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Authors: Hans Fallada

Tags: #Clásico

Pequeño hombre ¿y ahora qué? (21 page)

Ese día sus labios son muy blandos, turgentes y al mismo tiempo frescos, y por un momento a Pinneberg no le importaría continuar con el besuqueo. Pero la vida ya es bastante complicada y se contiene, da media vuelta, apaga la luz y se lanza con ímpetu a la cama.

—Buenas noches, Corderita —repite.

—Buenas noches —responde ella.

Como siempre, la habitación se queda oscurísima, pero poco a poco van apareciendo las superficies grises de las dos ventanas, mientras los sonidos van tornándose más nítidos. Ahora se oye el ferrocarril urbano, el bufido de una locomotora, después el autobús que pasa por la Paulstrasse.

De repente, cerquísima —los dos se sobresaltan—, estruendosas carcajadas, seguidas de exclamaciones, algazara, risitas.

—Jachmann está otra vez la mar de animado —dice Pinneberg sin darse cuenta.

—Hoy han recibido de Kempinski una caja entera de vino. Cincuenta botellas —explica Corderita.

—¡Lo que beben! —exclama el chico—. Lástima de dinero…

Lamenta el comentario. Corderita podría meter baza, pero no lo hace, guarda silencio.

Al cabo de un largo rato dice en voz baja:

—Oye, chico…

—¿Sí?

—¿Sabes qué anuncio ha puesto mamá?

—¿Un anuncio? Ni idea.

—Cuando llegó Heilbutt, creía que era para ella y preguntó si era el caballero que había telefoneado por su anuncio.

—No lo entiendo. Ni idea. ¿Qué anuncio será?

—No lo sé… ¿Pretenderá volver a alquilar nuestra habitación?

—No puede hacerlo sin contar con nosotros. Nooo, no lo creo. Se alegra de que estemos aquí.

—¿Y si no pagamos el alquiler?

—¡Por favor, Corderita! Ya pagaremos.

—Pero ¿qué anuncio puede ser? ¿Guardará relación con estas veladas nocturnas?

—¡Qué va! La gente no anuncia esas cosas.

—Pues no lo entiendo.

—Ni yo tampoco. En fin, buenas noches, Corderita.

—Buenas noches, chico.

Silencio. Pinneberg mira hacia la puerta, Corderita a la ventana. Como es natural, Pinneberg no es capaz de conciliar el sueño. Primero por el beso estimulante de antes, cuando una mujer se mueve de un lado a otro a medio metro de uno y respira más alto y suave. Y en segundo lugar, por el tocador. Habría sido mejor haberlo confesado ya.

—Oye, chico —dice Corderita con mucha suavidad en voz baja.

—¿Sí? —pregunta él algo angustiado.

—¿Puedo pasar un momento hasta tu lado?

Pausa. Silencio. Sorpresa.

—Pues con mucho gusto, Corderita. Claro que sí —responde, apartándose a un lado.

Es la cuarta o quinta vez en su matrimonio que Corderita ha dirigido a su marido una pregunta así. Y no puede afirmarse que esa pregunta signifique sin más una demanda erótica encubierta de Corderita. A pesar de que casi siempre terminaba así, pero eso era solamente la consecuencia masculina, algo tajante, sólida, que Pinneberg extraía al final de semejante pregunta.

En realidad Corderita intenta continuar su beso de buenas noches, siente necesidad de mimos, de ternura. Corderita solo quiere abrazar un ratito a su chico, porque fuera está el mundo vasto y salvaje con tanto jaleo y hostilidad, que no sabe ni quiere nada bueno de uno… ¿No está bien yacer el uno junto al otro sintiéndose como en un islita cálida?

Así yacen ahora, cogidos del brazo, las caras juntas, en la gran oscuridad de mil kilómetros de longitud, un puntito amable… Y hay que abrazarse muy estrechamente para que un cobertor tan moderno, de un metro cuarenta de ancho, dé para dos, sin que se cuele el aire por todos lados.

Al principio cada uno percibe el calor del otro como si fuese algo ajeno, pero de pronto esa sensación desaparece y se convierten en uno. Ahora es el chico el que se aprieta cada vez más fuerte contra ella.

—Chico —dice Corderita—, mi chico. Mi único…

—Mi vida —murmura— .Corderita…

Y la besa, y ahora va no son besos de cumplido, ay, qué agradable es besar ahora esa boca que parece florecer bajo sus labios, que se vuelve cada vez más blanda, turgente y madura…

Pero Pinneberg deja de pronto de besarla y deja incluso una pequeña distancia entre su cuerpo y el de ella, de manera que solo se rozan por arriba, por los hombros, por donde se abrazan.

—Oye, Corderita —dice Pinneberg con profunda sinceridad—, he sido un terrible idiota.

—¿De veras? —Se calla unos instantes y después añade—: ¿Cuánto ha costado el tocador? No me lo cuentes si no te apetece. Todo está bien. Has querido darme una alegría.

—¡Corderita! —exclama. Y de repente vuelven a juntarse. Pero entonces él se decide y la distancia reaparece—. Ha costado ciento veinticinco —responde.

Pausa.

Corderita calla.

Y él, justificándose mucho:

—Parece un precio excesivo, pero debes tener en cuenta que solo el espejo cuesta al menos cincuenta marcos.

—Qué bien —dice Corderita—. El espejo es realmente bueno. Un poco caro para nuestros ingresos, y en los próximos cinco o diez años en realidad no habríamos necesitado un tocador, pero yo misma te metí el capricho en la cabeza. A pesar de todo, está bien tenerlo. Eres un tipo bueno y tonto. Y ahora no refunfuñes por pasarme un año más con mi raído abrigo azul de invierno, porque ahora hemos de velar primero por el crío…

—Qué buena eres —dice él, y comienzan de nuevo los besos, y están otra vez muy juntos, y quizá esa noche ya no hubiera continuado la aclaración si al otro lado, en la habitación berlinesa, no se hubiera desatado un verdadero huracán de ruidos, carcajadas, voces, chillidos, una voz masculina, muy rápida, y por encima de todo, algo regañona, la voz no muy amable de la señora Mia Pinneberg.

—Ya están otra vez medio borrachos —dice Pinneberg muy molesto.

—Mamá no está de buen humor —comenta Corderita.

—Mamá siempre es agresiva cuando bebe —le informa él.

—¿No puedes pagarle el alquiler, aunque sea un poco…? —pregunta Corderita.

—Solo me quedan cuarenta y dos marcos —contesta Pinneberg decidido.

—¿¿¿Cómo??? —pregunta Corderita, incorporándose. Suelta a su chico, renuncia al calor, al aislamiento del aire, al erotismo, y se sienta más tiesa que una vela—. ¿Cómo? ¿Qué te queda de tu salario?

—Cuarenta y dos marcos —responde Pinneberg, acogotado—. Escucha, Corderita.

Pero ella no escucha. Esta vez el susto ha sido demasiado grande.

—Cuarenta y dos marcos —susurra y calcula—. Ciento veinticinco. ¿Has cobrado ciento sesenta y siete marcos de sueldo? ¡Es imposible!

—Ciento setenta. Le he dado tres marcos al chico.

Corderita se enfada por esos tres marcos.

—¿A qué chico? ¿Por qué?

—Al aprendiz.

—Ah, ya. Así que ciento setenta. Y encima te vas de compras… Ay, Dios mío, ¿qué va a pasar ahora, de qué vamos a vivir?

—Corderita —dice el chico suplicante—. Ya lo sé. He sido un imbécil. Pero te aseguro que nunca jamás volverá a suceder. Y ahora nos queda por recibir el dinero del seguro…

—¡Se acabará muy pronto si lo administramos así! ¿Y el bebé? ¡Aún nos queda por comprar todo lo del crío! No estoy dispuesta a conformarme con tres trapos y paja. A nosotros nos puede ir fatal. Eso no nos perjudica, pero el pequeñín no tiene que sufrir ningún tipo de privación, al menos durante los primeros cinco o seis años, yo me encargaré de ello.

También Pinneberg se ha sentado. ¡Qué distinta le ha parecido la voz de Corderita! Habla como si él ya no existiera, como si fuera un cualquiera. Y aunque solo es un humilde dependiente, y ellos se han encargado muy pronto de que sepa que no es nada especial, un animalillo al que se puede dejar vivir o morir, porque en el fondo carece de importancia, e incluso en su profundísimo amor por Corderita hay algo volátil, efímero, inconservable: ahora él es Johannes Pinneberg. Sabe que está en juego lo único que tiene valor y da sentido a su vida. Que tiene que aferrarlo y luchar, que en eso no deben explotarlo.

—Corderita, Corderita mía —dice—. Te digo que he sido un idiota, que lo he hecho todo mal. Yo soy así. Pero no por eso debes hablarme así. Así he sido siempre y por eso tienes que permanecer a mi lado y hablarme como a tu chico y no como a un cualquiera con el que te puedes pelear.

—Oye, chico, yo…

Pero él sigue hablando, es su momento; hasta aquí lo ha llevado el camino desde el principio, y no cede y añade:

—Corderita, perdóname, te lo ruego. Ya sabes, desde lo más hondo, cuando vuelvas a pensar en ello, que cada vez que veas el tocador, te reirás de veras del tonto de tu marido.

—Chiquito, ay, chiquito…

—No —dice él, saltando de la cama—. Ahora necesitamos luz. Tengo que ver tu cara, tu expresión cuando me perdones de verdad, que siempre lo sepa más tarde…

Y tras encender la luz, se apresura a regresar a su lado y no se mete en la cama, sino que, inclinándose sobre ella, la contempla…

Son dos caras acaloradas, enrojecidas, la mirada perdida. Sus cabellos se enredan, sus labios se juntan, por el camisón abierto su pecho blanco de venas azuladas muestra una maravillosa firmeza…

Qué feliz soy, siente él. Qué dichoso…

Mi chico, piensa ella. Mi chico. Mi chico grande, insensato, queridísimo, que te llevo dentro de mí, en mi regazo…

Y de pronto el rostro femenino se ilumina, se vuelve más y más luminoso, el chico lo ve, se va ensanchando y engrandeciendo, como si el sol saliera sobre el paisaje de ese rostro.

—Corderita —llama él, reclama a la que parece huir de él, cada vez más lejana y dichosa—. ¡Corderita!

Y ella le coge la mano y la coloca sobre su vientre.

—Aquí, toca, acaba de moverse, el bebé ha dado patadas… ¿Lo notas? Otra vez…

Y obligado por la madre feliz, él, que no oye nada, se inclina sobre ella. Coloca con suavidad la mejilla contra el vientre pleno, tirante y sin embargo tan blando… Y de pronto es como el cojín más maravilloso del mundo, no, qué tontería, es como una ola, el vientre sube y baja, un mar infinito de felicidad lo inunda… ¿Es verano? El trigo está en sazón. Qué niño tan alegre con los cabellos rubísimos y los ojos azules de la madre. Oh, qué bien huele aquí, en el campo, a tierra y a madre y a amor. A amor disfrutado, siempre fresco… Y las pequeñas barbas de las espigas le pinchan la mejilla, y él mira más allá de la hermosa línea cerrada de sus muslos y del bosquecillo oscuro… Y como levantado por los brazos de ella, él descansa junto al pecho materno, ve la mirada femenina tan grande, tan radiante… Oh, vosotros todos en vuestros pequeños cuartos angostos, esto no pueden arrebatároslo…

—Todo va bien —susurra Corderita—. Todo va bien, chico mío.

—Sí —afirma él, deslizándose junto a ella e inclinando su rostro sobre el de ella—. Sí —repite—. Soy más feliz que nunca. Corderita, tú…

Hacia la medianoche, alguien llama con los nudillos a su puerta.

—¿Puedo pasar un momento? —pregunta una voz.

—Pasa, mamá —contesta Pinneberg, henchido de orgullo—. No nos molestas.

Y mantiene su mano firme sobre el hombro de Corderita impidiéndola deslizarse recatadamente a su parte de la cama.

La señora Mia Pinneberg entra despacio y de un vistazo se hace cargo de la situación.

—Espero no molestaros. He visto que estaba la luz encendida, pero no pensaba, claro, que estuvierais en la cama. Así que ¿seguro que no os molesto? —dice, sentándose.

—Seguro que no, mamá —contesta Pinneberg—. No nos importa. Además, estamos casados.

La señora Mia Pinneberg permanece sentada y respira deprisa. A pesar del maquillaje se ve que está muy colorada. Seguro que ha bebido más de la cuenta.

—Dios —murmura la señora Pinneberg, y es que los camisones de Corderita son tan malditamente obvios—, qué pecho tiene esta mujer. Hoy no se ve nada así. ¿No estarás embarazada, verdad?

—¡Qué va! —contesta Pinneberg mirando con aire experto al escote—. Corderita siempre ha sido así. Ya lo tenía así de pequeña.

—¡Chico! —Le advierte su esposa.

—¿Lo ves, Emma? —comenta la señora Pinneberg enfadada, pero también llorosa—. Tu marido me toma el pelo. Esos de allí dentro también. Ahora llevo por lo menos cinco minutos fuera y soy la anfitriona. Sin embargo, ¿creéis que alguien pregunta por mí? Siempre esas cabras locas, Claire y Nina. Y Holger también ha cambiado muchísimo en las últimas semanas. Por mí nadie pregunta.

La señora Pinneberg solloza.

—¡Oh, mamá! —Corderita, tímida y compasiva, intenta salir de la cama para acercarse a ella, pero su chico la sujeta.

—No, Corderita —dice él sin compasión—. Ya conocemos eso. Has cogido una pequeña curda, mamá. Ya se te pasará. Siempre le ocurre lo mismo —explica, impasible—, cuando se achispa, primero llora, después empieza la riña y al final retorna el llanto. Lo conozco desde que era un colegial…

—Por favor, chico, así no —susurra Corderita—. No debes…

Y la señora Pinneberg, muy enfadada:

—¡Sobre todo no me recuerdes tus años escolares! Porque podría contarle a tu mujer lo que pasó cuando se presentó aquel policía y tú practicabas esos juegos tan indecentes con las niñas en el cajón de arena…

—¡Bah! —exclama Pinneberg—. Mi mujer ya sabe todo eso. ¿Lo ves, Corderita? Ahora está a punto de empezar la pelea.

—No quiero escuchar una palabra más —dice Corderita con las mejillas arreboladas—. Todos somos asquerosos, por desgracia lo sé, a mí tampoco me protegió nadie. Pero que como hijo trates así a tu madre…

—Cálmate —le aconseja Pinneberg—. No seré yo quien empiece con esa basura. Siempre es mamá.

—Y ¿qué pasa con el alquiler? —pregunta de pronto la señora Pinneberg, iracunda, trayendo a colación el asunto—. Hoy es treinta y uno, en todas partes se paga el alquiler por adelantado, pero yo todavía no he visto ni un céntimo…

—Ya lo verás —explica Pinneberg—. No hoy ni tampoco mañana. Pero lo recibirás… algún día.

—Lo necesito hoy, tengo que pagar el vino. A mí nadie me pregunta de dónde saco el dinero…

—No seas tonta, mamá. No pagas el vino por la noche. Todo eso es pura palabrería. Y, por favor, recuerda que Corderita te hace todo el trabajo.

—Quiero mi dinero —insiste la señora Pinneberg, agotada—. Aunque Corderita no me hace ni siquiera el favor más nimio. Yo también os he preparado hoy un té, ¿y si quisiera cobrároslo?

—Estás loca, mamá —aduce Pinneberg—. ¡Arreglar el piso a diario y preparar un té!

—Lo mismo da —dice la señora Pinneberg—. Un favor es un favor. —Está muy pálida y se levanta tambaleándose—. Enseguida vuelvo —susurra antes de salir a trompicones.

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