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Authors: Joseph Heath y Andrew Potter

Rebelarse vende. El negocio de la contracultura (3 page)

¿Cuál era la explicación de esta actitud hacia los hippies? No se trataba de que fuesen demasiado radicales, sino demasiado tibios. Ellos sí se habían vendido. Eran, como decía Cobain, unos «hippiócritas». Para entenderlo, bastaba con ver la película
Reencuentro
, de Lawrence Kasdan. Estaba claro. Los hippies se habían hecho
yuppies
. «Yo sólo me pondría una camiseta teñida», decía Kurt Cobain, «si estuviera hecha con sangre de Jerry García»
[3]
.

Al principio de la década de 1980, la música rock era una imitación pálida y abotargada de sí misma. Se había convertido en un espectáculo para los grandes estadios. La revista
Rolling Stone
era un complaciente instrumento comercial dedicado a vender música mala. Dada su dejadez, podemos imaginar la vergüenza de Cobain cuando le ofrecieron salir en portada. Aceptó hacerlo, pero llevando una camiseta en la que ponía LAS REVISTAS DE MÚSICA CONVENCIONAL NO GUSTAN. Estaba convencido de que así iba de incógnito y evitaba «venderse»: «Podemos disfrazarnos del enemigo para infiltrarnos en la mecánica del sistema y fomentar su podredumbre desde dentro, sabotear el imperio fingiendo jugar su juego, comprometernos sólo lo suficiente para denunciar sus mentiras. Y así los pendejos peludos, sudorosos, machistas y sexistas pronto se ahogarán en un pozo de semen y cuchillas de afeitar, indefensos ante la rebeldía de sus hijos, la cruzada armada y desprogramada que avanza manchando los suelos de Wall Street de escombros revolucionarios».

Aquí vemos claramente que Cobain y el movimiento punk rechazaban casi todas las consignas procedentes de la contracultura hippie, pero hubo una que se tragaron con anzuelo y todo. La idea que aguantó contra viento y marea fue la de la contracultura en sí. En otras palabras, pretendían hacer exactamente lo mismo que hicieron los hippies, con la diferencia de que no iban a venderse al sistema. Iban a hacerlo bien.

Hay leyendas que no mueren nunca. Uno ve repetirse el mismo ciclo sin parar, como un disco de
hip-hop
. La contracultura tiene el matiz romántico de la filosofía del gueto y la banda callejera. Los raperos de éxito tienen que mantener su credo callejero, tienen que seguir siendo «auténticos». Van armados, procuran acabar en la cárcel, hasta se meten en algún tiroteo, con tal de demostrar que no son «delincuentes prefabricados». Así que además de los muchos punks y hippies muertos, ahora tenemos un panteón cada vez mayor de raperos muertos. Se habla de la «matanza» de Tupac Shakur
[4]
, como si hubiese sido una amenaza para el sistema. Eminem dice que su detención por posesión y ocultación de un arma fue «una movida política» para impedirle salir a la calle. La historia se repite una y otra vez.

Esto no sería tan importante si sólo afectase al mundo de la música. Por desgracia, la idea de la contracultura está tan incrustada en nuestro concepto del mundo que influye poderosamente en nuestra vida social y política. Además, se ha convertido en el modelo conceptual de toda la política izquierdista contemporánea. De hecho, ha sustituido casi por completo al socialismo como base del pensamiento político progresista. Pero si aceptamos que la contracultura es un mito, entonces muchísimas personas viven engañadas por el espejismo que produce, cosa que puede provocar consecuencias políticas impredecibles.

*

La idea de que los artistas deben enfrentarse a la sociedad convencional es todo menos nueva. Tiene su origen en el siglo XVIII, en el movimiento romántico que extendió su influencia a casi todo el arte del siglo XIX. Su máxima expresión —y más duradero éxito comercial— fue
La Bohème
, de Giacomo Puccini, un canto a esa decadencia parisina que hoy llamaríamos «un estilo de vida alternativo». En aquellos tiempos, un artista que se preciara moría de tisis (de tuberculosis, para entendernos), no de sobredosis o en una carrera callejera de coches. Pero para el caso, es lo mismo.

Para comprender aquel temprano Romanticismo, hay que tener en cuenta el impacto que tuvo el descubrimiento del Nuevo Mundo, y concretamente las islas del Pacífico, sobre la mentalidad europea. Hasta entonces, Europa daba por hecho que la humanidad había vivido desde el comienzo de la historia en sociedades jerárquicas. La monarquía, la aristocracia y las clases sociales formaban parte del orden natural de las cosas. En el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino resumía una filosofía que se prolongaría durante siglos:

Todo lo que sucede en la naturaleza es bueno, porque la naturaleza siempre obra del mejor modo posible. La forma de gobierno clásica en la naturaleza es la norma del uno. Si tenemos en cuenta las partes del cuerpo, veremos que una de las partes mueve todo el resto, a saber, el corazón. Si contemplamos las partes del alma, veremos que una de las facultades gobierna sobre las demás: la razón. Igual les sucede a las abejas, que sólo tienen una reina, y al universo en su totalidad, que sólo tiene un Dios, creador y señor de todas las cosas. Esto no carece de motivo, pues una pluralidad siempre se deriva de una unidad. Puesto que las obras de arte imitan las obras de la naturaleza y una obra de arte es más perfecta cuanto más se asemeje a la naturaleza, el mejor gobierno de las gentes será por fuerza un gobierno único.

Quinientos años después, Jean-Jacques Rousseau estaría de acuerdo con la primera línea de este párrafo —todo en la naturaleza es bueno—, pero rechazaría el resto. Gracias al descubrimiento del Nuevo Mundo, los filósofos como Rousseau supieron que había personas que vivían sin jerarquías sociales, sin monarquías ni aristócratas hacendados y a veces incluso sin asentamientos ni ciudades. No tardaron mucho en deducir que tal debía de ser la condición «natural» de la humanidad y que las grandes civilizaciones del mundo, con sus complicadas jerarquías sociales y sistemas de privilegio, representaban una terrible distorsión del orden natural.

De este modo, Rousseau llegó a la conclusión de que la sociedad era un gigantesco fraude, un sistema de explotación que los fuertes habían impuesto a los débiles. Estaba convencido de que la supuesta civilización había «puesto grilletes a los pobres y fortalecido a los ricos, destruido sin remedio la libertad natural, establecido para siempre las leyes de la propiedad y la desigualdad, convertido la usurpación en un derecho irrevocable y sometido a la humanidad entera al trabajo, el servilismo y la miseria para enriquecer a un pequeño grupo de hombres ambiciosos».

Como crítica devastadora de la sociedad, no tiene desperdicio. Después de leerla, Voltaire no pudo por menos de escribir a Rousseau: «He recibido su último libro contra la humanidad y le doy las gracias por él. Jamás se había empleado tanta inteligencia en demostrar que somos todos idiotas. A uno le entran ganas, al leer el libro, de ponerse a andar a gatas. Pero como hace más de sesenta años que perdí esa costumbre, me entristece no poder retomarla. Tampoco puedo marcharme a vivir con los salvajes del Canadá, porque las enfermedades a las que estoy condenado me obligan a disponer de un médico europeo».

Sin embargo, pese a la trascendencia de sus palabras, la intención de Rousseau no era condenar a la humanidad ni recomendar el regreso a la vida salvaje. Su obra sobre el contrato social dejaba claro que no se oponía al orden social en sí ni al imperio de la ley. Se oponía al modelo jerárquico que dicho orden había adoptado en su propia sociedad. Lo que le enfurecía era la perversión del orden natural y la subsiguiente explotación social.

Es decir, pese a lo devastador de su acusación, la crítica de Rousseau iba dirigida contra una clase social concreta a la que consideraba enemiga: la aristocracia. Además, consideraba a la población —la gran masa— como su aliada natural en la lucha. Los movimientos sociales que su obra desencadenó (anteriores y coetáneas a la Revolución Francesa) no fueron rebeliones anárquicas contra la sociedad en general. Iban dirigidos concretamente contra las clases gobernantes (motivo por el cual a fines del siglo XVIII casi toda la aristocracia francesa estaba muerta u oculta).

Incluso los anarquistas del siglo xix no eran realmente anarquistas en el sentido moderno del término. No se oponían al orden social, ni eran individualistas. En muchos casos, ni siquiera querían eliminar el Estado. Simplemente se oponían a la imposición del orden social por la fuerza y al militarismo del primer Estado-nación moderno surgido en Europa. La premisa más radical del
Catecismo revolucionario
de Mijaíl Bakunin, uno de los documentos básicos del anarquismo político, defiende el federalismo voluntario como principio de la organización nacional, junto con el sufragio universal de ambos sexos. De hecho, el célebre anarquista Bakunin fue el primero en hablar de los «Estados Unidos de Europa».

Por tanto, aunque se condenara el trasfondo manipulador de la sociedad en su conjunto, nadie tenía dudas en cuanto a quién controlaba a quién. En los siglos XVIII y XIX, el objetivo de los activistas y pensadores radicales no era eliminar el juego, sino nivelar el terreno donde se desarrollaba la acción. De ahí el carácter marcadamente populista que tenía la política radical del primer periodo moderno. El objetivo era espolear a las masas contra sus gobernantes.

Pero en la segunda mitad del siglo xx, la política radical dio un giro significativo. En vez de un aliado, se empezó a considerar al pueblo como un ente sospechoso. En poco tiempo el pueblo —es decir, la sociedad convencional— pasó a ser el problema, no la solución. Mientras que los grandes filósofos de la Ilustración habían despotricado contra la «obediencia» tachándola de actitud servil impulsora de la tiranía, los radicales empezaron ajuzgar la «conformidad» como un vicio mucho mayor.

En la historia de esta extraordinaria inversión está la clave para entender el origen del mito de la contracultura.

*

Las denominadas revoluciones burguesas del siglo XVIII fomentaron la eliminación gradual de los privilegios aristocráticos en Europa y, sobre todo, en Estados Unidos. Pero en vez de abolir la explotación social por completo, se limitaron a sustituir una clase dominante por otra. En vez de campesinos gobernados por una aristocracia terrateniente, surgió una franja social de trabajadores a las órdenes de los capitalistas que controlaban los bienes de producción. Cuando la incipiente economía de mercado empezó a generar volúmenes insospechados de riqueza, el dinero sobrepasó a la propiedad de tierras y la alcurnia como motivo de privilegio.

La naturalezajerárquica de esta sociedad emergente era obvia. En el siglo xix, parecía claro que el capitalismo acabaría dividiendo a la sociedad en dos clases antagónicas. La división entre ricos y pobres era tan flagrante como lo es hoy en muchos países subdesarrollados. La mayoría de las personas tenía que ganarse el pan, es decir, pasar muchas horas trabajando en una fábrica en pésimas condiciones para vivir en la miseria más absoluta. Pero también existían personas que rentabilizaban el trabajo ajeno, disfrutando de los enormes beneficios que producían sus inversiones. Y entre ambos sectores no había prácticamente nada.

Sin embargo, aunque pudiera parecer que las masas habían intercambiado una forma de explotación por otra, había una diferencia básica entre la sociedad de clases que surgió de las revoluciones burguesas y la jerarquía aristocrática que la precedió. Al contrario que los campesinos, literalmente obligados a permanecer en la tierra y trabajar para su señor, los miembros de las clases trabajadoras eran formalmente libres para hacer lo que quisieran. Ya no estaban ligados a la tierra; tenían libertad para deambular cuanto quisieran, vivir donde quisieran y aceptar cualquier trabajo disponible o conveniente. Es decir, la explotación social inherente a las sociedades capitalistas asumía un carácter del todo voluntario. Cuando un trabajador sufría un accidente en la fábrica o la mina, el dueño podía zafarse de la responsabilidad diciendo; «Nadie le obligó a aceptar el trabajo. Sabía el riesgo que corría».

No faltaron las críticas condenando la explotación y el sufrimiento que trajo el primer capitalismo. Pero todas topaban con un problema fundamental. Si las condiciones eran tan terribles, ¿por qué las clases trabajadoras parecían dispuestas a soportarlas? Al principio, los socialistas revolucionarios arengaron a los asalariados para que se hicieran con el control de las fábricas donde trabajaban. Pero, curiosamente, no lograron convencerles y esto requería una explicación. Al fin y al cabo, si controlar los medios de producción iba a beneficiar claramente a las clases trabajadoras, ¿por qué no se ponían a ello?

Aquí hizo su aparición Karl Marx con su famosa crítica a la «ideología». Según Marx, la clase trabajadora era víctima de una ilusión, que él llamaba «fetichismo de la mercancía». En vez de concebir la economía como una relación esencialmente social entre una serie de individuos, la veían como un mercado gobernado por un sistema de leyes naturales. En su errónea opinión, los precios y los salarios subían y bajaban por puro azar. Perder un empleo era simple mala suerte, como verse sorprendido por una tormenta. Los vaivenes del mercado dependían de fuerzas ajenas a nuestra voluntad. Es decir, si los sueldos bajaban o subía el precio del pan, no se podía culpar a nadie.

Para Marx, esta materialización de las relaciones sociales había llegado a tal punto que a los trabajadores les alienaba su actividad laboral. Veían su trabajo simplemente como un medio para llegar a otros fines. El capitalismo había creado un país de obreros obsesionados con el reloj. Según Marx, las clases trabajadoras no querían hacer activismo político porque estaban completamente engañadas por este cúmulo de ideas falsas. Sin saberlo, con su fetichismo consumista y su alienación laboral apuntalaban la ideología capitalista. Además, todo ello sucedía dentro de los parámetros del cristianismo tradicional, que prometía a los trabajadores un paraíso en el más allá, siempre que se portaran bien en el más acá. En otras palabras, la religión era el «opio» que hacía tolerable el sufrimiento obligatorio.

Basándose en este diagnóstico del problema, el sociólogo marxista no pretendía implicarse directamente en la «salvación» de la clase trabajadora. Además, los comunistas y los socialistas a menudo eran mal recibidos en las fábricas. Por eso había que «radicalizar» a los trabajadores antes de poder organizarlos apelando a su conciencia de clase. Esto implicaba emanciparlos del dominio de la ideología burguesa. Había que cambiarles la mentalidad para hacerles
conscientes de sus propios intereses
. Sólo al liberarlos de lajaula mental en que estaban prisioneros podrían empezar a serrar las rejas de la auténtica jaula social.

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