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Authors: Nieves Concostrina

Tags: #Historia

Se armó la de San Quintín (2 page)

Los granadinos pensaban que era un chiste, pero lo cierto es que lo único que hizo Juan II fue cambiar un rey nazarita por otro, recoger sus buenos cuartos del nuevo soberano por haberlo sentado en el trono y largarse con viento fresco. Teorías políticas para explicar por qué no remató la faena hay varias: que tenía guerras pendientes contra Aragón, que los nobles castellanos presionaron para abandonar, que faltaban provisiones…

Pero hay otra hipótesis más reciente y científica. El rey se fue por causas naturales, no políticas: por los terremotos. Según recogen crónicas de ambos bandos, en aquellos primeros días de julio la tierra tembló como nunca lo había hecho. De forma «terrible y continuada», se escribió aquellos días. Juan II pensó «a ver si esto va a ser un castigo divino por meterme con los moros», levantó el campamento y se fue a guerrear a tierras más estables.

Asalto a Maguncia

Allá va un episodio que, a simple vista, provoca decir: «Bah… qué interés puede tener un vulgar asalto a una vulgar ciudad». Pero no hay que fiarse, porque lo sucedido el 27 de octubre de 1462 fue la revolución. Esa noche, un príncipe cuyo nombre se nos olvidará de inmediato pero que se llamaba Alfonso II de Nassau, arzobispo para más señas, invadió la ciudad de Maguncia, que está, para situarnos, de la mitad para abajo de Alemania y cerquita de Francia. Aquello solo fue una bronca de las muchas que se dieron en el siglo XV, pero bendita bronca. Fue el detonante para la difusión de la imprenta en Europa.

Maguncia nos suena porque allí nació Johann Gutenberg, y Gutenberg nos suena porque inventó un aparatito, satánico para algunos, que permitió fabricar libros sin tener que copiarlos a mano y uno a uno: la imprenta. Gutenberg no pudo mantener su invención en secreto durante mucho tiempo, y los maguncianos crearon un nuevo oficio, el de impresores. Así que Maguncia se convirtió en la capital mundial de la impresión de libros.

Tenían la exclusiva porque por algo la imprenta se inventó allí y allí vivía el maestro Gutenberg. Y en estas andaban, cuando el arzobispo de Maguncia decidió que, además de mandar en su Iglesia, por qué no mandar también en la ciudad. El arzobispo ganó, saqueó la ciudad y los impresores hicieron el petate y se largaron a tierras más tranquilas. Con ellos, qué bien, viajaron sus imprentas.

Se repartieron por toda Alemania y de allí saltaron a Europa, lo que provocó que el saber y el conocimiento se hicieran universales. Acceder a un libro impreso en aquel siglo XV debió de ser tan emocionante como cuando entramos en internet por primera vez.

Ni siquiera entonces se supieron medir las consecuencias, y hay datos que lo corroboran. Cuando años después Lutero emprendió su reforma protestante en Alemania, Roma no le hizo excesivo caso. Era un monje alemán y perturbado que acabaría ahogado en sus propias ideas, pensaron las lumbreras eclesiásticas. Pero los papas no calcularon que la imprenta ya se había extendido y aquellas ideas acabaron rápidamente reproducidas en papel impreso y volando de ciudad en ciudad. Y ahora qué… ¿fue o no importante el asalto a Maguncia?

Estudiantes contra mozos en El Escorial

A principios del siglo XX, la Escuela de Ingenieros de Montes estaba ubicada en El Escorial, un pueblo serrano que así, de entrada, suena a señorial y un poco pijo. Por eso extrañó, y mucho, el suceso que se dio el 2 de marzo de 1914, cuando la batalla campal que se organizó entre estudiantes de Montes y mozos del pueblo acabó con dos futuros ingenieros muertos y el asunto presente en todos los periódicos. Los mozos de El Escorial se habían cargado a dos señoritos universitarios. El asunto fue tan gordo que obligó al traslado de la Escuela de Montes a Madrid.

Si alguien se anima a consultar la página oficial de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros de Montes, el asunto brilla por su ausencia. Cuentan, muy sutilmente, que el traslado de la Escuela fue polémico porque unos querían mantenerla en El Escorial, en un ambiente rural y propicio para la enseñanza forestal, y otros querían llevársela a Madrid para que los alumnos estuvieran incorporados a los ambientes universitarios de la capital. Vale, dicho así queda fino, pero lo que precipitó el traslado no tenía que ver con cuestiones académicas. Es que se habían cargado a dos alumnos y si no los sacaban de allí se iban a cargar a más. La cosa fue como sigue.

Hacía años que mozos y estudiantes se miraban por encima del hombro, porque unos eran señoritos con posibles y los otros, pues eso, mozos del pueblo. En El Escorial, los jóvenes tenían por tradición que cada vez que llegaba el sorteo de quintos, se iban a por todos los forasteros a los que les tocaba hacer la mili y les obligaban a pagar dos pesetas y cincuenta céntimos para celebrar una merienda campestre. Los mozos lo llamaban «la convidá» y consistía en merendar a costa de los foráneos.

Llegó el año en que los estudiantes de Montes se negaron a pagar para que merendaran los mozos, la cosa se enredó de más y aquel 2 de marzo acabaron a palos, tiros y pedradas por las calles del pueblo. El suceso provocó reuniones urgentes de miembros del Gobierno, el envío de policía y guardia civil desde Madrid, y, por supuesto, el cierre de la escuela. O sea, que eso de que el traslado fue una decisión académica, no cuela. Es que los estudiantes y los mozos no se podían ver.

Ayacucho, fin del imperio español

Si hubiera que buscar una frase hecha para definir lo que supuso para el imperio colonial español la fecha del 9 de diciembre de 1824, esa podría ser: «Se acabó lo que se daba». Porque en ese día se produjo la última gran batalla entre independentistas americanos y españoles. Fue la batalla de Ayacucho, en Perú, la que dejó claro que teníamos que hacer las maletas para volver a casa, la que marcó el final del dominio español en todo el continente suramericano y la que hizo que América comenzara a andar sola. ¿Triste? Pues no. Estaba cantado.

La batalla de Ayacucho, en realidad, fue una más de las que ya traían por la calle de la amargura al poderío español en América, pero es la más importante porque fue la última y ya no teníamos ni una sola parcela más que defender. No nos quedó ni un territorio continental.

Hacía más de quince años que el Reino de España batallaba contra los independentistas americanos, y llevábamos clarísimamente las de perder, porque a ver cómo se controla todo un continente a ocho mil kilómetros de distancia. Cuando no se levantaban en México, se levantaban en Venezuela; cuando no, en Chile, y si no, en Argentina. No se daba abasto. Y no nos engañemos. Perdimos contra nosotros mismos, contra la nobleza y la burguesía nacidas en América pero hijas de españoles. No vayamos a creer que fueron los indios los que se levantaron contra la madre patria. Pobrecitos, si no tenían ni poder ni armas.

El poder lo mantenían contra viento y marea los funcionarios españoles enviados desde la Península, mientras que los nacidos en América, aunque descendientes de españoles y de alta cuna, no pasaban de segundones. En pocas palabras: estaban hartos de no tener nada que decir en la tierra en la que habían nacido; hartos del autoritarismo de la monarquía del Borbón, y hartos de que los cargamentos de plata continuaran saliendo rumbo a España.

Estados Unidos ya se había sacudido el yugo inglés y la Revolución Francesa dejó claro que sin un rey se caminaba más ligero. Ahora bien, aquellos hijos de españoles que se quedaron gobernando América no lo hicieron mejor. Lograron la independencia, pero los indios continuaron sin alcanzar la libertad.

Lepanto, «la más alta ocasión que vieron los siglos»

Qué brasa nos han dado en el cole con la batalla de Lepanto… y cuánta razón tenían, porque la historia del sur de Europa hubiera sido otra si aquella guerra contra el turco se hubiera perdido. El 7 de octubre de 1571 se armó la de Dios en el Mediterráneo entre las flotas otomanas de Alí Pachá y las cristianas de la Liga Santa. Dicho así parece una guerra de religión, que lo era, pero también entraban en juego otros intereses menos divinos: el ganador se quedaría con el control del Mediterráneo. Digamos que Dios y Alá iban dando la cara, pero que el comercio y el territorio eran lo que de verdad preocupaba.

El imperio otomano, los turcos, se estaban comiendo Europa poco a poco, hasta que el papa Pío V dijo: «Un momento, o hacemos algo o me veo mirando a la Meca». Buscó una alianza con España, con la República de Venecia y con Malta, y entre todos formaron una pandilla llamada la Liga Santa para ir a pegarse contra los turcos. Porque los del turbante tenían planes muy concretos: seguir conquistando plazas en el Mediterráneo y acabar provocando el levantamiento de los moriscos en España.

La Liga Santa se puso de acuerdo y se fue en busca de los turcos a su territorio, al golfo de Lepanto, que estaba en el mapa, para entendernos, justo donde parece que a Grecia se le ha desgajado un trozo de tierra, entre el continente y el Peloponeso.

La batalla fue a lo bestia. Casi quinientos barcos a cañonazos y más de ciento cuarenta mil hombres con arcabuces y espadas. Murieron tantos soldados que los cálculos dicen que se vertieron al mar doscientos mil litros de sangre. Y todo ello entre las siete y media de la mañana y las cuatro de la tarde. Fue la mayor y más sangrienta batalla naval de la Edad Moderna y la que encumbró a don Juan de Austria a la categoría de héroe nacional porque la historia dice que él dirigió el ataque. Ejem… en realidad hubo otros que dirigieron desde la retaguardia.

Al final, ya lo sabemos, ganó la Liga Santa y a los turcos se les desinfló el sueño de someter el sur de Europa y controlar el Mediterráneo. Según palabras de un soldado que participó en la batalla y que escribía muy bien, aquello fue «la más alta ocasión que vieron los siglos». Un soldado que pasó a la historia como «el manco de Lepanto». ¿O fue por el Quijote?

Y se armó la de San Quintín

No tardando mucho, aparecerán por estas páginas los tejemanejes de cómo llegó Felipe II a ser rey consorte de Inglaterra por su matrimonio con María Tudor. Un matrimonio de conveniencia que a la reina inglesa le dio marchilla porque el rey era joven y mono, y que en cambio Felipe llevó como pudo porque ella era mayorcita y… guapa, lo que se dice guapa, pues… la verdad… no. Quiere esto decir que Felipe II, en cuanto podía, se escapaba de Inglaterra con la excusa de una guerra. Y fue el 6 de julio de 1557 cuando el rey hizo otra vez las maletas y embarcó en Dover camino de Flandes. ¿Saben a dónde iba? A organizarlo todo para liar la de San Quintín. La famosa batalla de San Quintín.

¿Por qué se lio la de San Quintín? Porque Francia estaba mosqueada con el descomunal poderío español en Europa. Para hacernos una idea, España mandaba de los Pirineos para abajo, mandaba en gran parte de Italia, mandaba en Flandes, mandaba en Austria, mandaba en Hungría… y para colmo, Felipe II apañó su matrimonio con la reina inglesa María Tudor, con lo cual España también sumó a su imperio el apoyo inglés.

¿Quién quedaba, pues, rodeada por todas partes sin posibilidad de expansión? Francia, y por eso los franceses estaban rebotados y montando batallas por media Europa intentando quitarnos algo. Eso se llama envidia, y la envidia es muy mala.

Así que tanta guerra estaban dando los franceses que Felipe II dijo: «Ya vale, ahora invado yo el norte de Francia». Y como tenía dinero y soldados ingleses que le había prestado su mujer, a todo un ejército en Flandes y el apoyo de más soldados alemanes, italianos, húngaros y, por supuesto, españoles, Felipe II atacó sin miramientos y buscó una plaza fuerte para quitársela a Francia.

Un mes después de su partida de Inglaterra, las tropas alcanzaron el pueblo de San Quintín y días después se lio la que se lio, la batalla de San Quintín, una de las más renombradas de la historia militar.

Los franceses acabaron derrotados, humillados, y puesto que el triunfo se logró el día de San Lorenzo, Felipe II pensó en celebrarlo con algo grande. Y dijo él: «Pues me voy a construir un monasterio en recuerdo de mi gran victoria». Ahí lo tienen. El monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Es que era un poco exagerado él…

Cerco a Cascorro

Darse una vuelta por El Rastro de Madrid lleva sin más remedio a una plaza en donde hay un soldado de bronce sobre un pedestal, con una lata de petróleo, una antorcha y una cuerda. Una estatua que tiene mucho que ver con lo sucedido el 24 de septiembre de 1895.

Estábamos los españoles en plena bronca con los cubanos —nosotros intentando amarrar Cuba y ellos tratando de que la soltáramos—, cuando se dio una de las más famosas batallas de aquella guerra por la independencia, la batalla de Cascorro, que se hubiera perdido si no llega a ser por el tipo de la lata de petróleo, la antorcha y la cuerda.

Cascorro está tierra adentro, cerca de Camagüey. Allí estaba acuartelado el Regimiento de Infantería María Cristina nº 63 cuando llegaron los independentistas cubanos al mando de un general en jefe con malas pulgas, Máximo Gómez. Aquel que, cuando le preguntaron quiénes eran sus mejores generales para acabar con los españoles en Cuba, respondió: «Los generales junio, julio y agosto». Porque en estos meses las enfermedades tropicales mataban más españoles que las balas.

El Regimiento español atrincherado en Cascorro estaba acogotado por el asedio y a punto de sucumbir, cuando un soldado español llamado Eloy Gonzalo, en plan torero, dijo eso de «dejadme solo». Agarró una lata de petróleo y una antorcha, y se ató una cuerda a la cintura. Se deslizó en la noche hacia el campamento cubano, esparció el petróleo, prendió fuego con la antorcha y salió por pies. Aquella acción dio un par de días de respiro hasta que llegaron refuerzos españoles, y entonces los que corrieron fueron los cubanos.

¿Que por qué el soldado Eloy Gonzalo llevaba una cuerda atada a la cintura? Porque no se fiaba de que su plan tuviera éxito y pidió a los compañeros de su regimiento que, en caso de que muriera, tiraran de la cuerda y recuperaran su cadáver. El soldado Eloy se libró de morir en aquella refriega, pero no salió vivo de Cuba. Murió en la isla dos años después. Se lo llevó la disentería, una enfermedad tropical. O sea, que acabó matándolo uno de los más efectivos generales de las tropas cubanas. El general junio.

El incidente de la tajada de sandía

La historieta que sigue a continuación es ciertamente extravagante, porque se la conoce como «el incidente de la tajada de sandía». Suena a chiste, pero no tuvo ninguna gracia porque provocó la primera intervención militar de Estados Unidos en Panamá. El día 15 de abril de 1856 un yanqui borracho se paró en un puesto de un mercado de la capital panameña y pidió una tajada de sandía. El vendedor se la dio y a cambio le pidió los cinco centavos que valía. El yanqui, acompañado de cuatro amigotes, se negó a pagar, y se lio una bronca que acabó en pelea de estadounidenses contra panameños. La historia terminó con diecisiete muertos y veintiocho heridos. Y todo por una tajada de sandía.

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