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Authors: Imre Kertész

Tags: #Histórico

Sin destino (13 page)

Enseguida nos contaron, nos ordenaron, nos llevaron y nos trajeron, para determinar quiénes dormirían en qué tiendas: nos pusieron en filas de diez, delante de nuestros respectivos «bloques». Yo ocupé mi puesto delante de la tienda que estaba a la derecha, y allí estuve esperando muchísimo tiempo, de pie, hasta que se me entumeció todo el cuerpo bajo el peso de aquel día que resultaba cada vez más y más insoportable. En vano miraba por todas partes, buscando a los muchachos, alrededor no había más que desconocidos. Mi vecino de la izquierda era un hombre alto y delgado, un poco raro, que no dejaba de hablar solo y de mover su cuerpo, inclinándose hacia delante y hacia atrás, y el de la derecha, uno bajito pero fuerte, se pasaba el tiempo echando escupitajos en la arena. Me miró, primero fugazmente y luego con más detenimiento, con sus ojos achinados y brillantes. Su nariz era pequeñísima, casi como si no tuviera hueso, y llevaba el gorro un poco ladeado, lo que le daba un toque de gracia. «¿Y tú -me preguntó, después de mirarme por segunda vez-, de dónde eres?» Enseguida me di cuenta de que le faltaban los dientes anteriores. Cuando le dije que era de Budapest, se animó muchísimo y me preguntó si todavía existían los bulevares y si circulaba el tranvía número seis, como él «los había dejado». Le contesté que, por supuesto, todo estaba igual y se mostró muy contento. También quería saber cómo había llegado hasta allí, a lo que yo respondí: «Fue muy fácil, sólo tuve que bajar del autobús». «¿Y qué?», preguntó. Le respondí que nada más, que allí estaba. Se quedó un tanto sorprendido, como alguien que no conoce la disposición de su propio hogar, y quise preguntarle qué era lo que tanto le extrañaba, pero no pude porque al instante me cayó una bofetada. En realidad estaba ya sentado en el suelo cuando oí el ruido y empecé a sentir un escozor en la mejilla izquierda. Ante mí había un hombre, vestido con traje negro de montar y un gorro negro de artista, que lucía un cabello y un fino bigote negro en medio de su cara de tez oscura y desprendía un olor extrañísimo: no había ninguna duda, era un olor auténtico a perfume. De su griterío sólo entendí la palabra
Ruhe,
es decir, «silencio», repetida varias veces. La verdad es que parecía representar una verdadera autoridad, avalada por los números que llevaba junto a la letra «Z» dentro de un triángulo verde, un silbato de plata y las letras blancas «LA» en una cinta en el brazo. Yo estaba bastante enfadado puesto que no estaba acostumbrado a que me pegaran; sentado y todo, intenté expresarlo de alguna manera. Yo creo que percibió mi enfado porque, a pesar de que seguía chillando, noté que la expresión de sus ojos oscuros, como aceitosos, cambió, haciéndose más suave, como si quisiera disculparse, mientras me miraba de arriba abajo: era una sensación molesta e incómoda. Luego, siguió su camino, corriendo entre la gente que le abría paso, con la misma rapidez con la que había llegado.

Cuando me levanté, mi vecino de la derecha me preguntó si me había dolido. Le contesté bien alto, para que todos me oyeran, que no, que en absoluto. «Entonces -opinó- deberías limpiarte la nariz.» Al tocarla, mis dedos se mancharon de sangre. El vecino me indicó que debía inclinarme hacia atrás para que la sangre dejara de correr. Después me dijo que aquel hombre era un gitano y, tras un corto silencio, añadió: «Es un bujarrón». Al ver que yo no había entendido aquella expresión, continuó: «Mariquita». Eso sí lo entendí, más o menos. «Bueno -dijo entonces, extendiéndome la mano-, yo me llamo Bandi Citrom», y yo también le dije mi nombre.

Según me contó, venía de un campo de trabajo. Lo habían destinado a trabajos obligatorios al principio de la guerra, puesto que tenía veintiún años en aquella época: por su edad, su sangre y su estado físico era apto para trabajar; así se había visto obligado a abandonar su casa hacía cuatro años. Había estado en Ucrania, desactivando minas. «¿Y tus dientes?», le pregunté. «Me los han roto», su respuesta me sorprendió tanto que no pude dejar de preguntar: «¿Cómo?», me contestó que era «una larga historia» y no quiso entrar en detalles. Al parecer se había «peleado con el sargento», lo que tuvo como consecuencia la rotura de la nariz y los dientes. Tampoco entró en detalles sobre la manera de desactivar las minas, sólo me dijo que se hacía con una pala, un alambre y mucha suerte. Por eso habían quedado tan pocos en el «batallón disciplinario» y habían tenido que reemplazar a los húngaros por soldados alemanes. Ellos se pusieron muy contentos puesto que les habían prometido un trabajo más fácil. El tren los llevó a Auschwitz, como era de esperar.

A mí me hubiera gustado seguir curioseando, pero en aquel momento llegaron tres hombres. Unos diez minutos antes, me había llamado la atención el nombre de uno de ellos al que se dirigían varias personas: «¡Doctor Kovács!»; al instante había salido de las filas un hombre regordete, de cara blanda, con media calva y el resto de la cabeza afeitada. Se movía despacio, casi a regañadientes, como alguien que sólo hace caso ante la insistencia; él mismo había designado a los otros dos. A continuación se fueron los tres, acompañados del hombre vestido de negro, y yo me enteré cuando la noticia llegó a las últimas filas, de que acabábamos de elegir a nuestro comandante,
Blockältester
como ellos lo llamaban, y a nuestros
Stubendienst,
es decir -como le traduje más o menos a Bandi Citrom que no hablaba alemán- nuestros «sirvientes de habitación». Ahora nos querían enseñar algunas de las voces de mando y los movimientos que las acompañaban, y, más adelante, ya nos enseñarían más. Yo ya conocía algunas de las voces, como
«Achtung! Mützen… ab! Mützen… auf!»
[¡Atención! ¡Quitaos las gorras! ¡Poneos las gorras!], pero otras eran nuevas:
«Korrigiert!»
[¡Ajustar!] se refería a los gorros, naturalmente y
«Aus!»
a lo que teníamos que «ajustar», por ejemplo las manos a los muslos, con un golpe seco. Practicamos las órdenes varias veces. Según nos explicaron, el
Blockältester
también era el responsable del recuento; lo ensayó y lo volvió a ensayar delante de todos nosotros; uno de los
Stubendienst
-un hombre bajito, con tez rojiza, casi violeta- representó el papel de soldado.
«Block fünf
-dijo-
ist zum Appel angetreten. Es soll zweihundertfünfzig, es ist…»
[El bloque cinco se ha presentado a formar filas. Debe haber doscientas cincuenta, hay…] y así me enteré de que pertenecía al bloque número cinco y de que éramos doscientos cincuenta en total. Después de un par de repeticiones, todo quedaba perfectamente claro, comprendido y asimilado.

Luego tuvimos un rato de inactividad, de modo que pude fijarme en un descampado que había a la derecha de nuestra tienda, en el que se levantaba un montículo de tierra con un palo largo encima y un foso profundo detrás. Le pregunté a Bandi Citrom para qué servía todo aquello. «La letrina», me dijo enseguida, sin pensarlo siquiera, y se puso a mover, incrédulo, la cabeza al ver que yo no conocía ese término. «Se nota que nunca te has separado de las faldas de tu madre», opinó y pasó a explicarme para qué servía la letrina. Luego añadió -cito sus palabras textuales-: «Para cuando la llenemos de mierda, estaremos libres». Aquello me hizo mucha gracia pero él se quedó serio, como si estuviera profundamente convencido de ello. No pudo decirme nada más puesto que desde el portón se acercaban tres soldados de aspecto muy distinguido y con pasos severos y decididos, pero sin prisas, como si estuvieran en su casa, totalmente seguros de sí mismos. Al verlos, el
Blockältester
gritó en un tono entusiasmado que no había empleado durante los ensayos:
«Achtung! Mützen… ab!»,
al instante todos, incluidos Bandi Citrom y yo mismo, nos quitamos los gorros.

Capítulo 6

Sólo en Zeitz comprendí que la vida de un preso también tiene días laborables, mejor dicho, que la vida de un preso sólo tiene días laborables, todos iguales. Era como si ya hubiera estado en una situación similar, en el tren, camino a Auschwitz. Allí también todo dependía del tiempo y de la habilidad de cada uno. Pero en Zeitz era peor; para seguir con el mismo ejemplo, tenía la sensación de que el tren se había detenido indefinidamente, pero, por otra parte, delante, a mi alrededor e incluso dentro de mí era como si corriera a toda velocidad: apenas podía asimilar los repentinos cambios que se producían alrededor y en mi interior. Puedo, sin embargo, afirmar una cosa con total seguridad: he recorrido todo el camino aprovechando honradamente todas y cada una de las posibilidades que se me iban presentando.

En primer lugar, todo lo nuevo hay que empezarlo con buena voluntad, incluso en un campo de concentración; ésa fue mi experiencia -de momento, bastaba con convertirme en un buen preso, lo demás vendría después-, ésa era mi convicción, en eso se basaba mi comportamiento, al igual que el de todos los demás. Enseguida comprendí que las opiniones favorables que había oído en Auschwitz sobre la situación del
Arbeitslager
en cierto modo podían considerarse algo exageradas. Sin embargo, todavía no había percibido hasta qué punto podían ser exageradas esas opiniones y sus consecuencias -no podía, claro que no-, y lo mismo les ocurría, sin excepción, a los aproximadamente dos mil presos de nuestro campo, naturalmente sin contar los suicidas. Sin embargo, se producían muy pocos suicidios, no era la regla, eso lo reconocía todo el mundo. Yo me enteré de unos cuantos casos, oía los comentarios y las opiniones: algunos lo desaprobaban por completo, otros lo comprendían, los conocidos lo lamentaban, pero todos parecían estar hablando de un hecho excepcional, lejano, extraño y difícil de explicar, de un acto frívolo o quizás incluso respetable pero de todas formas de algo que era consecuencia de una conducta precipitada.

Lo principal era no abandonarse; algo siempre pasará porque nunca ha pasado que algo no pasara, eso me enseñó Bandi Citrom, afirmación llena de sabiduría que él había aprendido en el campo de trabajo. La primera cosa, la más importante era, en todas las circunstancias, el lavarse (las pilas en filas paralelas, los tubos de hierro con sus agujeros a la intemperie en la parte del campo que daba hacia la carretera). También era sumamente importante administrar la ración de comida, la hubiera o no. Por difícil que resultara esa dura disciplina había que guardar algo para el desayuno de la mañana siguiente. Es más, otro trozo debería quedar para la hora de la comida, procurando evitar que nuestros pensamientos y, sobre todo, nuestras manos se encaminaran a los bolsillos. Así, y sólo así, se evitaba el penoso pensamiento de no tener nada que llevar a la boca. Me enteré de que aquel trapo que yo creí siempre que era un pañuelo, servía para envolver los pies antes de meterlos en los zapatos; aprendí que en el recuento o en la marcha, los únicos sitios seguros eran los de la fila del medio; que en el momento en que distribuían la sopa había que ponerse atrás para recibir una porción más espesa; que el mango de la cuchara se podía transformar en un instrumento parecido a un cuchillo. Todo esto -y muchas cosas más, todas muy importantes para la vida de un preso- lo aprendí de Bandi Citrom, observándolo y tratando de imitarlo o comportarme como él.

Nunca lo hubiese creído y, sin embargo, es una verdad como un templo: en ninguna otra circunstancia importa tanto llevar una vida ordenada, ejemplar y hasta virtuosa como estando preso. Todo eso estaba claro. Bastaba con echar un vistazo a los alrededores del bloque uno, donde vivían los presos más antiguos. El triángulo amarillo en su pecho nos lo decía todo, y la letra «L» nos informaba que procedían de la lejana Letonia, exactamente de la ciudad de Riga, según me dijeron. Entre ellos había unos sujetos extraños que al principio me sorprendieron; eran todos muy viejos, con la cabeza hundida, la nariz prominente y el sucio uniforme colgando sobre sus hombros: parecían cuervos frioleros incluso en los días más calurosos del verano. Con aquel aspecto, aquellos pasos difíciles y penosos parecían preguntar: «¿Vale la pena el esfuerzo?». Eran como signos de interrogación vivientes. Por su forma y hasta por su volumen no podían llamarse de otro modo. Me enteré de que en el campo de concentración los llamaban «los musulmanes». Bandi Citrom me advertía: «Al verlos se te quitan las ganas de vivir», y tenía algo de razón, aunque más tarde comprendí que para eso hacía falta mucho más.

Por encima de todo estaba el recurso de la terquedad. Había muchas clases y grados de terquedad, pero ésta nunca faltaba en Zeitz, hay que reconocerlo, y muchas veces nos era de gran ayuda. Contábamos, por ejemplo, con la presencia de una compañía, comunidad o especie -no sé cómo llamarla- cuyo primer representante, que estaba a mi izquierda en la fila, me había llamado la atención al llegar. Bandi Citrom me contó más cosas sobre ellos, me dijo que los había apodado «fineses», puesto que cuando se les preguntaba de dónde eran, siempre decían -si es que decían algo-
«Fin Minkács»,
es decir «de Munkács», o
«Fin Sarada»,
que ya era más difícil de adivinar, de Sátoraljaújhely. Bandi Citrom los conoció en el campo de trabajo, y su opinión sobre ellos no era muy buena. Estaban por todas partes, en el trabajo, en la marcha o en el recuento, en la fila, balanceándose para atrás y para adelante, murmurando sus rezos como si fueran deudas de nunca acabar. En las pausas nos decían con disimulo: «Cuchillo para vender», pero no les hacíamos caso. Menos aún, por muy tentador que fuera, cuando por la mañana nos decían: «Sopa para vender», porque ellos no comían sopa, ni
wurst
cuando había: no comían nada que prohibiera su religión. Entonces, ¿cómo sobreviven?, cabría preguntarse, y Bandi Citrom habría respondido que no había por qué preocuparse por ellos; y es verdad, puesto que -como era evidente- sobrevivían. Entre ellos y con los letones hablaban el yiddish, pero conocían también el alemán, y el eslavo y quién sabe cuántos idiomas más; el húngaro sólo lo empleaban para hacer negocios.

Una vez -no pude evitarlo- me pusieron en el destacamento en que estaban ellos.
«Reds di jiddish?»
[¿Hablas en yiddish?], me preguntaron enseguida. Cuando les dije que no, habían terminado conmigo, no me hicieron el menor caso, me miraban como si fuera aire, como si no existiera. Traté de hablarles, de hacerme ver, pero todo fue en balde. «Tú no eres judío», repetían moviendo la cabeza. Me sorprendió mucho porque no comprendía cómo aquella gente -todos tan buenos comerciantes- podía aferrarse a una cosa sin sentido que sólo le causaría problemas. Aquel día volví a sentir la misma tensión, el mismo escozor en la piel, la misma torpeza que había experimentado muchas veces cuando todavía vivía en Budapest y estaba entre ellos, como si hubiera algo anormal en mí, como si yo fuera distinto, diferente de su ideal; lo que quiero decir es que me sentía judío, y ese sentimiento resultaba extraño, puesto que estaba entre judíos, en un campo de concentración.

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