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Authors: Anónimo

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Sir Gawain y el Caballero Verde (7 page)

60.

—Desearía saber, señor —dijo entonces la noble dama—, si no os importa que os pregunte, cuál es la razón de esto, dado que sois joven y animoso, y tenéis tanta fama de cortés y caballero, y siendo el sincero ejercicio del amor lo más precioso y excelso de toda la caballería, y doctrina de las armas, pues es título y texto de las obras que narran las empresas de estos esforzados barones: cómo por su sincero amor ponen estos hombres en peligro sus vidas, soportan la prueba de trances penosos, y vengados después por su valor, y libres de cuidados, alcanzan la dicha en su morada por sus virtudes. Vos sois el caballero más galante y conocido de nuestro tiempo, y vuestra fama y vuestro honor han llegado a todas partes. Y aunque he venido a sentarme a vuestro lado por segunda vez, no os he oído pronunciar una sola palabra de amor, por pequeña que sea. Sin embargo, ya que sois galante y consciente de vuestras promesas, deberíais revelar y enseñar a una joven alguna muestra de la ciencia del amor. Pues ¡qué! ¿Tan ignorante sois, con todo el renombre de que gozáis, o acaso me creéis demasido tonta para escuchar vuestras palabras de amor? ¡Qué vergüenza! Sola he venido a sentarme aquí, dispuesta a que me enseñéis algún juego; así que mostradme lo que sabéis, mientras mi señor está ausente.

61.

—¡Qué Dios os premie, en verdad! —dijo Gawain—. Es un gran placer para mí, y una gran alegría, que una señora tan noble como vos se digne venir, se tome tantos trabajos con caballero tan pobre, y se contente con distraerse con él. ¡Pero tomar sobre mí la empresa de enseñar el verdadero amor, y explicar para vos su valor en los relatos caballerescos, cuando es seguro que poseéis mucha más habilidad en este arte que cien como yo, tal como soy o seré mientras viva, sería en verdad completa tontería, mi señora! Bien quisiera dar cumplimiento a todos vuestros deseos si pudiese, pues os estoy inmensamente agradecido, y más que nunca quiero ser vuestro servidor; ¡pido al Señor que me asista en ello!

De este modo le insistió la noble dama y le probó muchas veces, con el fin de seducirle, fuera lo que fuese lo que ella guardase en el fondo. Pero él se defendió con tal firmeza, que no reveló flaqueza alguna en su conducta, ni mal de ninguna clase, sino alegría. Y rieron y charlaron largo rato, hasta que al final decidió ella besarle, y despedirse graciosamente, y marcharse sin más demora.

62.

Entonces se levantó el caballero para asistir a misa. Después fue puesta la mesa, y honrosamente servida la comida. Pasó el día en compañía de las damas, mientras el señor de aquellas tierras andaba persiguiendo a aquel maligno jabalí que corría veloz por las laderas, y destrozaba los lomos de sus mejores sabuesos cada vez que encontraba dónde protegerse las espaldas; pero los arqueros, acosándole, le desalojaban a pesar de sus colmillos, y salía de nuevo enfurecido: tanto arreciaban las flechas cuando las gentes se agrupaban. Entonces, hasta el más robusto de los hombres retrocedía. Por último, iba tan cansado, que ya no fue capaz de correr. Con el aliento que aún le quedaba, llegó a una oquedad que había en una elevación, junto a una roca, donde discurría una corriente. Se situó de espaldas al agua, y empezó a rascar la tierra con su pezuña; una espuma espantosa le brotaba de los cantos de la boca, mientras afilaba sus blancos colmillos. Como él, estaban exhaustos todos los hombres osados que le rodeaban, aunque ninguno se atrevía a acercarse por miedo al peligro. Ya había dejado heridos a muchos, y nadie quería dejarse despedazar por aquellos colmillos de la bestia furiosa.

63.

Al fin acudió el propio caballero forzando al caballo, y vio que lo tenían acorralado, y que lo cercaban sus hombres. Desmontó ágilmente, dejó su corcel, sacó su brillante espada, avanzó con paso firme, y cruzó la corriente hasta donde estaba el animal. La fiera bestia, al percibir su presencia arma en mano, erizó sus gruesas cerdas, y resopló tan furiosamente que muchos temieron que le fuese a suceder lo peor al caballero. El jabalí se lanzó derechamente sobre él con tal fuerza, que bestia y caballero fueron a caer en lo más fuerte de la corriente, tocando la parte peor al animal, ya que el hombre logró apuntarle bien en la primera embestida, le clavó certeramente la afilada hoja en el hoyo del cuello, y se la hundió hasta el puño, de forma que le atravesó el corazón. Y con un gruñido, la bestia se hundió en el agua en seguida. Un centenar de perros lo agarraron con frenéticas dentelladas, lo sacaron los hombres a la orilla, y allí lo remataron los perros.

64.

Hicieron sonar los cuernos repetidamente, y dieron voces llamando a cuantos hombres les oyesen; los perros, principales cazadores en esta persecución, ladraban a la bestia, tal como sus amos querían. Luego, uno de los hombres que era experto en cacerías en el bosque procedió a cortar el jabalí con hábil diligencia: primero cortó la cabeza levantándola en alto; luego lo abrió brutalmente a lo largo, extrajo los intestinos, los asó en las brasas, los mezcló con pan y premió con ellos a los perros; partió después al animal en dos grandes pedazos y quitó convenientemente los despojos. Ató juntas las mitades enteras, y las colgó de un palo. Y así preparado el jabalí, emprendieron el regreso. Delante del caballero llevaban la cabeza del animal que él mismo había abatido en el agua con la fuerza de su brazo. Le pareció una eternidad, hasta que vio a sir Gawain en el castillo. Lo llamó entonces, y acudió él a recibir lo que le correspondía.

65.

El señor se echó a reír a grandes carcajadas al ver aparecer a sir Gawain, y le saludó con alegría. Fueron llamadas las damas, y reunidas las gentes del castillo. Mostró entonces las dos mitades, y contó con detalle la jornada. Habló del gran tamaño del animal, y también de su maldad, acometividad y furia durante su huida por el bosque. El otro caballero elogió la aventura con gentileza, y admiró el gran valor que había demostrado tener, pues confesó que jamás había visto un animal tan musculoso, ni tales costillares en un jabalí. Le enseñaron luego la enorme cabeza, y el noble caballero la alabó y manifestó espanto ante ella, a fin de que lo oyese el señor.

—Bien, Gawain —dijo el noble señor—; vuestra es esta caza, según nuestro común y firme acuerdo, como bien sabéis.

—Así es —replicó—; y con la misma certeza, os doy cuanto he conseguido yo aquí, por mi honor.

Se abrazó a su cuello, le besó galantemente, y volvió a besarle otra vez del mismo modo.

—Ahora quedan zanjados —dijo—, por esta noche, todos los pactos que hemos acordado desde que yo estoy aquí.

Y el señor replicó:

—¡Por San Gil, que sois el mejor que he conocido; no tardaréis en haceros rico, si seguís con este intercambio!

66.

Armaron a continuación las mesas sobre los caballetes, echaron los manteles encima, encendieron brillantes luces en las paredes, pusieron hachones de cera, se sentaron los hombres, y acudieron los criados en seguida a servir. Entonces empezó gran alboroto de voces y alegría en torno al fuego encendido en el suelo, y durante la cena, y después, se cantaron muchas y nobles canciones, cánticos de Navidad y bailes nuevos, en medio de toda la alegría que el hombre es capaz de expresar cortésmente. Y durante todo el tiempo estuvo nuestro noble caballero junto a la dama. Y mostró ella una actitud tan cautivadora hacia el caballero, con furtivas y halagadoras miradas, que le hizo sentirse asombrado, y hasta molesto consigo mismo. Sin embargo, por buena crianza, no quiso corresponder con frialdad a sus insinuaciones; así que la trató con cortesía, aunque la situación era contraria a la virtud. Después de gozar cuanto quisieron en la gran sala, les llevó el señor a una cámara, y se sentaron junto a la chimenea.

67.

Bebieron y charlaron allí, y decidieron acordar otra vez el mismo negocio para la Noche Vieja. Sin embargo, el caballero expresó su deseo de emprender el viaje por la mañana, ya que estaba cerca el plazo al que se encontraba ligado. El señor, contrariado, quiso retenerle algún tiempo más, y dijo:

—Os doy mi palabra, como fiel caballero que soy, de que estaréis en la Capilla Verde para cumplir aquello que os trae, el día de Año Nuevo, mucho antes de despuntar el sol. Así que quedaos en vuestra cámara y descansad a gusto. Yo saldré al bosque a cazar, y mantendré nuestro pacto de intercambiar lo que ganéis, por lo que yo traiga de allí; pues os he probado dos veces, y las dos os he encontrado fiel. A la tercera va la vencida; tenedlo presente mañana. Disfrutemos entre tanto y pensemos en el goce, que el dolor puede alcanzar al hombre cuando quiera.

Accedió Gawain de buen grado a quedarse, le sirvieron de beber, y se retiraron todos, acompañados con luces. Sir Gawain duerme profundamente toda la noche. El señor, en cambio, muy de madrugada, se dispone a emprender su cacería.

68.

Después de misa, él y sus hombres tomaron un bocado. La mañana era alegre. A continuación, pidió su montura. Todos los cazadores que debían acompañarle estaban preparados, montados en sus caballos, ante las puertas del castillo. Los campos ofrecían un aspecto maravilloso, todavía cubiertos de escarcha. El sol tiñó de rojo encendido el celaje, y emprendió, purísimo, la marcha por el cielo poblado de nubes. Llegados al lindero del bosque, los cazadores sueltan a los perros y hacen resonar las rocas con el toque de sus cuernos; algunos de los perros dan con el rastro de un zorro que cruza muchas veces de un lado a otro astutamente, a fin de confundirlos; un perro empieza a ladrar; lo azuza el cazador; sus compañeros se le unen resoplando excitados, y corren en tropel tras el rastro verdadero, mientras el zorro huye delante de ellos. Muy pronto le descubren, y al verle le persiguen excitados, ladrando con furioso alboroto, mientras él se hurta y cambia de rumbo, corre por los sotos intrincados, tuerce y se oculta tras los setos. Finalmente, junto a una pequeña zanja, salta por encima de un espino, se agazapa en la linde de un soto, y cree estar fuera del bosque, lejos del acoso de los perros; con ello, se coloca sin saberlo ante un puesto de ojeo, donde tres furiosos perros grises se abalanzan sobre él, y tiene que salir osadamente, lleno de pánico, hacia el bosque.

69.

Fue un placer oír los ladridos cuando la jauría se echó sobre él en confuso montón, chillándole al verle tales imprecaciones sobre su cabeza, que las paredes de los despeñaderos amenazaban derrumbarse: aquí le gritaban los cazadores que se topaban con él, allá era atacado con furiosos gruñidos, acullá le llamaban ladrón; y los perros siempre detrás de su rastro, de forma que no podía parar un instante. A menudo veía que se le echaban encima, cada vez que salía a terreno despejado; entonces daba un quiebro y volvía a la espesura: tan sutil era la astucia de Renart. Y así tuvo al señor y a sus hombres tras él, por los montes, hasta mediada la mañana. Entre tanto, en el castillo, el cortés caballero dormía un sueño reparador detrás de costosa cortina, en la fría mañana. Pero el amor no dejaba dormir a la dama, ni quería sofocar ella los anhelos de su corazón; así que se levantó apresuradamente, fue a su aposento vestida con un rico manto largo hasta el suelo, forrado con finas pieles primorosamente ordenadas, sin otro adorno en la cabeza que las piedras preciosas que se distribuían por docenas en su redecilla. Con su dulce rostro, su cuello desnudo, y al aire la espalda y el pecho, traspuso la puerta de la cámara cerrando tras ella; abrió la ventana y llamó al caballero, saludándole con graciosas palabras para animarle.

—¡Ah, señor!, ¿cómo podéis dormir con una mañana tan clara?

Él, aunque profundamente dormido, oyó que le llamaban.

70.

Sumido en inquieto sueño, como el hombre que es asaltado por lúgubres pensamientos, el noble caballero murmuró algo acerca de qué le depararía el destino el día en que se enfrentase con el hombre de la Capilla Verde, y recibiese el golpe que justamente le correspondía sin que mediase combate. Pero al entrar la encantadora dama, recobró su conciencia, desechó aquellos malos sueños, y contestó apresuradamente. Se acercó ella sonriendo dulcemente; e inclinándose sobre su rostro hermoso, lo besó hábilmente.

El caballero la acogió con alegre saludo; y al verla tan espléndidamente vestida, tan perfecta en su semblante y tan graciosa en sus facciones, al punto se le inflamó el corazón. Con dulces y tiernas sonrisas, intercambiando amables palabras henchidas de felicidad, no tardó en reinar la alegría entre ellos, y el contento en animar sus corazones. Sobre los dos se cernía un grave peligro, de no ser porque María medió en favor de su caballero.

71.

Pues le apremió de tal modo aquella excelente princesa, y le llevó tan cerca de los límites, que finalmente se vio en la necesidad de rechazar sus favores con ofensas, o tomarlos. Le preocupaba su cortesía, ya que no quería ser tenido por miserable; pero aún le preocupaba más el agravio que infligiría si cometía pecado y traicionaba al señor del castillo, su anfitrión. «¡Qué Dios me salve», exclamó, «de una traición así!» Y con afable sonrisa, soslayó las dulces palabras de amor que brotaban de los labios de ella. Y dijo entonces la señora al caballero:

—Merecéis reproche, si no amáis a la que yace sola junto a vos con el corazón más herido que ninguna mujer en el mundo, a no ser que os debáis a otra, por la que sentís más amor y a la que habéis ligado tan fuertemente vuestra fidelidad, que no deseáis romper ese lazo… cosa de la que ahora estoy convencida. Os ruego que me lo digáis con sinceridad, por todos los amores que existen en la vida; no me ocultéis engañosamente la verdad.

—¡Por San Juan, que no! —exclamó entonces el caballero sonriendo—. Ni la tengo en este instante, ni la deseo tener.

72.

—Esas palabras —dijo la dama— son las peores de todas. Pero me habéis respondido, aunque me resulte doloroso; dadme un beso cortésmente, y al punto me marcharé; tal vez mi sino sea llorar como una doncella profundamente enamorada.

Y se inclinó, suspirando, y lo besó dulcemente. Después se levantó; y ya de pie, dijo:

—Ya que vamos a separarnos, amor mío, concededme un deseo: dadme alguna de vuestras prendas, un guante por ejemplo, por la que pueda yo recordaros y endulzar mi dolor.

—En verdad —dijo el caballero— que quisiera tener aquí para complaceros la cosa más preciada de cuantas poseo en mi casa; pues repetidamente habéis merecido más recompensas de las que yo pueda daros ahora. Sin embargo, escaso valor tendría como prenda de amor lo que yo pueda cederos. No es propio de vuestro honor guardar tan sólo un guante de Gawain. Por lo demás, estoy aquí de paso hacia lugares que desconozco, y no traigo hombres que carguen con cofres de cosas preciosas; circunstancia que esta vez lamento, señora, a causa de vuestro amor. Cada hombre ha de cumplir según la situación del momento; así que no os aflijáis ni apenéis.

—No lo haré, nobilísimo caballero —dijo aquella encantadora dama—; y aunque nada he obtenido de vos, tendréis una cosa de mí.

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