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Authors: Nuria Roca

Tags: #GusiX, Erótico

Sexualmente (5 page)

Yo estoy en una época en la que me gustan las cosas normalitas. Ni bañeras, ni
stripteases
, ni rotura de bragas. No sé lo que me durará, pero al misionero en la cama le estoy encontrando su punto.

13. Baile de disfraces

Hace poco leí en Internet un relato que daban por falso y que no lo es, porque le pasó casi igual a mi amiga Carla:

Poco antes de ir a una fiesta de disfraces de
Halloween
, una mujer sufrió un fuerte dolor de cabeza y le dijo a su marido que fuera solo, que ella prefería quedarse en casa. Sin embargo, poco después empezó a encontrarse mejor y decidió ponerse el disfraz (que su marido no conocía) e ir a la fiesta.

Al llegar vio a su marido flirteando con todas las mujeres que podía. La esposa se le acercó, le susurró palabras suaves al oído, lo abrazó y lo arrastró seductoramente hacia el jardín. Poco antes de medianoche, cuando es costumbre quitarse las máscaras, ella se excusó y volvió a su casa.

Su marido no llegó hasta las tres de la madrugada.

—¿Qué tal la fiesta? —le preguntó ella.

—Aburrida —dijo él.

—¿Bailaste mucho?

—La verdad —contestó el marido—, cuando llegué a la fiesta me encontré con Peter, Hill y Fred, que también estaban aburridos, y decidimos meternos en un estudio a jugar al póquer.

—¿Así que estuviste jugando a las cartas toda la noche? —dijo ella, empezando a alzar la voz.

—Sí —contestó él—; por eso le dejé mi disfraz a Charlie, que, por cierto, me ha dicho que esta ha sido la mejor fiesta de toda su vida.

Este era el relato que en Internet daban por falso y que yo doy fe de que es verídico, salvo por algunas diferencias que se producen en la historia que le ocurrió a mi amiga Carla. Cuando ella llegó a la fiesta más tarde que su novio vio a seis tipos vestidos de
Spiderman
e intentó adivinar cuál de ellos era su chico. A primera vista le confundió con otro que, efectivamente, estaba flirteando con todas las chicas que podía. Al igual que en el relato, ella se acercó para «pillarle», le susurró palabras suaves al oído, lo abrazó y lo arrastró seductoramente hacia el jardín. La diferencia es que Carla se dio cuenta de que aquel chico no era el suyo nada más empezar a meterse mano, pero siguió hasta el final y acabó tirándose a aquel
Spiderman
en una habitación del chalé donde se organizaba la fiesta. Le excitaba aquello de no verle la cara a su superhéroe y, según me contó, fue un polvazo maravilloso. Al día siguiente, mientras desayunaban:

—¿Qué tal la fiesta? —preguntó ella.

—Aburrida —dijo él—; ¿tú por qué no fuiste?

—No me apetecía y me quedé tomando unas cañas con Nuria.

—¿La de la tele?

—Sí.

—Esa tía es un poco tontita, ¿no? Y un poco pija.

—Ya empezamos. Es mi amiga, y punto. ¿Me meto yo con el imbécil de tu compañero Marcelino, que es un fantasma?

—Eso es verdad. Un poco fantasma sí que es. Ayer se pasó toda la noche diciendo que se había tirado a una tía que iba disfrazada de
Batwoman
.

—¿Ah, sí? ¿Y él de qué iba vestido?

—De
Spiderman
, como yo. Se ha pasado dos horas contándonos todos los detalles del polvo: que si por delante, que si por detrás, que qué boca, que una salvaje... Ninguno le hemos creído.

—Vaya, vaya con Marcelino.

—¿Y tú qué tal con Nuria?

—Aburrida. Ya sabes, con sus historias de la tele.

—¿Sigue con el programa de los animalitos, no? El cua-cua ese de la uno.

—Sí, cariño, sí. Anda, vete a trabajar, que vas a llegar tarde. Y recuerdos a Marcelino.

—De tu parte, amor.

14. Mi editor

«Me encantaría escribir el libro y os agradezco que hayáis pensado en mí para hacerlo, pero es imposible porque no tengo tiempo. Muchas gracias.» Esa fue mi respuesta a la llamada de la editorial que me propuso escribir un libro sobre sexo. Sin embargo, me convencieron para asistir a una reunión con algunos responsables de la editorial en la que durante un largo rato me contaron lo maravillosamente que podría hacerlo, lo gracioso que iba a quedar, los muchos ejemplares que íbamos a vender, el prestigio que esto daría a mi carrera como comunicadora y, sobre todo, lo fácil que me iba a resultar, porque, aunque yo no dispusiera de demasiado tiempo, ellos me iban a ayudar en todo lo que fuera necesario. Eso de que «me iban a ayudar en todo lo que fuera necesario» me sonó regular, porque si yo decidía escribir un libro lo debería hacer yo sólita, sin ayuda de nadie. Al verme un poco ofendida en mi papel de escritora —con una simple propuesta ya me sentía yo Maruja Torres—, me explicaron que era habitual que a personas con poco tiempo para escribir les echara una mano la editorial para proponer temas, ordenar capítulos, orientar el tono que deberían tener los textos; vamos, nada de particular. En fin, que me convencieron y al día siguiente estaba mi representante en la editorial negociando las condiciones del contrato y yo delante del ordenador escribiendo sobre algunas de mis experiencias sexuales. Suena el teléfono.

—¿Sí?

—¿Nuria?

—¿Qué?

—¿Eres Nuria?

—Que sí. ¿Quién eres? —yo es que por teléfono no soy muy simpática.

—Soy Eduardo, de la editorial.

—¿Te conozco?

—No, pero deberíamos vernos para hablar del libro por si necesitas algo.

—¡Bueno, ya hablaremos! Te tengo que dejar, que precisamente ahora estoy escribiendo.

Qué ilusión me hizo pronunciar esa frase. Tanta que no reparé en lo desagradable que llegué a ser con el tal Eduardo.

No tengo un patrón fijo del tipo de hombres que me gustan. Podría definir con mucha más precisión aquellos por los que no siento ninguna atracción, pero de los que me gustan, esos con los que me iría a la cama si se da el caso, los hay de lo más variado y aseguro que son bastantes.

Sin embargo, hombres que me vuelvan loca hay muchísimos menos; la verdad es que hay muy pocos, y los reconozco en cuanto los veo. Pueden ser guapos, feos, incluso muy feos, pero tienen algo que me descoloca desde el primer instante en que me miran. Cuando eso pasa, la vida es algo que merece mucho la pena.

En una sala de juntas tres mujeres con distintos cargos en la editorial y yo estábamos enfrascadas en una discusión sobre las revistas femeninas cuando un tipo abre la puerta de cristal de la sala.

—¿Se puede?

—Sí, claro, Eduardo —dicen todas—; pasa, que estamos con Nuria.

Nada más escuchar su nombre recordé que era el tipo que me había llamado, y me arrepentí muchísimo de lo desagradable que puedo llegar a ser cuando hablo por teléfono. Me levanté para las presentaciones.

—Nuria, este es Eduardo, nuestro editor jefe. Eduardo, esta es Nuria.

Tuvo la delicadeza de no recordar la conversación de días atrás y se limitó a un formal «encantado de conocerte personalmente».

Eduardo es alto, delgado, moreno, tiene los ojos grandes y verdes, la nariz importante y una mirada tan profunda que retiras la tuya o te abalanzas sobre él para besarle. No hay más opción. Al instante supe que Eduardo no era uno de los numerosos tíos que me gustan: era de los que me vuelven loca. Algunos lo describen como flechazo, otros hablan de química; yo, utilizando una frase de mi amiga Esther, diría que según le vi ya llevaba las bragas en la mano. Filosofía pura.

Qué maravilloso es volverse loca por alguien, qué vulnerable y qué viva estás. Qué extraordinaria sensación cuando intuyes que a él le pasa lo mismo. Tienes ganas de cantar, podrías morirte bailando, estás más guapa que nunca, no te enteras de nada, la sangre viaja a toda velocidad por tu cuerpo, tienes ganas de gritar.

—Sexy —decía una editora—; la palabra sexy debe aparecer en el título.

—Habría que darle una vuelta, que eso es demasiado
light
—decía la de
marketing
.

—Mejor —interrumpió la de ventas— la palabra sexo: debe aparecer sexo. O sexual. Algo que nos ayude a promocionarlo mejor.

—Tú sabrás —asintieron todas, sabiendo que al final son los de ventas los que ponen los títulos.

La reunión concluyó con un calendario de entregas, algunas propuestas para la portada y una planificación previa de lo que sería la promoción. Eduardo escuchó a sus empleadas y a mí casi sin intervenir, y yo me quedé enganchada de aquella mirada. Con un editor así a mí no me apetecía escribir un libro, sino una enciclopedia. Salimos de la sala de juntas y mientras caminábamos por el pasillo descubrí que Eduardo, aparte del jefe, era alguien muy estimado por las trabajadoras de la editorial. Tuve la sensación de que algunas me miraban como «la siguiente» y la certeza de que muy pocas habitantes de aquellas mesas repletas de ordenadores deberían quedar sin pasar por la cama de mi espigado editor.

—Te acompaño hasta la puerta —dijo amablemente.

—No te preocupes. Voy a ir primero al baño —dije yo.

Dos besos, de nuevo esa mirada irresistible y una sonrisa angelical para despedirse en la puerta del baño pusieron punto final a mi primer encuentro con Eduardo.

Entré al servicio feliz, pensando en la manera en la que nos habíamos mirado, con tanta pasión, con tanto fuego.

¡NOOOO!

Horror. Al mirarme al espejo extasiada descubrí que tenía dos enormes legañas blancas, una en cada ojo, con pinta de haber estado allí toda la mañana. Me quería morir. Él con su mirada penetrante y yo aguantándola seductora con dos legañones. Lloriqueé como lo hace una adolescente, pero me recuperé pronto. Dentro de unos días volvería a verle y entonces todo sería distinto. Me iba a poner tan arrebatadora que nada más verme quedaría rendido a mis encantos. Tiempo al tiempo.

15. La hamaca

Para practicar buen sexo hay que tener buena coordinación de movimientos. Hay gente que dice que es bueno ver bailar a alguien antes de acostarte con él, porque descubres más o menos cómo se comportará después en la cama. Los buenos amantes tienen casi siempre sentido del ritmo, se mueven con facilidad, coordinados. De todas formas, en esto no hay reglas fijas y el patoso de la pista te puede sorprender muy favorablemente. Hay gente también que demuestra su habilidad, su coordinación de movimientos, su sentido del ritmo en lugares insospechados, como por ejemplo en una hamaca.

Una vez me fui con unas amigas a México en un viaje organizado a una de esas playas paradisíacas que salen en los catálogos. Éramos cuatro amigas con muy pocas cosas en común, salvo las ganas de estar durante una semana alejadas lo más posible de Madrid y las cuatro deseando olvidar algo. Marta intentaba olvidar que hacía poco la habían despedido de un bufete después de dos años de pasante prometiéndola un puesto fijo; María intentaba olvidar el mal trago de su reciente separación, y yo quería olvidar el espantoso estrés de mi último programa. La cuarta era Esther, que, la verdad, no quería olvidar nada. Simplemente nos dijo que le apetecía acompañarnos para «tirarse a unos cuantos mexicanos».

Era un viaje hortera a un hotel hortera lleno de gente hortera. La mayoría, españoles en viaje de novios. Lo sabíamos y era lo que nos apetecía: tirarnos en una tumbona y tomar el sol sin hacer nada, sin ninguna pretensión. El plan perfecto. Marta, María y yo escuchábamos las aventuras que los primeros días tuvo Esther con distintos empleados del complejo turístico. En los dos primeros, sólo cuarenta y ocho horas, había estado con un recepcionista, dos camareros y un conserje. Su capacidad siempre me ha impresionado. Su quinta aventura, sin embargo, sí trajo consecuencias, porque no se le ocurrió otra cosa que liarse con el tío de la habitación de al lado, un futbolista del Albacete. Lo malo es que el futbolista no estaba solo, sino que tenía mujer, y estaban en el hotel de viaje de novios. La pobre infeliz, que subía a su habitación después de haberse dado un relajante masaje en el Spa del hotel, se encontró en su cama a Esther con el miembro de su recién estrenado marido en la boca, lo que le provocó náuseas. Me refiero a la despechada esposa, no a Esther, que está muy acostumbrada a tener miembros en la boca y para nada le provocan náuseas. En fin, que al día siguiente la pareja que dejó de serlo de inmediato abandonaba México, rumbo a Albacete.

Las noches las pasábamos en la terraza de la piscina, cenando y viendo los espectáculos de los animadores que intentaban animar a las parejas de españoles con jueguecitos, bailecitos y cancioncitas. Esos espectáculos de los hoteles, que la mayoría de personas detesta, a mí, en esa ocasión, me pareció divertidísimo. Me pasa lo mismo en las fiestas de los pueblos cuando la orquesta por fin rompe a tocar el
explota, explota, explótame, expío
, de Rafaela Carra. Yo me emociono.

La última noche reparé en uno de los animadores que medio me gustó. No sé por qué. La verdad es que era el tipo de tío que no me suele atraer en absoluto. Más bien bajito, rubio, ojos azules, un poco con cara de bruto y con mucho pelo en el pecho que mostraba orgulloso debajo de su camisa de palmeras abierta casi hasta el ombligo. Si no fuera por su 1,65 de estatura y su cerradísimo acento mexicano, parecería un alemán o un nórdico. El caso es que me fijé en él y él se dio cuenta de inmediato. Vino a la mesa y con unas formas más propias de otra época me invitó a bailar. Nada más llegar a la pista los dos comprendimos que lo del baile no había sido una buena idea, porque mis maravillosas sandalias azules de diez centímetros de tacón dejaban la cara de aquel rubio mexicano a la altura de mis pechos. Agarrado a mí para comenzar el baile, miró hacia arriba y con una dignidad muy mexicana me dijo: «Mejor te invito a un tequilita en la barra». Allí fuimos y empezamos a beber Don Julio, un tequila añejo que a partir del segundo vaso entra con una peligrosísima facilidad. Llevábamos media botella y aquel mexicano machote y bajito me estaba haciendo reír. Pensé que estaba en México a miles de kilómetros de mi vida, en un hotel hortera al que no volvería jamás y con un tío al que tampoco volvería a ver después de esa noche.

—¿Los animadores también os hospedáis en el hotel? —pregunté.

—Qué va; yo vivo en una casita en el pueblito de Chuncaranga, a diez kilómetros de aquí.

—Pues quiero ir a Chuncaranga, manito.

Y a Chuncaranga nos fuimos con nuestra botella de Don Julio en un
jeep
amarillo descapotable de principios de los ochenta.

Su casa era un salón de veinte metros, lleno de estampitas de vírgenes colgadas en las paredes, una mesa en la que había una tele vieja, una pila con un grifo debajo de un miniarmario y una hamaca. No había cama, ni sofá, ni sillas. Ningún sitio para sentarte, salvo la hamaca; ningún sitio para dormir, salvo la hamaca; ningún sitio para practicar sexo, salvo la hamaca.

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