvieras llamándome desde un jardín de cuento. Yo lo intuía, pero me costaba trabajo entrar en él, no encontraba la verja, o no sabía empujarla. «Es como en los sueños —dijiste—, que siempre salen comparsas de otra historia. Se meten para despistar. Son los que más aspavientos hacen, pero no importan para el argumento. No hay que hacerles caso.»

Yo estaba frente a ti, como si a cada momento necesitara pedirte disculpas por conocer a tanta gente, por sonreírle, hablar con ella y responder a sus zalemas. Me daba rabia que al cabo de los años nos hubiéramos tenido que volver a encontrar en un sitio tan poco apropiado, y te lo dije. Pero tú no estabas de acuerdo. Me miraste, con un dedo en alto: «Te pillé, Mariana, atente a lo que me has dicho antes: La sorpresa es una liebre. Los que salen de caza nunca la verán dormir en el erial; ¿no has dicho eso? No sería una mera cita culta.» Y luego, me preguntaste con tono divertido: «¿O es que tú habías salido de caza?.» Me quedé desconcertada, ya tenías tú, como siempre, las riendas del juego en tus manos, las claves del acertijo. Te miré y estabas sonriendo. ¿Qué querías decir?; no, yo no había salido de caza. Y a todo esto los comparsas pasando y llamándome por mi nombre y dándome besos, qué difícil era meterse en el jardín del cuento. Pero tú seguías impertérrita: «Entonces, si no has salido de caza, no se busca, se encuentra. Y nos hemos encontrado con este sitio. Se desvanecerá si lo rechazamos. Es el adecuado porque es éste, Mariana, el sitio donde la liebre duerme en el erial, o sea donde está agazapada, esperándonos, la sorpresa.» Luego empezaste a decir que la vida está hecha de añicos de espejo, pero que en cada añico se puede uno mirar, y que te daban ganas de mojar pan en los cuadros de Gregorio porque eran huevos fritos estrellados contra el lienzo, y que cuántos mensajes llegan de todas partes sin que los sepamos recoger. Y ahí es donde ya me di cuenta de que si quería seguir tu arrebato verbal necesitaba recuperar cierta fe infantil que tú no has perdido y yo sí, creer e n la transformación del local, lograr que se operara el milagro poético de su nueva investidura. Ya al final, cuando era la hora de irme, empezaba a notar en torno nuestro un aura que nos aislaba de los comparsas, que los alejaba de nosotras; y el local se había desembrujado, se iba despojando de su engañosa apariencia, era el lugar donde dormía la liebre, la empezaba i ver allí en el centro de la estancia, en medio del jardín del cuento, como un símbolo blanco e inmóvil. Las diez. No me podía quedar más. Me di cuenta de que apenas habíamos rozado el capítulo «Vidas respectivas.» y de que el rato de nuestro reencuentro se me había hecho un soplo. Pero tenía que echar a correr como la Cenicienta. Era la hora de mi cita con Raimundo. Fue cuando te pedí que por favor escribieras, que te pusieras a escribir sobre lo que te diera la gana, pero enseguida, esa misma noche al llegar a casa, no podía dejarte desaparecer sin que me lo prometieras. Tengo que confesarte con cierta vergüenza (agudizada ahora después de haber leído tus ocho folios) que a muchos pacientes míos les pido eso mismo. Pero a ti te lo pedía con otra urgencia, estaba echando una moneda de oro al aire. Me miraste deslumbrada. «¿Un ejercicio de redacción?.» «Sí, eso, un ejercicio de redacción.» «Tendrá que ser sencillito, hace mucho que no hago ninguno, pero me encanta la idea. Si lo escribo, ¿te lo puedo mandar?.» «Claro, es lo que te estoy pidiendo, que me lo mandes.» Entonces fue cuando sacaste una agenda del bolso y la apoyaste contra la pared para apuntar mis señas. Ya vi, como veo ahora por tu sobre, que sigues escribiendo con pluma estilográfica, y haciendo las aes con barriguita.

Perdona, Sofía, no puedo seguir al mismo ritmo. Sintiéndolo mucho, porque empezaba a estar en vena, a coger tu vena, voy a tener que interrumpir la carta para acabarla mañana. Raimundo acaba de dejarme un recado muy angustioso en el contestador automático. No sé qué le pasa, pero algo malo. Apenas se le entendía. Me pide que vaya a verlo. No tengo más remedio que ir.

4 de mayo

De esta tarde no pasa. Si espero a tener un rato para acabar la carta en el tono y al ritmo con que la empecé, sabe Dios cuándo te la podría mandar. Ni tiempo he tenido para releerla, y eso que la suelo llevar en el bolso.

He andado estos días de cabeza. Raimundo tuvo un intento de suicidio, y esta tarde lo sacan por fin de la UVI. Se ha salvado por los pelos. Estoy en una sala de espera del hospital, y para escribirte me apoyo en el periódico de hoy, donde viene su fotografía. Ni el papel que uso ni la letra que me sale están a la altura de lo anterior, como salta a la vista. En este mundo de espejos hechos añicos, la paz es un lujo efímero.

Contesto, aunque sea en plan telegrama, a la nota que acompañaba a tus ocho folios mecanografiados. «Te mando los deberes —me decías—. Gracias, Mariana. Hace mucho que nadie me ponía deberes de este tipo y lo he pasado muy bien haciéndolos. Si no te aburre, puedo continuar.» No es que puedas, es que debes, puesto que de deberes se trata. Pero encima divertidos, y ésa es la razón que invoco para que no me cortes el suministro, ahora que estoy tan ahogada. Acuérdate de don Pedro Larroque, de cuando te decía, al leer tus ejercicios de redacción, que el que lo pasa bien escribiendo a la fuerza tiene que divertir a los demás, de cómo le brillaban los ojos por detrás de las gafas mientras te daba una palmadita en la espalda: «Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre.» Pues yo, en este momento, soy don Pedro Larroque. Por favor, Sofía, sigue por donde sea y hablando de lo que sea, porque a todo lo que tocas le sacas jugo, lo más sórdido y rutinario lo conviertes en literatura. Echas sobre la mesa un dos de espadas y resulta que era el rey de oros. No tienes derecho a malversar ese don.

¿Aburrirme dices?, tengo miedo de que mi silencio te lo haya hecho sospechar. Nada tan lejos de la verdad. Añoro tu próxima entrega, la espero impaciente, trate de lo que trate, ya venga en plan flash back, en primera persona o en endecasílabos. Siga usted, señorita Montalvo, siga siempre.

Te tengo que dejar. Algún día te llamaré para vernos. Pero por ahora no, necesito encontrarme mejor. Estos días, de verdad, no sé ni cómo me tengo en pie. Es posible que me vaya una semana fuera de Madrid.

Adiós guapa, y bendita sea por siempre la liebre en el erial.

Te abraza con cariño,

Mariana

P.D. (1) Una única sugerencia para próximos capítulos: el personaje de Eduardo no interesa al lector. ¿No podía ser desplazado un poco de la acción, darle menos papel?

P.D. (2) Te incluyo una receta de Loramet. No sé si es el somnífero que tomas, pero si no, te lo recomiendo. No deja resaca.

III. SE INICIAN LOS EJERCICIOS DE COLLAGE

Eran las cinco y media. Llegó Amelia vestida de azafata y con un maletín en la mano. Venía de Colombia. Se ha cortado el pelo. Ni la esperaba ni la había sentido entrar, así que me quedé un poco cohibida de que me encontrase encerrada en el cuarto que sigue siendo suyo, a pesar de que ya pocas veces se queda a dormir aquí. A mí es el cuarto que más me gusta de toda la casa, y a veces pienso que se lo estoy vampirizando. Pero ella nunca me ha dicho nada, al contrario, parece que lo considera natural. Se acercó a la mesa sonriendo. Me quité las gafas enseguida. No disfruto de un beso si me lo dan con las gafas puestas.

—¿Qué hacías, mamá?

—Nada. Enredos. Hoy me ha dado el pronto por dibujar, me entraron ganas desde que me desperté, ya ves tú. ¿Te molesta que te haya cogido la caja de acuarelas?

—No, no, me encanta. Las cosas se pudren metidas en un cajón, tú lo dices siempre. Yo, ahora, como no dibuje nubes… Pero qué bonito y qué raro, ¿no? ¿Qué es?

—Se titula «Gente en un cóctel.» Es un poco en plan collage. Ahora le voy a pegar por todas partes triangulitos de papel de plata, como si fueran trozos de espejo. ¿Ves? Los estaba recortando del forro del Winston.

Se había quedado de pie detrás de mí y me posaba una mano en el hombro. Se la acaricié con la mía.

—¿Y ese conejo blanco que hay en medio? Se parece un poco al de Alicia, ¿no?

—Puede. Pero aquél llevaba chaleco y reloj. Ésta es una liebre, o, bueno, pretendo que sea una liebre. Simboliza la sorpresa, ¿sabes?

—¿Qué sorpresa?

—Pues no sé, la de que hayas aparecido tú ahora, por ejemplo. La sorpresa en general. Pero también puede ser un homenaje a Lewis Carroll. No se me había ocurrido. Si quieres, le ponemos chaleco. Mira, se puede hacer con esta cartulina de rayas verdes y rojas. ¿Qué tal?, ¿se lo ponemos?

Amelia se echó a reír y me abrazó por el cuello.

—Eres un ser tronchante. No sabes lo que me gusta llegar a casa y encontrarte así. Déjame que te saque una foto ahora mismo tal como estás.

Se puso a hurgar en el interior de su bolso grande y atiborrado de objetos dispares. Acabó volcándolo todo encima de una butaca y una vez más me sorprendí de la cantidad de cosas que le caben a Amelia en su bolso. La máquina era una Polaroid, de esas que no dan lugar a la impaciencia por ver el resultado del «clic.» La imagen recién captada se va configurando poco a poco ante nuestros ojos, como pasaba con las antiguas calcomanías. A los chicos les hace mucha gracia la mezcla de fascinación y temor reverencial con que me enfrento a cualquier avance de la técnica. La Polaroid ya no es para ellos ninguna liebre blanca. Me pregunto si verán liebres blancas y dónde.

—Extranjero traer collares de abalorios a Gran Jefe Indio —dijo Amelia, al percatarse de mi concentración, a la expectativa del prodigio—, Gran Jefe no temer, no cosa del diablo.

Me vi surgir de la mancha húmeda de aquel rectángulo recién expulsado, como si me abriera paso entre una neblina de color barro, con la barbilla apoyada en las manos y una sonrisa de felicidad que era el reflejo de mirar a Amelia. La luz de la sonrisa se iba acentuando hasta invadirlo todo. También el revoltijo de la mesa quedaba muy bonito, a medida que cada objeto se delimitaba y se iba coloreando: la caja de acuarelas abierta, las tijeras, mis gafas, el cilindro blanco y rojo del pegamento, la cajetilla de Winston, los lápices y la liebre grande campeando en el centro del dibujo. Comprendí que hay que mirar las cosas desde fuera para que el desorden se convierta en orden y tenga un sentido. Todo se entiende y se aprecia de otra manera.

—¡Qué bien he quedado! ¿Verdad?

Amelia se quitó los zapatos y se tumbó en la cama turca.

—Sí, Gran Jefe, pero no tocar todavía. Dedos dejar huella maligna.

Luego bostezó y dijo que estaba cansada. Le salía una voz mimosa de principios de gripe, de niña que no quiere ir al colegio y remolonea.

A pesar de que es la única que se gana la vida —porque los otros dos no llevan trazas—, sigue siendo la más pequeña y no le da vergüenza que a veces le salga esa voz conmigo en momentos de flojera. Le pregunté que si se iba a quedar a dormir y se tapó la cara con el antebrazo. Dijo que no sabía nada, nada de nada, en un tono de desaliento veteado repentinamente de impaciencia que cerraba la entrada a más preguntas. Hasta hace poco, cuando no andaba por el aire, vivía por Chamberí en el piso de un amigo suyo que se dedica al cine. Yo no lo conozco. Encarna dice que es muy guapo y que Amelia está enamorada como una loca, a estilo antiguo. Pero, según parece, ahora no están en buenas relaciones, lo de siempre, los celos. También me lo ha contado Encarna.

Me puse a recoger la mesa, que estaba hecha un verdadero lío. No quería que se me perdieran los triángulos de espejo y los metí en un sobre.

—¿Hay algo de comer? —preguntó Amelia—. Estoy un poco harta de comidas de plástico y zumo sintético de naranja.

—Voy a ver. Tú quédate ahí relajadita, que ahora te aviso. ¡Qué gusto que hayas venido!

Fui a la cocina. Daría, la asistenta, había tenido que ir al médico porque anda algo pachucha. Me puse a recalentar una cazuelita de bacalao a la gallega que había sobrado de ayer, y estaba empezando a sacar ingredientes para preparar una ensalada imaginativa cuando oí los pasos de Amelia por el pasillo. Asomó la cabeza. Llevaba unas prendas de ropa al hombro.

—Pon la mesa en la cocina, mamá. Me voy a dar una ducha y a cambiarme, a ver si me despejo. ¿Puedo usar El Escorial?

—Sí, claro. Tienes toallas limpias en el vestidor, en un mueble nuevo que verás a la derecha. Y si traes ropa sucia, déjala en el cuartito de la lavadora.

Enseguida supe que el motivo más urgente de su excursión hacia el fondo de la casa había sido el de llamar por teléfono sin testigos. El aparato que hay sobre la mesilla de nuestro dormitorio está conectado con el del office, y repercuten aquí con un tintineo amortiguado los giros que desde allí se van imprimiendo a la ruedecita para marcar los números. Gran Jefe Indio dejar de atender recogida hortalizas y quedarse a la escucha. Venían como de muy lejos los acordes de aquel tam-tam, sonaban espaciados, reflejando la indecisión del dedo que los dirigía. Marcó cinco veces y luego, tras una breve pausa, se percibió una vibración más seca. Había colgado. No resistía la prueba.

Abandoné mis tareas culinarias y me senté de codos en la mesa, con los ojos fijos en el teléfono blanco colgado en la pared del office, en un estado de total concentración. El corazón había empezado a latirme más deprisa, igual que cuando estoy viendo una película y se avecina una escena de esas que permiten el desdoblamiento del espectador, que le brindan una identificación absoluta con el protagonista. No sólo sabía lo que iba a pasar, sino que lo estaba orquestando yo desde mi asiento, dependía de mí, porque yo era ella.

Ahora necesita recuperar confianza y va hacia el espejo del armario de luna, que le devuelve la mirada soñadora y llena de deseo. Se empieza a quitar el vestido, las medias, los zapatos, todo muy lentamente. «Me gusta ver cómo te desnudas» dice una voz a sus espaldas. El espectador sabe que es una voz en off, porque no hay nadie, pero ella se acaricia los hombros y responde pronunciando un nombre casi imperceptible, secreto. Y, por supuesto, susceptible de transformación según las resonancias internas de cada cual. Guillermo-Guillermo-Guillermo. Se tumba en la cama y enciende un pitillo. «Atrévete —me digo a mí misma—, atrévete» y del desván de la memoria surge una combinación de siete cifras invulnerable a la destrucción. Desde que empecé a luchar contra la tentación de usarla, se me quedó grabada a fuego, a medida que cada número, antes marcado con descuido y naturalidad, se iba convirtiendo en una cicatriz, en un paso hacia el abismo. No sabemos lo que es respirar hasta que la respiración se vuelve dificultosa. Anda, llama otra vez, atrévete.

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