Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (5 page)

La diosa no tuvo que esperar mucho. Al parecer, el dios orco había encontrado un rastro elfo —a Araushnee no le importaba si era el suyo o el de Corellon—, y se aproximó a ella abriendose paso como un loco entre la espesura.

Iba hacia la telaraña.

El orco cayó de bruces en ella. Gruumsh se debatió salvajemente, rugiendo y maldiciendo, pero sólo consiguió enredarse aún más. Procedente del bosque flotó la risa de Corellon, un sonido semejante a campanillas de oro, hermoso incluso cuando se mofaba.

El Señor de los Orcos redobló sus esfuerzos, pero estaba atrapado sin remedio. «Sin duda las defensas naturales de Arvandor también lo hubieran detenido con o son mi intervención», se dijo Araushnee con una irónica sonrisa. A Corellon no se le había ocurrido; los encantos de la diosa lo tenían tan encandilado que tan sólo era capaz de ver lo que ella quería.

—Estúpidos —siseó la diosa mientras contemplaba al cautivo y observaba al otro. Tras pronunciar este epíteto Araushnee se preguntó si el orco o el elfo merecerian algo mejor.

2
El dios de la caza

No era una empresa sencilla abandonar la condición de dios, adoptar forma de avatar y buscar un aliado divino en los desconocidos bosques de un mundo mortal. No era nada fácil, pero Araushnee sabía que tendría que pagar un precio por todo lo que se disponía a hacer.

La diosa elfa se deslizó silenciosamente por la floresta siguiendo hilos invisibles de magia que la conducían a un lugar de inusitado poder. El Tejido era fuerte en ese mundo. Era un lugar de singular belleza, con una única y vasta extensión de tierra colocada como una pieza de jade pulido sobre un mar de lapislázulo. Los dragones vagaban por los bosques y dominaban los cielos, pero esa tierra atraía a otras razas mágicas, como las abejas a la miel. Asimismo nacían nuevas razas, que se propagaban rápidamente. Incluso los dioses percibían las posibilidades que ofrecía ese floreciente mundo, y últimamente se había producido una auténtica migración de poderes, tanto mayores como menores. Araushnee confiaba en encontrar un aliado entre esos dioses, un aliado poderoso y maleable, para reemplazar el obstinado Gruumsh.

Después de ser derrotado por Corellon Larethian —por no hablar del ignominioso final de su aventura, atrapado en la telaraña de una diosa elfa como si fuera un mosca—, Gruumsh se había negado de plano a tener nada que ver con Araushnee y sus ambiciones. Ella era una elfa y, por tanto, una enemiga mortal, y no había más que decir.

Así las cosas, a Araushnee le alegró no tener que soportar el hedor del dios orco. Había otros seres a los que podría engañar, engatusar o seducir para que la complacieran. La diosa se concentro en las líneas de magia que se adentraban en el mismo corazon de esa tierra, hasta converger en una densa red que cubría un bosque milenario.

Era un bosque tan denso y frondoso como los de Arvandor, y casi tan mágico. Enormes árboles custodios, que se confundían con los venerables árboles que los rodeaban, observaban a la diosa con la aparente indiferencia de los seres que han vivido mucho y que miden el tiempo en millones de años. Pequeños y gráciles unicornios se dispersaban a su paso y huían como asustados ciervos argentados. Pequeños puntos de luz sugerian la existencia de duendecillos o diminutos dragones, o quizá criaturas conocidas como fuegos fatuos. Pero, pese a todas las maravillas del bosque, también había abundantes pruebas de peligro: el lejano rugido de un dragón de caza, la pluma del ala de un grifo caída durante la muda, rastros en el suelo pertenecientes a manticoras, o huellas dejadas por una banda de orcos.

Precisamente estos últimos eran los que más interesaban a Araushnee, ya que en todos los mundos que conocía, los orcos eran enemigos a muerte de los elfos. Sin duda, el dios o la diosa de esa tribu de orcos escucharía su propuesta, siempre que ella, como elfa, lograra hacerse oír por una divinidad orca.

Mientras la mañana aún era joven, el fino oído de Araushnee captó sonidos de batalla, hacia el norte, donde las cimas de las montañas se elevaban muy por encima de los árboles y desaparecían en las nubes que se estaban formando. A medida que fue acercándose pudo distinguir gritos de batalla lanzados por voces orcas, pero faltaba el entrechocar de metal y el estruendo de las armas que acompañaba la habitual manera de guerrear de los hijos de Gruumsh. De hecho, los sonidos de batalla parecían proceder de las montañas, muy por encima de los orcos, y parecian más propios de una competición entre dos osos dotados de fuerza sobrenatural que un duelo de orcos. Los negros nubarrones ocultaban la los titánicos luchadores, pero sus rugidos retumbaban como truenos y sus encontronazos hacían temblar el suelo que pisaba la diosa.

Araushnee vio que los orcos reunidos al pie de la montaña bailaban, gritaban y aullaban presos de un frenesí religioso, y se preguntó si las estúpidas criaturas se comportaban asi cada vez que un tronada descargaba en la montaña. Quizás era mera coincidencia que esa particular manifestación se debiera a los dioses. Por lo que Araushnee sabía de los orcos, dudaba que fueran capaces de percibir la diferencia.

La diosa ascendió veloz y silenciosamente por la montaña, invisible en gran parte gracias a lo que había tomado prestado de la alcoba de su hija. La joven Eilistraee, conocida en el Seldarine como la Doncella Oscura, ya era una reputada cazadora. La habitual indumentaria de Araushnee consistía en vaporosos vestidos y delicadas chinelas, pero no eran las prendas más adecuadas para la tarea que tenía entre manos, ni para moverse por el agreste terreno de ese mundo. La diosa llevaba prendas de cuero de un marron oscuro, calzaba botas que parecían absorber el sonido y se envolvia en una capa verde moteada que cambiaba de color para adaptarse al follaje que la rodeaba. Así vestida, Araushnee se acercó sigilosa a los combatientes, aunque tan furiosa era su batalla que, seguramente, sin tantas precauciones tampoco se habrian percatado de su presencia.

Era demasiado tarde para ver la batalla, pero la diosa asintió al ver al vencedor.

Malar, el Gran Cazador, estaba de pie sobre el cuerpo de un ser muy semejante a él y que se desvanecía rápidamente. Medía casi cuatro metros y poseía un fornido y musculoso cuerpo recubierto de un pelaje semejante al de un oso negro, y el aspecto general de un guerrero orco. Malar no tenía unos prominentes colmillos con los que agarrar y desgarrar a sus rivales, de hecho ni siquiera tenía hocico, sino simplemente una carnosa cavidad en el centro del rostro que hacía las veces de nariz y boca. Pero se las arreglaba muy bien sin, ya que los cuernos que sobresalían de su maciza cabeza eran tan afilados como dagas. Además, cada una de sus curvas garras era tan grande como toda la mano de Araushnee. Sin embargo, Malar había pagado cara su victoria, pues su poderoso pecho subía y bajaba como las olas de un mar revuelto y respiraba fatigosamente por su cavidad bucal.

Araushnee cogió el arco de su hija, que llevaba al hombro, y puso en él una de las flechas encantadas de Eilistraee. La diosa elfa apuntó a su objetivo y aprestó el arma. Aunque su intención era hacer un trato con el dios, no se le escapaba la importancia de negociar desde una posición de aparente ventaja.

—¡Saludos, Señor de las Bestias, dios de la caza! —gritó Araushnee.

Malar se volvió rápidamente hacia el musical sonido de una voz elfa y adoptó la posición de combate: rodillas flexionadas y músculos preparados para saltar; brazos extendidos en una parodia de abrazo; y garras arqueadas, transformadas en terribles armas para desgarrar. El Señor de las Bestias entrecerró los ojos hasta que no fueron más que malignas rendijas, a través de las cuales contempló a la diosa elfa.

—¿Qué haces aquí, elfa? —gruñó con atronador retumbo—. ¡Este lugar no es para ti!

—No, es tuyo por derecho de conquista —respondió la diosa al tiempo que señalaba la cabeza del dios caído. A estas alturas poco quedaba del bestial avatar excepto una borrosa silueta gris—. Ése era Herne, ¿verdad? Le he visto fugazmente otras veces, en otros mundos. A mi parecer no es más que una burda copia de Malar.

El Señor de las Bestias dejó caer los brazos. Era obvio que desconfiaba de la elfa, pero deseaba oír más halagos.

—Ahora la tribu de orcos me sigue a mí —se jactó.

—No me extraña —repuso Araushnee, oculstando cuidadosemente el júbilo que sentía. ¡Malar era justamente lo que necesitaba! Un dios menor ambicioso y patéticamente ansioso por aumentar su influencia y poder. Y, lo más importante, era un cazador.

Araushnee cabeceó hacia los vagos restos de Herne y suspiró.

—Sea como sea, es una lástima —confirmó la diosa—. No me refiero a que Herne fuera vencido, eso no —se apresuró a añadir cuando un gruñido sordo se formó en la garganta de Malar—. Es una vergüenza que un cazador tan poderoso como el Señor de las Bestias desperdicie su talento con una presa tan fácil.

Al ver que el dios no se ofendía, Araushnee bajó un poco el arco y se acercó a él cautelosamente.

—Tengo una propuesta que hacerte, gran Malar, una oportunidad que nunca más se presentará a un cazador.

—Hay mucha caza en estos bosques —objetó el Señor de las Bestias, mirándola atentamente.

¿Ah, pero es que hay un desafío comparable a dar caza a un dios elfo en su propio bosque sagrado? Es un desafío que solamente el más grande de los cazadores se atrevería a asumir.

Malar pareció reflexionar sobre esto y sus propios ojos brillaron intensamente.

—¿Un bosque elfo dices? Un cazador sabio no suelta el cuchullo y corre a abrazar a un oso.

—Se trata de un oso herido.

—Pues aún peor.

—En cuanto a eso, mira y juzga por ti mismo. —Con un rápido gesto de su mano de ébano la diosa conjuró un orbe brillante y multicolor, y pidió al Señor de las Bestias que mirara dentro. En el globo se veía una diminuta imagen de Corellon Larethian, tan real (excepto en su tamaño) como si lo tuvieran delante. Era evidente que el dios elfo estaba gravemente herido; su piel ya no brillaba con la luz dorada, sino que se veía gris y demacrado. Corellon caminaba entre los árboles con pase lento, vacilante.

El Señor de las Bestias observó al dios elfo, calculó su estatura comparándolo con una mata de helechos dorados y finalmente admitió:

—Es pequeño.

—¡Y débil! Mira sus vendajes, húmedos y rojos.

El cazador contempló el orbe entrecerrando los ojos.

—Qué raro —comentó—. Tanta sangre y no deja rastro.

—¿Acaso esperabas otra cosa de un dios elfo? Incluso así, estoy segura de que Malar, el dios de la caza, es capaz de atraparlo. Piensa en ello. ¡Qué célebre serías si mataras al cabeza del panteón elfo!

—El bosque que me muestras es un bosque elfo —dijo Malar después de husmear—. Nunca he cazado tan cerca de Arvandor.

—¿Acaso no tienes derechos de cazar donde te plazca? —preguntó la diosa, notando que Malar se sentía tentado. Araushnee hizo un gesto hacia el orbe, que en respuesta creció hasta llenar casi por completo el claro pisoteado durante la batalla—. Ésta es una puerta al Olimpo, gran Malar. Todo lo que debes hacer es cruzarla.

El Señor de las Bestias contempló con interés la escena que se desarrollaba dentro del obrde, pero aún dudaba.

—Tú eres elfa. ¿Qué te ha hecho ese dios elfo para que desees su muerte?

Araushnee creía conocer la respuesta que más complacería a Malar:

—Porque es débil —respondió con firmeza—. Y eso me ofende.

—Si es tan débil, ¿por qué no lo matas tú misma?

—Lo haría, pero los demás dioses del Seldarine aman a Corellon —repuso la diosa encogiéndose de hombros—. Nunca permitirían que mandara quien lo hubiera matado, y yo deseo mandar.

—Extraños estos dioses elfos —murmuró Malar—. La ley de la naturaleza es que mande el más fuerte. Cualquiera capaz de matar a ese dios merece ocupar su lugar, y si los elfos piensan de forma distinta es que realmente son débiles.

—No todos piensan así —lo corrigió Araushnee.

Los ojos color carmesí del cazador se encontraron con los de la diosa, y le tomó la medida.

—Tal vez debería matar a Corellon Larethian, a ti, y después probar suerte en tu panteón.

—Seguramente podrás matar a un dios elfo que está herido, ¿pero a todos a la vez? —se mofó Araushnee—. No, conténtate con el trofeo que ves ante tus ojos. Corellon es un premio mucho mayor que cualquiera que hayas conseguido hasta hoy.

Malar señaló con un gesto de la cabeza el pie de la montaña donde, por la algarabía, la celebración de los orcos debía de haber alcanzado un mortífero frenesí.

—Un dios necesita adoradores.

—Y los tendrás —dijo Araushnee, segura de que por fin había dado con el cebo que atraería a Malar a su red—. Los orcos valoran su fuerza: esa tribu te seguirá porque has vencido a su dios. ¿Cuantos orcos más se unirán a sus filas cuando sepan que has vencido donde Gruumsh el Tuerto fracasó?

—¿Ese elfo dejó tuerto a Gruumsh? —preguntó el Señor de las Bestias, con una nota de cautela en la coz, al tiempo que contemplaba la imagen de Corellon con nuevo respeto. Malar sabía perfectamente que Gruumsh, el dios principal de los orcos, era alguien que había de tener en cuenta.

—Es otra prueba de la debilidad de Corellon —se apresuró a argüir Araushnee—. Debió haberlo matado cuando tuvo la oportunidad. Yo lo hubiera hecho o, al menos, ¡lo hubiera castrado!

Al cazador se le escapó una áspera risita.

—Lo que yo quiero no es humillar a mis presas, sino destruirlas. Tu estilo no es el mío, elfa, pero no puedo negar que me atrae la idea. ¡Gruumsh castrado! La sutileza no es lo mío, pero incluso yo aprecio cierta ironía.

—Entonces ve, destruye y reclama tu trofeo —lo animó Araushnee, aprovechando el momento ed macabra camadería—. Y después tendrás lo que más deseas —añadió con voz sedosa y tentadora.

—¿O sea?

—Presas, presas que tentarán a los mejores cazadores de este mundo y que te ganarán nuevos seguidores. Elfos —dijo al fin—. Cuando yo mande en Arvandor, enviaré tribus de elfos a este mundo. Los orcos los cazarán y, al hacerlo, seguirán a Malar, el mayor cazador de elfos de todos.

—¡Elfos! —bufó Malar—. Aquí ya no hay elfos. El Tejido es fuerte: donde hay magia siempre hay elfos.

La diosa disimuló rápidamente su sorpresa. No había notado la presencia de elfos en ese mundo, algo que cualquier miembro del Seldarine podía hacer fácilmente. Quizás había estado tan absorta en su tarea que se le había escapado su presencia.

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