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Authors: Arthur C. Clarke & Gentry Lee

Tags: #Ciencia ficción

Rama Revelada (52 page)

—No hay armas de alguna clase, señor… abundancia de juguetes, ropa, objetos de aspecto extraño de los que el prisionero Wakefield dice que son componentes electrónicos… Juguetes, señor, dije juguetes… la niñita tenía muchos juguetes en su mochila… No, no tenemos un dispositivo analizador aquí… Correcto, señor… ¿tiene usted alguna idea de cuánto tiempo podríamos tener que esperar, señor?

Cuando el capitán Pioggi finalmente recibió órdenes de enviar a los prisioneros a Nueva York en uno de los helicópteros, Archie había impresionado por completo a todos los soldados del campamento. La octoaraña había comenzado la demostración de sus prodigiosas facultades mentales, multiplicando en la cabeza números de cinco y seis, cifras.

—Ahora bien, ¿cómo sabemos que esta cosa, la octoaraña, está dando realmente la respuesta correcta? —había preguntado uno de los soldados más jóvenes—. Todo lo que hace es mostrar un rosario de colores.

—Señor mío —le contestó Richard, lanzando una carcajada—, ¿no acaban de comprobar, en la calculadora del teniente, que el número que mi hija dio era correcto? ¿Cree usted que
ella
calculó el producto en
su
cabeza?

—Ah, sí —dijo el joven—. Ya entiendo lo que me quiere decir.

Lo que en verdad dejó boquiabiertos a los soldados fue la memoria fenomenal de Archie. A instancias de Richard, en una hoja de papel uno de los hombres hizo una lista con una secuencia de varios centenares de números y, después, le leyó la secuencia a Archie, a razón de un solo número por vez. La octoaraña los repitió de nuevo a través de Ellie, y sin error alguno. Algunos de los soldados creían que se había tratado de una artimaña, que, quizá, Richard le estaba haciendo a Archie señales luminosas en código. No obstante, cuando Archie duplicó su hazaña en condiciones cuidadosamente controladas, todos los incrédulos quedaron convencidos.

La atmósfera imperante en el campamento era distendida y amable, para el momento en que se recibieron las órdenes de transportar a los prisioneros a Nueva York. La primera parte del plan había tenido un éxito que superaba las más extravagantes fantasías del grupo. No obstante, Richard no se sentía demasiado confiado cuando subieron a bordo del helicóptero para cruzar una parte del Mar Cilíndrico.

Sólo permanecieron en Nueva York durante cerca de una hora. Guardias armados se encontraron con los prisioneros en la plataforma para helicópteros, ubicada en la plaza occidental; les confiscaron las mochilas, desoyendo las fuertes protestas de Richard y Nikki, y los hicieron marchar hacia El Puerto. Richard llevaba a Nikki en brazos. Apenas si tuvo tiempo de admirar sus rascacielos favoritos que se erguían en la oscuridad.

El yate que los trasladó a través de la mitad norte del Mar Cilíndrico era similar a los barcos de placer que Nakamura y sus compinches usaban en el lago Shakespeare. En ningún momento, durante la travesía, les habló alguno de los guardias.

—Boobah —le susurró Nikki a Richard, después que varias de sus preguntas pasaron sin ser atendidas—, ¿estos hombres no saben hablar? —Y lanzó una risita.

Un vehículo todocamino los estaba esperando en un muelle construido hacía poco para dar apoyo a las nuevas actividades en Nueva York y en el hemicilindro austral. Con considerable esfuerzo y gastos, los seres humanos habían practicado una abertura a través del muro barrera sur, en una zona adyacente al hábitat aviano/sésil, y construyeron una gran instalación portuaria.

Al principio, Richard se preguntó por qué a él y sus compañeros no se los había transportado directamente a Nueva York en el helicóptero. Después de unos pocos cálculos mentales rápidos, empero, llegó a la correcta conclusión de que, debido a la enorme altura del muro barrera, que se extendía hasta penetrar bien dentro de la región en que la gravedad artificial producida por la rotante espacionave Rama empezaba a decaer de manera considerable, así como por la probable carencia de pilotos avezados, había un límite superior impuesto a la altitud hasta la cual se permitía volar a los helicópteros apresuradamente fabricados.

Eso significa
, deducía Richard mientras subía al todoterreno,
que los humanos tienen que desplazar todo su equipo y personal, o bien a través de este muelle, o bien por medio del foso y túnel que hay por debajo del segundo hábitat
.

Un biot García conducía su todocamino. Adelante y detrás de ellos había otros dos todocamino, ambos con seres humanos armados. Avanzaban velozmente a través de la oscuridad de la Llanura Central. Richard iba sentado en el asiento delantero, al lado del conductor; Archie, Ellie y Nikki en la parte de atrás. Richard se había dado vuelta en su asiento y le estaba recordando a Archie las cinco clases de biots de Nuevo Edén, cuando el García lo interrumpió.

—El prisionero Wakefield debe mirar hacia adelante y permanecer en silencio —dijo el biot.

—¿No es eso un tanto ridículo? —preguntó Richard con jovialidad.

El García separó del volante el brazo derecho y con el dorso de la mano le pegó con fuerza en la cara.

—Mirar hacia adelante y permanecer en silencio —repitió mientras Richard reculaba por la fuerza de la bofetada.

Nikki empezó a llorar después de la súbita exhibición de violencia. Ellie trató tanto de hacer que callara como de confortarla.

—No me gusta el conductor, mami —declaró la niñita—. Realmente, no.

Era de noche dentro de Nuevo Edén, después que se los hizo pasar por el punto de control, en el acceso al hábitat. A Archie y los tres humanos se los colocó en un coche eléctrico abierto, conducido por otro biot García. De inmediato, Richard advirtió que hacía casi tanto frío en Nuevo Edén como lo había hecho en Rama. El coche andaba a los saltos por el camino, que estaba en un extremo mal estado de mantenimiento, y dobló hacia el norte en lo que otrora había sido la estación de tren hacia el pueblo de Positano. Quince o veinte personas estaban acurrucadas las unas contra las otras alrededor de fogatas, encendidas sobre las zonas de hormigón armado que rodeaban la antigua estación, y otras tres o cuatro, echadas, dormían debajo de cajas de cartón y ropa vieja.

—¿Qué está haciendo esa gente, mami? —preguntó Nikki. Ellie no respondió, porque el García se dio vuelta con rapidez mostrando una mirada hostil.

Las luces de neón de Vegas ya se podían ver delante de ellos, cuando el coche tomó una cerrada curva hacia la izquierda, en un camino residencial de una sección arbolada de lo que una vez había sido el bosque de Sherwood. El vehículo se detuvo con brusquedad delante de una casa grande, de construcción irregular, con aspecto de casco de estancia. Dos hombres orientales, armados con pistolas, así como dagas, se acercaron al coche. Les hicieron gestos a los pasajeros para que salieran del coche y, después, despidieron al biot.

—Vengan con nosotros —indicó uno de los hombres.

Archie y sus compañeros humanos entraron en la casa, y se los llevó, por un largo tramo de escalones, hasta un sótano sin ventanas.

—Hay agua y comida en la mesa —dijo el segundo hombre. Se giró y empezó a subir la escalera.

—Un minuto, por favor —dijo Richard—. Nuestras mochilas… necesitamos tener nuestras mochilas.

—Serán devueltas —dijo el hombre con impaciencia— no bien se haya revisado cuidadosamente todo lo que contienen.

—¿Y cuándo vemos a Nakamura? —inquirió Richard.

El hombre se encogió de hombros. Su cara era inexpresiva. Subió la escalera con rapidez.

3

Los días pasaban con mucha lentitud. Richard, Ellie y Nikki estuvieron sin una referencia de tiempo al principio, pero pronto se enteraron de que las octoarañas tienen un reloj interno maravillosamente preciso, que se calibra y mejora durante su educación cuando son individuos jóvenes. Después de que convirtieron a Archie al uso de mediciones del tiempo según las unidades humanas (Richard recurrió a su manida cita «Donde estuvieres…», para convencerlo de que abandonara, temporalmente al menos, sus terts, wodens, fengs y nillets), descubrieron, mediante rápidas miradas subrepticias al reloj digital del guardia, cuando éste les traía comida o agua, que la precisión de la sincronización interna de Archie era superior a diez segundos cada veinticuatro horas.

Nikki se divertía preguntándole constantemente la hora a Archie. Como resultado, después de repetidas observaciones, Richard, y hasta Nikki, aprendieron cómo leer los colores de Archie para expresar referencias de tiempo y números pequeños. De hecho, a medida que pasaban los días, la conversación regular en el sótano mejoraba notablemente la comprensión general que Richard tenía del idioma de las octoarañas. Aunque su capacidad para entender las bandas de colores todavía no era tan desarrollada como la de Ellie, después de una semana pudo conversar cómodamente con Archie sin necesitarla como intérprete.

Los seres humanos dormían en
futón
[8]
tendidos en el suelo. Archie se acurrucaba detrás de ellos durante las pocas horas que dormía cada noche. Uno de los dos hombres orientales, o los dos, les reabastecían los víveres una vez por día. Richard nunca dejaba de recordarles a los guardias que todavía estaban esperando las mochilas y la audiencia con Nakamura.

Al cabo de ocho días, los baños diarios con esponja, en la palangana que estaba contigua al inodoro del sótano, ya no fueron satisfactorios. Richard preguntó si podrían tener acceso a una ducha y un poco de jabón. Varias horas después, por la escalera se transportó una tina grande de lavandería. Cada uno de los seres humanos se bañó, aunque Nikki, al principio, estuvo sorpresivamente renuente a mostrarse desnuda delante de Archie. Después de bañarse, Richard y Ellie se sintieron lo suficientemente bien como para arreglárselas para compartir algo de optimismo.

—No hay manera en que pueda mantener nuestra existencia en secreto para siempre —dijo Richard—. Demasiados soldados nos vieron… y les sería imposible no decir algo, no importa lo que Nakamura ordenase.

—Estoy segura de que van a venir a buscarnos pronto —añadió Ellie con vivacidad.

Hacia el final de su segunda semana de encierro, empero, su temporal optimismo se había desvanecido. Richard y Ellie estaban empezando a perder la esperanza. No ayudaba que Nikki se hubiera convertido en una completa malcriada, que proclamaba con regularidad que estaba aburrida y se quejaba por no tener qué hacer. Archie empezó a narrarle cuentos para mantenerla ocupada; sus “leyendas” (había tenido una larga discusión con Ellie sobre el exacto significado de la palabra, antes de que finalmente aceptara el vocablo) octoarácnidas deleitaban a la niñita.

Ayudaba que las traducciones de Ellie retumbaran con las frases resonantes que la niña ya relacionaba con sus cuentos de hadas a la hora de acostarse. «Érase una vez, allá en los días de los Precursores…», empezaba Archie un relato, y Nikki lanzaba chillidos de expectación.

—¿Qué aspecto tenían los Precursores, Archie? —preguntó la pequeña después de uno de esos relatos.

—Las leyendas nunca lo dicen —repuso Archie—, así que supongo que en tu imaginación puedes crear cualquier imagen de ellos que te plazca.

—¿Ese cuento es verdad? —le preguntó en otra ocasión—. ¿Las octoarañas realmente no habrían dejado jamás su propio planeta, si primero los Precursores no las hubieran llevado al espacio?

—Así lo indican las leyendas —contestó Archie—. Dicen que casi todo lo que supimos hasta hace unos cincuenta mil años nos fue enseñado, originalmente, por los Precursores.

Una noche, después que Nikki se durmió, Richard y Ellie le preguntaron a Archie sobre el origen de las leyendas.

—Se han estado contando durante decenas de miles de nuestros años —dijo la octoaraña—. Los primeros registros documentados de nuestro género contienen muchos de los relatos que compartí con ustedes en estos últimos días… Existen varias opiniones diferentes sobre cuánto de realidad tienen las leyendas… Doctora Azul cree que, en lo básico, son exactas y que son, probablemente, obra de algún maestro de la narración, un alternativo, claro está, cuyo genio no fue reconocido en su propia época.

—Si hemos de hacer caso a las leyendas —explicó, en respuesta a otra de las preguntas de Richard—, hace muchos, muchos años, nosotras, las octoarañas, éramos seres sencillos, que nos desplazábamos por los mares y cuya evolución natural únicamente había producido inteligencia y conciencia mínimas. Fueron los Precursores los que descubrieron nuestro potencial, al hacer la identificación de nuestra estructura genética, y fueron ellos los que nos alteraron en el curso de muchas generaciones hasta transformarnos en lo que nos habíamos convertido cuando sucedió la Gran Calamidad.

—¿Exactamente qué les pasó a los Precursores? —preguntó Ellie.

—Hay muchos relatos, algunos de ellos contradictorios. La mayoría, o la totalidad, de los Precursores que vivían en el planeta primigenio que compartíamos con ellos, probablemente fue muerta en la Gran Calamidad. Algunas de las leyendas sugieren que sus remotos puestos colonizadores de avanzada alrededor de las estrellas próximas sobrevivieron durante varios centenares de años, pero, al final, también sucumbieron. Una de las leyendas dice que los Precursores siguieron prosperando en otros sistemas estelares, más favorables, y se convirtieron en la forma dominante de inteligencia en la galaxia. No lo sabemos. Todo lo que se conoce con seguridad es que la parte de tierra emergida de nuestro planeta primigenio quedó inhabitable durante muchos, muchos años, y que, cuando la civilización octoarácnida se aventuró a salir otra vez fuera del agua, ninguno de los Precursores estaba vivo.

El grupo de cuatro desarrolló en el sótano su propio ritmo diurno, a medida que los días se estiraban hasta convertirse en semanas. Todas las mañanas, antes que Nikki y Ellie despertaran, Archie y Richard hablaban sobre una amplia gama de temas de interés mutuo. Para esos momentos, la lectura de labios que hacía Archie era casi impecable, y la comprensión que Richard tenía de los colores octoarácnidos era tan buena que sólo en raras ocasiones se le pedía a la octoaraña que repitiera lo que había dicho.

Muchas de las conversaciones versaban sobre ciencia. Archie estaba particularmente fascinado por la historia de la ciencia en la especie humana. Quería saber qué descubrimientos se hicieron y cuándo, qué impulsó las investigaciones o experimentos clave, y a qué modelos inexactos o antagónicos que explicaban los fenómenos se descartó como consecuencia de cada nueva adquisición de conocimientos.

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