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Authors: Antonio Muñoz Molina

Sefarad (6 page)

Aquella mujer estaba sentada junto a mí en la gran mesa oval de la Unión de Escritores. Me ha ocurrido otras veces: el almuerzo era en mi honor, pero nadie reparaba mucho en mi presencia. Delante de cada uno de nosotros había una tarjeta con nuestros nombres. El de la mujer era en sí mismo un enigma, una promesa cifrada: Camille Pedersen-Safra. No puedo resistirme al imán de los nombres: la mujer me dijo que había nacido en Francia, en una familia judía de origen español. Pedersen era su apellido de casada. Mientras los demás conversaban calurosamente y se reían, aliviados de no tener que darle conversación a un extranjero del que no sabían nada, me contó que ella y su madre se habían escapado de Francia en vísperas de la caída de París, en la gran desbandada de junio de 1940. Sólo volvieron al país una vez, en el otoño de 1944, y se dieron cuenta las dos de que en tan pocos años habían dejado de pertenecer a su patria de origen, de la que habrían sido deportadas hacia los campos de exterminio si no hubiesen escapado a tiempo: por gratitud, ya eran danesas. También Dinamarca había sido ocupada por los alemanes, y sometida a las mismas leyes antijudías que Francia, pero las autoridades danesas, a diferencia del gobierno francés de Vichy, no habían colaborado en el aislamiento y la deportación de los judíos, y ni siquiera les hicieron cumplir la obligación de llevar una estrella amarilla.

Camille Safra tenía unos seis años en el momento de la huida de Francia: recordaba el desagrado de que su madre la despertara sacudiéndola cuando aún era muy de noche y la sensación rara, cálida y gustosa, de viajar envuelta en mantas en el remolque de un camión, bajo un toldo en el que golpeaba la lluvia. Recordaba también haber dormido en cocinas o zaguanes de casas que no eran la suya, en las que olía muy fuerte a manzanas y a heno, y le venían imágenes a veces de misteriosos itinerarios por caminos rurales bajo la Luna, durmiéndose en brazos de su madre, bajo el abrigo de un chal de lana húmeda, escuchando el traqueteo de un carro y los cascos lentos de un caballo. Recordaba o soñaba luces aisladas en esquinas, en ventanas de granjas, luces rojas de locomotoras, sucesiones de luces en las ventanillas de trenes a los que ella y su madre no llegaban a subir.

En su memoria el viaje al exilio tenía toda la dulzura del bienestar infantil, del modo en que los niños se instalan confortablemente en lo excepcional y dan a las cosas dimensiones que los adultos desconocen y que no tienen nada que ver con lo que éstos viven y recuerdan. Cuando se marchó de Francia, Camille Safra aún vivía sumergida en las irrealidades y en las mitologías de la primera infancia: a los diez u once años, cuando ella y su madre regresaron, su razón adulta ya estaba prácticamente establecida. El primer viaje lo recordaba como un sueño, y había sin duda partes de sueños o de cuentos que se habían infiltrado en su memoria como hechos reales. Del regreso desde Dinamarca conservaba imágenes exactas, teñidas de una tristeza que era el reverso de la misteriosa felicidad de la otra vez.

Era una mujer pelirroja, ancha, enérgica, muy descuidada en su manera de vestir, con unos rasgos más centroeuropeos que latinos que la edad ya estaba exagerando. He visto señoras judías muy parecidas a ella en Estados Unidos y en Buenos Aires: mujeres de cierta edad, entradas en carnes, vestidas con negligencia, con los labios pintados. Fumaba mucho, cigarrillos sin filtro, conversaba con brillantez, saltando entre el inglés y el francés según sus necesidades o sus limitaciones expresivas, y bebía cerveza con una excelente desenvoltura escandinava. Hacía crónicas sobre libros en un periódico y en una emisora de radio. El editor que me había llevado a la comida y que en el calor de la conversación y la cerveza no parecía acordarse ya mucho de mí me había dicho al presentármela que tenía mucho prestigio, que una crítica favorable suya era muy importante para un libro, sobre todo de un autor extranjero y desconocido en el país. Yo tenía la convicción firme y melancólica de que el libro por el que me habían llevado a Copenhague no atraería a ningún lector danés, de modo que sentía remordimientos anticipados por el mal negocio que aquel editor estaba haciendo conmigo, y le disculpaba, y hasta le agradecía, que en el almuerzo de la Unión de Escritores me hubiera abandonado a mi suerte. Comprendía también que la convocatoria no había sido precisamente un éxito: habías varias mesas más en el gran comedor con pinturas mitológicas y ventanales que daban a una calle por la que de vez en cuando pasaba lentamente un barco. Antes de servirnos la comida, los camareros habían quitado los cubiertos de las mesas vacías.

Me carcomían mezquinamente esas observaciones mientras Camille Safra seguía hablándome, y notaba con algo de agravio que a lo largo de conversación aún no me había dicho ni una palabra sobre mi libro en danés. Me dijo que su madre había muerto unos meses atrás, en Copenhague, y que en la última conversación que había mantenido con ella las dos se acordaron de aquel viaje a Francia, sobre todo de algo que les había ocurrido una noche en un hotel de una ciudad pequeña, próxima a Lyon.

Buscaban a sus parientes. Muy pocos habían sobrevivido. Antiguos vecinos y conocidos las miraban con desconfianza, con abierto rechazo, como temiendo que hubieran regresado para reclamar algo, para acusar o pedir cuentas. A aquella ciudad cercana a Lyon —Camille Safra no me dijo su nombre— su madre la llevó porque alguien le había dicho que una hermana suya se refugió en ella a principios de 1943, y no constaba que la hubieran detenido, aunque tampoco se sabía nada sobre su paradero, ni llegó nunca a saberse. La gente desaparecía en ese tiempo, dijo Camille Safra, se le perdía el rastro, no constaba su nombre en ninguna parte, en ninguna lista de deportados, ni de regresados, ni de muertos. Llegaron muy de mañana en un tren, desayunaron café frío y pan negro con mantequilla rancia en la cantina de la estación, preguntaron a algunas personas madrugadoras y hurañas que las miraban con desconfianza y se negaban a dar las explicaciones más simples, por miedo a comprometerse, en aquellos tiempos de la depuración.

Hambrientas, desorientadas, extranjeras en el país que cuatro años antes era el suyo, con los pies deshechos después de caminar todo el día sin averiguar nada sobre la persona a la que iban buscando, el anochecer las sorprendió en un descampado, junto al cobertizo de una parada de tranvías. Hasta la mañana siguiente no podían volver a París. El tranvía las dejó en una plaza con tiendas cerradas y con un monumento a los caídos en la guerra del 14, cerca del cual había una farola encendida y el letrero de un hotel que se llamaba
du Commerce
.

Alquilaron una habitación. Subieron a acostarse enseguida, porque a causa de las restricciones eléctricas la luz se apagaría a las nueve. Sentadas en la cama, bajo una bombilla que se debilitaba y daba entonces una claridad tenue y roja y luego revivía hasta un amarillo aceitoso, compartieron para cenar los restos de un paquete que les había suministrado la Cruz Roja y luego se acostaron vestidas y abrazadas, tocándose los pies helados bajo la manta escasa y la colcha raída. Su madre, me dijo la señora, nunca cerraba las habitaciones con llave: le daba terror quedarse atrapada, perder la llave y no poder salir. En los refugios, cuando sonaban las alarmas de los ataques aéreos, tenía accesos de sudor y de pánico. Si iban al cine, en cuanto terminaba la película se apresuraba a salir, por miedo a que se fuera todo el mundo antes que ella y cerraran las puertas creyendo que ya no quedaba nadie.

Se despertaron al amanecer. Por la ventana se veía un patio rústico con canteros de huerta y jaulas de gallinas en el que estaba lloviendo. Se lavaron por turno con el agua muy fría de la jarra que había bajo el lavabo, se vistieron con las ropas monótonas, dignas y pobres que llevaban siempre entonces, ropas que nunca llegaban a quitarles el frío, igual que la comida nunca bastaba para quitarles del todo el hambre. Cuando su madre quiso salir de la habitación el pomo no giraba y la puerta no se abría.

—Te dije anoche que no echaras la llave.

—Pero yo no la eché, estoy segura.

La llave estaba sobre el aparador que había frente a la cama. La introdujeron en la cerradura, la movieron hacia un lado y otro, y no ocurrió nada. No giraba, o bien parecía que no encontraba resistencia, y giraba en el vacío. No era que se atascara, o que no entrara bien, por tratarse de la llave de otra habitación. Simplemente, aunque en apariencia funcionaba el mecanismo, la puerta no se abría con la llave, igual que no se abría con el tirador.

La madre estaba poniéndose nerviosa. Más que intentar abrir, lo que hacía era sacudir el tirador y la llave, golpear la cerradura, morderse los labios. Decía en voz baja que si no salían iban a perder el tren hacia París y no podrían volver a Dinamarca, y ya tendrían que quedarse para siempre en Francia, donde no tenían a nadie, donde nadie les había dedicado ni una sonrisa de bienvenida, y ni siquiera de reconocimiento. Sacaba la llave de la cerradura y no acertaba a introducirla de nuevo, y cuando lo consiguió por fin, negándose a dejar que su hija la ayudara, hizo angustiosamente un movimiento tan brusco que se quedó con media llave en la mano.

—Te dije que no echaras la llave —repetía—. Y tú no me quisiste hacer caso.

—¿Por qué no pedimos ayuda?

—Se reirán de nosotras, dos judías ridículas. A quién se le ocurre quedarse encerrado de este modo en una habitación.

Pero tuvieron que pedir ayuda: unos minutos después, su madre, ya fuera de control, con la boca desencajada y los ojos vidriosos de miedo, el miedo que tuvo en la huida de cuatro años atrás y del que había salvado a su hija, golpeaba la puerta con desesperación y pedía socorro a gritos. Habían intentado abrir la ventana: también era imposible, aunque no se veía ningún cerrojo, y desde luego no había cerradura.

Oyeron con alivio pasos que subían la escalera y se acercaban por el corredor. El dueño del hotel, con la ayuda de un alambre, logró extraer de la cerradura el trozo de llave que se había quedado en ella, pero cuando introdujo la llave maestra la puerta tampoco se abrió. Desde un lado y el otro era empujada, sacudida, golpeada, pero la puerta permanecía firmemente cerrada, y era de una madera demasiado gruesa y con goznes muy sólidos para que pudieran derribarla.

Su madre se ahogaba, me dijo Camille Safra. Se había sentado en la cama, con su vestido negro de viaje, su abrigo viejo y su pequeño sombro, con sus zapatos anchos y torcidos, y respiraba con la boca muy abierta y agitando mucho las aletas de la nariz, y se estrujaba las manos o se cubría la cara con ellas, como cuando bajaban a los refugios, en las alarmas del principio de la guerra. No vamos a salir nunca de aquí, repetía, no teníamos que haber vuelto, esta vez no van a dejarnos salir. La niña tomó entonces una decisión de la que cuarenta y tantos años después aún estaba orgullosa. Tiró la jarra del lavabo contra la ventana, y al romperse el cristal entró en la habitación el aire fresco y húmedo de la mañana. Pero había demasiada altura como para que pudieran saltar hacia el patio, y no acababa de aparecer la escalera de mano que alguien había ido a buscar.

La puerta no pudieron abrirla: una hora después abrieron otra puerta condenada que había en la habitación, oculta detrás de un armario que la madre y la hija debieron agotadoramente apartar.

Aún lograron alcanzar un tren hacia París esa misma mañana. Su madre la llevaba de la mano, apretándosela mucho, y le decía que iban a volver enseguida a Dinamarca, y que ella nunca más pisaría Francia. En el departamento del tren estaba tan pálida y tenía un aire tan gastado como si llevara viajando mucho tiempo, igual que tantos refugiados y apátridas que se veían entonces deambulando por las estaciones, aguardando días y semanas enteras a que llegasen trenes que no tenían horarios ni destinos precisos, porque en muchos lugares las vías estaban reventadas y los puentes habían sido destruidos por los bombardeos o los sabotajes. Un caballero que tenía un aire de penuria digna muy parecido al de ellas dos le ofreció a la niña la mitad de una naranja que había extraído de un pañuelo muy limpio y pelado con suma pulcritud mientras ellas intentaban no mirar ni percibir aquel aroma ácido y tentador que llenaba el aire borrando los hedores usuales de ropa sudada y humo de tabaco. Era la primera persona que les sonreía abiertamente desde que llegaron a Francia. Trabaron conversación, y la madre dijo el nombre del pueblo y el del hotel en el que habían pasado la noche. Al escucharlo, el hombre dejó de sonreír. También era la única persona que habían encontrado que hablara sin cautela ni miedo.

—Era un buen hotel antes de la guerra —les dijo—. Pero yo no lo pisaré nunca más. Durante la ocupación los alemanes lo convirtieron en cuartel de la Gestapo. Ocurrieron cosas terribles en esas habitaciones. La gente pasaba por la plaza del pueblo y escuchaba los gritos, y hacía como si no escuchara nada.

Cuando dejó de hablar, Camille Safra movió despacio la cabeza, sonriendo, con los ojos cerrados. Volvió a abrirlos y los tenía húmedos y muy brillantes. Habrían sido unos ojos muy hermosos en su juventud, o cuando viajaba con su madre a través de Francia en aquel tren y ella miraba con disimulo y envidia la naranja que el hombre del vagón pelaba tan cuidadosamente sobre un pañuelo blanco. Me contó que su madre, al final de su vida, en la habitación del hospital donde ella pasaba las noches haciéndole compañía, se despertaba a veces de una pesadilla y le pedía que no cerrara la puerta con llave, respirando con la boca abierta, mirándola con los ojos dilatados por un miedo que no era sólo el de su muerte próxima sino también, y quizás más angustiosamente, el de la muerte de la que ella y su hija habían escapado hacía cuarenta y cinco años.

Al final de la comida en la Unión de Escritores hubo varios brindis de un fervor etílico muy acentuado, pero no recuerdo si alguno fue en mi honor, o si lo hicieron en danés y yo no llegué a enterarme. De aquel viaje a Copenhague el recuerdo más preciso que me queda, aparte de la estatua misántropa de Kierkegaard y el tejadillo andaluz del Pepe's Bar, es el del viaje de aquella señora llamada Camille Safra en el otoño lluvioso y lúgubre del final de la guerra en Europa. En los viajes se cuentan y se escuchan historias de viajes.
Doquiera que el hombre va lleva consigo su novela
, dice Galdós en
Fortunata y Jacinta
. Pero yo, algunas veces, mirando a algunos viajeros que no hablan con nadie, que permanecen callados y herméticos junto a mí en su butaca del avión o beben su copa en la cafetería del tren o miran fijamente el monitor donde transcurre una película, me pregunto que historias sabrán y no cuentan, qué novelas lleva cada uno consigo, de qué viajes vividos o escuchados o imaginarios se estarán acordando mientras viajan en silencio a mi lado, un poco antes de desaparecer para siempre de mi vista, caras ni siquiera recordadas, como la mía para ellos, como la de Franz Kafka en el expreso de Viena o la de Niceto Alcalá Zamora en un autobús que recorre los paisajes desolados del norte de Argentina.

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