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Authors: Christian Cameron

Sangre guerrera (44 page)

Heráclito se sentó en la hierba, con la respiración entrecortada. No era joven y había mantenido su posición en la falange —o la banda, para ser sincero— y después había ayudado a llevar los cuerpos, Ahora estaba hecho. Demasiado cansado para moverse e incluso para ser prudente.

Los dejé con falsas expectativas, fríos y desesperados, caminé un estadio por la ribera hacia el sur y después regresé.

Herc apareció justo cuando la primera veta de naranja cruzaba el cielo. Todos los persas debían de haber visto su barco en el río, pero ningún hombre se levantó para hacer frente a la
triacóntera
.

Llevé a mi grupo a bordo y me dejé caer pesadamente en la bancada del piloto.

Herc me pidió mil disculpas.

—Mi barco no subía con suficiente rapidez río arriba. Tuvimos que remar hasta Efeso y subir a estos monos de una nave de los muelles —dijo—. ¿Quiénes son?

Negué con la cabeza.

—Hombres de Efeso —dije.

Los llevamos río abajo. Dormí de forma un tanto irregular, y después el sol fue quemándome la cara y me sentí como si hubiese estado bebiendo vino toda la noche. Llevamos el barco hasta la playa en la parte baja de la ciudad, donde algún estúpido charlatán insistió en que le habíamos robado su barco hasta que vio al filósofo; entonces se calló.

Aparte de aquel hombre, era una ciudad sumida en el silencio. El ejército estaba tirado, agotado, corriente arriba. Unos pocos estúpidos muertos de miedo la habían hecho su casa, no obstante, y la ciudad aguantaba la respiración, esperando descubrir hasta qué punto podía ser malo.

Llevamos a Hiponacte y a su hijo a casa. Contraté a un par de esclavos públicos para que llevaran a Arqui y, mientras subíamos a la ciudad, se reforzó mi sensación de que esto era un mal sueño por la rutina que me rodeaba: los hombres se levantaban para ir a sus negocios y los esclavos esperaban al lado de los pozos y las fuentes para sacar agua.

En cada placita, se nos acercaban mujeres y nos pedían noticias de sus esposos; yo protestaba que había servido con los atenienses, y Heráclito no hablaba. Creo que sabía, o tenía una idea, y su valor no bastaba para satisfacer la necesidad de decirles a cien viudas que eran precisamente viudas.

No subimos rápidamente. Cuando llegamos a la parte de arriba de la ciudad, el sol ya estaba alto y los escalones hacia el templo de Artemisa brillaban en su blancura, como una escalinata al Olimpo. Empecé a pensar que Heráclito me llevaría aparte, despertaría a Arqui e iríamos y tendríamos nuestras lecciones, y cuando volviese a bajar los blancos escalones sería un hombre feliz, e Hiponacte me saldría al encuentro en el patio y me pediría que le llenase una copa de vino. El tiempo juega malas pasadas como esa… Heráclito solía hablarnos a menudo de cómo, con la edad, un hombre sabio comienza a dudar de la realidad de lo que imaginamos que es el tiempo. Parece posible que Hiponacte, muerto, esté en el mismo lugar que Hiponacte, vivo y risueño.

Heráclito solía decirnos que el tiempo es un río y que cada vez que metes el pie, el agua que encuentras es diferente, aunque toda el agua que fluyera sobre el dedo de tu pie todavía está allí, a tu alrededor.

Entonces llegamos a casa.

Eutalia nos salió al encuentro en el patio y sabía quién iba envuelto en el
himatión
. Se hizo cargo de su cuerpo y su rostro era resuelto y duro.

Arqui llevaba una media hora consciente. Pero, cada vez que levantaba la cabeza, tenía arcadas. Le ofrecí agua, pero miró para otra parte.

Duda de los dioses si quieres,
zugater
, pero nunca dudes de las furias. Había jurado proteger a Arqui y proteger a Hiponacte. Pero fue mi cuchillo el que le quitó la vida y eso me contaminó, y ellos me retiraron, como precio, su amistad, casi su fraternidad. ¿Justo? No hay tal cosa, cariño.

Nada es justo.

Vino Penélope y ella y Dion se llevaron a Arqui.

Yo me quedé en el patio, esperando a Briseida.

Ella no vino.

Pasado un rato, me marché con Heráclito. Me ofreció llevarme a su casa, pero yo me encogí de hombros y bajé la colina donde había acampado Arístides y me reuní con los atenienses.

A la mañana siguiente, volví a la casa y Darkar me salió al paso en el pórtico.

—No eres bienvenido aquí —dijo—. Vete.

—¿Cómo está Arqui? —pregunté.

—Vivirá.
¿Mataste
al amo? Caiga mi maldición sobre ti —dijo Darkar, y me dio con la puerta en las narices.

El día siguiente, cuando el ejército persa bajó por el río y preparó un asedio, traté de acceder a la casa por la parte de atrás, por la puerta de los esclavos. Y me encontré con Kylix. Me abrazó.

—Se lo dije a Darkar —dijo—. Le dije que hiciste lo que hiciste por amor, no por odio —añadió, y me besó.

—¿Llevarás un mensaje a Briseida? —le pregunté. El siempre me había idolatrado.

El negó con la cabeza.

—¡Se ha marchado! —dijo—. Va a casarse con el señor milesío, Aristágoras. Se ha ido a la casa de su hermano.

—Volverá para el funeral —dije.

Kylix negó con la cabeza.

—Lo dudo. Las cosas que le dijo a su madre… ¡Afrodita, se odian mutuamente!

Yo había grabado unas palabras en un trozo de bronce.

—Dale esto si viene.

Kylix asintió y le di una moneda. El culto es una cosa; el servicio, otra.

Caminé, bajando la colina.

Aquel fue el día en el que Eualcidas tuvo sus juegos funerarios. Eramos un ejército vencido, pero él era un gran héroe, un hombre que había triunfado en Olimpia y se había mantenido firme en cincuenta campos de batalla. Yo me encontraba mal y bajo de forma, y solo gané la carrera con armadura. No hubo
hoplomaquia
, el combate con armadura. Estéfanos ganó la lucha y Epafrodito fue el vencedor global y quien se llevó el premio: un magnífico casco con plumas. Después bebimos todos hasta que no nos tuvimos de pie, prendimos fuego a su cadáver y los dos esclavos fueron liberados formalmente.

Epafrodito se quedó al lado de la pira rodeando con el brazo a Idomeneo y con las lágrimas cayéndole por el rostro.

—Ojalá acabe como él lo ha hecho —dijo.

Estéfano negó con la cabeza.

—Yo te llevaré a casa, señor.

Pensé en el campo de batalla.

—Se fue rápido y en plenitud de sus fuerzas —dije yo. Asentí. Estaba borracho.

Herc se echó a reír y extendió la mano para coger el vino.

—No acampes sobre el odre, chaval. Cuando te toque… y tú eres uno de ellos, conozco esa mirada… pensarás que tu tiempo ha sido demasiado corto. Yo… yo estoy con el muchacho quiano. Casa y lecho, y todos mis parientes reunidos alrededor, discutiendo sobre el montón de plata que les estoy dejando.

Cleón miraba el fuego.

—Yo solo quiero
llegar
a casa —dijo.

Yo me quedé allí de pie y los quería a todos, pero a quien quería conmigo era a Arqui. Y esa puerta aún estaba cerrada a cal y canto.

Todos los hombres del ejército me conocían ahora, pero yo no era capitán, ni siquiera oficial. Por eso, cuando tuvieron su gran conferencia, no fui. Arístides fue a hablar en nombre de Atenas y llevó a Heráclides, a Agios y a otro jefe de columna. De los otros jefes, había demasiados que estaban heridos o habían muerto.

Volvieron tan encolerizados que se les notaba cuando venían hacia nosotros por la carretera.

Arístides ordenó cargar los barcos. Después, me mandó llamar.

—Nos vamos —dijo—. Has servido conmigo y has servido bien, pero no eres de los míos. Sin embargo, no creo que puedas quedarte aquí. Aristágoras conoce tu nombre… ¿Qué has hecho para que te odie tanto?

Yo negué con la cabeza.

—Es una cuestión privada —dije. Había tenido sexo con su novia. ¿Pero cómo demonios lo había descubierto?

—¿Por qué nos vamos, señor? —pregunté.

Arístides elevó una ceja. Aun en la democrática Atenas, los hombres como Arístides no estaban acostumbrados a que los interrogasen los campesinos de Platea.

—Al parecer, abandonamos a los hombres de Mileto en el campo de batalla —dijo.

—¡Ares! —dije yo.

—Aristágoras es uno de esos hombres que no solo mienten a los demás, sino que se mienten a sí mismos —dijo. Y se encogió de hombros—. No siento marcharme. ¿Vendrás a Atenas?

Respiré profundamente.

—Creo que iré a mi casa, señor. A Platea. A menos que usted me incluyáis en vuestras filas. Como hoplita.

Arístides se echó a reír.

—Eres un extranjero. Escucha, chaval. Aquí me ves como un caudillo militar, con un séquito, pero una vez que llegue a casa y deje mi escudo en el altar, habré terminado. Solo soy otro agricultor. No tengo guerreros. No somos cretenses, somos atenienses.

Herc habló a mi favor.

—Podríamos encontrarle un trabajo, señor —dijo.

Arístides negó con la cabeza.

—Es un matador de hombres, no un trabajador. No te ofendas, chico. Te tendría a mis espaldas en cualquier guerra. Pero no te veo como trabajador agrícola.

Asentí.

—Es cierto —dije. Tuve que reírme—. Podría buscar a un herrero fundidor de bronce. Acabar mi aprendizaje.

Arístides pareció interesado. Pero Agios negó con la cabeza.

—Dijiste que conocías a Milcíades.

Yo asentí.

Heráclides entrecerró los ojos.

—Yo podría llevarlo. Tengo media carga para Bizancio y podría cargar cobre en Chipre o en Creta.

Arístides negó con la cabeza.

—Herc, tú sacarás provecho de tu propia muerte.

Ambos me miraron y me reconfortaba ver cuánto estaban tratando de hacer por mí.

—Señor, creo que ya es hora de que vuelva a casa. No iré a ver a Milcíades —dije.

—Te escribiré una carta —dijo Arístides.

—Ven conmigo de todos modos —dijo Herc—. Terminaré bastante pronto en El Pireo si Poseidón me da un buen viaje… Conmigo ganarás algunas monedas, y serás el más rico este invierno en casa.

Todavía me asustaba ir a casa. No hay una forma más fácil de decirlo. Unas semanas con Herc me parecían encantadoras, un descanso.

—Sí —dije—. Pero hice un juramento y debo ver la forma de conseguir liberarme de él.

—Levaremos anclas con la brisa vespertina —dijo Herc—. Si tienes que despedirte, hazlo.

Subí corriendo la colina.

Corrí sin parar hasta la puerta y llamé. Darkar la abrió y lo empujé, abriéndome paso al interior de la casa hasta que encontré a Arqui. Tenía un vendaje alrededor de la cabeza.

—Sal de mi casa —dijo.

Yo había tenido tiempo de reflexionar y dije las palabras que había pensado.

—Me voy —dije—. Aristágoras ha expulsado a los atenienses del ejército, el muy estúpido. Iré con ellos.

—¡Vete! —escupió.

—Pero juré apoyarte —dije—. Y tú necesitas llevar a tu familia a los barcos…

—¿Apoyarme? ¿Cómo apoyaste a mi padre? ¿Y a mi hermana? ¡Tú eres la puta maldición de esta familia!

Se levantó y después se dejó caer en el asiento, todavía atontado por su golpe en la cabeza.

—¡Tienes que salir de aquí! —le grité—. ¡Recoge a los esclavos y vete! Cuando Artafernes tome la ciudad…

—¡No necesito ninguna palabra que venga de ti! —chilló.

—¿Has liberado ya a Penélope? —dije, y se quedó paralizado—. Libérala. Se lo debes. ¡Por Ares, Arqui, saca la cabeza de debajo del ala! —añadí, mirándolo fijamente.

Darkar volvió con dos esclavos grandes. Yo los miré, toqué mi espada y se retiraron.

—¡Vete! —dijo Arqui.

—Diomedes no ha renunciado a la venganza —dije. No lo sabía; me llegó de los dioses—. Tu padre ya no está y el idiota del marido de Briseida trata de resistir en la ciudad contra Artafernes.

—¡Escabúllete, cucaracha! —dijo—. Conservaremos la ciudad.

Tomé aire y lo dejé salir.

—Si quisieras, me quedaría —dije. Todos mis planes para hablar con todo cuidado se fueron al garete y solo podía suplicar.

—¿Así puedes matarme? —dijo—. ¿O más bien me follarás? ¿De qué modo decidirás hundirme? ¿Tanto nos odiaste? ¿Tan mal te tratamos? ¡Por Zeus, debes de haber estado mucho tiempo sin dormir maquinando cómo hundirnos! ¿Trajiste a Artafernes a la casa también? —continuó, y la saliva empezaba a salírsele por la boca—. La próxima vez que te vea, te mataré.

Negué con la cabeza.

—No lucharé contra ti —dije.

—Mejor para mí, entonces —dijo él en tono grave—. Pero tu juramento no protegió a mi padre y no me protegerá a mí. Huye lejos, plateo.

Gracias a la amistad.

En la puerta, Kylix me puso un trozo de papiro, una única hoja, en la mano. Escrito de su puño y letra, decía solo: «Aléjate».

Gracias al amor.

Cuando zarpamos, los hombres de Quíos y de Mileto se reunieron en la playa para burlarse de nosotros, llamándonos «cobardes».

No hay justicia, cariño.

Pensé que zarpaba para ir a casa… Esperaba que así fuera. Pero, cuando salimos de la condenada Efeso, me estaba marchando de casa… y lloré.

Parte IV
 

Dispersar las hojas

De entre las hojas,

unas las vierte por tierra el viento,

otras las hace nacer el bosque floreciente

y sobreviene la estación de la primavera;

así es el linaje de los hombres,

uno nace, otro deja de ser.

HOMERO
,
ilíada
, 6.147

15

Y
o vi Bizancio en aquel viaje. La tormenta nos zarandeó durante cuatro días al salir de Chipre con el casco lleno de cobre. Navegamos de bolina, porque estábamos cruzando el azul profundo entre Chipre y Creta, no teníamos donde fondear y no nos atrevíamos a presentar al viento las bajas bordas de nuestro trirreme.

No había sido una buena travesía. Habíamos tenido mal tiempo al salir de Efeso, mal tiempo durante toda la travesía a Chipre, mal tiempo mientras cargábamos el cobre y mal tiempo mientras remábamos —remando constantemente, no navegando a vela— hasta Creta.

Los hombres me miraban. Yo era el extranjero y los dioses de la mar estaban airados. Podían estarlo. Había roto un juramento, huyendo del que hiciera con respecto a Hiponacte, y la mar no me tenía mucho cariño.

Me turné con Herc en los timones de espadilla. A Arqui y a mí nos entrenaron bien cuando hicimos las travesías al Ponto Euxino y por la mar oscura como el vino hasta Italia. Yo sabía gobernar una nave, incluso un largo buque de ataque como el trirreme ligero de Herc. Me admiraba el estilo de construcción ateniense. Realmente, eran piratas, los cascos eran delgados como papiros, el mismo buque era más estrecho y más ligero y los remeros iban aun más apretados que los remeros de los barcos efesios, todos hombres libres, cada uno con una espada y un par de jabalinas, y los más ricos, con un
spolas
o una coraza.

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