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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (24 page)

Calle Campoamor, esquina de Santa Teresa: fue aquí, hace cinco años, en ese tiempo en el que los años parecía que duraban mucho más, no discurrían desvaneciéndose tan rápidamente como ahora. Una distancia de cinco años era entonces remota y cabía en ella media vida. Cualquier cosa, apenas pasada, parecía haber sucedido muchos años atrás. Ahora las cosas más lejanas es como si hubieran pasado ayer mismo. Reconozco los postigos blancos en los balcones del segundo piso. Hasta este momento todo ocurría únicamente en mi imaginación enfebrecida por la soledad, podría haber estado inventando o soñando el tránsito por estas calles en las que nadie me conoce y nadie repara en mi existencia de fantasma. Pero ahora, si ella se asoma al balcón va a reconocerme, y si subo los dos pisos de peldaños de madera y llamo a su puerta el timbre estará sonando en la realidad, en las vidas de otras personas, y mi presencia puede ser una sorpresa indeseada, una irrupción impertinente o embarazosa. No he sabido casi nada de ella en todos estos años, y de cualquier modo apenas nos conocemos, sólo nos cruzamos durante un periodo muy breve hace mucho tiempo.

Mis pensamientos y mis actos no se corresponden, del mismo modo que no hay correspondencia ni vínculo ninguno entre mi presencia y el lugar donde estoy. He rondado por la esquina, mirando hacia los balcones, creyendo ver en algún instante una figura que se aproximaba a los cristales. Me he acercado al portal, que estaba abierto, y que tiene ese olor tan peculiar a humedad y a madera de los portales viejos de Madrid. En uno de los buzones he visto su nombre, escrito a mano, junto al de su marido. Ese nombre que yo pronunciaba estremeciéndome y en el que estaban cifradas todas las posibilidades de la ternura, de la incertidumbre, del dolor y el deseo, es un nombre común escrito a mano en la tarjeta de un buzón entre otros nombres de vecinos que se cruzan con ella todos los días en el portal o en la escalera y para los cuales su cara, que a mi se me olvidaba en cuanto no estaba junto a ella, forma parte de la misma realidad trivial que estas calles y esta ciudad en la que yo siempre acabo deslizándome, cuando viajo a ella, entre los espejismos de la soledad y la pura inexistencia.

El valor de los cobardes, la resistencia de los débiles, la osadía de los pusilánimes: he llegado al rellano y sin vacilación pulso el timbre de la puerta, una puerta antigua, grande, pintada de verde oscuro, con una mirilla dorada. Cada detalle hibernado en el olvido recobra su sitio exacto, y la agitación nerviosa y la flojera en las piernas es la misma de entonces, aunque yo ya sea otro. Quizás no esté, pienso con un golpe de esperanza cobarde, teñida inmediatamente de decepción cuando pasan unos segundos y no escucho nada, pasos ni voces, sólo la resonancia del timbre en habitaciones silenciosas.

La puerta se abre y ella está mirándome y al principio no me reconoce, tiene la expresión desconfiada e interrogativa de quien se enfrenta a un vendedor a domicilio, la misma predisposición hostil. Caigo en la cuenta de que estoy más gordo y ya no tengo barba, y mi pelo es mucho más corto que hace cinco años, más escaso también. Ella lleva en brazos a un niño grande, moreno, con chupete, con el pelo rizado, con un babero sucio sobre la pechera del pijama. Una niña con gafas se asoma con cautela tras ella y me vigila exactamente con sus mismos ojos. El niño ha dejado de llorar al verme y me mira muy fijo sorbiéndose los mocos y haciendo un ruido goloso de succión con el chupete.

No es que me cueste reconocer su cara delgada y sus claros ojos grises, los dos mechones de pelo castaño casi rubio que le caen a los lados de los pómulos: es que no puedo asociar su presencia de ahora, una mujer vestida de cualquier manera para estar en casa, con un niño en brazos tan grande que debe de agotarla, con una niña que se parece extraordinariamente a ella, despojándola así de la singularidad de unos rasgos que para mí eran únicamente suyos.

Qué sorpresa, me dice, no te había conocido, y esboza una sonrisa que le ilumina los ojos con un brillo de otro tiempo. Yo me disculpo, pasaba por casualidad y se me ha ocurrido mirar a ver si estabas, me oigo la voz más ronca de lo que debiera, una voz de no haber hablado con nadie en muchas horas. Me pillas en casa de milagro, iba a llevar al niño al médico, pero como no tengo con quién dejar a la niña iba a llevármela a ella también. No le pasa nada, me explica, nada grave por lo menos, en cuanto se le inflaman un poco las anginas le sube mucho la fiebre, y yo no debería asustarme, pero me asusto siempre. Descorazona un poco la naturalidad con que me habla, como a un conocido neutral, sin ningún rastro de sorpresa. Toca la frente del niño, le he dado un Apiretal, parece que le está bajando la fiebre. A mi hijo también le damos Apiretal, y le pasa lo mismo, enseguida la fiebre le sube a cuarenta, voy a decirle, pero me callo, detenido por un raro pudor, como si prefiriese ocultarle que yo también estoy casado y soy padre, y que mi hijo tiene más o menos la misma edad que el suyo y estos días tampoco se encuentra muy bien, me lo dijo anoche mi mujer por teléfono.

Hago ademán de irme, tan azorado que no le he dado un beso al verla, pero pasa, no te quedes en la puerta, ya que has venido a verme no te voy a despedir sin darte por lo menos un café. Vivía en un piso de pasillos hondos, de techos altos con filigranas de escayola y suelo entarimado. Debía de haber sido muy lujoso en otros tiempos, pero ahora estaba medio vacío y como abandonado, tal vez pertenecía a sus padres o a los de su marido y ellos no tenían dinero para arreglarlo. Ella no daba la impresión de tener dinero, o al menos no se cuidaba como cuando yo la conocí, llevaba unos vaqueros viejos y unas zapatillas de lona sin cordones. Su piel se había vuelto más opaca, y su pelo estaba más bien desaliñado, como el de una mujer que no sale de casa en todo el día bregando con los niños y no tiene tiempo ni ganas de arreglarse.

Limpió de juguetes, de papeles pintarrajeados y lápices de colores un sillón grande y viejo y me pidió que me sentara mientras ella preparaba el café. Me encontré solo en un salón muy amplio en el que predominaban a la vez el vacío y el desorden. Sobre la mesa hay una licuadora igual a la que usamos mi mujer y yo para hacerle al niño la papilla de frutas, un biberón sucio, un frasco de jabón líquido infantil, un pañal desechable que huele muy fuerte a orines. Los ruidos de la calle llegaban a través de dos balcones con visillos que filtraban la luz escasa del día nublado. En una habitación contigua lloraba el niño y se oía muy alta la música de un programa matinal de dibujos animados. Qué estoy haciendo aquí, absurdo y correcto como una visita, sentado rígidamente en el sillón, sin atreverme ni a cruzar las piernas, esperando a verla aparecer en el umbral, como la esperaba entonces, ávido y asustado de su presencia, codicioso de cada uno de sus rasgos y sus gestos, de su manera de vestirse un poco fantástica para nuestra ciudad de provincias, de su claro acento de Madrid.

Vuelve con los cafés en una bandeja, y al ponerla en la mesa descubre el pañal sucio, y lo aparta de la vista con un gesto de contrariedad y de cansancio, ahora se me ha olvidado el azúcar, no sé dónde tengo la cabeza, se lleva el pañal, el biberón y la licuadora, la oigo decirle algo al niño, que se queda callado, aparece de nuevo sonriéndome con cara de disculpa y apartándose un mechón de los ojos y entonces, como en una iluminación, la veo igual que era hace cinco años, con la precisión con que se ve un paisaje al limpiar un cristal empañado, y pienso que se parece mucho a alguien, aunque tardo en descubrirlo unos segundos: a la mujer de la agencia de viajes, la Olympia que nos gusta tanto a mi amigo Juan y a mí. El mismo escorzo cuando se aparta el pelo de la cara, el mismo color entre rubio y castaño, la boca grande, la línea de la barbilla y la mandíbula, la luz en los ojos claros.

Como me ocurría cuando estaba muy enamorado de ella, no llego a concentrarme del todo en lo que me dice, ensimismado en la atención fanática del amor, de una pasión adolescente, contemplativa, paralizadora, que alcanzaba en la imposibilidad su tortuosa culminación, que alimentaba el deseo de impotencia, y el sufrimiento y la cobardía de literatura. Dejé Medicina cuando me quedé embarazada, te acuerdas, intenté volver cuando la niña estuvo algo mayor pero entonces me quedé embarazada de nuevo, y ahora estoy pensando matricularme en Enfermería, es más corto y me convalidan asignaturas, y yo creo que es más fácil encontrar trabajo. Imagínate, con la experiencia que ya tengo pueden nombrarme jefa de planta de Maternidad.

Se levanta porque el niño ha empezado a llorar otra vez muy fuerte, y cuando vuelve lo trae en brazos. Tiene la cara roja y los ojos brillantes de fiebre. Siento celos de pronto mirando a ese niño, reconociendo en él rasgos de su padre, a quien yo le pedí a ella en vano que abandonara para venirse conmigo. Desde la otra habitación la llama la niña, porque algo acaba de caerse al suelo con mucho estrépito. Se va de nuevo y yo me pongo en pie, me siento un poco desleal al observarla de espaldas. Su cara es la misma, pero su cuerpo se ha vuelto más ancho, ha perdido esa linealidad sinuosa como de los años veinte que tanto me gustaba. Cuando me ponía el café me he fijado furtivamente en que sus pechos ahora son más grandes y grávidos, los pechos de una mujer que ha parido y amamantado a dos hijos y no se ha cuidado mucho después de dar a luz. Me acuerdo de sus vaqueros ceñidos y sus camisas entreabiertas de tejidos muy dúctiles, con un tacto líquido de seda que se parecía al de su piel las pocas veces que me atreví a acariciarla. La invité a cenar una noche a principios de verano y bajó a la calle con un vestido cruzado muy ligero y unas sandalias, con el pelo recogido en una cola de caballo y dos mechones a los lados de los pómulos, tan liviana y deseable que era un tormento no atreverse a abrazarla.

Pero no te vayas todavía, cuéntame algo de ti, que no has dicho una palabra, en eso tampoco has cambiado. El niño ya no llora, en la habitación de al lado vuelve a oírse la televisión. Ella se sienta frente a mí, me pide que le hable de mi vida en estos años, y yo advierto, con un rescoldo avivado de halago, que se ha arreglado el pelo, que se ha dado un poco de color en los labios. Me contaron que también te casaste, con tu novia de siempre. Igual que tú, me atrevo a decir, y por un momento estamos los dos de verdad el uno frente al otro y sólo hay entre nosotros un breve espacio vacío, el que cruzamos una sola vez hace mucho tiempo y ahora parece de pronto que no llegó a cerrarse. Pero sonreímos los dos, moviendo la cabeza, educadamente, acogiéndonos a la vulgaridad objetiva de los hechos reales. Al menos tú hiciste algo, terminaste la carrera. Me acuerdo de cómo te gustaba la Historia del Arte, con qué entusiasmo hablabas de todo, los asirios, los egipcios, Picasso, El Bosco, Velázquez, Giotto. Todavía tengo por ahí una postal que me mandaste de Florencia.

Y de qué me sirvió. Me acuerdo de esa postal, del momento mismo en que te la escribí, en la escalinata de Santa Maria del Fiore, de cómo te quería. Le explico que encontré un trabajo interino como auxiliar administrativo, y que al año siguiente saqué las oposiciones, aunque no pienso quedarme para siempre en esa oficina, en cuanto pueda reanudaré en serio el trabajo en la tesis o me pondré a preparar oposiciones a profesor de instituto. Eso está haciendo Víctor, estudiando oposiciones a Correos, a ver si tuviera tanta suerte como tú. Víctor: me hiere cada vez que pronuncia con tanta normalidad el nombre del marido. Si se hubiera quedado conmigo pronunciaría el mío tan familiarmente como lo dice mi mujer, incluso es posible que me llamara con un diminutivo conyugal.

Suena el teléfono, al fondo de la habitación. Habla en voz baja, sin mirarme, le explica a alguien que va a llevar al niño al médico, aunque parece que la fiebre ha dejado de subirle. Chao, dice, ven pronto. Qué estoy haciendo yo aquí, un fantasma, una visita, ni siquiera un intruso. Chao, ven pronto. La gente dice las palabras sin pararse a pensar lo que significan, las vidas enteras que caben en la frase más simple, la injuria íntima que puede haber en una fórmula trivial: qué pena que no hayas coincidido con Víctor, a él le habría gustado mucho verte.

Esta vez, cuando me pongo en pie, ya no me dice que me quede un poco más. Los olores domésticos en el pasillo, que ella no percibe, olor a niño pequeño, a humos de cocina, a sábanas y cuerpos, a piso no muy ventilado, una aleación de olores que está hecha de todas las cosas diarias de su vida, de su vida real, que para mí es tan extraña como esta casa grande, desordenada y sombría. También habrá un olor en mi casa, en mi piso pequeño y arreglado de protección oficial, y en parte será parecido, el olor a leche agria y a talco de los niños pequeños. Me despide en la puerta, con su hijo otra vez en brazos, colorado y lloroso, la barbilla mojada de babas. Me da dos besos, uno en cada mejilla, sin tocar la piel, rozando apenas el aire más cercano que la envuelve, el que encierra el olor de cada uno, el suyo, del que yo no me acordaba, y que no me conmueve al reconocerlo. ¿Te quedas mucho en Madrid? Podrías venir a vernos, si tuvieras un rato. Tal vez lo dice para descartar cualquier sospecha de antigua clandestinidad. Ya no es la mujer sola que tan fugazmente pareció enamorada de mí y dispuesta a quedarse conmigo: ahora me habla en un plural que siempre incluye a su marido, ofreciéndome esa clase de amistad matrimonial que es la peor ofensa para un ex amante. No creo que tenga tiempo, me vuelvo esta noche y todavía me quedan algunas cosas que hacer.

Anduve el resto del día por Madrid cansado y aburrido. Elegí para comer un restaurante después de muchas vueltas y vacilaciones y nada más entrar me di cuenta de que me había equivocado, pero un camarero con una sucia chaquetilla roja ya se acercaba a mí y no tuve valor para marcharme, y me comí parte de un dudoso filete de ternera que olía ligeramente a putrefacción. En una librería muy grande de la Gran Vía me mareé mirando títulos y acabé comprándome una novela que en realidad no me apetecía mucho, y que no llegué nunca a leer. Me metí en un cine y cuando terminó la película ya era de noche, pero aún faltaban varias horas para que saliera el tren. Llamé a casa, con un principio de remordimiento, aunque no llevaba ni tres días fuera. Nada más ponerse mi mujer al teléfono temí que en el tono de su voz hubiera indicios de alguna desgracia. El niño la había despertado esa noche con unos ahogos muy raros y lo había llevado a toda prisa a Urgencias, donde le diagnosticaron una laringitis.

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