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Authors: María de la Pau Janer

Tags: #Drama, Romántico

Pasiones romanas (32 page)

Era sábado por la mañana. Unos operarios llenaron la furgoneta con sus pertenencias. Los libros, la ropa, las fotografías, un mueble de madera, que le había regalado Matilde. Compró toallas de algodón, sábanas de hilo. Una colcha que le recordaba las de ganchillo de Mallorca. Copas de cristal y platos con una guirnalda de flores. Era como si hubiera preparado un pequeño ajuar para una mujer sola. Había jabón perfumado, estanterías de madera, cajas sin abrir. No obstante, estaba lejos de dar sensación de anarquía, porque a ella le gustaba el orden. Pasó el fin de semana arreglándolo todo, con la sensación de ir ganando terreno al vacío. Trabajaba hasta la noche, con una intensidad que era la consecuencia de su despertar a la vida. Al atardecer, Gabriele iba para echarle una mano. Cenaban un plato de pasta en el restaurante de la esquina. Cuando hablaban, él se dejaba contagiar por su entusiasmo. La mirada de Dana no tenía nada que ver con aquellos ojos tristes que descubrieron el Trastevere. Había recobrado la vida perdida, en un proceso que ella misma no habría sabido describir. Mientras compartían la comida y el vino, se propuso hacer tabla rasa del pasado.

Recorría la via del Gesù, hasta la piazza della Minerva. Tenía que pasar por la calle que da al Panteón. A la izquierda, estaba la librería. Era un camino corto, un paseo desde el piso al trabajo. La distancia le permitía entretenerse en sus pensamientos, observar a la gente. El primer lunes, después del traslado, fue a buscar al hombre de la camisa amarilla. Tenía ganas de contarle que había encontrado una casa llena de luz, que estaba contenta. Le halló concentrado en el movimiento de sus manos, transformadas en marionetas. La música marcaba ritmos de fiesta, divertidos. Se quedó de pie frente a él, mientras le observaba. Había llegado a aprenderse de memoria los movimientos que hacía. Conocía muy bien el contraste entre la agilidad de los dedos y la rigidez del rostro. Estaba segura de que se alegraría cuando pudiera decirle que vivía en una plaza. Le miró fijamente, decidida a esperar cualquier instante de distracción para hablarle. La dominaba la impaciencia. No pasó mucho tiempo hasta que se acabó la canción. En la pausa, levantó los ojos. Se miraron. Habría querido decirle muchas cosas, agradecerle su compañía.

Nunca se habían dicho nada. Lo pensó, cuando estaba a punto de pronunciar una frase que en seguida olvidó. Ni siquiera sabía su nombre, ¿cómo podía hacerle cómplice de su vida? Le había intuido muy próximo. Ahora se preguntaba si le había imaginado, si había sido una invención de la mente que no se resignaba a la soledad. ¿Habían existido los gestos compartidos, las miradas que acercan sin palabras? Lo dudó, mientras se imponía el miedo al ridículo. Era un simple titiritero de calle. Tenía gracia y nada más. Quién sabe adónde iba y de dónde venía. Como ella misma, quizá había recorrido caminos inciertos. Debía de llevar a la espalda el peso de la vida vivida. Todo eso que no compartimos con desconocidos. Le miró de nuevo, insegura. Si le hablaba, podría reaccionar con extrañeza; interpretar mal el gesto de aproximación, que había estado a punto de esbozar. «No es nadie», pensó. Sólo un hombre de camisa amarilla a quien había observado docenas de veces, que le había iluminado la existencia, en una época oscura de su vida. Había sido el motivo que le ayudaba a no sentirse sola. Descubrirlo había sido como tener una cita con alguien con quien nos gusta encontrarnos. Constataba que nunca había habido ninguna cita. Eran encuentros casuales que ella propiciaba. Se volvió y empezó a andar hacia la librería. Tenía la sensación de haber exagerado un hecho sin importancia, de haberse inventado un vínculo que no existía. Avanzó unos pasos, conteniendo el impulso de volverse. Mientras se alejaba, la mirada del titiritero se perdía en cada uno de sus movimientos.

Cuando habían pasado algunas semanas desde la mudanza, Matilde fue a visitarla al trabajo. No se sorprendió al verla. Supuso que echaba de menos las conversaciones en la pensión. Ella también sentía un poco de nostalgia. Tenía que adaptarse a un espacio que no compartía con nadie, después de vivir en un escenario habitado por muchas figuras. Al verla entrar sonrió. Llevaba los cabellos rubios bien peinados, una falda azul celeste, las uñas pintadas. A pesar de su aspecto, parecía afligida. Se preguntó si estaría enferma, porque unas marcadas ojeras rodeaban sus ojos. No estaba acostumbrada a aquel aire triste, y se preocupó. Salió a recibirla:

—¿Te encuentras bien, Matilde?

—No mucho. He venido porque no sabía adónde ir. No querría molestarte.

—De ninguna forma. Tengo un día tranquilo. No hay demasiado jaleo y me encanta verte. Dime, ¿ha sucedido algo?

—Ocurren hechos extraños. Lo había olvidado, mientras me esforzaba por tener una vida tranquila. Lo tendría que recordar siempre: las calmas nunca son definitivas.

—Me preocupas. ¿Qué te pasa?

—Hay cartas que se pierden. Parece mentira, en nuestros tiempos, cuando la gente se comunica con una facilidad prodigiosa. Ya me entiendes, todo eso de los e-mails y de las llamadas al otro extremo del planeta.

—¿Qué quieres decirme? ¿Has perdido una carta?

—Cuesta creerlo, pero es la verdad. ¿Te imaginas cuántas cartas deben de extraviarse por el mundo? ¿Una todos los días? ¿Millones? No sé por qué me tenía que pasar a mí.

—Me da la sensación de que desvarías. Habla claro. Tenías que recibir una carta, pero se perdió.

—Sí. La mandó a la dirección de la pensión. Es una dirección fácil, si la escribes con buena caligrafía. El cartero del Trastevere es un hombre eficiente. Hace años que le conozco.

—¿Fue el cartero quien la perdió?

—Dice que la encontró por casualidad. Tenía las letras del sobre borrosas, como si las hubiera mojado la lluvia. No se leía bien mi nombre. En la pensión, rodó por muchas manos.

—¿Nadie pensó en enseñártela? Tú vives siempre allí.

—No la he visto hasta hoy. Hace casi seis meses que la mandó. ¿Has pensado cuántos días son? ¿Cuántos días de espera?

—Una larga espera.

—Sí. Días y noches sin respuesta. ¿Qué puedo hacer? Sé que no es culpa mía, pero me siento culpable. Mi cabeza no para de dar vueltas a la misma idea. Me pregunto cómo ha podido suceder.

—¿De quién era la carta, Matilde?

—Era de María, la amiga de siempre. Habíamos crecido en el mismo barrio: la niñez, la adolescencia, la juventud. Tiene un puesto de fruta en el mercado. Ya te lo conté.

—Me acuerdo. Me dijiste que te había comprado el billete para que viajases a Roma.

—Sí. ¿Qué puedo hacer?

—Tranquilízate y cuéntame qué dice la carta.

—Me pide que vaya. Dice que me necesita. Es la carta de una persona desesperada.

Había observado la transformación de Matilde. Mientras hablaba, su rostro palidecía. Se imaginó un cuadro cuyos colores el pintor ha puesto sobre un fondo blanco. Con el tiempo, las tonalidades se difuminan, se pierden como si hubieran soportado las inclemencias de todos los inviernos. La tela parece desnuda. Abrazó sus frágiles hombros. La acompañó afuera. Salieron de la librería, mientras la guiaba entre la gente que se movía por la plaza. Con movimientos firmes, la sentó a la mesa de un café. Le pidió una infusión de tila que le obligó a beberse, como si fuera un niño. Le acarició una mejilla con un gesto instintivo, mientras se preguntaba qué habría hecho sin su compañía. Verla indecisa, perdida, le resultaba extraño. Le despertaba un sentimiento de ternura que habría querido expresarle sin reservas. Podía entenderla. Matilde era incondicional en los afectos. Se desvivía por la gente que quería. Lo hacía con una naturalidad que no admitía réplicas, que rehuía las muestras de gratitud. Lo había comprobado a menudo. Admiraba la intensidad con que participaba en la vida de los demás, cómo sabía implicarse en los problemas sin resultar nunca inoportuna. Ahora comprendía su padecimiento. Se sentía culpable de no haber intuido que la necesitaban. Le apretó las manos y le preguntó:

—¿Te encuentras mejor?

—Estoy preocupada.

—¿Qué le pasa a María?

—Su marido la ha dejado por otra mujer.

Se hizo un silencio. Dana pensó que la vida es complicada, que se parece a un caballo salvaje. Las embestidas y los galopes, las caídas. Nadie puede escaparse. Miró a la gente que pasaba por la calle. Seguir el movimiento de los demás resultaba tranquilizador. Ellas permanecían quietas, calladas, mientras el mundo iba deprisa. Un poco más lejos, al otro extremo de la plaza, adivinaba una camisa amarilla. Tuvo la tentación de ir hasta allí. Dejar a Matilde en el bar y ponerse frente al titiritero. Observar cómo movía los dedos, con la determinación que había envidiado antes, cuando ella no podía hacer un solo movimiento sin sentir un peso infinito en los brazos, en las piernas, en el corazón.

María había sido una mujer satisfecha de la vida. Habitaba un plácido universo que de pronto se rompió. «¿Debe de ser que sólo nos corresponden unas dosis de felicidad?», se preguntó Matilde, furiosa, al leer la carta. María había tenido la osadía de vivir contenta. Quién sabe si había agotado las horas felices que le habían asignado, en un extraño reparto. Disfrutaba con las cosas pequeñas, con la cotidianeidad conocida: el trabajo en el puesto de frutas del mercado, las conversaciones con la gente. Amaba a su marido, a quien había dedicado su existencia. Le echaba de menos todas las noches, cuando todavía no había regresado a casa. Le esperaba impaciente, mirando por la ventana de la cocina, mientras preparaba la cena. Un plato de legumbres o de verduras, un trozo de carne o de pescado. Por la noche, se dormía mirándole. Le velaba el sueño. Elegía sus camisas, y se las planchaba con esmero. Le compraba una colonia que olía a verano.

Fueron los olores. Descubrió que la engañaba a través del olfato. En la piel de su marido se produjo un proceso de transformación. El perfume conocido se mezclaba con un aroma nuevo que no conseguía identificar. Aireaba las sábanas, metía flores secas en los armarios, le lavaba la ropa. Intentaba imponer los propios olores a aquellos otros extraños. Emprendió una batalla que intuía difícil, pero que no quería perder. El olor al otro cuerpo fue ocupando un lugar en la cama, en la casa. Mucho antes de que se lo dijera, ella lo había sabido. No se puede cerrar los ojos a los olores, ignorarlos. Se despertaba y se dormía con la percepción de aquella presencia. Cuando el marido entraba en la casa, no llegaba solo; con él llegaba el olor a una mujer que María imaginaba. Inventaba rostros, nombres. No le hizo ninguna pregunta, pero su carácter cambió. Se volvió desconfiada. Le vigilaba, con la tristeza en la mirada. En el mercado, se acabaron las tertulias. Vivía esperando una señal, un indicio de lo que iba a suceder. Cuando él se marchó, el mundo se oscureció. Habría preferido morirse. Pasaron seis meses hasta que Matilde recibió la carta. Mucho tiempo sin respuesta, un largo silencio. Le pedía que volviera a Mallorca. En la piazza Navona, Matilde comentó:

—Es como si la hubieran abandonado dos veces: el marido y la amiga.

—No es cierto. ¿Has hablado con ella?

—He intentado comunicarme, inútilmente.

—¿Inútilmente?

—Sí, nadie me coge el teléfono.

Los primeros meses en el piso de la piazza della Pigna significaron un proceso de adaptación. Superada la euforia inicial, la satisfacción de tener un espacio propio, llegaron las dudas, los cambios en su estado de ánimo. No había descubierto hasta qué punto el ambiente de la pensión le hacía compañía. Acostumbrada a la presencia de personas que vivían allí sin importunarla, ahora le costaba acostumbrarse a la soledad. Algunas mañanas se despertaba de buen humor. Pensaba en todo lo que había encontrado en Roma. Estaba contenta porque tenía un trabajo que le gustaba, una amiga como Matilde, un enamorado paciente. Otros días, los pensamientos tristes le amargaban la vida. No era sencillo aprender a estar sola. La calma parecía una meta difícil de alcanzar, que exigía esfuerzos.

Si se levantaba contenta, iba al mercado de la piazza delle Coppelle. Era un espacio entre edificios de ladrillo gris volcánico. Llegaba andando, porque estaba a pocos minutos de su casa. En un ángulo, la imagen de una Virgen María con un niño en la falda, sentado sobre un cojín, se escondía tras el manto de la Madonna. Cerca de las dos figuras, una mesa pintada con fruta y verdura. Había ruido de conversaciones, ajetreo de gente. Dana llenaba una cesta de huevos, de patatas, de alcachofas. Elegía los mejores quesos. Hablaba con los vendedores, que le preguntaban de dónde era. Les respondía que había llegado de lejos. Volvía a casa llena de palabras y vaciaba la bolsa en la mesa de la cocina. Después se iba en seguida, porque no quería llegar tarde al trabajo.

Cuando estaba triste, era incapaz de abandonar las sábanas. Con las persianas bajadas, hundía la cabeza en la almohada. La pereza se apoderaba de su cuerpo. Sentía el peso de las piernas. Pensaba que habría sido agradable desaparecer del mundo, irse a un lugar donde nadie pudiera encontrarla. Pasaban los minutos, lentísimos. La claridad que intuía por las rendijas de la ventana la advertía: era la hora de partir. Haciendo un esfuerzo, se duchaba y se vestía. Iba a trabajar como quien va a cumplir una condena. Al principio, los días grises se superponían a los días luminosos. Poco a poco, los segundos fueron ganando la partida. A medida que pasaban las semanas, se hacían más frecuentes las visitas al mercado.

Una noche, cuando todavía no había conciliado el sueño, sonó el timbre de la puerta. Como no esperaba visitas, se extrañó. Era tarde y no había movimiento en la plaza. Desde la ventana de su habitación, podía percibir la calma de fuera. Se levantó de la cama, descalza. Se puso un batín, mientras observaba de reojo su rostro adormilado en un espejo. Al día siguiente tenía que trabajar. Se había acostado temprano para vencer la pereza de madrugar. Se preguntaba quién podía ser. ¿Algún vecino que necesitaba ayuda? No se relacionaba con demasiadas personas del edificio, pero siempre tenía una palabra amable para todo el mundo. No se paraba a contar su vida, ni a interesarse por la de los demás. Era celosa de su propia intimidad, del pequeño muro que había sabido construirse. Aun así, mantenía las formas.

Era Gabriele. Sonreía, apoyado en el marco de la puerta. Le sonrió ella también, contagiada por la felicidad que él expresaba. No pudo evitar la pregunta:

—¿Qué haces aquí, a estas horas? Creía que mañana tenías que madrugar, que te marchabas a Londres.

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