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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (3 page)

Sus ocupantes, individual y colectivamente, desprecian aquellos edificios que, como hongos, van apareciendo en los alrededores de Warmsley Heath.

En las afueras hay casitas verdaderamente encantadoras, provistas de primorosos jardines. Fue a una de éstas (la llamada Casa Blanca) adonde Lynn Marchmont volvió a principios de la primavera, después de haber sido desmovilizada del Cuerpo de la WRENS
[4]
.

La mañana del tercer día de su estancia, contempló desde la abierta ventana de su cuarto, el panorama que ofrecían los olmos que se erguían en su vecino prado y aspiró con fuerza el aire embalsamado por esa peculiar emanación de la tierra húmeda por el rocío. Un olor que había echado mucho de menos durante aquellos últimos años.

¡Qué alegría la de estar de nuevo en su hogar! ¡En aquella alcoba en la que tan a menudo y tan nostálgicamente había pensado desde que se fue allende el mar! ¡Qué alegría la de poder desprenderse de aquel uniforme, de volver a ponerse su falda de mezclilla y su blusón, aún después de que la polilla hubiera dejado en ellas su huella destructora durante aquel largo período de actividad bélica!

Estaba contenta de haber abandonado la «Wrens» y de ser de nuevo una mujer libre, sin que esto significara que no se hubiese divertido de lo lindo en el servicio de ultramar. El trabajo había sido relativamente interesante, con frecuentes intercambios de fiestas en las que reinaba el espíritu de camaradería y buen humor, pero en el que no había faltado tampoco el fastidio y la rutina y la sensación de ir siempre en manada con compañeras que en más de una ocasión le habían hecho pensar seriamente en la deserción.

Fue entonces, en aquel largo y achicharrante verano que pasó en el Oriente Medio, cuando pensó con fuerza irresistible en Warmsley Vale, en su fresca y vetusta casita y en su querida
mamy
.

Lynn amaba a su madre tanto como ésta parecía complacerse en irritarla. Lejos de su casa había conseguido olvidar los motivos de la irritación, y si estos volvían por cualquier causa a su memoria, lo hacían siempre acompañados por esa indefinible sensación de melancolía que trae al alma el recuerdo de nuestro lejano hogar. ¡Oh, querida
mamy
, tan tierna y tan enloquecida a la vez! ¡Cuánto no hubiese dado por escuchar de nuevo el timbre de su quejumbrosa voz, y por estar ahora a su lado para nunca más volverse a separar!

Sus sueños se habían convertido en realidad y allí estaba, fuera de servicio, libre, y en su adorada Casa Blanca.

Sólo tres días habían transcurrido desde su llegada, pero ya una extraña sensación de desencanto y de inquietud iba apoderándose poco a poco de toda su persona. Todo estaba igual, quizá demasiado igual, la casa,
mamy
, Rowley, la granja y la familia. Lo único que al parecer había cambiado había sido ella...

—¡Encanto...! —sonó la voz de la señora Marchmont desde el descansillo inferior de la escalera—, ¿quiere que se le lleve a la niña el desayuno a la cama?

—¡Claro que no! Bajo en seguida —contestó Lynn, con voz estridente.

—¿Por qué —se dijo para sí— habrá
mamy
de llamarme siempre «la niña»? ¡Es ridículo!

Bajó precipitadamente y penetró en el comedor. El desayuno no era de los que podían calificarse de buenos. Ya Lynn se había dado cuenta de la indebida proporción de tiempo e interés que era necesario para la obtención de alimentos. Con excepción de una mujer, poco recomendable, por cierto, que acudía cuatro días a la semana a ayudar unas horas en las labores, la señora Marchmont permanecía sola en la casa para atender a la cocina y a los menesteres de limpieza. Frisaba ya en los cuarenta cuando Lynn vino al mundo, y su salud se hallaba un tanto quebrantada. También comprendió Lynn con desmayo el gran cambio experimentado en la situación pecuniaria. La modesta, pero adecuada renta fija que en los días que precedieron a la guerra les permitió vivir con cierta holgura, había quedado prácticamente reducida a la mitad a consecuencia de lo exorbitante de las contribuciones. Impuestos, coste de la vida y salarios habían subido a velocidades casi meteóricas.

—¡Bonito mundo! —pensó Lynn, con amargura. Sus ojos se posaron sobre las columnas de un diario que había a su alcance:

«Ex W.A.A.F
[5]
. busca empleo donde se requiera iniciativa y dinamismo.» «Anterior miembro de la W.A.A.F. se ofrece para puesto en que necesite habilidad y espíritu de organización y mando.»

Iniciativa, espíritu emprendedor, mando, éstas eran las cualidades ofrecidas. Pero, ¿qué era lo que se solicitaba? Gente que pudiese cocinar, barrer y limpiar, o con conocimientos de mecanografía y taquigrafía. Gente que supiese de trabajos rutinarios y capaz de rendir útiles servicios.

Nada de esto, sin embargo, debía preocuparla. Su suerte estaba echada. Se casaría con su primo Rowley Cloade, con quien ya poco antes de estallar la guerra se comprometiera, y por el que, desde donde alcanzaban sus recuerdos, había sentido una profunda simpatía. La elección de la vida rural había sido aceptada sin vacilación. Una vida plácida, avara en cambios y pródiga en ocupaciones, pero ambos gustaban de respirar el aire puro del campo y dedicarse al cuidado de los animales.

Sus esperanzas no eran ya lo que un día fueron. Su tío Gordon había prometido siempre...

La voz de la señora Marchmont se hizo oír en su acostumbrado tono plañidero:

—Como te escribí, fue el más rudo golpe que hubiésemos podido recibir, querida Lynn. Llevaba Gordon escasamente un par de días en Londres. Ni siquiera le habíamos visto. ¡Si en vez de detenerse allí se hubiese venido...!

La fatal noticia de la muerte de su tío había llegado a Lynn en su lejano destierro, pero sólo ahora empezaba a percatarse de su verdadera significación. La vida de Gordon había ido íntimamente asociada con la de todos sus familiares, a quienes había tomado bajo su protección y amparo.

Hasta Rowley... Rowley y su amigo Johnny Vavasour habían acometido en sociedad un vasto programa agrícola. Su capital no era grande, pero estaban llenos de optimismo y de decisión. Y Gordon Cloade había aprobado el proyecto.

En más de una ocasión le oyó decir:

—Sin capital, la agricultura no es negocio. Pero lo primero que precisaba saber es si estos muchachos tienen en realidad la voluntad y la energía necesaria para una empresa de esta índole. Si yo les ayudase ahora, quizá tardara años en saberlo, pero si, como espero, la tienen y si estoy satisfecho del concepto que del negocio han formado, entonces, Lynn... no tienes por qué preocuparte. Les capitalizaré a medida de sus necesidades. No desesperes, muchacha. Eres precisamente la esposa que Rowley necesita. Y ahora espero que no dirás una palabra de cuanto hayas oído.

Y así lo hizo, pero Rowley tenía también por su parte un vago presentimiento del benévolo interés que por él manifestaba su tío. A él le correspondía, pues, probar que el dinero que se empleaba en ayudar a los hombres como Rowley y Johnny no sería nunca una mala inversión, sino todo lo contrario.

Todos, en realidad, dependían de Gordon Cloade, sin querer con esto decir que en la familia hubiese vago ni parásito alguno. Jeremy Cloade era socio comanditario en una reconocida firma de procuradores y Lionel Cloade practicaba con éxito su carrera de doctor en Medicina.

Pero tras estas vidas de constante labor, existía siempre la alentadora esperanza de que en caso de un apuro, el dinero no habría de faltar. Jamás hubo necesidad de apelar a la limitación o al ahorro. El porvenir estaba asegurado. Gordon Cloade, viudo y sin hijos, se encargaría de ello, y así se lo habla hecho saber a todos.

Su hermana, Adela Marchmont, también viuda, pudo, gracias a esta tutela providencial, continuar viviendo en la Casa Blanca. Lynn se educó en los mejores colegios, y de no haber estallado la guerra, habría podido recibir la educación complementaria que más en consonancia hubiese podido estar con sus ideales o aspiraciones. Los cheques del tío Gordon afluían con matemática regularidad para proveer a toda clase de pequeños gastos y caprichos.

Nada podía hacer augurar cambio alguno en la situación, cuando de pronto, y como una bomba, llegó la inesperada nueva del casamiento de Gordon Cloade.

—Claro, hijita —prosiguió Adela—, que nos sorprendió la noticia. ¿Quién hubiese podido, ni remotamente, sospechar que Gordon cometiese una barbaridad semejante? Supongo que no habría sido por falta de lazos familiares.

«Quizá por todo lo contrario», pensó Lynn, para sí.

—¡Fue siempre tan amable para nosotros! —continuó la señora Marchmont—. Un poco tirano, a veces. Jamás se acostumbró a la idea de comer sobre una mesa reluciente. Insistía en que no se dejasen de poner los anticuados manteles y, en ocasión de una visita que hizo a Italia, me mandó desde Venecia un juego de encaje que era un verdadero primor.

—Verdaderamente no merecía este pago nuestra sumisión a sus deseos —profirió secamente Lynn. Después, añadió, mostrando cierto interés—. ¿Cómo fue el conocer a su segunda esposa? Nada me había dicho de ella en sus cartas.

—No sé si en un barco o en un avión, o en qué. Creo que en un viaje de Sudamérica a Nueva York. ¡Después de tantos años y de tantas secretarias y mecanógrafas y mayordomas... y... qué sé yo!

Lynn sonrió. Hasta donde alcanzaba su memoria, recordaba que las secretarias, mayordomas y personal de oficina del tío Gordon habían sido siempre sujetas, antes de su admisión, a un previo y meticuloso reconocimiento.

—¿Será guapa, por supuesto?

—Te diré —contestó Adela—. A mi juicio tiene la cara de tonta.

—¡Tú no eres hombre,
mamy
!

—Claro que —añadió la señora Marchmont— la pobre muchacha sufrió un fuerte choque con la explosión de la bomba y, en mi opinión, no ha conseguido reponerse del todo. Hoy es un manojo de nervios. No creo que llegase nunca a ser una buena compañera para el pobre Gordon.

Lynn sonrió. Dudaba que su tío hubiese decidido casarse con una mujer a quien doblaba la edad por el solo prurito de disfrutar de una camaradería intelectual.

—Y además, querida —la señora Marchmont bajó el tono de voz—, he de confesarte que no es una señora.

—¡Qué expresión,
mamy
! Eso nada importa en los tiempos que corremos.

—Pero sí en el campo —interpuso Adela—. Y lo que he querido decir, simplemente, es que no es una de las nuestras.

—¡Pobre diablillo!

—Realmente, Lynn, no sé lo que quieres dar a entender con esas palabras. Todos hemos tenido sumo cuidado en guardarle toda clase de deferencias, aunque sólo sea en recuerdo del pobre Gordon.

—¿Y está en Furrowbanks? —preguntó Lynn.

—Naturalmente. ¿Dónde querías que fuera después de salir del hospital? Los doctores recomendaron que se alejara de Londres y se vino a Furrowbanks en compañía de su hermano.

—¿Qué tal es él? —inquirió Lynn.

—¡
Horrible
!

La señora Marchmont se detuvo, y luego añadió, dando gran intensidad a la frase:


Muy rudo
.

Un destello momentáneo de simpatía cruzó por la mente de Lynn y pensó:

«También yo lo sería si estuviese en su lugar.»

Luego preguntó:

—¿Cómo se llama?

—Hunter. David Hunter. Irlandés, según creo. Claro que son gentes de las que nadie ha oído hablar en la vida. Ella es una viuda, una tal, señora Underhay. Aun a riesgo de parecer un tanto falta de caridad, me gustaría saber qué clase de viuda era la que se atrevía a pasearse sola por todo Sudamérica en tiempo de guerra. Lo menos que puede suponerse es que anduviese a la caza de un marido acaudalado.

—Y por lo visto, consiguió su objeto —observó Lynn.

La señora Marchmont exhaló un suspiro.

—¡Es tan extraordinario todo lo ocurrido! No acabo de comprenderlo, y menos en un hombre tan ladino como Gordon. Y no es que las mujeres no hayan intentado pescarle. La penúltima secretaria, por ejemplo. No había duda que era la melosidad en persona; y muy eficiente, según creo. Sin embargo, Gordon no titubeó en prescindir de sus servicios.

—Hasta que llegó su Waterloo —insinuó Lynn.

—Sesenta y dos años —comentó la señora Marchmont—. Edad peligrosa, por lo visto. Y como remate, una guerra que, a mi juicio, desequilibra un tanto. No puedes imaginarte el choque que fue para mí la lectura de la carta.

—¿Qué decía exactamente?

—Escribió a Frances, no acabo de alcanzar el porqué. Quizá se imaginara que, debido a su educación superior, conseguiría de ella una mayor comprensión y simpatía. Decía que era posible que nos sorprendiera la noticia de su casamiento. Admitía que todo había sido un tanto precipitado, pero que confiaba en acabar por querer profundamente a Rosaleen, un nombre completamente teatral, ¿no te parece? Y le llamo teatral por no decir algo peor. Añadía que su vida, la de ella, había sido triste por demás; que, no obstante sus pocos años, sus experiencias habían sido abundantes y dolorosas, y era realmente admirable la forma estoica con que supo arrastrar sus situaciones.

—El conocido gambito —murmuró Lynn.

—Así es. ¡Lo hemos oído nombrar con tanta frecuencia...!, ¡pero, ca...!, como todos. Ella tiene un par de hermosos ojos azules y profundos, y encajados con dedos llenos de tizne, como vulgarmente se dice.

—¿Es atractiva?

—Es bonita, por demás, aunque no la clase de lindeza que yo admiro.

—Lo supongo.

—No, querida. No me has entendido. Me refiero a hombres que..., pero, ¿a qué seguir hablando de ellos? Aun los más equilibrados acaban por cometer las más absurdas locuras. La carta de Gordon seguía diciendo que ni por un momento creyésemos que su boda serviría para debilitar los estrechos lazos que con todos les unían, y que seguiríamos siendo objeto de su particular atención.

—¿No hizo, acaso —dijo Lynn—, algún testamento después de su boda?

La señora Marchmont movió la cabeza negativamente.

—No. El último que hizo fue en 1940. No conozco sus detalles, pero nos dio a entender en aquella fecha que se había cuidado de todos y que nada habríamos de temer en caso de su fallecimiento. Su boda, como es natural, hizo nulo ese testamento. Estoy segura que no habría tardado en hacer otro nuevo, pero no le dio tiempo. Murió, puede decirse, al día siguiente mismo de su llegada.

—¿Y así ella, Rosaleen, lo hereda todo?

—Sí.

Lynn quedó silenciosa. No era ni más ni menos mercenaria que la mayoría de las gentes y era humano que la afectara el nuevo curso que habían tomado los acontecimientos. No iban a suceder tal cual Gordon Cloade los proyectara. El grueso de la fortuna habría pasado, sin duda, a poder de su joven esposa, pero no habría dejado de tomar ciertas precauciones en favor de una familia a la que continuamente había animado a depender de él. Vez tras vez había incitado a no hacer economías ni previsión para el futuro. En cierta ocasión oyó cómo le decía a Jeremy: «Serás rico cuando yo muera.» Y a su madre, y repetidamente: «No te preocupes, Adela. Yo me encargo de Lynn, y no debes moverte de esta casa, que puedes considerar como tuya. Repárala y modifícala a tu gusto, y no dejes de enviarme la nota de gastos.» Fue él quien más empeño mostró en que Rowley se dedicara a la agricultura; él quien insistió en la entrada de Anthony, hijo de Jeremy, en el Cuerpo de Guardias, y él quien animó a Lionel Cloade a seguir cierto ramo de investigaciones médicas que le obligaron a abandonar de momento la práctica directa de su profesión.

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