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Authors: Albert Espinosa

Tags: #Drama, Fantástico

Si tú me dices ven lo dejo todo... pero dime ven... (12 page)

Ahora parecía que ya no tenía que preocuparme por ella, pero aún deseaba hacerlo…

Siempre he creído que las personas más importantes de nuestra vida todavía no las hemos conocido. Y como no existen, no nos preocupamos por si el coche las ha dejado tiradas, si se les ha muerto un ser querido, si están tristes o si les han abandonado.

No existen aún en nuestro mundo y, por ello, su tristeza y su felicidad no nos pertenecen y no nos afectan… Hasta el día que los conocemos y nos ponen al día de su mundo…

Ahora me daba cuenta de que pasaba lo mismo con la gente que perdemos y sabemos que no recuperaremos. Es como si debiéramos olvidar qué les pasa y les preocupa. Y eso yo no deseaba hacerlo; la gente lo hace por sobrevivir… Quizá yo no deseaba sobrevivir.

Llegamos a la habitación del niño. Ver la puerta de su cuarto fue un impacto. Se llamaba Izan como clamaba el letrero que había colgado… Realmente aquel nombre me perforó…

Al entrar se me heló la sangre. Su habitación estaba llena de estrellas en el techo y dibujos de planetas en las paredes…

Introducirme allí fue como entrar en el cosmos.

—A Izan le encanta el universo —dijo el padre.

Le encanta el universo. ¿Y a quién no? El padre apagó la luz y apareció un espectáculo fluorescente impresionante.

Yo estaba en medio de la sala y me sentía en el centro del cosmos. Mis pelos se erizaron, pero esta vez de verdad, no fue ningún truco. Todo aquello era demasiado para mí…

Que se llamara Izan, que le gustara el universo… Sólo faltaba la música…

Un viejo tocadiscos presidía la sala. Lo puse en marcha y sonó, como debía ser, «The show must go on», esa maravilla que creó Queen para afrontar la enfermedad de su líder… Para poder seguir tirando hacia delante…

Sé que quizá sólo eran casualidades, pero para mí todo aquello era increíble, pues aquellas tres coincidencias pertenecían a mi mundo y al mundo de ella…

Y, sobre todo, al mundo de nuestro hijo.

Sí, creo que en aquella habitación, con las luces apagadas y con todo aquel cosmos girando a mi alrededor, me siento por fin capaz de hablaros de nuestro hijo, el motivo de nuestra ruptura…

Aunque no deseo admitirlo…

Ya, ya sé que al principio os conté que podía haber casi quince razones para mi ruptura. Y no os engañaba, las hay, existen…

Pero siempre ha prevalecido una, siempre la misma. En nuestros trece años de relación siempre ha estado el niño presente. La conocí con veintisiete años…

Sé que debo contároslo todo, pero se me hace difícil.

No sé bien por dónde empezar…

Sé que estoy en una habitación de un niño desaparecido en Capri, pero mi cabeza cree que está en la habitación del hijo que nunca vino.

Queríamos llamarle Izan. Fue lo primero que decidimos ella y yo. Nos pusimos de acuerdo casi sin pensarlo. Fue una madrugada en Menorca, llevábamos tres años juntos y hablamos de la posibilidad de tener niños.

Pensamos un nombre a orillas de la playa junto a un faro y enseguida nos salió Izan. Fue increíble porque lo dijimos al unísono.

Y a partir de esa coincidencia comenzamos a pensar cómo sería ese niño.

Aquel día recuerdo que corría un extraño viento en la isla y sentimos cómo nuestros pensamientos, nuestras ideas y nuestros sueños eran rápidamente absorbidos y se iban mar adentro.

No recuerdo bien cuál de los dos decidió que estaría bien pedir cómo nos gustaría que fuera, para que ese soplido inmenso lo convirtiera en realidad.

Cosas de parejas, de parejas enamoradas. Me encantan esos ritos «parejiles», que son únicos. Nadie te los puede robar ni arrebatar…

Sé que estoy diferente, que me expreso con dificultad…

Pero hablar de ella, de nuestra ruptura y de Izan, el niño que nunca tuve pero que soñamos cómo sería, qué le apasionaría y en quién llegaría a convertirse, es algo que me duele mucho…

Y es que en aquella costa menorquina, proyectamos al bebé perfecto. Ese Izan que pensamos que llegaría durante los dos años siguientes, pero… que jamás apareció.

Ella dijo aquella noche en Menorca que desearía que le encantasen las estrellas y los planetas. Que su habitación fuese el cosmos.

Era tan sólo un deseo contra un viento menorquín.

¿Era posible que el viento hubiese llegado a Capri y aquello se hubiera convertido en realidad?

Aquel niño perdido tenía la misma edad que cuando concebimos a nuestro Izan con la imaginación.

No me acuerdo exactamente cuántas cosas dijimos sobre ese niño imaginario. Dijimos tantas y tantas…

La última que recuerdo es que yo deseaba que algún día tuviera un tocadiscos y le volviese loco «The show must go on», y es que aquélla era una de mis canciones preferidas.

Siempre deseamos que a nuestro hijo le encante nuestro mundo en lo personal, en lo profesional y hasta en lo musical. Que desee seguir nuestra senda.

Pero Izan nunca llegó. Nunca… Y ése fue nuestro gran problema.

Primero lo probamos de la manera tradicional, pero ella no se quedaba embarazada. De todos modos, seguimos intentándolo durante un par de años, pero no lográbamos nada.

Y, poco a poco, fue pasando de ser algo extraño a algo traumático. Según fueron transcurriendo los meses, hacer sexo fue cada vez más un deber que debía fructificar en un bebé.

Comenzamos a hacernos pruebas, a cambiar horarios y finalmente decidimos saber quién tenía el problema.

El problema… El problema parecía tan sencillo de solucionar… Había hasta parejas que te comentaban que no habían ni buscado el niño…

Mientras, nosotros ya no sabíamos dónde podía estar el nuestro, porque aquello ya no era una búsqueda sino una cacería.

Las pruebas dictaminaron que los dos estábamos bien. Nos advirtieron que seguramente era un problema psicológico.

Pero ese diagnóstico, en lugar de ayudar, nos obsesionó. ¿Cómo era posible que físicamente nos encontráramos bien, pero que mentalmente no pudiéramos concebir un niño?

Quizá si no hubiera sido mental y alguien hubiera tenido la culpa, todo hubiese sido más fácil.

El culpable, el no fértil, se hubiera sentido mal, pero el otro habría hecho todo lo posible por salvarlo.

Nada desea tanto la otra parte de la pareja… Pero si sufren los dos, como era nuestro caso, ¿quién nos salvaba?

Fueron años complicados. El sexo se convirtió en una tarea que había que realizar de una manera específica y después de unas inyecciones que intervenían en la ovulación.

Probamos todos los métodos posibles. Rompimos todas las estadísticas. Cada vez nos quedaban menos oportunidades, menos tratamientos.

Pasamos de los más sencillos a los más complejos. De hacer sexo tradicional a entregar mi aportación y la suya para que, en un laboratorio, los espermatozoides y los óvulos se amaran.

Ellos sin nosotros.

Pero ni así.

De las quince posibilidades con tres métodos diferentes, tan sólo nos quedaba una oportunidad de éxito.

Llevábamos casi cinco años en los que el sexo se había convertido en algo inexistente… Un lustro en que ir a una sala y entregar mis espermatozoides se había convertido en algo habitual, al igual que retornar horas más tarde para recoger un informe sobre la velocidad, calidad y cantidad que había proporcionado.

Era complicado para mí, y sobre todo para ella. Aumento de peso, frustración, intervenciones para insertar óvulos fecundados… La lista de efectos secundarios es interminable y no puedo enumerarla sin hundirme.

En la última época seguíamos practicando la técnica que tocaba, pero ya no hablábamos de aquello entre nosotros. Era como un tema tabú.

Incluso los que consiguen un niño con estos métodos jamás explican el vía crucis que han pasado.

Por todo ello nos sentíamos rara avis, una pareja que luchaba contra molinos que sólo ellos veían.

Además, a eso hay que añadirle que a mí siempre me costó la idea de tener un niño, me imaginaba que saldría enano y era algo que me hacía sufrir porque, aunque le dé normalidad, el mundo no está hecho para la gente de talla baja.

Todo es alto, inalcanzable para nosotros.

Supongo que pensáis que rompimos por todo lo que os he contado. Pero debo deciros que sí y que no.

Pasó algo y eso es lo que me hizo volver a recordar al Sr. Martín y a George; los había enterrado en mi memoria… Los había olvidado, eran recuerdos de mis diez y trece años, y cuando crecí se fueron, desaparecieron… Al dejar de ser enano también los perdí a ellos. Se quedaron con el pequeño, dentro, olvidados…

Pero cuando aquello pasó… Las perlas, las polaroid, las ruletas, los bailes con maniquíes y los sacos volvieron… Era increíble que el tiempo me arrebatara todo aquello…

Y lo que pasó fue que a falta de un solo tratamiento nos dijeron que se había quedado embarazada. Fue el momento más feliz de nuestra vida. Nos volvimos locos. Hasta volvimos a tener sexo, nuestro sexo…

Pero a los seis meses lo perdimos… No supieron por qué; sin embargo, estas cosas pasan y aún nos quedaba una posibilidad. La médico creía que aquello, aunque hubiese sido una desgracia, demostraba que la fecundación era posible. Decidimos que lo probaríamos por última vez, pero fue entonces cuando nos dijo algo que no pude superar. Nos contó que el bebé que habíamos perdido era enano… No me lo esperaba… Fue un shock, no deseaba un hijo enano.

Fue en ese instante en que volví a mi enano y recordé a aquellos dos diamantes que conocí cuando lo fui… Sus lecciones y sus consejos evitaron que dejara de crecer. Pero mi hijo podría no tener tanta suerte y jamás cruzarse con esas perlas que le ayudarían a confiar en sí mismo…

Aquello me superaba… Y por ello decidí que no seguiría con el último tratamiento… Nos quedaba una oportunidad más de fecundación, pero no quise continuar, ya no quería aquel niño, aunque estaba seguro de que tampoco lo conseguiríamos… Tras catorce veces, el porcentaje de éxito era ínfimo.

Mi negativa fue la puntilla final. A partir de ahí, todo se nos desmoronó. Como pareja naufragamos.

Me volqué en el trabajo… En la búsqueda de otros niños…

¿Sabéis cuando notas que tu mundo te puede, que todo a tu alrededor va a otra velocidad, que no te sientes cómodo con nadie y sólo deseas no pensar?

Pues así estaba de perdido, algo sólo comprensible si has sentido ese estado en que todo vale y nada importa mucho.

Ella me dejó por buscar niños ajenos. Aquel día que visteis cómo se marchaba de casa y vaciaba todos los cajones, me dio el ultimátum… O buscaba a nuestro niño o se marchaba. Y le dije que no quería encontrarlo…

Cuando me dejó, volví a sentirme un enano, tuve que volver a mis kilómetros cero. Y ellos eran George y el Sr. Martín. Con ellos comencé a construirme como persona; sin ellos me había destruido.

En aquella habitación del otro Izan sentí por primera vez la pérdida de nuestro hijo. Ver nuestro deseo hecho realidad me tocó inmensamente.

—¿Quiere leer ahora la carta que ha enviado el secuestrador? —me dijo el padre.

Sabía que debía otra vez ese
must
implacable. Debía centrarme en ese Izan desaparecido que ha dejado una familia desconsolada y olvidar a ese otro Izan propio que me alejó de mí mismo y que simboliza todos mis miedos.

Y aquí estoy de nuevo, en el centro de una habitación vacía, sintiendo la doble pérdida.

Mi pasado de niño perdido me hizo observar la habitación con detenimiento. Me senté en la cama. El padre me dio la carta. Era una de esas típicas escritas en Arial 12, sin pistas, con estilo neutro… Como tantas que he leído…

Aunque en ésta no pedían rescate. Tan sólo respeto y una rectificación pública del padre. Que explicara a los medios que se había equivocado con él.

Aquello sí era novedoso. Seguí leyendo. Contaba que le habían condenado a ocho años por pederastia sabiendo que no había ninguna prueba en su contra. Aquello ya era totalmente inusual; además había mucha pasión en la carta.

Miré al padre.

—¿Existe este hombre?

El padre me tendió su ficha policial.

—¿Realmente no ha llamado a la policía? —indagué.

—En la carta dice que si lo hago, lo matará —replicó sin casi mirarme a los ojos.

Seguí leyendo y vi que la advertencia era tan explícita como el padre me había relatado.

En la carta también decía que sólo liberaría al niño si se publicaba la rectificación; si no era así, acabaría convirtiéndose en lo que le habían acusado. Y la víctima de aquel delito sería Izan.

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