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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (36 page)

–He oído mencionarlo como una especie de incierto principio de la información -asintió Hummin.

–¿No sería posible que alguna información, por razones especiales, se conservara intacta? – insistió Seldon, reflexivo-. Parte del libro mycogenio puede referirse a acontecimientos de veinte mil años atrás, y ser, no obstante, originales. Cierta información, cuanto más valiosa y más cuidadosamente conservada, más exacta y duradera puede ser.

–La palabra clave es «particular». Lo que el
Libro
procura preservar puede no ser lo que tú desearías que se hubiera preservado, y lo que el robot pueda recordar mejor tal vez sea lo que a ti te interesa que no recordara.

–En cualquier dirección que me vuelva en busca de una solución para mi psicohistoria, las cosas se arreglan para hacérmelo imposible. ¿Para qué luchar? – exclamó Seldon, exasperado.

–Puede parecerte imposible ahora -dijo Hummin sin inmutarse- pero dada la fuerza intelectual necesaria, puede encontrarse un camino hacia la psicohistoria que ninguno de nosotros concibe en este momento. Concédete más tiempo. Ahora, estamos llegando a un área de reposo. Detengámonos y cenemos.

Mientras comían cordero sobre un pan sin sabor (desagradable después de la calidad del de Mycogen), Seldon expuso:

–Pareces presumir, Hummin, que soy poseedor de la fuerza necesaria. Puedes no estar en lo cierto, ¿sabes?

–Tienes razón. Tal vez no sea así. No obstante, no conozco a un candidato mejor para el puesto, así que debo seguir aferrado a ti.

–Bien, lo intentaré -suspiró Seldon-, pero no tengo la menor chispa de esperanza. Posible pero no práctico, fue lo primero que te dije, y sigo más convencido que nunca de lo mismo.

13. Hoyos de calor

Amaryl, Yugo. – … Un matemático que, junto con el propio Hari Seldon, puede ser considerado altamente responsable de descubrir los detalles de la psicohistoria. Él fue quien…

… Sin embargo, las condiciones bajo las que empezó su vida son casi más dramáticas que sus logros matemáticos. Nacido en la más desesperada indigencia de la clase baja de Dahl, un Sector del antiguo Trantor, pudo haber pasado su vida en la más absoluta oscuridad a no ser por el hecho de que Seldon, por puro accidente, lo encontró en el curso de…

Enciclopedia Galáctica

61

El Emperador de toda la Galaxia se sentía cansado, físicamente cansado. Le dolían los labios debido a la amable sonrisa que había tenido que prender en su rostro a intervalos prudentes. Tenía el cuello tirante por haberlo inclinado tanto hacia un lado y hacia el otro en simulado despliegue de interés. Sus oídos acusaban el haberse visto obligado a escuchar tanto. Todo su cuerpo palpitaba después de tanto levantarse y sentarse, y volverse, y tender la mano, y mover afirmativamente la cabeza.

Y nada más fue un acto oficial en donde tenía que conocer alcaldes, virreyes y ministros, con sus respectivas mujeres o maridos, de aquí y de allá de Trantor, y (peor aun) de un punto y otro de la Galaxia. Había cerca de mil personas, todas con trajes que iban de lo recargado a lo claramente foráneo, y había tenido que escuchar una babel de acentos diferentes, empeorados por el esfuerzo de hablar el galáctico Imperial como se hablaba en la Universidad Galáctica. Y lo peor de todo: había tenido que recordar evitar hacer promesas económicas, sustituyéndolas por la loción de palabras sin sustancia.

Todo había sido grabado, imagen y sonido, con gran discreción, y Eto Demerzel lo revisaría después para ver si Cleon, Primero de ese Nombre, se había portado bien. Esto era, por supuesto, como el Emperador se lo planteaba para sí. Demerzel diría seguramente que se limitaba a recoger datos sobre revelaciones no intencionadas por parte de los invitados. Y quizás era así.

¡Afortunado Demerzel!

Al Emperador no le estaba permitido abandonar el palacio ni su extenso parque, mientras que Demerzel podía recorrer la Galaxia si así lo deseaba. El Emperador estaba siempre en evidencia, siempre accesible, siempre obligado a tratar con visitantes, desde los más importantes a los simplemente entrometidos. Demerzel permanecía en el anonimato, nunca se dejaba ver dentro del recinto del palacio. Simplemente, era un nombre que inspiraba miedo, una presencia invisible (y por ello más temida).

El Emperador era el Hombre Interior, con todos los emblemas y gajes del poder. Demerzel era el Hombre Exterior, con nada evidente, ni siquiera un título formal, pero con los dedos y la mente tanteándolo todo sin pedir recompensa por su incansable labor, excepto una, la realidad del poder.

Al Emperador le divertía, con una diversión algo macabra, pensar que en cualquier momento, sin previo aviso, con una excusa inventada o con ninguna, podía hacer arrestar a Demerzel, encarcelarle, exiliarle, torturarle o ejecutarle. Después de todo, en aquellos siglos de continua inquietud, el Emperador podía tener dificultades en ejercer su voluntad sobre los diversos planetas del Imperio, incluso sobre los distintos Sectores de Trantor, con su chusma de ejecutivos y legislaturas locales con los que estaba obligado a litigar en un laberinto de decretos, protocolos, obligaciones, tratados y legalidad interestelar en general…, pero, al menos, su poder seguía siendo absoluto sobre el palacio y sus tierras.

No obstante, Cleon sabía que sus sueños de poder eran inútiles. Demerzel había servido a su padre y Cleon no recordaba una sola vez en que aquél no recurriera a Demerzel para todo. Demerzel era quien lo sabía todo, lo decidía todo, lo hacía todo. Y más aun, si algo salía mal, podía achacársele a Demerzel. El propio Emperador estaba por encima de toda crítica y no tenía nada que temer, excepto, por supuesto, golpes palaciegos y asesinato por parte de sus más queridos y allegados. Era para evitar eso, sobre todo por lo que él confiaba en Demerzel.

El Emperador Cleon sintió un pequeño escalofrío ante la idea de prescindir de Demerzel. Había habido emperadores que gobernaron personalmente, con jefes de Estado Mayor sin talento, con incompetentes para los cargos desarrollados y los habían mantenido en su puesto. Esos emperadores se habían arreglado por un tiempo, en cierto modo.

Pero Cleon no podía. Necesitaba a Demerzel. De hecho, ahora que había pensado en el asesinato, en vista de la historia moderna del Imperio, era inevitable que se le ocurriera, y se daba perfecta cuenta de que le resultaba imposible deshacerse de Demerzel. No podía hacerlo. Por mucha inteligencia que él, Cleon, tratara de poner en el asunto, Demerzel se le anticiparía de un modo u otro (estaba seguro), se enteraría de lo que se le caía encima, y organizaría con superior inteligencia, un golpe palaciego. Cleon estaría muerto mucho antes de que Demerzel pudiera ser encadenado y sacado de allí. Otro Emperador, a quien Demerzel serviría (y dominaría), le sucedería.

¿O se cansaría Demerzel del juego y se convertiría a sí mismo en Emperador?

¡Jamás! El hábito del anonimato estaba demasiado arraigado en él. Si Demerzel se exponía al mundo, sus poderes, su sabiduría, su suerte (fuera la que fuese) lo abandonarían. Cleon estaba convencido de ello. Lo sentía más allá de cualquier controversia.

Así que mientras Cleon se portara bien, estaba seguro. Sin ambición personal, Demerzel lo serviría con fidelidad.

Y ahí llegaba Demerzel, vestido tan sobria y severamente que hacía sentir incómodo a Cleon con el exceso de adornos en su ropa de ceremonia, despojado de ella, por fortuna, con la ayuda de dos servidores. Desde luego, nunca, hasta que él se encontraba solo y desvestido, aparecía Demerzel.

–Demerzel -anunció el Emperador de toda la Galaxia-, ¡estoy cansado!

–Las recepciones oficiales son agotadoras,
Sire
-murmuró Demerzel.

–¿Por qué tengo que soportarlas todas las tardes?

–No todas las tardes, pero son esenciales. A los demás les gusta veros y que os fijéis en ellos. Ayuda a mantener el Imperio sobre ruedas bien engrasadas.

–El Imperio solía rodar sin tropiezos por el poder -protestó el Emperador, sombrío-. Ahora, hay que mantenerle con una sonrisa, un gesto de la mano, una palabra en voz baja, una medalla o una placa.

–Si todo esto sirve para mantener la paz,
Sire
, bienvenido sea. Y vuestro reinado continúa sin problemas.

–Ya sabes la razón: te tengo a mi lado. Mi único don real es darme cuenta de tu importancia… -murmuró mientras miraba de soslayo a Demerzel-. Mi hijo no necesita ser mi heredero. Es un muchacho sin talento. ¿Y si hiciera de ti mi heredero?

Demerzel le cortó en seco, glacial.

–Eso es impensable,
Sire
. Jamás usurparía el trono. Nunca se lo arrebataría a vuestro legítimo heredero. Además, si os he desagradado, castigadme con justicia. Estoy seguro de que nada de lo que haya hecho o podido hacer merece el castigo de hacer de mí un Emperador.

Cleon se echó a reír.

–Por esta declaración sincera del valor del Trono Imperial, Demerzel, abandono toda idea de castigarte. Vamos, hablemos sobre algo. Me gustaría dormir, pero no me veo aún con ánimo para aguantar la ceremonia con que me acuestan. Hablemos.

–¿De qué,
Sire
?

–De cualquier cosa… ¡Del matemático y su psicohistoria! ¿Sabes que pienso en él de vez en cuando? Hoy me vino a la mente a la hora de la cena. Me dije: «¿Y si un análisis psicohistórico predijera un método para hacer posible seguir siendo emperador sin todas estas interminables ceremonias?

–Creo,
Sire
, que ni el más inteligente psicohistoriador podría conseguir algo así.

–Bueno, pues cuéntame las últimas noticias. ¿Está escondido aún entre aquellos peculiares calvos de Mycogen? Me prometiste que lo sacarías de allí.

–Lo hice,
Sire
, y actué en aquella dirección, pero lamento deciros que he fracasado.

–¿Fracasado? – El Emperador se permitió fruncir el ceño-. No me gusta.

–Ni a mí,
Sire
. Planeé hacer que se animara al matemático a cometer algún acto blasfemo (en Mycogen es fácil cometerlos, en especial un forastero…), uno que requiriera un severo castigo. Entonces, el matemático se vería obligado a apelar al Emperador y, como resultado, nos apoderaríamos de él. Lo preparé a costa de pequeñas concesiones por nuestra parte, importantes para Mycogen, sin la menor importancia para nosotros; además, decidí no participar directamente en el arreglo. Había que obrar con sutileza.

–En efecto -dijo Cleon-, y fracasaste. Acaso el alcalde de Mycogen…

–Se le llama el Gran Anciano,
Sire
.

–¡Déjate de títulos! ¿Se negó el Gran Anciano?

–Por el contrario,
Sire
, aceptó. El matemático Seldon cayó limpiamente en la trampa.

–¿Entonces?

–Se le permitió salir indemne.

–¿Por qué? – exclamó Cleon, indignado.

–No estoy seguro,
Sire
, pero sospecho que alguien se nos adelantó.

–¿Quién? ¿El alcalde de Wye?

–Es posible,
Sire
, aunque lo dudo. Tengo a Wye bajo vigilancia continua. Si hubieran conseguido al matemático, yo lo sabría.

El Emperador no se limitó a fruncir el ceño, se mostró claramente enfurecido.

–Demerzel, no me gusta. Estoy muy disgustado. Un fracaso como éste me hace pensar en que quizás has dejado de ser el hombre que eras. ¿Qué medidas vamos a tomar contra Mycogen por esta clara desobediencia a los deseos del Emperador?

Demerzel se inclinó profundamente ante la tormenta desatada.

–Cometeríamos un error al castigar a Mycogen ahora,
Sire
-dijo con tono cortante-. El malestar subsiguiente sería como hacerle el juego a Wye.

–¡Debemos hacer algo!

–Quizá no,
Sire
. No es tan malo como parece,

–¿Cómo puede no ser tan malo como parece?

–Recordaréis,
Sire
, que este matemático estaba convencido de que la psicohistoria no era práctica.

–Claro que lo recuerdo, pero eso no importa, ¿verdad? Para lo que nos proponemos…

–Puede que no. Pero si consiguiera hacerla práctica, serviría nuestros propósitos infinitamente mejor,
Sire
. Y por lo que me he enterado, el matemático está tratando ahora de conseguir que la psicohistoria sea práctica. He sabido que su acto blasfemo en Mycogen fue parte de un intento suyo por resolver el problema de la psicohistoria. Nos será más útil si lo prendemos cuando esté a punto de alcanzar su meta o la haya alcanzado ya.

–No, si Wye se apodera de él antes

–Me ocuparé de que eso no ocurra.

–¿Del mismo modo que lograste sacar al matemático de Mycogen hace poco?

–La próxima vez no cometeré ningún error,
Sire
-afirmó fríamente Demerzel.

–Mejor que no lo olvides, Demerzel. No toleraré ningún otro fallo. – Y en tono malhumorado añadió-: Creo que no podré dormir esta noche, después de todo.

62

Jirad Tisalver, del Sector de Dahl, era bajo. Su cabeza llegaba a la altura de la nariz de Seldon. No obstante, no parecía que ese detalle le preocupara demasiado. Sus facciones eran regulares, hermosas, sonreía con facilidad, tenía los cabellos muy rizados y lucía un frondoso bigote negro.

Vivía con su esposa y una hija pequeña en un apartamento de siete pequeñas habitaciones, escrupulosamente limpias, pero vacías de mobiliario.

–Les ruego me perdonen -dijo Tisalver-, doctor Seldon y doctora Venabili, por no proporcionarles el lujo a que deben estar acostumbrados, pero Dahl es un Sector pobre y no me encuentro entre los más favorecidos de nuestro pueblo.

–Tanto más debemos excusarnos -respondió Seldon- por imponerles el peso de nuestra presencia.

–Ningún peso, doctor Seldon. El Maestro Hummin ha accedido a pagarnos generosamente por el uso de nuestra humilde vivienda y los créditos serían bien recibidos incluso si ustedes no fueran…, pero lo son.

Seldon recordó las palabras de despedida de Hummin, después, de que, por fin, llegaran a Dahl.

–Seldon -le había dicho-, éste es el tercer lugar que te he buscado como santuario. Los dos primeros estaban, eso era evidente, fuera del alcance del Imperio, lo que bien pudo haber llamado su atención; después de todo, eran lugares lógicos. Éste es diferente: pobre, insignificante y, en realidad, poco seguro, según se mire. No es un refugio natural para ti, de modo que el Emperador y su Jefe de Estado Mayor no pensarán buscarte en esta dirección. ¿Te importaría, por esta vez, no meterte en líos?

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