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Authors: Mario Benedetti

Tags: #Drama, Romantico

Primavera con una esquina rota (7 page)

Exilios
(Un hombre en un zaguán)

Al doctor Siles Zuazo lo había conocido en Montevideo, hará de esto veinte años, cuando vino exiliado (en aquel entonces se decía exilado) a Uruguay, tras el triunfo de uno de los tantos golpes militares que siempre han ulcerado la historia de Bolivia. Yo entonces tenía pocos libros publicados y trabajaba en la sección contable de una gran compañía inmobiliaria.

Una tarde el teléfono sonó en mi mesa y una voz grave dijo: «Habla Siles Zuazo». Al principio creí que era una broma y sin embargo no respondí en consecuencia, midiendo quizá la leve posibilidad de que fuera cierto. No salía de mi asombro, pero enseguida él me sacó de dudas. En realidad, me estaba invitando a que fuera a verle al Hotel Nogaró. Pensé que me iba a hablar de Bolivia y de los milicos que habían tomado el poder, pero de todas maneras no me explicaba las razones de que me hubiera elegido precisamente a mí. Pero estaba equivocado.

Unos años antes yo había publicado un ensayo sobre
Marcel Proust y el sentido de la culpa.
Bueno, Siles Zuazo quería conversar conmigo sobre Proust y otros temas literarios. Me encontré con que aquel político sin salida al mar, aquel personaje cuyas anécdotas de valor cívico me habían sido narradas por varios amigos, era un hombre excepcionalmente culto, empedernido lector de la literatura contemporánea.

Hablamos sobre Proust, claro, mientras tomábamos el té con tostadas. Sólo faltaban los bollos de magdalena. Las pocas veces que tocamos el tema político, se debió a preguntas mías. Él en cambio quería hablar de literatura y, por cierto, dijo cosas muy inteligentes y sagaces.

Después de ese encuentro inicial, tomamos té varias veces en el Nogaró, y conservo un recuerdo muy plácido y agradable de aquellas conversaciones. Poco más tarde dejó Montevideo y se reintegró a las luchas y vaivenes políticos de su incanjeable Bolivia.

Estuve muchos años sin verlo, aunque siempre seguí su infatigable quehacer político: legal, cuando se podía, clandestino cuando no. Una noche de cerrada lluvia, allá por 1974, en Buenos Aires, venía yo, creo que por la calle Paraguay tratando de guarecerme, cuando de pronto, al pasar casi corriendo frente a un zaguán, me pareció reconocer allí a un hombre que también se resguardaba del aguacero.

Volví atrás. Era el Dr. Siles. Él también me había reconocido. «Así que también a usted le tocó exiliarse.» «Sí, doctor. Cuando hablábamos en Montevideo eso parecía imposible, ¿verdad?» «Sí, parecía.» En aquella penumbra no podía distinguir su sonrisa, pero la imaginaba. «Y en este inesperado exilio suyo, ¿qué etapa es la actual?» Respondí con un poco de vergüenza: «La número tres.» «Entonces no se aflija. Yo ando por la catorce.»

Esa noche no hablamos de Proust.

Beatriz
(Este país)

Este país no es el mío pero me gusta bastante. No sé si me gusta más o menos que mi país. Vine muy chiquita y no me acuerdo de cómo era. Una de las diferencias es que en mi país hay cabayos y aquí en cambio hay cabaios. Pero todos relinchan. Las vacas mugen y las ranas croan.

Este país es más grande que el mío, sobre todo porque el mío es chiquitísimo. En este país viven mi abuelo Rafael y mi mami Graciela. Y también otros millones. Es muy agradable saber que una vive en un país con muchos millones. Cuando Graciela me lleva al Centro, pasan montones de gente por la calle. Es tanta tanta tanta gente la que pasa que me parece que ya debo conocer a todos los millones de este país.

Los domingos las calles están casi vacías y yo pregunto dónde se habrán metido todos los millones que vi el viernes. Mi abuelo Rafael dice que los domingos la gente se queda en su casa a descansar. Descansar quiere decir dormir.

En este país se duerme mucho. Sobre todo los domingos porque son muchos millones los que duermen. Si cada uno que duerme ronca nueve veces por hora (mi mami ronca catorce) quiere decir que cada millón de habitantes ronca nueve millones de veces por hora. O sea que cunden los ronquidos.

Yo a veces cuando duermo me pongo a soñar. Casi siempre sueño con este país, pero algunas noches sueño con el país mío. Graciela dice que no puede ser porque yo no puedo acordarme de mi país. Pero cuando sueño sí me acuerdo, aunque Graciela diga que yo hago trampa. Y no hago.

Entonces sueño que mi papá me lleva de la mano a Villa Dolores que es el nombre del zoológico. Y me compra manises para que le dé a los monos y esos monos no son los del zoológico de aquí porque a éstos los conozco muy bien y también a sus esposas y a sus hijos. Los monos de mis sueños son los de Villa Dolores y mi papá me dice ves Beatriz esos barrotes, así también vivo yo. Entonces me despierto llorando en este país y Graciela tiene que venir a decirme pero mijita si es sólo un sueño.

Yo digo que es una lástima que entre los millones de gentes que hay en este país no esté por ejemplo mi papá.

Heridos y contusos
(Soñar despierta)

—Ves, por eso no quiero que vengas sola.

—¿Qué hice?

—No te hagas la mosquita muerta.

—¿Pero qué hice?

—Ibas a cruzar con luz roja.

—No venía ningún auto.

—Sí que venía, Beatriz.

—Pero muy lejos.

—Vamos ahora.

Pasan frente al supermercado. Luego, frente a la tintorería.

—Graciela.

—¿Qué hay?

—Te prometo cruzar siempre con luz verde.

—Ya me lo prometiste la semana pasada.

—Pero ahora te lo prometo de veras. ¿Me perdonás?

—No es cuestión de perdón o no perdón. ¿No te das cuenta de que si cruzás con luz roja te puede arrollar un auto?

—Tenés razón.

—¿Qué hago yo, Beatriz, si a vos te pasa algo? ¿Cómo se sentiría tu padre si a vos te pasara algo? ¿No pensás en eso?

—No me va a pasar nada, mami. No llores. Por favor. Voy a cruzar siempre con luz verde. Graciela. Mami. No llores.

—Si ya no lloro, boba. Vamos, entrá.

—Es temprano todavía. Las clases empiezan dentro de veinte minutos. Y el solcito está lindo. Y quiero estar un rato más con vos.

—Adulona.

Cuando dice eso, Graciela se afloja un poco y sonríe.

—¿Me perdonaste?

—Sí.

—¿Vas a la oficina ahora?

—No.

—¿Estás de vacaciones?

—Trabajé mucho la semana pasada y me dieron libre este lunes.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas al cine?

—No creo. Me parece que vuelvo a casa.

—¿Vendrás a buscarme a la salida? ¿O podré volver sola?

—Quisiera tenerte confianza.

—Tenémela, mami. No me va a pasar nada. De veras.

Beatriz no espera la respuesta de Graciela. La besa, casi en el aire, y entra corriendo en la escuela. Graciela se queda un rato inmóvil, mirándola alejarse. Luego aprieta los labios y se va.

Camina lentamente, balanceando el bolso, deteniéndose a veces, como desorientada. Al llegar a la Avenida, recorre con la mirada la cadena de grandes edificios. De pronto los que van a cruzar la rozan, la empujan, le dicen algo, y entonces ella también se decide a cruzar. Pero antes de llegar a la otra acera, los semáforos se han puesto rojos y un camión debe hacer un viraje para esquivarla.

Ahora dobla por una calle casi desierta, donde hay varios tachos de basura, desbordantes y hediondos. Se acerca a uno de ellos y mira con algún interés el contenido. Hace un ademán como para introducir la mano, pero se contiene.

Camina dos, tres, cinco, diez cuadras. En la esquina anterior a la otra Avenida hay una mujer que pide limosna. Junto a ella dormitan dos niños muy pequeños. Ella se acerca y la mujer reinicia su cantilena.

—¿Por qué pide? ¿Eh?

La mujer la mira asombrada. Está acostumbrada a la dádiva, al rechazo, a la indiferencia. No al diálogo.

—¿Cómo?

—Digo que por qué pide.

—Para comer, señora. Por amor de Dios.

—¿Y no puede trabajar?

—No, señora. Por amor de Dios.

—¿No puede o no quiere?

—No, señora.

—¿No qué?

—No hay trabajo. Por amor de Dios.

—Deje tranquilo al amor de Dios. ¿No se da cuenta de que Dios no quiere amarla?

—No diga eso, señora. No diga eso.

—Tome.

—Gracias, señora. Por amor de Dios.

Ahora camina con pasos más firmes y más rápidos. La mendiga queda atrás, atónita. Uno de sus niños rompe a llorar. Graciela vuelve la cabeza para mirar al grupo, pero no se detiene.

Cuando está a dos cuadras de su casa, distingue borrosamente a Rolando. Está apoyado en la puerta. Camina otra cuadra y lo saluda con el brazo en alto. El parece no verla. Ella repite el gesto y entonces él responde agitando también su brazo, y viene a su encuentro.

—¿Cómo supiste que venía a casa?

—Muy sencillo. Llamé a tu oficina y me dijeron que hoy no ibas.

—Casi voy al cine.

—Sí, pensé en esa posibilidad. Pero el sol estaba tan lindo que me pareció poco probable que decidieras encerrarte en un cine. Y bueno, me largué hasta aquí, y ya ves, acerté.

La besa en las mejillas. Ella busca en su bolso, encuentra la llave, y abre.

—Vení. Sentate. ¿Querés tomar algo?

—Nada.

Graciela abre las persianas y se quita el tapado. Rolando la mira inquisidoramente.

—¿Estuviste llorando?

—¿Se me nota?

—Tenés el aspecto que técnicamente se denomina: después de la tormenta.

—Bah, sólo un chubasquito.

—¿Qué pasó?

—Poca cosa. Un injusto desaliento ante una mendiga, y antes una justa rabieta con Beatriz.

—¿Con Beatriz? Tan linda ella.

—Buena pieza. Pero siempre me gana.

—¿Y qué pasó?

—Estupidez mía. Es tan imprudente al cruzar las calles. Y me da miedo.

—¿Sólo eso?

Rolando le ofrece un cigarrillo, pero ella lo rechaza. El toma uno y lo enciende. Echa la primera bocanada y la mira a través del humo.

—Graciela, ¿cuándo te vas a decidir?

—¿Decidirme a qué?

—A confesarte a vos misma no sé qué. Evidentemente, algo que no querés admitir.

—No empieces otra vez, Rolando. Me revienta ese tonito paternal.

—Hace mucho que te conozco, Graciela. Antes que Santiago.

—Es cierto.

—Y porque te conozco sé que te sentís mal.

—Me siento.

—Y que te seguirás sintiendo así hasta que lo admitas.

—Puede ser. Pero es difícil. Es duro.

—Ya sé.

—Se trata de Santiago.

—Ah.

—Y sobre todo de mí. Bah, no es tan complicado. Pero es duro. No sé qué me pasa, Rolando. Es terrible admitirlo. Pero a Santiago no lo necesito.

—¿Y desde cuándo te sentís así?

—No me pidas fechas. Yo qué sé. Es absurdo.

—No lo califiques todavía.

—Es absurdo, Rolando. Santiago no me hizo nada. Sólo caer preso. ¿Qué te parece? Después de todo, ¿se puede hacer a alguien algo peor, algo más ominoso? Me hizo eso. Cayó preso. Me abandonó.

—No te abandonó, Graciela. Se lo llevaron.

—Ya lo sé. Por eso te digo que es absurdo. Sé que se lo llevaron y sin embargo me siento como si me hubiese abandonado.

—¿Y se lo reprochás?

—No, ¿cómo voy a reprochárselo? El se portó bien, demasiado bien, soportó la tortura, fue valiente, no delató a nadie. Es un ejemplo.

—Y sin embargo.

—Y sin embargo me he ido alejando. Y la lejanía me ha dado respiro para repasar toda nuestra relación.

—Que era buena.

—Buenísima.

—¿Entonces?

—Ya no lo es. El sigue escribiéndome cartas cariñosas, cálidas, tiernas, pero yo las leo como si fueran para otra. ¿Podés aclararme qué ha pasado? ¿Será que la cárcel ha convertido a Santiago en otro tipo? ¿Será que el exilio me ha transformado en otra mujer?

—Todo es posible. Pero también todo puede complementarse. Y enriquecerse. Y mejorarse.

—Yo no he mejorado ni me he enriquecido. Me siento más pobre, más seca. Y no quiero seguir empobreciéndome ni secándome.

—Graciela. ¿Vos seguís compartiendo la actitud política de Santiago?

—Claro. Es también la mía, ¿no? Sólo que él cayó. Y yo en cambio estoy aquí.

—¿Le reprochás los compromisos que contrajo?

—¿Estás loco? Hizo lo que había que hacer. Yo también hice lo mío. Por ahí vas mal rumbeado. En eso estuvimos y seguimos unidos. Donde yo no sigo unida es en la relación de dos. No en la social, sino en la conyugal, ¿entendés? Eso por lo menos lo tengo claro. Lo que no tengo claro es el motivo. Y eso me angustia. Si Santiago me hubiera hecho una porquería, o si lo hubiera visto hacer una porquería a alguien. Pero no. Es un tipo de primera. Leal, buen amigo, buen compañero, buen marido. Y estuve muy enamorada de él.

—¿Y él?

—También. Y al parecer sigue igual. La loca soy yo.

—Graciela. Sos una muchacha todavía. Sos linda, sos inteligente, sos tierna a veces. Quizá lo que echás de menos sea la contrapartida, la retribución afectiva.

—Uy, qué difícil.

—Eso que Santiago no puede darte por correspondencia, y menos por correspondencia bajo censura.

—Es posible.

—¿Puedo hacerte una pregunta muy pero muy indiscreta?

—Podés. Y también puedo no contestarte.

—De acuerdo.

—Venga pues.

—¿Soñás con otros hombres?

—¿Querés decir sueños amorosos?

—Sí.

—¿Te referís a soñar dormida o a soñar despierta?

—A ambas cosas.

—Cuando duermo no sueño con ningún hombre.

—¿Y despierta?

—Despierta sí sueño. Te vas a reír. Sueño con vos.

Don Rafael
(Locos lindos y feos)

Santiago me escribió y está bien. He aprendido a leer sus entrelíneas y por ellas sé que sigue estando cuerdo. Mi temor ha sido ése. No que delate o se afloje. Eso no. Creo que conozco a mi hijo. Mi temor ha sido que se deslice desde la cordura hacia quién sabe qué. Ya lo dijo una vez el director del Penal, no sé si el último o el penúltimo: «No nos atrevimos a liquidarlos a todos cuando tuvimos la oportunidad, y en el futuro tendremos que soltarlos. Debemos aprovechar el tiempo que nos queda para volverlos locos». Por lo menos fue franco, ¿verdad? Franco y abyecto. Pero de algún modo esa impúdica confidencia dio la clave: es en ellos, los sabuesos, donde hay algo demencial. Son ellos los que aprovecharon el tiempo para enloquecerse. Pero no son locos lindos; son locos disformes, esperpénticos. Locos por vocación y libre elección, que es la forma más innoble de locura. Fueron becados a Fort Gulick para recibirse de dementes. Ahora bien, aunque aquel director del Penal dijo eso hace más de cinco años, yo me sigo aferrando a las únicas seis palabras aprovechables de su escalofriante programa: «En el futuro tendremos que soltarlos». Digamos que a Santiago
no se atrevieron a liquidarlo cuando tuvieron la oportunidad
, pero ¿estará entre los que soltarán antes de que enloquezcan? Aspiro a que sí. Santiago ha logrado generar, o quizá descubrir en sí mismo, una extraña vitalidad. Su descenso a los infiernos no lo ha incinerado. Chamuscado tal vez. Pienso que, más aún que afiliarse a una esperanza, allí lo que cuenta es aferrarse a la cordura. Y él sigue cuerdo. Toco madera. Y por las dudas que sea sin patas: por ejemplo esta cuchara de olivo, que además es regalo de Lydia. Sigue cuerdo porque se ha incrustado de modo voluntario en la cordura. Y está dosificando prudente y sagazmente sus odios, eso es decisivo. Los odios vivifican y estimulan sólo si es uno quien los gobierna; destruyen y desajustan cuando son ellos los que nos dominan. Sé que es difícil tener sentido común cuando se ha pasado por la humillación y el mutismo empecinado y el asco a la muerte y la alarma sin tregua y el pavor solidario y el martirio en incómodas cuotas. Tras ese itinerario, aferrarse a la cordura puede ser una forma de delirio. Sólo así puede explicarse esa machacona lealtad al equilibrio. Y también por los principios, claro. Pero hubo gentes con muchos y sólidos y declarados principios, que, sin embargo, flaquearon y después se sintieron como el culo. Gentes a las que no enjuicio, que esto quede y me quede bien claro, porque uno no sabe quién es realmente, cuán incinerable o incombustible es, hasta que no pasa por alguna hoguera. Digo sinceramente que los principios son, por supuesto, un elemento fundamental, pero sólo uno. El resto es respeto a sí mismo, fidelidad a los demás, y sobre todo mucho empecinamiento, mucha terquedad en bruto, y también, se me ocurre ahora, una progresiva desmitificación de la muerte. Porque éste es en definitiva el argumento más contundente y taladrante que esgrimen: la posibilidad cierta, la comparecencia genuina de la muerte, pero no una muerte cualquiera, sino la muerte propia. Y sólo rebajándola ante sí mismo, sólo mutilándola de su legendaria reputación, puede el hombre ganar el forcejeo. Convencerse de que morir no es después de todo tan jodido si se muere bien, si se muere sin recelos contra uno mismo. No obstante, se me ocurre (a mí que nunca pasé por ese riesgo) que no debe ser fácil, porque en una coyuntura así uno está espantosamente solo, ni siquiera acompañado por la presencia mugrienta del techo o las paredes, ni por los rostros inmundos de quienes lo destrozan; está solo con su capucha, o más exactamente con el revés de la arpillera; solo con su taquicardia, sus arcadas, su asfixia o su angustia sin fin. Es claro que, cuando eso acaba, cuando eso concluye y se es consciente de que se sobrevive, debe quedarle a uno un sedimento de dignidad y también un sarro permanente de rencor. Algo que nunca más se perderá, aunque el ambiguo futuro depare seguridades y confianzas y amor y paso firme. Un sarro de rencor que puede volverse endémico y hasta llegar a contaminar las seguridades y las confianzas y el amor y el paso firme, tal vez compaginados en más de un futuro individual. O sea que estos implacables, estos peritos de la sevicia, estos caníbales inesperados, estos hierofantes de la Sagrada Orden del Cepo, no sólo tienen una culpa actual, sino también una proyección, que roza el infinito, de esa culpa. No sólo son responsables de cada inquina individual. O de la suma de esas inquinas, sino también de haber podrido los viejos cimientos de una sociedad entera. Cuando suplician a un hombre, lo maten o no, martirizan también (aunque no los encierren, aunque los dejen desamparados y atónitos en su casa violada) a su mujer, sus padres, sus hijos, su vida de relación. Cuando revientan a un militante (como fue el caso de Santiago) y empujan a su familia a un exilio involuntario, desgarran el tiempo, trastruecan la historia para esa rama, para ese mínimo clan. Reorganizarse en el exilio no es, como tantas veces se dice, empezar a contar desde cero, sino desde menos cuatro o menos veinte o menos cien. Los implacables, los que ganaron sus galones en la crueldad militante, esos que empezaron siendo puritanos y acabaron en corruptos, ésos abrieron un enorme paréntesis en aquella sociedad, paréntesis que seguramente se cerrará algún día, cuando ya nadie será capaz de retomar el hilo de la antigua oración. Habrá que empezar a tejer otra, a compaginar otra en que las palabras no serán las mismas (porque también hubo lindas palabras que ellos torturaron o ajusticiaron o incluyeron en las nóminas de desaparecidos), en la que los sujetos y las preposiciones y los verbos transitivos y los complementos directos, ya no serán los mismos. Habrá cambiado la sintaxis en esa sociedad todavía nonata que en ese entonces aparecerá como debilucha, anémica, vacilante, excesivamente cautelosa, pero con el tiempo irá recomponiéndose, inventando nuevas reglas y nuevas excepciones, palabras flamantes desde las cenizas de las prematuramente calcinadas, conjunciones copulativas más adecuadas para servir de puente entre los que se quedaron y aquellos que se fueron y entonces volverán. Pero nada podrá ser igual a la prehistoria del setenta y tres. Para mejor o para peor; no estoy seguro. Y menos seguro estoy de poder habituarme, si algún día regreso, a ese país distinto que ahora se está gestando en la trastienda de lo prohibido. Sí, es probable que el
desexilio
sea tan duro como el exilio. La nueva sociedad no será levantada por los veteranos como yo, ni siquiera por los jóvenes maduros como Rolando o Graciela. Somos sobrevivientes, claro, pero también heridos y contusos. Ellos y nosotros. ¿Será levantada entonces por los hoy niños, como mi nieta? No lo sé, no lo sé. Quizá los oficiantes, los hacedores de esa patria pendular y peculiar sean los que hoy son niños pero siguen en el país. No los muchachitos y muchachitas que traerán en la retina nieves de Oslo o atardeceres del Mediterráneo o pirámides de Teotihuacán o motonetas de la Via Appia o cielos negros del invierno sueco. Tampoco los muchachitos y muchachitas que traigan en la memoria a los niños mendigos de la Alameda, o a los drogadictos del Quartier Latin, o la borrachera consumista de Caracas o el tejerazo de Madrid, o las algaradas neonazis del milagro alemán. A lo sumo puede que ayuden, que comuniquen lo aprendido, que pregunten por lo desaprendido, que intenten adaptarse y bregar. Pero quienes forjarán el nuevo y peculiar país del mediato futuro, esa patria que es todavía un enigma, serán los púberes de hoy, los que estuvieron y están allí, los que desde una óptica infantil pero nada amnésica, vieron buena parte de las duras refriegas y cómo otros adolescentes, los del sesenta y nueve y del setenta, eran acribillados como enemigos, y cómo se llevaron a sus padres y tíos y a veces a sus madres y hasta a sus abuelos y sólo mucho más tarde volvían a verlos, pero tras las rejas o desde lejos o también desde una proximidad hecha de incomunicación y lejanía. Y vieron llorar y lloraron ellos mismos junto a ataúdes que estaba prohibido abrir, y vieron cómo después vino el silencio atronador en las esquinas, y las tijeras en el cabello y en el diálogo, y eso sí, mucho
rock y jukeboxes
y tragamonedas para que olvidaran lo inolvidable. No sé cómo ni cuándo, pero esos botijas de hoy serán la vanguardia de una patriada realista. ¿Y nosotros los veteranos? ¿Nosotros las carrozas, como dicen los gaitas? Bueno, los que para entonces todavía estemos lúcidos, nosotros las carrozas que todavía rodemos, nosotros les ayudaremos a recordar lo que vieron. Y también lo que no vieron.

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