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Authors: Juan Ernesto Artuñedo

Peluche (30 page)

—Son Paco y Paco —nos dice

Isma se levanta de un salto. Satur y yo nos vestimos rápido. Pablo entra en el aseo. Sale. Entramos nosotros. Abrimos. Entrando Paco y Paco. Uno gordo, el otro casi no cabe por la puerta.

—Qué calor hace aquí —dice el más delgado

—¿Queréis algo? —pregunta Isma

—Yo zumo de piña. ¿Tú qué quieres, rey? —le pregunta al más gordo

—Cerveza

—Ahora os traigo

Isma ordena la mesita. Lleva la peluca en la mano y carmín en los labios.

—Ya voy yo —le digo

—Gracias

Salimos los dos. Le hago una seña en los labios. Isma hacia el baño y yo a la cocina. Busco en la nevera el zumo de piña y la cerveza. Salgo. Rápido.

—Llevamos toda la tarde tirados —les dice Pablo—, os presento, este es Lucas, un amigo de Satur, Paco y Paco

—Encantado —les digo con dos besos a cada uno

Entra Isma.

—Sentaros chicos —les dice a ambos

—No sé si cabremos todos —el del zumo

—Ahora traigo una silla

—No te preocupes —le digo a Isma—, me siento aquí

—Como quieras. Bueno, ¿qué os trae por aquí? Anoche no vinisteis a La Cueva

—Nada —contesta el más delgado—, es que a última hora...

Miro al otro. Me hace una mirada perdida y bebe cerveza.

—...y vosotros, qué tal, ¿mucha fiesta?

—Sí —dice Isma

—Perdonar —interrumpe Satur—, pero nosotros nos tenemos que ir

—¿Ya? —pregunta el de la cerveza—, pero si acabamos de llegar

—Nos vemos esta noche, ¿vendréis, no?

—Sí, esta noche sí

—¿Estás bien? —le pregunta Isma a Satur en voz baja

—Sí, es que me quiero cambiar, nos vemos después de cenar

Nos volvemos a besar. Me pongo nervioso al llegar a Paco el más gordo. Mirada receptiva. Sonrisa. Me besa en la cara. Me separo y vuelve a sonreír. Está diciéndome tantas cosas sin hablar que no llego a comprender nada. Me dejo llevar. Vuelve a estar ahí, en su cara, lo que vi en Pablo, mi universal. La cerveza cae al suelo. La recojo antes de que salga espuma y bebo en un acto reflejo. Al subir la mirada veo algo blanco en la espalda de Paco. Le doy la cerveza. Me roza con los dedos. Cojo la mochila. Nos despedimos. Me alejo del centro de mi universo. Un beso cariñoso de despedida a Pablo y a Isma. Les doy las gracias por todo. Satur y yo bajando por el ascensor. Salimos a la calle. El sol de media tarde me despeja la duda. Eran las alas.

—...cambiaré de ropa —me dice Satur

—¿Dónde vives?

—Aquí cerca

—Satur

—¿Qué?

—Me tengo que ir ya

—Lo sé

—¿Desde cuándo?

—Ya hace rato que estás lejos de aquí

—Gracias por todo

Me abraza. Lloro como una magdalena. Tengo miedo. Me coge de la mano. Como un niño pequeño. Llegamos a casa. Subimos ascensor. En silencio. Entramos. Dejo la mochila en el suelo. Me mira. Lloro. Me lleva en brazos hasta su cama. Le bajo la cremallera y se la chupo. Nos corremos. Nos duchamos juntos. Fresquita. Acariciándonos el cuerpo. Volvemos a ser uno. Y muchas partes. Y follando otra vez uno. Satur sale del baño. Lloro frente al espejo. Me visto. Cenamos. Pongo la radio. Suena
Espectáculo
de Iván Ferreiro. Hablamos. Me cuenta que desde hace tiempo queda con dos chicos. Sin compromisos. Para follar. Uno de ellos mayor, cincuenta y pico. El otro de treinta. Le pregunto por el físico. Me da largas. Me siento estúpido. Continúa. Que al mayor lo conoce desde la movida de los ochenta. Que son muy buenos amigos. Que si no liga uno o el otro, acaban los dos en la cama. Y se cuentan. Y recuerdan. Y se sientan los dos en un garito y se les hacen las mil. Que tienen muchas cosas en común. Que cada uno de ellos ha llevado una vida diferente. Que se ve que Carlos estuvo casado. Que ahora sale con un chico de Ciudad Real que viene casi todos los fines de semana a verle. Le pregunto por el otro chico. Me dice que es Pluto, el del viaje a Ibiza en La Cueva. Me quedo parado. Enciendo un par de cigarros. Sigue contando. Lo conoció hace dos meses. Fumo. Quedan siempre que pueden. Le pregunto que por qué no le ha dicho nada en el bar. Me dice que ahora lo sabré. Escucho. Que Pluto tiene novio. Me siento raro. Que viven juntos desde hace tres años. Que nunca hablan de su pareja. Quedan para follar y punto. Y abrazarse. Y sentir. Y contarse. Que parece ser que sus cuerpos están hechos el uno para el otro. Pero no para amarse. Que los dos son libres. Que se sienten unidos en la distancia. Como dos almas gemelas. Que nunca ha sentido nada igual. Que cuando están juntos no hacen falta palabras. Sólo una mirada. Una sonrisa. Como si se identificaran. Me impaciento por saber más. Me dice que hace dos semanas conoció a un tercero. Quedaron para follar el sábado y el domingo porque Pluto se había ido de acampada con su novio. Que el lunes pasado no pudo contenerse y se lo contó. Que Pluto se quedó sorprendido. Que Satur estaba nervioso. Que a partir de ese momento Pluto le había dado excusas para no quedar. Que Satur no comprendía su comportamiento. Si ya sabía de sus otros rollos con el mayor. Que entre ellos dos sólo hubo sexo. Que Satur se arrepintió de habérselo contado. Que Pluto no quería saber de él. Que Satur le iba detrás y le llamaba todos los días. Que Pluto tenía cosas que hacer. Que Satur se obsesionó, se enamoró de la pérdida, sufrió. Que volvieron a verse. Que no salió el tema. Que Pluto no quería quedar para quererse como antes. Que Satur sentía que le presionaba demasiado. Que Pluto escapaba. Que Satur le iba detrás. Que Pluto ni caso. Que Satur llegó un día a su casa y empezó a llorar. Que sentía que le había fallado. Que no lo podía arreglar. Que su orgullo le impedía aceptarlo. Que no soportaba vivir con su error. Que volvió a quedar con el tercero. Que no le contó nada por si acaso. Que se despidió de él con un beso y no han vuelto a verse más. Que Satur se dio tiempo. Que al menos le quedaba su amistad o por lo menos eso pensaba. Que ya nunca volvería a ser igual. Habló un día con Isma y Pablo. Le dijeron que todo marchaba bien. Que lo único que fallaba era su ansiedad de tener. Que ya vería cómo se arreglaba todo. Que los errores nos hacían personas. Que tuviera paciencia. Y que en esas estaba. Me quedo rendido en el sofá. Me despierta.

—He quedado con éstos —me dice

—¿Qué hora es?

—Las tres y cuarto

—¿De la mañana?

—Sí

—Qué tarde

—Ves a dormir a la cama

—No, me voy

El golpe del ascensor en la planta baja me vuelve a hacer llorar. Satur me seca las lágrimas y me abraza. Salimos a la calle.

—Ha sido un placer conocerte —le digo

—El placer ha sido mío

—Que tengas mucha suerte

—Tú también, y ves con mucho cuidado, que no te puedes fiar de cualquiera, bueno, no sé por qué te digo esto

—Seguiré tu consejo, gracias

—A ti

—Dale un beso muy fuerte a Pablo y a Isma de mi parte, que se han portado de puta madre conmigo

—Lo haré

—No te voy a olvidar, Satur

—Hm

—Hasta siempre, y cuídate tú también, y que vaya bien con Pluto, que seguro que se arregla todo al final

—Sí, adiós

Se va. Me giro. Lo veo alejarse por la calle. Como un buen hombre. Vuelvo a llorar. Me cuesta dar el primer paso. Lo hago. Cuando me doy cuenta ya estoy andando.

EL MERCADO

Dos hombres recogen un fardo de ropa del suelo para meterlo en una furgoneta.

—¿Necesitan ayuda? —pregunto

Ni caso. Dejo la mochila en el suelo junto a la rueda y abro la puerta. El maletero va lleno. El señor de mi lado me mira. Bajo los brazos por debajo del fardo y empujo hacia arriba. El joven del otro lado también me mira. Los mofletes rojos de esfuerzo. A la de una, a la de dos y a la de tres. El fardo no quiere entrar. Se engancha en algún sitio. El señor nos dice que lo volvamos a dejar en el suelo. Respiramos. Miro la mochila. Cogemos aire y otra vez para arriba. Ahora sí. Venga. Un poco más. Ya está. El chico coge la puerta. El señor y yo empujamos el fardo para dentro hasta que quitamos las manos rápido antes del portazo. La puerta cede hacia atrás. No le dan importancia. Yo tampoco. Hablamos. Van para Burgos. Me subo con ellos. Echan la guitarra atrás y me siento en medio. La mochila entre mis piernas. Entre las del señor una enorme barriga. Arranca. San Cristóbal cuelga del espejo retrovisor.

—Oye, payo —me dice el señor

—¿Sí?

—¿Es que no vas a ponerte el cinturón?

—Ah, sí, perdone

Me lo pongo alrededor de la cintura. Miro a un lado y al otro. Ellos no lo llevan puesto. El señor le ha sonreído al joven que coge la broma y toca las palmas. Canta. Se golpea en los muslos hasta dejarlos rojos. No me atrevo a mirarle a la cara. Salimos de Madrid.

—Niño —le dice el señor buscando en el salpicadero—, ¿dónde has dejado los cigarrillos?

—Se me ha olvidado comprar

—La madre que te parió

—Yo llevo —interrumpo

Le ofrezco. Se calla. Dejo el paquete en el salpicadero. Baja la ventanilla. El ambiente se relaja. Huele a gasoil.

—¿Usted no trabaja? —me pregunta el joven

—Estoy de vacaciones, la semana que viene se me acaban

—¿Qué hace?

—Soy administrativo, en una oficina

—¿Con corbata?

—No, todavía no

—Bonito trabajo

—A veces

—Pero no se cansa

—La cabeza sí

—Pero tiene vacaciones

—Un mes al año

—Joder, un mes

—¿Vosotros no tenéis?

—El miércoles por la mañana

—Y los domingos —dice el señor

—Sí, por la tarde, y cuando llueve, claro

—Está bien

—¿Tiene usted familia en Burgos? —continúa el joven

—No, algún conocido

—Nosotros no vamos a Burgos —me dice el señor mirándome a la cara

Vuelve la vista a la carretera. Le miro la coronilla de reojo. Giro hacia el de mi derecha. Barba perfilada. Tetas que se mueven arriba y abajo.

—¿Cómo? —le pregunto

El joven se calla.

—¿Me decías? —insisto

—Que no sale el sol, como la canción

—¿Eres músico?

—No

—Pero cantas, ¿no?

—Y toco la guitarra

—¿Entonces?

—Soy mercadero, del mercao, pero si quieres te toco algo

—¿Aquí?

Echa el brazo atrás y empuña la guitarra. No he podido evitar mirar el pelo que asoma por su cuello. Dejo la mirada quieta hasta que sale de mi campo de visión. Suenan acordes. Bajo la vista a sus dedos. El señor de mi izquierda recita en voz alta.

¡Montañas al alba, cruces al viento!

Guitarra que lleva en su boca tu alma

canta

a la luna sonetos de Lorca

¡Cristo gitano. Romancero, limpia mi cuerpo de alma!

El joven sigue dándole a las cuerdas de su guitarra. Ahora una pieza más lenta. El señor de mi izquierda tararea una melodía que me suena. El sol quiere salir por las montañas.

—¡Despierta!

—¿Qué? —pregunto al joven

—Que te dormías

—Ah, con esa música

—¿Quieres tocar tú?

—No, gracias

—Si es fácil

—Hombre, después de verte a ti

—Venga

—Pruebo —digo cogiendo la guitarra

—Ahora este acorde

—¿Puedo coger un cigarro? —me pregunta el señor

—Claro, lo he dejado ahí para eso

—No le hagas mucho caso que acabarás volao como él —me dice el señor

—Éste me lo enseñó mi tío ayer —continúa el joven

—¿Cómo te llamas? —le pregunto

—Juan, pero me llaman “El Volao”

—Lucas, ¿y usted? —girándome a la izquierda

—El tío Juan —me contesta el chaval—, como yo, Juan “El Pepinillo”

—El Pepinillo —reafirma el tío

Le doy la guitarra al Volao y me enciendo un cigarro. Escucho la conversación entre sobrino y tío sobre estructuras y palos flamencos. Dirijo el humo hacia el techo. Va de un lado al otro hasta que sale despedido por la ventanilla izquierda.

—En cejilla hasta el quinto traste —le dice el tío

—No me llega

—Es que tienes los dedos muy gordos

—¿Qué quieres que haga?

—Cambia de posición

—¿Aquí?

—Pero en tono menor, niño

Volantazo rápido y el mástil de la guitarra me golpea en la frente. El Pepinillo se gira. No sé lo que me dice su mirada pero asiento con la cabeza como que no ha pasado nada. Levanta su mano colgada en la entrepierna y la deja sobre el volante. Con disimulo me paso los dedos por la frente. La tengo abollada. Miro el mástil de la guitarra. Menos mal que no me he clavado la punta de una cuerda en un ojo. Me miro en el espejo. No se ve el relieve. Está roja. El Volao sigue tocando. Me relajo. Última calada al cigarro y lo apago. Esta vez el humo choca contra el cristal. ¿Habrán dormido esta noche? Llevo puesto el cinturón de seguridad. Creo que estoy un poco susceptible. Analizo demasiado las cosas. Intento restarle importancia. Me dejo llevar. Escucho el aire que golpea en la ventanilla que sé que me relaja. Cambio de humor. Aprieto la espalda en el asiento. Encuentro paz. Si pudiera me apoyaría en el hombro del Pepinillo. Blandito. Pasaría mi nariz por su nuca. Entre el cabello. No se daría cuenta. Seguiría conduciendo mientras le chupo el pezón de la oreja. Olería su carne. Mis labios en contacto con su piel. Y no se daría cuenta. Bajaría por su espalda a través del sendero marcado por el pelo. Me derretiría en su cuerpo. Para ser como él. Sin darme cuenta. Cantaría como él. Al compás de la guitarra del Volao. Quién fuera guitarra en manos de un músico loco. Gordo. Meterme en su cuerpo tan lleno de música. Sin darse cuenta. Nos para la policía.

—Buenos días —le dice el Pepinillo al señor agente

—¿Documentación por favor?

Silencio.

—Aquí tiene

—¿Adónde se dirigen?

—Para Burgos

—¿A trabajar?

—Al mercao

Silencio otra vez. El agente mira los bultos de atrás.

—Vamos a inspeccionar la carga —le dice—, si hace el favor de acompañarme

—Cómo no

Baja de la furgoneta. Volao y yo nos quedamos mirando por el espejo retrovisor. El policía tiene más barriga que el Pepinillo. Se gira. Y más culo. Se sube correa y pistola. El compañero abre el maletero. También gordo y peludo. Un fardo cae al suelo. El Pepi hace un gesto como que ya se lo había dicho señor agente. Se agacha. No veo. Bajo el retrovisor. Vaya teta tiene el policía. Se gira. Menudo pezón. Suben el fardo entre los tres. El policía se agacha a por la pistola que se le ha caído del esfuerzo y se le rajan los pantalones por detrás. No se ha dado cuenta. Nosotros sí. El compañero nos pilla mirando por el retrovisor. Se acerca. El Volao toca la guitarra. Yo hago como que canto. En voz baja, claro.

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