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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (45 page)

Me está entrando sueño, Sofía, y nos espera un día intenso. Acabo de poner el despertador a las siete, porque a y cuarto viene el taxi que me va a llevar a buscarte a Cádiz. No parezco ni hermana de la de ayer, es increíble que pueda sentirme tan feliz. Pero estoy rota. Voy a ver si duermo unas horitas para recibirte en forma.

Hasta luego, mi buen Per Abat. Tu amiga

Mariana

XVII. PERSISTENCIA DE LA MEMORIA

Me he despertado contra la madrugada, con mucho dolor de cabeza, escalofríos y la boca seca. Creo que es la sed, una sed rabiosa, lo que me ha despertado. No tenía a nadie conmigo ni sabía dónde estaba, pero un residuo de intuición, tal vez epílogo de un sueño obturado, me inducía a pensar, cuando me tiré a oscuras de la cama, que pisaba terreno no enemigo. Pero no, no es de una cama de donde he saltado, sino desde una barca en la que me habían metido a la fuerza —es agradable, a pesar de la sensación de peligro, haber aprendido a nadar de repente con tanta precisión y sin hacer ruido alguno—, era de noche, estoy empapada y tirito de frío al llegar a esta orilla confusa. Nadaba con la cabeza dentro del agua, pero oía el «chop chop» del largo remo que entraba y salía acompasadamente impulsando a la barca, alejándola de mí, una barca sólida y cuadrada con su remero de pie en la proa, hierático, vestido de oscuro, y las ropas toscas a modo de sayal. No me ha oído escapar o ha fingido que no se daba cuenta.

Palpo las paredes, avanzo con cautela y me tropiezo con una superficie vagamente familiar, tacto de madera, barrotes torneados con pirulís de remate, no llega al suelo, contiene libros, papeles que sobresalen y otros objetos de naturaleza dispar aglomerados delante, casi al filo del vacío. Uno de ellos acaba de caerse al pasar yo la mano y se ha estrellado contra las baldosas, ruido de frasco roto, tal vez un tintero, ¿habré despertado a alguien? No encuentro el interruptor de la luz, no lo hay, ¡qué raro!, o por lo menos no está donde yo lo busco, un gesto automático, orientado por la experiencia de infinitas repeticiones.

Salgo al pasillo a oscuras. Cuento los pasos hasta la puerta siguiente, luego desde ésa hasta la otra, y hasta la otra. Las distancias coinciden con la geografía de tanteo aproximativo que se va dibujando en mi interior, como un mapa de rectificaciones superpuestas. Pero falla lo que se tenía por infalible, lo primero que inventó Dios al hacer el mundo para que se pudieran ver las cosas que tenía pensado inventar luego:
fiat lux
. A veces me preguntaba, siendo niña, si esa orden divina iría acompañada del gesto maquinal que ahora ensayo en vano, es decir si habría interruptores o cosa similar en la época del Génesis, aquí evidentemente no los hay, aunque nada puede ser evidente del todo cuando no se ve. ¿Me habré equivocado de casa?

Después de la tercera puerta ya no se puede seguir, hay un muro. Claro, eso es lo que se tapió para partir en dos el piso, con lo cual volvió a su antiguo ser, el que ya tuvo en vida de mis suegros, si bien con ciertos cambios de fisonomía, un ser dividido en derecha e izquierda. «Como todos, mamá, no hay que darle vueltas, mejor aceptar esa división elemental que volverse uno esquizofrénico» bromeaba mi hijo Santi, que gracias a Dios hace tiempo dio de lado a su sarampión comunista. Él fue quien vino de Houston a la muerte de su padre y se encargó de todo (¿para qué quería yo ahora un piso tan grande?), quien dirigió las obras de reforma y volvió a dar vida a aquellas habitaciones medio condenadas, separadas del resto por una gruesa cortina. Era bastante sitio el que había desaprovechado —unos noventa metros cuadrados, dijo Santi—, foco de cucarachas y de almacenar trastos: la cocina vieja de chapa con una especie de office, la carbonera, la despensa y un baño con bañera de patas, como de película de terror, donde él a veces, de joven, revelaba fotografías. «El reino de los murdos» lo llamaba su hermana siendo niña, y se encogía de hombros cuando— le preguntábamos su padre o yo quiénes eran los murdos aquéllos; hacía un gesto hacia arriba, hacia los desconchados del techo, como si los dedos le volaran. «Pues se acabó el reino de los murdos, mamá, sale un apartamento precioso, ya lo verás, todo lo que era antes el cuarto izquierda según los planos, y además tú no te tienes que ocupar de nada, déjalo de mi cuenta, te lo quitarán de las manos» y yo que lo consultara con su hermana. Pero a ella le daba igual. «Quitar y poner, en eso consiste todo, ¡qué afanes tan inútiles! —dijo con aquella sonrisa suya como distante, como separada de las cosas del mundo—, nos pasamos la vida quitando y poniendo, y total para qué.» Y sus hijos, buena gana de pedirles parecer a sus hijos. Estaban en la edad de la protesta, sobre todo los dos mayores, de soñar aventuras contra corriente, de rechazar la sociedad de consumo, y encima con un padre que empezaba a ganar dinero a espuertas, y que no se metió en nada, ésa es la verdad, ¿un piso por Lagasca?, allá penas. «Además, mamá —dijo Santi—, no teniendo hijos como yo no tengo, ni los pienso tener, porque bueno está el mundo, pues luego el día de mañana con el cuarto derecha tú haces lo que se te antoje, se lo dejas en el testamento a los hijos de Sofía y en paz. Pero el cuarto izquierda corre de mi cuenta.» Y él se ocupó de todo, de modernizar el reino de los murdos, el despacho, la alcoba grande y el salón del biombo, de volver a levantar el muro que antaño separaba las dos casas, de vender bien la de la izquierda y de colocarme el dinero en condiciones ventajosas para que yo tuviera desahogo económico. «Aunque, mientras yo viva, mamá, tú nunca pasarás apuros, faltaría más —me seguía escribiendo luego en las cartas que llegaban desde América—, te pago el pasaje cuando quieras venirme a ver.» Pero yo siempre he sido perezosa, lo iba demorando de un año para otro. «No quiero que te mueras sin conocer América» lo dejé con las ganas, ¿qué se me había perdido en América a mí? «Si te casas, bueno, entonces te prometo ir a la boda» le decía por carta o por teléfono. Porque ya al final hasta resignada estaba a que se casara con una yanqui aunque fuera rusa o judía. Y él siempre contestaba que mi viaje qué tenía que ver, que eso era hacer chantaje. A saber si se habrá casado ahora, con aquel carretón de biólogo, reclamado por las mejores universidades, siempre becas y tan buena planta, hay cosas que no entiendo.

Lo de dividir la casa y vender la otra parte lo sentí sobre todo por el salón del biombo, «¿Pero para qué lo hubieras querido si ahora no recibes a nadie?» y en eso llevaban razón, y también en que todo estaba más a mano y era más fácil de limpiar. Pero no sé, le tenía cariño al salón del biombo, era la habitación más luminosa, me gustaba atisbar a la gente pasando por la calle, con sus penas, con sus paquetes, con su frío y sus prisas, y yo a salvo de asuntos que no iban a salpicarme ni a meterme en líos, como cuando vas al teatro, sentada a la camilla, cosiendo junto al mirador. Nunca fui sociable como mi marido. Los amigos a casa los trajeron Santi y él, los hombres; ella, menos. No sé si porque en el fondo se parecía a mí más de lo que cree o porque tenía miedo de que yo fiscalizara sus amistades, cosa que, conociéndome, era natural, sólo venía aquella chica tan guapa del doctor León, pero luego riñeron, no me acuerdo por qué. Y tampoco dio tiempo a que cambiáramos ni ella ni yo, a que se rompiera el hielo entre nosotras, se casó tan pronto, demasiado pronto. Claro, como pasó lo que pasó. Y luego en la educación de los chicos tampoco andábamos de acuerdo, que eso lo hablaba yo con su marido, los dejaba demasiada libertad.

De ese muro para allá no sé nada, ni me importa. Nunca quise conocer a los vecinos que compraron el apartamento, extranjeros con un niño, me los encontraba a veces en el ascensor y los saludaba con sequedad, sin darles pie a la confianza, nunca me ha gustado dar confianza a los desconocidos. «Claro que así ¿cómo vas a conocer a nadie? —me decía ella—, te pasarás la vida entre desconocidos.» Nos compraron también algunos muebles, puede que ya no estén los mismos, que hayan revendido el piso, me trae sin cuidado. Lo que no me da igual es irme sin saber quién vive aquí ahora, en esta parte de la derecha.

Palpo el muro, doy la vuelta y sigo por el otro lado, como cuando se cambia de acera para explorar los escaparates de enfrente. Un pequeño entrante y un dato inconfundible: la puerta de dos hojas que se abre sin pestillo, simplemente empujando con el pie, y da acceso a las dependencias del reino que tuve por mío de forma más contundente, tal vez porque entre todos fomentaron en mí esa convicción: el reino de la cocina y sus aledaños. Paso de largo con cierto sabor de ceniza en la boca, me amarga todo aquello, ¿quién me lo iba a decir?, me amarga mucho. Se me despeñan en alud inconcreto Navidades, cumpleaños, primeras comuniones, comidas dominicales y meriendas-cena para algún compromiso de él, de aquellas que no sabías si servirlas en el comedor con mantel de encaje y la vajilla buena, en plan de sentarse, o siguiendo el estilo más informal, que progresivamente se fue imponiendo, de que cada cual se sirviera lo que le diera la gana, y luego lo tomaran sentados o de pie, según; en el fondo, a mí eso me daba más trabajo, lo controlaba peor. «Pues como prefieras —me decía él, últimamente cada vez más distraído, más ajeno a mis dificultades de adaptación social—, de todas maneras te saldrá bien, eso a tu gusto, Encarna» como dando por hecho que yo ponía algún gusto o ilusión en pasarme un día entero en la cocina y vestirme luego con el tiempo justo para salir a sonreír a matrimonios borrosos y a darles las gracias si traían una botella o una caja de bombones, y enfrentarme sin remisión posible, mientras seguía pendiente de pasar bandejas y rellenar copas, a aquellas mujeres con las que había que conversar a la fuerza sobre temas sin fuste, mientras ellos discutían de sus negocios, mujeres que no dejaban huella, igual que no la dejaría yo cuando iba a sus casas con mi botella o mi caja de bombones, y por las que nunca sentí simpatía, piedad ni curiosidad alguna, como no las sentía tampoco por mí misma, tan idéntica a ellas, tan resentida, tan sola. Una vez, hablando con mi nieta mayor del egoísmo, me dijo ella que lo peor del egoísta es que no se quiere nada a él mismo, aunque se haya venido diciendo siempre lo contrario, y es por eso incapaz de querer a los otros, porque de donde no hay no se puede sacar. Me trajo algunos libros de psicología que trataban de esas cuestiones, pero a mí me gustaba mucho más que me las explicara ella de palabra, me entraba mejor todo, ya me lo decía Adela: «Es su ojito derecho, señora» y cómo no lo iba a ser. Jamás me ha dado nadie tan buena conversación, con aquella voz dulce, persuasiva y sincera que te llegaba directamente al alma, y mira que es difícil a mí llegarme al alma, mirándole a uno siempre a los ojos; a nadie he querido tanto como a Encarnita, ni siquiera a mis hijos, y la echaba de menos cuando tardaba en venir a verme, en venir espontáneamente, me refiero, sin avisar, porque pasaba cerca y le apetecía subir a echar un párrafo conmigo, no forzada por aquellas exigencias del calendario de las que luego a veces me quejaba. «Pero esa lealtad al calendario eres tú la primera en exigirla, yaya, y en hacérnosla respetar como una ley, no me digas que no. ¿A que si un domingo nos saltamos Amelia, Lorenzo o yo la famosa comida de los domingos te lo tomas a mal?» Y tenía que darle la razón, no podía por menos, y hasta a Sartre, con lo poco que me gustó a mí siempre todo lo que llegaba de Francia y menos el existencialismo. Pero aquello que tanto repetía Encarnita de que «somos semivíctimas y semicómplices de lo que nos pasa» era, por lo visto, una frase de Sartre y yo me la aprendí de memoria, porque en eso, hay que reconocerlo, tenía más razón que un santo, por muy bizco y ateo y antipático que fuera, vamos, que no era precisamente santo de mi devoción, amigos él y su querida de Sofía Montalvo bis, la primita de marras, menuda pájara, Dios la tenga en su gloria, que no creo, yo nunca la tragué. Pues sí, semicómplice, pero no lo podía remediar. A medida que fueron pasando los años, con aquello de las comidas del domingo los traía mártires a todos, pero mucho más a ella que a sus hijos, porque se siguió defendiendo siempre mal de mis controles, aunque operaran a distancia. Era yo, con mis suspiros y mis impertinentes miradas al reloj, quien la hacía sentirse culpable de que tardaran en venir los chicos, o de que llegaran sin apetito porque habían estado tomando tapas por ahí con los amigos, o de que llamaran a última hora poniendo un pretexto, lo natural, porque venían forzados, deseando escapar, sin esperar a veces ni siquiera al café, y estaban aburridos de mis quejas monótonas, que se pasa el arroz, eso se avisa con tiempo, ¿no?, ¡dichosos amigos!, ¿qué os darán los amigos?, ni que vinierais al patíbulo, y aburrida ella más que ninguno de templar gaitas, de tener que sacar la cara por ellos, de sentirse acusada, de cargar con mi sempiterna amargura, con mi servidumbre al reloj y a las fechas, era la que más sufría. Yo me daba cuenta y ella notaba que me daba cuenta, y mentía y trataba de sonreír y hasta echaba mano de la hojarasca de los tópicos que odió desde pequeña ferozmente, de los comentarios de emergencia sobre el tiempo, algún suceso del periódico o problemas domésticos, de fontanería sobre todo, a la pobre la traían frita los fontaneros, tapaderas de vacío, frases que daba igual decir que no decir. Y a mí se me clavaba, al mirarla, una especie de remordimiento que me negaba a analizar, porque se mezclaba con el gusto de tenerla en un puño, y yo sabía que en eso estaba el freno que me impedía ofrecerle refugio en mis brazos, fundir el hielo de los viejos rencores, tal vez era ya tarde para eso. Y ella, la verdad, tampoco ponía nada de su parte, ni daba un solo paso para acortar distancias, se le había ido poniendo una cara tan mala en los últimos tiempos, siempre tensa, distraída, a la defensiva, incapaz de disimular su sensación de fracaso, menos la última vez que la vi, recién llegada de Londres ella, aquella tarde estaba muy guapa y como rejuvenecida.

Siguen las puertas, tres más hasta la principal, forrada de damasco, la primera que me encuentro cerrada, porque las demás estaban abiertas o entreabiertas, menos la de dos hojas, claro, que ésa es de vaivén. Y me he dicho al pasar: tiene que vivir gente aquí, y son de los que no cierran las puertas, como decía mi abuelo, «se ve que no os habéis educado en colegio de frailes» una frase trasnochada que ya a nadie le haría gracia, ni a nosotros siquiera entonces nos la hacía, de esas que ríe de entrada el adulto que las pronuncia y luego le siguen la corriente sin convicción los niños, por puro contagio, por cumplir. Y sin embargo, se te quedan clavadas de por vida y hasta más allá de la vida, se te agarran a los sesos como una lapa, perviven dando vueltas dentro de tu calavera. Me gustaría barrer todas esas frases banales, inútil hojarasca de noviembre, cargarlas amontonadas en un camión y echarlas al fuego, aunque la mitad de mi propia historia se quemara con ellas, pero es imposible. Hasta la puerta del baño entreabierta, ¿a quién se le ocurre?, desde luego no se han educado en colegio de frailes. Me he parado en el quicio de alguna de ellas, aguzando el oído, venteando el aire y con ganas de entrar, pero no me he decidido, me detiene un encogimiento, una especie de resquemor, igual me encuentro con algo que no me gusta. «No te gusta porque es desconocido, distinto, y para ti lo distinto siempre es malo o peor, mamá, te has pasado la vida poniéndote en lo peor, cargada de razón, sin fiarte de nadie que no pensara exactamente igual que tú.» Pues sí, ésa es la pura verdad, y también que me he resistido a las nuevas amistades y a dar ningún paso para recuperar las que iba perdiendo, así llegué al final, más sola que la una, y ahora lo siento, hija, pero son maneras de ser. En este momento sólo querría que pudieras oírme, no tanto para que me disculparas como para que, al mirarte en este espejo ya sin lustre, decidieras firmemente hacer lo que sea para no acabar como yo, porque con los años uno se va pareciendo sin querer a sus padres, más todavía en los defectos que en las cosas buenas. Pero lo que más me gustaría de todo sería borrarte los remordimientos, si es que te quedó alguno.

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