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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Narrativa

Por quién doblan las campanas (42 page)

—Pero ¿y las huellas que voy a dejar?

—Toma el camino de abajo en cuanto haya desaparecido la nieve. El camino estará embarrado por la nieve. Fíjate si no hay mucha circulación de camiones o si hay huellas de tanques en el barro de la carretera. Eso es todo lo que podremos averiguar hasta que te instales para vigilar.

—Si usted me lo permite... —insinuó el viejo.

—Pues claro.

—Si usted me lo permite, ¿no sería mejor que fuera a La Granja y me informase de lo que pasó la última noche y enviara alguien para que vigilase hoy como usted me ha enseñado? Ese alguien podría acudir a entregar su informe esta noche, o podría yo volver a La Granja para recoger su informe.

—¿No tiene usted miedo de encontrarse con la caballería? —preguntó Jordan.

—No, cuando la nieve se haya derretido.

—¿Hay alguien en La Granja capaz de hacer ese trabajo?

—Sí. Para eso, sí. Podría ser una mujer. Hay varias mujeres de confianza en La Granja.

—Ya lo creo —terció Agustín—. Hay varias para eso y otras que sirven para otras cosas. ¿No quieres que vaya yo?

—Deja ir al viejo. Tú sabes manejar esta ametralladora y la jornada no ha concluido todavía.

—Iré cuando se derrita la nieve —dijo Anselmo—; y se está derritiendo muy de prisa.

—¿Crees que pueden capturar a Pablo? —preguntó Jordan a Agustín.

—Pablo es muy listo —dijo Agustín—. ¿Crees que se puede cazar a un ciervo sin perros?

—A veces, sí.

—Pues a Pablo, no —dijo Agustín—. Claro que no es más que una ruina de lo que fue en tiempos. Pero no por nada está viviendo cómodamente en estas montañas y puede emborracharse hasta reventar, mientras otros muchos han muerto contra el paredón.

—¿Y es tan listo como dicen?

—Mucho más.

—Aquí no ha mostrado mucha habilidad.

—¿Cómo que no? Si no fuera tan hábil como es, hubiera muerto anoche. Me parece, inglés, que no entiendes nada de la política ni de la vida del guerrillero. En política, como en esto, lo primero es seguir viviendo. Mira cómo ha seguido viviendo. Y la cantidad de mierda que tuvo que tragarse de ti y de mí.

Puesto que Pablo volvía a formar parte del grupo, Robert Jordan no quería hablar mal de él y apenas había hecho estos comentarios sobre la habilidad de Pablo, lamentó haberlos expresado. Sabía perfectamente lo astuto que era Pablo. Fue el primero en ver los fallos en las instrucciones sobre la voladura del puente. Había hecho aquella referencia despectiva por lo mucho que le desagradaba Pablo, y al instante de hacerla se dio cuenta de lo equivocado que estaba. Pero era en parte una porción de la charla excesiva que sigue a una gran tensión nerviosa. Cambió de conversación y dijo, volviéndose a Anselmo:

—¿Es posible ir a La Granja en pleno día?

—No es tan difícil —contestó el viejo—; no iré con una banda militar.

—Ni con un cascabel al cuello —dijo Agustín—. Ni llevando un estandarte.

—¿Cómo irás, pues?

—Por lo alto de las montañas primero, y luego descenderé por el bosque.

—Pero ¿y si te detienen?

—Tengo documentos.

—Todos los tenemos, pero habrás de arreglártelas para tragarte los malos.

Anselmo movió la cabeza y golpeó el bolsillo de su blusa.

—¡Cuántas veces he pensado en eso! —dijo—. Y no me gusta nada comer papel.

—Creo que debiera añadirse un poco de mostaza —dijo Robert Jordan—. En mi bolsillo izquierdo tengo los papeles nuestros. En el derecho, los papeles fascistas. Así, en caso de peligro no hay confusión.

El peligro debió de haber sido muy serio cuando el jefe de la primera patrulla hizo un gesto hacia ellos; porque hablaban todos mucho. Demasiado, pensó Robert Jordan.

—Pero oye, Roberto —dijo Agustín—, se dice que el Gobierno está girando cada día más hacia la derecha; que en la República ya no se dice camarada, sino señor y señora. ¿No puedes hacer que giren tus bolsillos?

—Cuando las cosas se vuelvan tan hacia la derecha, meteré mis papeles en el bolsillo del pantalón y coseré la costura del centro.

—Entonces vale más que estén en tu camisa —dijo Agustín—. ¿Es que vamos a ganar esta guerra y a perder la revolución?

—No —replicó Robert Jordan—; pero si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República, ni tú ni yo ni nada más que un enorme carajo.

—Es lo que yo digo —intervino Anselmo—: hay que ganar esta guerra.

—Y en seguida fusilar a los anarquistas, a los comunistas y a toda esa canalla, salvo a los buenos republicanos —dijo Agustín.

—Que se gane esta guerra y que no se fusile a nadie —dijo Anselmo—. Que se gobierne con justicia y que todos disfruten de las ventajas en la medida que hayan luchado por ellas. Y que se eduque a los que se han batido contra nosotros para que salgan de su error.

—Habrá que fusilar a muchos —dijo Agustín—. A muchos. A muchos. A muchos.

Golpeó con el puño derecho cerrado contra la palma de su mano izquierda.

—Espero que no se fusile a nadie. Ni siquiera a los jefes. Que se les permita reformarse por el trabajo.

—Ya sé yo qué trabajo les daría —intervino Agustín. Y cogió un puñado de nieve y se lo metió en la boca.

—¿Qué clase de trabajo, mala pieza? —preguntó Robert Jordan.

—Dos trabajos muy brillantes.

—¿De qué se trata?

Agustín chupeteó un poco de nieve y miró hacia el claro por donde habían pasado los jinetes. Luego escupió la nieve derretida.

—¡Vaya, qué desayuno! ¿Dónde está el cochino gitano?

—¿Qué trabajos? —insistió Robert Jordan—. Habla, mala lengua.

—Saltar de un avión sin paracaídas —dijo Agustín con los ojos brillantes—. Eso para los que queremos más. A los otros los clavaría en los postes de las alambradas y los hincaríamos bien sobre las púas.

—Esa manera de hablar es innoble —dijo Anselmo—. Así no tendremos nunca República.

—Lo que es yo, querría nadar diez leguas en una sopa espesa hecha con sus cojones —dijo Agustín—; y cuando vi a esos cuatro y pensé que podíamos matarlos, me sentí como una yegua esperando al macho en el corral.

—Pero tú sabes por qué no los hemos matado —dijo Robert Jordan sin perder la calma.

—Sí —dijo Agustín—; sí, pero tenía tantas ganas como una yegua en celo. Tú no puedes comprender eso si no lo has experimentado.

—Sudabas mucho —dijo Robert Jordan—; pero yo creía que era de miedo.

—De miedo, sí; de miedo y de otra cosa. Y en esta vida no hay nada más fuerte que esa otra cosa.

«Sí —pensó Robert Jordan—. Nosotros hacemos esto fríamente, pero ellos no, jamás. Es un sacramento extra. Es el antiguo sacramento, el que ellos tenían antes de que la nueva religión les llegara del otro extremo del Mediterráneo; el sacramento que no han abandonado jamás. Sino solamente disimulado y escondido, para sacarlo durante las guerras y las inquisiciones. Este es el pueblo de los autos de fe. Matar es cosa necesaria, pero para nosotros es diferente. ¿Y tú?, ¿no has experimentado nunca eso? ¿No lo sentiste en la Sierra? ¿Ni en Usera? ¿Ni en todo el tiempo que estuviste en Extremadura? ¿En ningún momento? ¡Qué va! —se dijo—. A cada tren.

»Deja de hacer literatura dudosa sobre los bereberes y los antiguos iberos y reconoce que has sentido placer en matar, como todos los que son soldados por gusto sienten a veces placer lo confiesen o no. A Anselmo no le gusta porque es un cazador y no un soldado. Pero no le idealices tampoco. Los cazadores matan a los animales y los soldados matan a los hombres. No te engañes a ti mismo. Y no hagas literatura. Mira, hace tiempo que estás manchado. Y no pienses mal de Anselmo tampoco. Es un cristiano; algo muy raro en los países católicos.

»Pero, por lo que se refiere a Agustín, creo que fue miedo, el miedo natural que acomete antes de la acción. Y también algo más. Quizás esté fanfarroneando ahora. Había mucho miedo en su caso. He sentido el miedo bajo mi mano. En fin, es hora de acabar con la cháchara.»

—Mira si el gitano ha traído comida —dijo a Anselmo—. No le dejes subir hasta aquí. Es un tonto. Tráela tú mismo. Y, por mucha que haya traído, mándale de nuevo por más. Tengo muchísima hambre.

Capítulo XXIV

E
RA UNA MAÑANA
de fines de mayo, de cielo alto y claro. El viento acariciaba tibiamente. La nieve se fundía con rapidez mientras tomaban un refrigerio. Había dos grandes emparedados de carne y queso de cabra para cada uno, y Robert Jordan cortó con su navaja dos gruesas rodajas de cebolla, y las puso a uno y otro lado de la carne y del queso, entre los trozos de pan.

—Vas a oler de tal manera, que llegará hasta los fascistas que están al otro lado del bosque —dijo Agustín, con la boca llena.

—Dame la bota para enjuagarme la boca —dijo Robert Jordan, con la boca llena también de carne, queso, cebolla y pan a medio masticar.

No había tenido nunca tanta hambre. Se llenó la boca de vino, que sabía ligeramente a cuero, por el pellejo en que había estado guardado, y luego volvió a beber, empinando la bota, de manera que el chorro le corriese por la garganta. La bota rozó las agujas de pino que cubrían el fusil automático al levantar la mano, echando la cabeza hacia atrás, para dejar que el vino corriese mejor.

—¿Quieres este emparedado? —le preguntó Agustín, ofreciéndoselo por encima de la ametralladora.

—No, muchas gracias. Es para ti.

—Yo no tengo ganas. No acostumbro a comer tanto por la mañana.

—¿De verdad no lo quieres?

—No. Tómalo.

Robert Jordan cogió el emparedado y lo dejó sobre sus rodillas para sacar del bolsillo de su chaqueta, en donde guardaba las granadas, una cebolla; luego abrió su navaja y empezó a cortar. Quitó primero cuidadosamente la ligera película, que se había ensuciado en el bolsillo, y luego cortó una gruesa rodaja. Un segmento exterior cayó al suelo; Robert Jordan lo recogió, lo puso con la rodaja y lo metió todo en el emparedado.

—¿Siempre comes cebolla tan temprano? —preguntó Agustín.

—Cuando la hay.

—¿Todo el mundo lo hace en tu país?

—No —contestó Robert Jordan—; allí está mal visto.

—Eso me gusta —dijo Agustín—; siempre tuve a América por país civilizado.

—¿Qué tienes contra las cebollas?

—El olor. Nada más. Aparte de eso, es como una rosa.

Robert Jordan le sonrió con la boca llena.

—Una rosa —dijo—; es una verdad como un templo. Una cebolla es una rosa y una rosa es una cebolla.

—Se te están subiendo las cebollas a la cabeza —dijo Agustín—. Ten cuidado.

—Una cebolla es una cebolla y una rosa es una rosa —insistió alegremente Robert Jordan, y pensó que una piedra es una roca, es un peñasco, un cascote, un guijarro.

—Enjuágate la boca con el vino —le aconsejó Agustín—. Eres muy raro, inglés. Hay mucha diferencia entre tú y el último dinamitero que trabajó con nosotros.

—Hay, efectivamente, una gran diferencia.

—¿Cuál?

—Que yo estoy vivo y él muerto —dijo Robert Jordan. Pero en seguida pensó: «¿Qué es lo que te pasa? ¡Vaya una manera de hablar! ¿Es la comida lo que te pone en ese estado de loca felicidad? ¿Qué es lo que te pasa? ¿Estás borracho de cebolla? ¿Es eso lo que te pasa? Nunca me importó mucho. Quisiste que fuese algo importante para ti, pero no lo conseguiste. No debes engañarte por el poco tiempo que te queda»—. No —añadió hablando seriamente—. Aquél era un hombre que había sufrido mucho.

—¿Y tú no has sufrido?

—No —contestó Robert Jordan—; yo soy de los que sufren poco.

—Yo también —dijo Agustín—. Hay quienes sufren y quienes no sufren. Yo sufro muy poco.

—Tanto mejor —dijo Robert Jordan y bebió un nuevo trago de la bota—. Y con esto, todavía menos.

—Yo sufro por los otros.

—Como todos los hombres buenos deberían hacer.

—Pero por mí mismo sufro muy poco.

—¿Tienes mujer?

—No.

—Yo tampoco.

—Pero ahora tienes a la María.

—Sí.

—Mira qué cosa tan rara —dijo Agustín—. Desde que ella se juntó con nosotros, cuando lo del tren, la Pilar la ha mantenido apartada de todos, tan celosamente como si hubiera estado en un convento de carmelitas. No te puedes imaginar con qué ferocidad la guardaba. Vienes tú y te la da como regalo. ¿Qué te parece?

—No ha sido como tú lo cuentas.

—¿Cómo fue entonces?

—Me la confió para que cuidase de ella.

—Y por eso la cuidas y j... con ella toda la noche.

—Suerte que tiene uno.

—Vaya una manera de cuidar de ella.

—¿Tú no entiendes que se pueda cuidar de alguien de ese modo?

—Sí. Pero, por lo que se refiere a ese modo de cuidarla, podíamos haberlo hecho cualquiera de nosotros.

—No hablemos más de eso —dijo Robert Jordan—. La quiero de verdad.

—¿Lo dices en serio?

—No hay nada más serio en este mundo.

—¿Y después qué harás, después de lo del puente?

—Ella se vendrá conmigo.

—Entonces —dijo Agustín—, no hablemos más ninguno de los dos. Y que los dos tengáis mucha suerte.

Levantó la bota de vino, bebió un trago y se la tendió luego a Robert Jordan.

—Una cosa más, inglés...

—Todas las que quieras.

—Yo la he querido mucho también.

Robert Jordan le puso la mano en el hombro.

—Mucho —insistió Agustín—. Mucho. Más de lo que uno es capaz de imaginar.

—Me lo imagino.

—Me hizo una impresión que todavía no se ha borrado.

—Me lo imagino.

—Mira, voy a decirte una cosa muy en serio.

—Dila.

—Nunca la he tocado, ni he tenido nada que ver con ella; pero la quiero muchísimo. Inglés, no la trates a la ligera. Porque aunque duerma contigo no es una puta.

—Tendré cuidado de ella.

—Te creo. Pero hay más. Tú no puedes figurarte cómo sería una muchacha como ella si no hubiese habido una revolución. Tienes mucha responsabilidad. Esa muchacha ha sufrido mucho, de verdad. Ella no es como nosotros.

—Me casaré con ella.

—Bueno. No digo tanto. Eso no es necesario con la revolución. Aunque —y movió la cabeza— sería mejor.

—Me casaré con ella —repitió Robert Jordan, y al decirlo sintió que se le hacía un nudo en su garganta—. La quiero muchísimo.

—Más adelante —dijo Agustín—. Cuando convenga. Lo importante es tener la intención.

—La tengo.

—Oye —dijo Agustín—. Hablo demasiado y de una cosa que no me concierne. Pero ¿has conocido a muchas chicas en tu país?

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