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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (28 page)

El poste se erguía en medio de los haces de leña amontonados, una leña tan seca que chascaba al pisarla. Los extremos salientes de la madera se engancharon en la túnica de Raistlin y la desgarraron cuando los clérigos lo empujaron hacia el poste. Con rudeza, le dieron media vuelta para ponerlo de cara a la multitud, que era una masa de ojos relucientes y bocas entreabiertas y ávidas. Alguien estaba empapando la leña con un líquido, aguardiente enano a juzgar por el olor; no era obra de los clérigos, sino de algunos de los juerguistas más borrachos.

Los clérigos le ataron las manos a Raistlin detrás del poste y después pasaron la cuerda alrededor del torso y los brazos, ciñéndolo con fuerza. Estaba fuertemente sujeto, y, a pesar de que se debatió contra las ataduras con las escasas fuerzas que le restaban, no pudo soltarse. El sumo sacerdote se disponía a hacer una arenga; pero, antes de que sus acólitos hubieran terminado de atar la cuerda, algún borracho impaciente arrojó una antorcha a la pira y a punto estuvo de prenderle fuego al propio sumo sacerdote. El y los otros clérigos tuvieron que saltar y apartarse con precipitación. La madera empapada de aguardiente se prendió en un visto y no visto, y las lenguas de fuego lamieron la leña y empezaron a devorarla.

El humo le entró a Raistlin en los ojos, que lagrimearon por el escozor. Los cerró contra las llamas y el humo mientras maldecía su debilidad y su indefensión. Buscó en su interior la entereza necesaria para soportar el lacerante tormento que sentiría cuando las llamas llegaran a su piel.

—¡Hola, Raistlin! —sonó una voz aguda justo detrás de él—. ¿No es emocionante? Nunca había visto llevar a alguien a morir en la hoguera, aunque, por supuesto, preferiría que no fueras tú...

Mientras hablaba, Tasslehoff manejaba una daga con movimientos rápidos sobre los nudos de la cuerda que ataba las Manos de Raistlin.

—¡El kender! —sonaron unas voces iracundas—. ¡Detenedlo! —¡Toma, pensé que esto podría servirte de ayuda! —ofreció Tas. Raistlin sintió la empuñadura de una daga contra la palma de la mano—. Es de tu amigo Lemuel. Dice que...

Raistlin nunca supo lo que había dicho Lemuel porque en ese momento un tremendo alarido resonó sobre la multitud.

La gente chilló, asustada. El acero centelleó a la luz de las antorchas y Caramon apareció de repente delante de Raistlin, que se habría echado a llorar de alegría al ver el rostro de su hermano. Sin notar el dolor, Caramon cogió brazadas enteras de leña prendida y las arrojó a un lado.

Tanis estaba espalda contra espalda con Caramon, blandiendo su espada de manera que desviaba y golpeaba antorchas y palos con la parte plana de la cuchilla. A su lado luchaba Kitiara, pero la mujer no lo hacía con la parte plana del acero. A sus pies yacía un clérigo ensangrentado; la guerrera combatía con una leve sonrisa y los oscuros ojos brillando por la diversión que todo aquello le proporcionaba.

Flint también estaba allí, forcejeando con los clérigos que habían agarrado a Tasslehoff e intentaban llevarlo arrastrando al interior del templo. El enano los atacó con tanta ferocidad que los tipos soltaron enseguida a Tas y huyeron.

Apareció Sturm, blandiendo la espada a diestro y siniestro, su rostro convertido en una máscara a causa de la sangre.

Los vecinos de Haven, aunque pesarosos porque el hechicero no fuera a morir en la hoguera, se mostraron divertidos por el entretenimiento que les ofrecía el osado rescate. El sumo sacerdote, viendo que la voluble chusma se ponía en contra de los clérigos y aclamaba a los héroes, huyó hacia el templo buscando refugio. Sus acólitos —al menos los que todavía seguían de pie— se apresuraron a ir tras él mientras el populacho les arrojaba piedras y hacía planes para entrar a saco en el templo.

El alivio por la certeza de saber que estaba a salvo, que no iba a morir en la hoguera, fluyó a través de Raistlin en una impetuosa oleada que lo dejó débil y mareado; su único apoyo para no caer fueron las ataduras.

Caramon soltó la cuerda que rodeaba a su hermano y lo sostuvo para que no se desplomara, casi inconsciente. Lo levantó en sus brazos y lo sacó de la pira, tras lo cual lo tendió en el suelo.

La gente se arremolinó alrededor de los gemelos, ansiosa por ayudar a salvar al joven a quien unos minutos antes deseaban ver morir abrasado con igual intensidad.

—¡Apartaos, cafres! —bramó Flint mientras agitaba los brazos, iracundo—. Dejad que respire.

Alguien le tendió al enano una botella de brandy para «que le diera de beber al valeroso joven».

—Gracias. —Flint se echó un buen trago antes de pasársela a Caramon.

El mocetón acercó la botella a los labios de su hermano. El escozor del licor en el labio partido y su abrasador contacto al pasarle por la garganta hicieron que el joven volviera en sí. Se atraganto, tosió y retiró la botella de brandy de sus labios.

—¡He escapado por poco de morir abrasado en la hoguera, Caramon! ¿Es que intentas envenenarme ahora? Raistlin volvió a toser, estremecido por las arcadas.

Se incorporó con esfuerzo, sin hacer caso de las protestas de Caramon para que siguiera tumbado. La chusma había rodeado el templo y gritaba que todos los clérigos de Belzor deberían morir en la hoguera.

—¿Han herido al joven? —preguntó una voz preocupada—.

Tengo un ungüento para las quemaduras.

—Deja, Caramon —pidió Raistlin, que impidió que su hermano espantara al curioso—. Es amigo mío.

—¿Te hicieron daño? —Lemuel examinó a Raistlin con ansiedad.

—No, señor. No me han herido, gracias. Sólo estoy un poco mareado por lo ocurrido.

—Este ungüento lo he preparado yo mismo. —Lemuel tendió un frasquito—. Está hecho con áloe y...

—Gracias —dijo Raistlin, aceptando el bálsamo—. Yo no lo necesito, pero creo que a mi hermano le vendrá bien.

Echó una ojeada a las manos de Caramon, que estaban quemadas y con ampollas. El mocetón se puso colorado y sonrió con cortedad mientras ponía las manos a la espalda.

—Gracias por la daga —añadió Raistlin, que se la tendió al mago para devolvérsela—. Por suerte no me hizo falta utilizarla.

—¡Quédate con ella! Es lo menos que puedo hacer. Te es- Boy muy agradecido, joven, porque ahora no tendré que marcharme de mi casa.

—Ya me disteis los libros —argumentó Raistlin, ofreciéndole de nuevo la daga.

—Era de mi padre—contestó Lemuel, rehusando cogerla—.

Le habría gustado que la tuviera un mago como tú. A mí no me sirve realmente, aunque la utilicé para remover la tierra alrededor de las gardenias para airearlas. El solía llevarla escondida en el brazo. La última defensa de un mago, la llamaba.

La daga era un arma de calidad, con una hoja de acero muy afilada. Por el tenue hormigueo que percibió al cogerla, Raistlin había deducido que estaba imbuida con magia. Se la metió en el cinturón y estrechó la mano a Lemuel con profundo afecto.

—Pasaremos por vuestra casa más tarde para recoger los libros —dijo.

—Estar é encantado de invitaros a ti y a tus amigos a tomar el té conmigo —contestó Lemuel al tiempo que hacía una cortés reverencia.

Tras un intercambio de saludos, presentaciones y promesas de pasar por la casa en su camino de regreso a Solace, Lemuel se marchó, ansioso por replantar lo que había sacado del jardín.

Los compañeros se quedaron solos. La multitud que rodeaba el templo empezaba a dispersarse; corría el rumor de que los clérigos de Belzor habían huido por unos pasadizos subterráneos y se dirigían hacia las montañas para ponerse a salvo. Se habló de formar un grupo para perseguirlos, pero estaba a punto de amanecer y soplaba un viento frío que hacía desapacible la madrugada. Los borrachos estaban adormilados y embotados; los hombres recordaron que tenían trabajo pendiente en los campos, y las mujeres se acordaron de repente que habían dejado a los niños solos en casa. Así pues, los vecinos de Haven se dispersaron para atender sus ocupaciones, decidiendo que fueran los ogros de las montañas los que se encargaran de los clérigos.

Los compañeros regresaron al recinto ferial; la feria duraría un día más, pero Flint ya había anunciado su intención de marcharse.

—No pasaré un momento más de lo imprescindible en esta horrible ciudad. Esta gente es idiota, simple y llanamente.

Primero, serpientes; después, la horca; y ahora, linchamiento en la hoguera. Estúpidos —masculló entre dientes—.

Unos redomados estúpidos.

—Te perderás un día de ventas —apuntó Tanis.

—No quiero su dinero —repuso el enano, conciso—. Seguramente está maldito. Estoy pensando seriamente en devolver lo que ya he cogido.

No lo hizo, por supuesto. La caja de hierro que guardaba el dinero sería el primer objeto que Flint subiría a la carreta, guardándola a buen recaudo en un compartimiento secreto que había debajo del pescante.

—Quiero daros las gracias a todos —manifestó Raistlin mientras caminaban por las calles desiertas—. Y también pediros disculpas por poneros en peligro. Tenías razón, Tanis.

Subestimé a esa gente, no comprendí lo peligrosa que ira realmente. No caeré en el mismo error la próxima vez.

—Espero que no haya una próxima vez —respondió el semielfo, sonriendo.

—Y quiero darte las gracias a ti, Kitiara —dijo Raistlin.

—¿Por qué? —Kit esbozó su sonrisa sesgada—. ¿Por res

catarte?

—Sí —replicó secamente el joven—. Por rescatarme.

-¡Siempre a tu disposición! —La mujer se echó a reír y le palmeó el hombro.

Al oír a su hermana, el gesto de Caramon se tornó serio y consternado, y volvió la vista hacia otro lado.

La batalla le sentaba bien a Kitiara. Sus mejillas estaban enrojecidas, sus ojos resplandecían y sus labios estaban tan rojos como si hubiera bebido la sangre que había derramado. Sin dejar de reír, la mujer agarró a Tanis del brazo y lo atrajo hacia sí.

Eres un magnífico guerrero, amigo mío. Podrías ganarte muy bien la vida con la espada y me sorprende que no hayas planteado trabajar como mercenario.

-Ya me gano bien la vida ahora. Y de un modo seguro añadió, pero sonreía a la mujer, complacido por su admiración.

¡Bah! —resopló con desdén Kit—. ¡La seguridad es para tipos viejos y gordos! Luchamos muy bien el uno junto al otro. Se me ocurre que...

Tiró de Tanis para apartarlo de los demás y bajó la voz.

Por lo visto, la pelea entre ellos había quedado olvidada.

—¿Y a mí no me vas a dar las gracias Raistlin? —gritó Tas, que brincaba alrededor del joven—. Fíjate lo que me ha pasado. —El kender se echó sobre el hombro el copete, tristemente.

La peste a cabello quemado era bastante intensa—.

Me he chamuscado un poco, pero la pelea mereció la pena aunque tuviera que perderme ver cómo te quemaban en la hoguera. Estoy bastante decepcionado por ello, pero sé que no fue culpa tuya. —El kender le dio un abrazo conciliador.

—Sí , Tas, te lo agradezco —dijo Raistlin al tiempo que le quitaba de la mano su nueva daga—. Y también a Sturm. Lo que hiciste fue muy valeroso. Temerario, pero valeroso.

—No tenían derecho a ejecutarte sin que antes tuvieras un juicio justo. Obraban mal y mi obligación era detenerlos.

Sin embargo... —Sturm se paró en la calzada; erguido, aunque en una postura forzada, con la mano apretada contra las costillas magulladas, miró de frente a Raistlin.

»He reflexionado sobre este asunto mientras veníamos caminando y he de insistir en que te entregues al corregidor de Haven.

—¿Por qué razón? No hice nada malo.

—Por el asesinato de la sacerdotisa —repuso Sturm con gesto ceñudo al creer que el joven aprendiz de mago se tomaba el tema a la ligera.

—Nosotros no asesinamos a la viuda Judith, Sturm —manifestó Caramon con voz queda, tranquila—. Ya estaba muerta cuando entramos en la habitación.

Incómodo, el joven solámnico miró a uno y otro hermano.

—Nunca te he oído mentir, Caramon —dijo luego—. Pero creo que lo harías si la vida de tu gemelo dependiera de ello.

—Sí que lo haría —admitió el mocetón—, pero ahora estoy diciendo la verdad. Te lo juro sobre la tumba de mi padre que Raistlin es inocente de este asesinato.

Sturm observó intensamente a Caramon y después asintió en silencio, convencido. Reanudaron la marcha.

—¿Sabéis quién lo hizo? —preguntó el solámnico.

Los hermanos intercambiaron una mirada.

—No —contestó Caramon, que bajó la vista al suelo y caminó pateando el polvo de la calzada.

Ya había amanecido cuando llegaron al recinto ferial. Los vendedores estaban abriendo los puestos, preparándose para la nueva jornada de comercio. Recibieron a Raistlin como a un héroe, alabando su proeza y aplaudiendo a los compañeros mientras se dirigían al puesto de Flint. Pero nadie les habló directamente.

El enano no abrió su negocio. Con los postigos echados, empezó a cargar la mercancía en la carreta. Cuando varios de los otros vendedores, dominados por la curiosidad, se acercaron finalmente para que les contara lo sucedido, fueron rechazados con malos modos por el enano y se marcharon muy ofendidos.

Tuvieron otra visita, otro buen susto. El corregidor apareció buscando a Raistlin. Kit desenvainó la espada, le dijo a su hermano que se largara y pareció como si fuera a haber más lucha. Raistlin le dijo a Kitiara que guardara el arma.

—Soy inocente —recalcó mientras asestaba a su hermana una mirada significativa.

—Sí , y estuviste a punto de ser un inocente churruscado

—replicó la mujer de mal humor, envainando la espada con un gesto brusco—. Adelante, pues. Pero no esperes que te salve esta vez.

Sin embargo, el corregidor acudía a pedir disculpas, aunque lo hizo de mala gana, con embarazo. Al parecer, la joven sacerdotisa había acabado admitiendo que había visto a Raistlin en compañía de su gemelo en el momento en que se había cometido el crimen. Según ella, no había confesado antes la verdad porque odiaba al hechicero por lo que había hecho para instigar la caída de Belzor. No obstante, estaba horrorizada por los actos del sumo sacerdote y no quería tener nada que ver con ninguno de los clérigos.

-¿Qué le ocurrirá? —pregunto, preocupado, Caramon.

-Nada. —El corregidor se encogió de hombros—. A los jóvenes les ocurrió igual que al resto de nosotros. Esa mujer y su marido nos tenían completamente engañados. Lo superarán.

Todos lo superaremos, espero. —Hizo una pausa y alzo los ojos entrecerrados hacia el sol que empezaba a salir sobre las copas de los árboles. Después añadió, sin mirarlos—: A los vecinos de Haven no nos gustan los hechiceros.

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