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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood, el proscrito (4 page)

Me había convertido en un proscrito.

Capítulo II

A
hora, al volver la vista atrás después de casi sesenta inviernos, apenas puedo creer lo blando que fui. Había de ver cosas peores junto a Robin, mucho peores. Y aunque nunca disfruté con el dolor de otros, como algunos de nuestra banda, aprendí a disimular la debilidad en ciertos momentos, como corresponde a un proscrito o a cualquier hombre. Sin embargo, aquella noche de primavera yo era joven, tenía tan sólo trece años. Sabía muy poco del mundo y de sus crueldades, sabía muy poco de cualquier cosa. Pero iba a aprender un montón.

Mientras apoyaba la cabeza contra el muro de la iglesia y miraba el charco que formaban en el suelo los restos de la empanada de buey, noté un remolino de actividad a mis espaldas: un ir y venir repentino. Había gente que recogía los tributos y los cargaba en carretas de bueyes, otros traían caballos, unos proscritos armados apartaban a los aldeanos curiosos, y allí estaba Robin, montado y repartiendo órdenes. Un hombre desclavó la cabeza del lobo del dintel de la iglesia y la arrojó entre los arbustos. Se apagaron las velas, se cerró con llave la puerta de la iglesia y al cabo de pocos minutos estábamos todos en camino. No hubo un caballo para mí, pero, de todos modos, era un pésimo jinete. En cambio, Tuck caminaba a mi lado, ayudándose con un largo bastón, y así nos unimos a la lenta caravana de carros, jinetes y ganado que se internaba en los bosques.

Empezó a amanecer mientras avanzábamos en dirección noroeste, alejándonos de la aldea y siguiendo los senderos de las granjas hasta llegar a la carretera que cruzaba en dirección norte el bosque de Sherwood. Este gran bosque del condado de Nottingham era un coto de caza real que se extendía a lo largo de cientos de millas al norte de nuestro pueblo. Era una gran extensión de territorio, que en algunos puntos alcanzaba una anchura de cincuenta millas, y que abarcaba muchos pueblos, aldeas, campos comunales y cultivos; pero la mayor parte del terreno era arboleda, habitada por tejones, conejos, lobos y osos, y por supuesto, ciervos reales. Cazar los ciervos del rey Enrique era un delito capital, castigado con la horca si el hombre era sorprendido con las «manos rojas», es decir, manchadas con la sangre del ciervo. Incluso el hecho de cruzar el bosque con un perro de caza podía acarrearle a uno el ser marcado a fuego o mutilado, y al perro se le cortaban dos dedos de las patas delanteras para impedir que en adelante pudiera correr ligero. Todo ello no disuadía en absoluto a los compañeros de Robin, como supe muy pronto. De todas maneras, si los capturaban eran hombres muertos, de modo que parecían sentir un placer especial al ignorar las leyes del bosque, matar a los guardas forestales del rey y comer tanta carne de venado como se les antojaba. Aquello era casi una seña de identidad de la banda. «Éramos hombres de Robin, comíamos carne roja de ciervo y nos reíamos de la ley», me dijo un proscrito ya canoso, con sencillez pero con un inmenso orgullo, años más tarde.

Mientras caminaba aquella mañana, bajo el sol primaveral, entre los altos alisos, las gentiles hayas y los gruesos troncos de antiguos robles, con las hojas aterciopeladas de los helechos verdes acariciándome las piernas, los horrores de la noche pasada quedaron atrás y Tuck, que caminaba a mi lado apoyado en su bastón, empezó a hablar. Sobre nada al principio…, simple charla de caminantes por aquel pacífico bosque.

—He conocido a hombres apasionados —dijo—, individuos que pueden enfurecerse en un instante; hay quien dice que es porque tienen demasiada bilis amarilla en el cuerpo; un exceso del elemento del fuego. Son hombres violentos, agresivos, que en un arrebato son capaces de golpear a otro hasta matarlo. Nuestro rey Harry es uno de ellos; una persona incapaz de controlarse. Cuando está rabioso se revuelca por el suelo, ¿sabes? Se come las alfombras, literalmente. A mordiscos. Sus criados le llaman el comeesteras, cuando vuelve la espalda, cuando se sienten a salvo para reírse de su señor.

Le miré fijamente. ¿El rey? ¿Quién se atrevería a reírse del rey? Y Tuck continuó:

—También he conocido a hombres fríos, a los que denominan flemáticos, con un exceso de agua en las venas. Encajarían una bofetada en la cara del hombre que ha seducido a su esposa, sin decir una palabra. Pero luego descuartizarían a la esposa y enviarían al seductor la pierna cortada en un paquete atado con las cintas de las ligas de ella. Oh sí, y sonreirían al sentarse a cenar con él, y levantarían la copa para brindar por su salud.

»Los dos tipos son peligrosos, desde luego, pero los peores son los que parecen fríos por fuera y arden por dentro. Poseen el poder hirviente de la ira, pero también el control gélido del hombre tranquilo. A esos hombres fríos-calientes, flemáticos y coléricos, es a quienes hay que temer sobre todo.

—Y mi señor —pregunté—, ¿es un hombre frío-caliente?

Tuck me dirigió una larga mirada de reojo.

—Bravo, muchacho, veo que tienes una mente despierta. Sí, Robin es uno de esos hombres, un frío-caliente. Cuando más furioso está, más frío parece. Y entonces que Dios ayude a sus enemigos, porque Robin no tendrá compasión con ellos.

—¿Es un buen hombre?

Cuarenta y pico años después, la pregunta todavía me hace ruborizar. El fraile se echó a reír.

—¿Un buen hombre? —repitió—. Sí, supongo que es un, buen hombre. Es un pecador, desde luego. Todos lo somos. Pero también es un buen hombre. Si me hubieras preguntado si es un hombre piadoso, habría tenido que decirte que no. Tiene sus ideas particulares acerca de Dios, pero no ama, no ama nada en absoluto a la Santa Madre Iglesia. Oh, todo lo contrario. Se burla de ella y se complace en robar y atormentar a sus servidores —Tuck hizo una pausa para santiguarse—. Ruego sin cesar a Jesús Nuestro Señor que permita que sus ojos se abran algún día.

Yo me persigné también, con unción, pero lo que sentí por dentro fue una explosión incontenible de emoción. ¡Qué atrevimiento, burlarse de los representantes de Dios en la tierra! ¡Cuánto desprecio por su alma inmortal, por el propio infierno! Como la cabeza de lobo clavada en la puerta de la iglesia, era algo sobrecogedor.

—Voy a contarte una historia —prosiguió Tuck—. Hace pocos meses, Robin, Hugh y un puñado de sus hombres sorprendieron en una emboscada al obispo de Hereford, que cruzaba los bosques de Sherwood con una escolta considerable. Después de una lucha breve y sangrienta, el obispo y sus hombres fueron derrotados. Robin les quitó trescientas libras en peniques de plata, y luego ordenó al obispo que celebrara una misa por sus hombres. Yo estaba en el norte cumpliendo con otras obligaciones, y los hombres llevaban cierto tiempo privados del consuelo de los servicios religiosos.

»Pues bien, el obispo, que era un hombre estúpido y arrogante, se negó a celebrar la misa en el bosque sólo porque los proscritos se lo ordenaran. De modo que Robin ordenó matar, uno por uno, a todos los sacerdotes y religiosos que habían tenido la desgracia de acompañar al obispo ese día. No tocó a los soldados capturados ni a las criadas, pero a los clérigos los mató a todos, uno por uno, mientras el obispo miraba y rezaba por sus almas. Cuando todos estuvieron muertos, apilados en un montón que hedía a sangre derramada, arrancaron al obispo sus ropas hasta dejarlo en paños menores, le pusieron una espada en la garganta y sólo entonces consintió en celebrar misa para los proscritos, tembloroso en sus sucintas bragas, en el corazón del bosque. Luego, Robin dejó al obispo, solo y prácticamente desnudo, para que caminase las veinte millas que le separaban de Nottingham. Por supuesto, a los hombres de Robin les encantó, aunque sólo fuera por la diversión. Y algunos sintieron más tranquila su conciencia después de oír la misa.

—¿Y a pesar de todo le sirves? —pregunté—. Tú, un monje, sirves a un hombre que se burla de la Madre Iglesia, que asesina a clérigos…

—Sí, bien, en realidad nunca le he servido, y sólo sirvo a Dios. Pero soy su amigo, de modo que algunas veces le presto ayuda. Los ayudo a él y a sus hombres. Dios me perdonará, porque todos los hombres necesitan el amor de Jesús, incluso los proscritos sin Dios. Considero los bosques incultos de Sherwood mi parroquia. Estos hombres, por decirlo así, son mis feligreses, mi rebaño. Recuerda, muchacho, que todos somos pecadores, en un grado u otro. Robin no es un mal hombre; ha hecho muchas cosas malas, sin duda, pero confío en que a su tiempo verá la luz de Nuestro Señor Jesucristo. Tan seguro estoy de eso como de la salvación.

Calló y, mientras seguíamos caminando, pensé en los hombres calientes, los fríos y los asesinos frío-calientes; y en los hombres buenos y en los malos; y en los pecadores y en el infierno.

Pasó la mañana y el sol hizo subir la temperatura. Yo ardía en deseos de preguntar muchas cosas a Tuck. Pero él empezó a canturrear un salmo para sí mismo en voz baja, y no quise interrumpir sus pensamientos. Así pues, durante una hora o tal vez más seguimos nuestro camino en un silencio amistoso, al ritmo lento del avance de la caravana y sin gastar saliva.

Un jinete, bien montado pero vestido con ropas andrajosas, recorrió la columna en busca de Hugh, que cabalgaba una yegua gris a pocos casos delante de nosotros. El jinete tenía bajada su capucha, de forma que su rostro quedaba oculto a menos que lo miraras de frente. Incluso a la luz de una soleada mañana de primavera, su aspecto seguía siendo sombrío y siniestro, como si la noche aún lo rodeara. Acompasó el paso de su caballo al de Hugh e, inclinándose hacia él, susurró algo al oído del escribano. El hermano de Robin hizo una seña de asentimiento, preguntó algo y escuchó la respuesta. Tendió al hombre sombrío una pequeña bolsa de cuero, murmuró para sí algo inaudible y luego espoleó su caballo y galopó hasta la cabeza de la columna, donde cabalgaba Robin. El encapuchado hizo dar media vuelta a su caballo y se alejó al trote hacia Nottingham por el mismo camino por donde había venido. Tuck no le prestó atención. Continuó avanzando despacio al mismo ritmo pesado, pero sin apenas hacer uso de su bastón. Luego, de improviso, resonó un agudo toque de corneta desde la cabeza de la columna. Me sobresalté y miré a un lado y a otro alarmado, pero todo parecía en orden. La caravana hizo alto. La gente charlaba despreocupada y los hombres de armas dejaron a un lado sus arcos. El sol nos sonreía alegre desde lo alto: era mediodía.

—Hora de almorzar —dijo Tuck con entusiasmo. Empezó a revolver en el carro más cercano y sacó un saco blanco sucio y un gran frasco de piedra—. Sentémonos aquí —propuso, y tomamos asiento a la sombra de un gran castaño. A nuestro alrededor, los hombres y mujeres de la columna desempaquetaban provisiones de sacos y bolsas, y tendían mantas sobre la hierba. De nuestro saco, tal como había visto hacer una vez a un mago ambulante en las ferias de Nottingham, Tuck empezó a sacar cosas maravillosas, lujos de una clase que yo casi nunca había visto hasta entonces y jamás había comido: una hogaza de fino pan blanco, un pollo entero cocido, anguila ahumada, fiambre de venado asado, un redondo queso amarillo, huevos cocidos, bacalao en salazón, manzanas puestas en conserva el otoño anterior…

Señaló con un gesto el frasco de piedra invitándome a beber. Quité el tapón de madera y bebí un largo trago de sidra. Aquello era un festín regio: mi almuerzo habitual, cuando había algo que comer en mi casa, consistía en pan seco de centeno, cerveza floja, potaje y, si había suerte, un poco de queso. Carne apenas comíamos, salvo la caza furtiva de algún conejo en las tierras del señor del lugar, de tanto en tanto. El fraile arrancó una pata de aquel pollo bien cebado y me la tendió. Yo partí un pedazo de pan blanco, le di un mordisco y me dediqué a llenar mi estómago a toda velocidad.

Tuck se cortó una gran loncha de queso, la rodeó de pan, tomó un largo trago de sidra y suspiró feliz. Con la boca llena, me hizo seña de que comiera y bebiera. Y aún azuzó más mi glotonería al cortar un buen pedazo de anguila ahumada para mí. La comida y la bebida tuvieron el efecto de desatar otra vez su lengua, y entre bocado y bocado dijo:

—Preguntas por qué un hombre de Dios, como yo, ha llegado a ayudar a Robin, un asesino sin Dios. Pues bien, voy a contártelo —anunció—. He acompañado a Robin los últimos nueve años; desde que era tan sólo un chico no mucho mayor que tú. Lo habían mandado a vivir con el conde de Locksley para que hiciera su aprendizaje y pudiera ser armado caballero, pero ya entonces era un salvaje y siempre se escapaba al bosque de Barnsdale cuando tenía que asistir a las lecciones. Entonces no era un proscrito ni el Señor de los Bosques que ves ahora, al que todo el mundo debe obedecer so pena de muerte. —Alzó la barbilla hacia un grupo de hombres: Robin, su hermano Hugh y John estaban sentados en el suelo; reían, comían y bromeaban entre ellos despreocupadamente, pero estaban rodeados por un círculo de ceñudos hombres armados—. Pero incluso a esa edad ya despreciaba a la Iglesia y la primera vez que nos encontramos, yo no fui para él más que el símbolo de una institución tiránica y corrupta. —Hizo una pausa y bebió otro generoso trago de sidra—. Yo era un clérigo vagabundo, un pecador que había sido expulsado de la abadía de Kirklees…, sí, ya sé que es conocida como convento de monjas, pero en un edificio adjunto vivíamos cierto número de hermanos…, ¿qué te estaba diciendo? No fue lo que estás pensando, truhán, salido, aunque frailes y monjas viviéramos pared de por medio. Fue simple gula; no pude controlar mi apetito en los días de ayuno. En aquel tiempo, con el viejo prior William, casi todos los días se ayunaba en Kirklees: los miércoles, los viernes, los sábados, y todos los interminables días de las fiestas religiosas.

Tuck me sonrió para hacerme ver que bromeaba, y se metió en la boca una pata de pollo entera para luego separar la carne del hueso con sus fuertes dientes blancos.

—Siempre me he visto afligido por un enorme apetito —dijo, con la boca llena—. De modo que por mis pecados fui enviado a una ermita del bosque junto a la que había un embarcadero propiedad del prior. Vivía solo, y mi misión era servir de barquero a los viajeros que deseaban cruzar el río. Tenía que vivir de la escasa comida que me daban como propina. El prior William creía que de ese modo recibiría una lección y tal vez me curaría de mi glotonería.

»Un día soleado, estaba tumbado debajo de un árbol, con los ojos cerrados y en profunda meditación, cuando apareció un joven a caballo. Era Robin. Sus gritos me arrancaron de mis pensamientos. Estaba bien vestido y armado con una buena espada enfundada en un tahalí con incrustaciones de oro. "Buenos días, hermano", me gritó. Y entonces me di cuenta de que estaba muy borracho y tenía la cara magullada por algún golpe. "¿Puedes llevarme a salvo a la otra orilla del río?", me preguntó en tono jovial, y a punto estuvo de caerse del caballo.

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