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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (12 page)

—Te salvé la vida —le dije—, y tienes que servirme más tiempo para pagármelo. —El lo aceptó y le complació que le entregara un segundo brazalete por los hombres que había matado en Dreyndynas.

El
Caballo Blanco
de Svein era algo más pequeño que el
Jyrdraca.
En la proa lucía la efigie de un caballo, y en la popa la de un lobo. Le pregunté a Svein por el caballo y él estalló en carcajadas.

—Cuando tenía dieciséis años —me contó—, aposté que el semental de mi padre vencería al caballo blanco del rey. Tenía que vencer al campeón del rey en lucha cuerpo a cuerpo y con espada. Mi padre me dio una paliza por apostar, ¡pero gané! Así que el caballo blanco me trae suerte. Sólo monto caballos blancos. —Así que su barco era el
Caballo Blanco
y yo lo seguí por la costa hasta donde una espesa columna de humo señalaba el lugar en el que había gobernado Peredur.

—¿Nos quedamos con él? —preguntó Leofric, perplejo de vernos regresar hacia el oeste en lugar de dirigirnos a Defnascir.

—Me gustaría ver dónde termina Britania —le dije; no tenía ningún deseo de regresar al Uisc y a la tristeza de Mildrith.

Svein metió a los esclavos en la panza de su barco. Pasamos una noche más en la cala, bajo la densa humareda, y por la mañana, cuando el sol despuntaba al otro lado del mar, salimos de allí a remo. Al pasar el cabo que quedaba al oeste, en dirección al ancho océano, vi a un hombre observarnos desde lo alto de un acantilado. Reparé en que llevaba un hábito negro y, aunque estaba lejos, me pareció reconocer a Asser. Iseult lo vio también, y se erizó como un gato, cerró un puño con fuerza y lo señaló con él, abriendo la mano en el último momento, como si le lanzara un hechizo al monje.

Después lo olvidé, porque el
Jyrdraca
había regresado a mar abierto y nos dirigíamos al fin del mundo.

Y me acompañaba una reina de las sombras.

C
APÍTULO
IV

Adoro el mar. Crecí junto a él, aunque mis recuerdos de los mares de Bebbanburg son grises, normalmente apagados, y rara vez bañados por el sol. No son nada en comparación con las grandes aguas que llegan de las Islas de los Muertos para atronar y romperse contra las rocas del oeste de Britania. El mar se agita en ese lugar, como si los dioses del océano flexionaran sus músculos; las aves blancas gritan sin cesar, y el viento hace vibrar la espuma contra los acantilados. El
Jyrdraca,
delante de aquel viento alegre, dejaba un rastro en el mar, y el timón forcejeaba conmigo, latiendo con la vida del agua, el escotarse del barco y la alegría de la tripulación. Iseult me miraba, sorprendida por mi regocijo, pero entonces le entregué el timón y vi cómo su frágil cuerpo forcejeaba con la potencia del mar hasta que comprendió el poder del remo y fue capaz de mover el barco: entonces se echó a reír.

—Viviría en el mar —le dije, aunque no me entendía. Le había dado uno de los brazaletes del tesoro de Peredur, un anillo de plata para uno de los dedos del pie y un collar de dientes de monstruo, todos largos y blancos, ensartados en un cable de plata.

Me volví para mirar el
Caballo Blanco
de Svein sesgar las aguas. La proa partía de vez en cuando alguna ola, de modo que la parte delantera del casco, oscuro por el verdín, se levantaba hacia el cielo antes de sumergirse de nuevo en el agua: la cabeza de caballo enseñaba los dientes y los mares estallaban de blanco bajo las cuadernas. Sus remos, como los nuestros, habían sido retirados, y las chumaceras tapadas, y ambos navegábamos a la vela. El
Jyrdraca
era más rápido, pero no porque estuviera mejor construido, sino porque el casco era más largo.

Es tanto el gozo que produce un buen barco, sobre todo cuando lleva la panza llena con la plata de otros hombres. Para un vikingo, conducir una embarcación con cabeza de dragón a través de un mar azotado por el viento hacia un futuro lleno de banquetes y risas es el placer supremo. Los daneses me lo enseñaron y por ello los aprecio, por muy cerdos paganos que sean. En aquel instante, navegando delante del
Caballo Blanco
de Svein, era tan feliz como se puede ser, libre de todos los curas, leyes y obligaciones de Alfredo de Wessex; aun así, había llegado el momento de dar la orden de que arriaran la vela, y una docena de hombres soltaron los cabos y la enorme lona descendió por el mástil. Habíamos llegado al fin de Gran Bretaña y debía virar. Saludé a Svein con la mano cuando el
Caballo Blanco
pasó a nuestro lado. El devolvió el saludo, mientras observaba al
Jyrdraca
bambolearse en el oleaje.

—¿Ya has visto bastante? —me preguntó Leofric.

Yo observaba el fin de la tierra, donde las rocas soportaban el asalto del mar.

—Penwith —dijo Iseult, y con ello me facilitaba el nombre britano de aquel cabo.

—¿Quieres volver a casa? —le pregunté a Leofric.

El se encogió de hombros. La tripulación giraba la verga, colocándola de proa a popa para que descansara en sus apoyos, mientras otros hombres ataban la vela para que no flameara. Prepararon los remos para dirigirnos al este, mientras el
Caballo Blanco se
hacía cada vez más pequeño, camino del mar del Saefern.

Miré a Svein lleno de envidia.

—Necesito hacerme rico —le dije a Leofric.

El se rió.

—Tengo un camino que seguir —proseguí—, y es en dirección norte. Al norte, de vuelta a Bebbanburg. Y Bebbanburg jamás ha sido capturado, así que necesito muchos hombres. Muchos hombres buenos y muchas espadas afiladas.

—Tenemos plata —comentó señalando la sentina del barco.

—No es suficiente —respondí con amargura. Mis enemigos tenían dinero, Alfredo aseguraba que debía cierta suma a la Iglesia, y los tribunales de Defnascir debían de estar persiguiéndome por
wergild.
Sólo podía regresar a casa cuando tuviera suficiente plata para pagar a la Iglesia, sobornar a los tribunales y atraer hombres bajo mi estandarte. Contemplé el
Caballo Blanco,
que no era ya más que una vela encima de un mar agitado por el viento, y sentí la vieja tentación de volver con los daneses. Podía esperar a que Ragnar recuperara su libertad y entregarle mi espada, pero entonces me vería obligado a luchar contra Leofric, y seguiría necesitando dinero, hombres, para ir al norte y luchar por mi derecho de nacimiento. Me toqué el martillo de Thor y recé por una señal.

Iseult escupió. Bueno, no exactamente. Emitió un sonido que parecía una mezcla entre aclararse la garganta, escupir y asfixiarse, todo al mismo tiempo, y señaló por la borda del barco, donde vi un extraño pez arquear el lomo fuera del agua. El pez era tan grande como un ciervo y poseía una aleta triangular.

—Una marsopa —aclaró Leofric.

—Llamhydydd
—repitió Iseult, dándole al pez el nombre britano.

—Traen suerte a los marineros —añadió él.

Jamás había visto antes una marsopa, pero de repente nos vimos rodeados por una docena. Eran grises y sus lomos relucían al sol, y todas se dirigían al norte.

—Izad la vela —le dije a Leofric.

Se me quedó mirando. La tripulación estaba soltando los remos y sacando los tapones de sus agujeros.

—¿Quieres la vela arriba? —preguntó Leofric.

—Nos vamos al norte. —Le había pedido a Thor una señal y las marsopas estaban allí, dirigiéndose al norte.

—No hay nada en el mar del Saefern —repuso Leofric—. Te lo dijo Svein.

—Svein me dijo que no quedaba nada por saquear —contesté—, porque los daneses se lo habían llevado todo, lo que significa que el botín lo tienen los daneses. —Sentí una felicidad tan intensa que le pegué un puñetazo al hombro a Leofric y abracé a Iseult—. Y también me dijo que sus barcos venían de Irlanda.

—¿Y? —preguntó Leofric mientras se masajeaba el hombro.

—¡Hombres de Irlanda! —le dije a Leofric—. Daneses que vienen de Irlanda para atacar Wessex. Y si traes una tripulación de Irlanda, ¿qué más traerás contigo?

—Todo lo que posees —repuso Leofric en tono neutro.

—¡Y no saben que estamos aquí! Son como ovejas inocentes, y nosotros un dragón de fuego.

Sonrió.

—Tienes razón —contestó.

—¡Por supuesto que tengo razón! ¡Soy un señor! ¡Tengo razón y voy a hacerme rico! ¡Todos vamos a hacernos ricos! Comeremos en bandejas de oro, nos mearemos en las gargantas de nuestros enemigos, y convertiremos a sus mujeres en nuestras putas. —Aullaba todas estas tonterías mientras caminaba por el centro del barco, soltando los amarres de la vela—. Seremos todos ricos, calzaremos zapatos de plata y llevaremos gorros de oro. ¡Seremos más ricos que reyes! ¡Nadaremos en plata, ducharemos a nuestras furcias con oro y cagaremos pedazos de ámbar! ¡Recoged esos remos! Tapad las chumaceras, nos vamos al norte, ¡a hacernos tan ricos como obispos, todos nosotros! —. Los hombres sonreían, complacidos porque compartía mi entusiasmo a gritos.

Tenían sus reparos para ir al norte, pues aquello nos apartaría de la tierra, y yo jamás había estado tan lejos de la orilla. También yo tenía miedo, pues Ragnar
el Viejo me
había contado historias de hombres del norte que se habían visto tentados por los páramos marinos a navegar siempre hacia el oeste, y dijo que allí había tierra, tierra más allá de las Islas de los Muertos, tierras por las que caminaban fantasmas, aunque nunca estuve seguro de que me contara la verdad. De lo que sí estoy seguro, sin embargo, es de que también me contó que muchos de aquellos barcos no regresaron jamás. Viajan al sol poniente, y siguen hacia delante porque no pueden soportar regresar, así que siguen navegando hasta donde los barcos perdidos mueren en el oscuro fin del mundo.

Con todo, el mundo no terminaba hacia el norte. Eso lo sabía, aunque tampoco estaba seguro de qué había en el norte. Estaba Dyfed, en alguna parte, e Irlanda, y había otros lugares con nombres bárbaros y gente salvaje que vivía como perros hambrientos en los límites más agrestes de la tierra, pero también estaban los eriales del mar, una vasta llanura de olas vacías, de modo que en cuanto la vela estuvo izada y el viento empujó al
Jyrdraca
en dirección norte, me apoyé sobre el timón para guiarlo ligeramente hacia el este, por miedo a que nos perdiéramos en la inmensidad del océano.

—¿Sabes adonde vas? —preguntó Leofric.

—No.

—¿Te importa?

Por respuesta obtuvo una sonrisa maliciosa. El viento, que había estado soplando del sur, llegó entonces del oeste, y la marea nos condujo hacia el este, de modo que por la tarde vi tierra, y pensé que debía de ser la tierra de los britanos situada en la orilla norte del Saefern; sin embargo, a medida que nos acercábamos comprendí que se trataba de una isla. Más tarde descubrí que era el lugar que los hombres del norte llaman Lundi, pues es la palabra con la que nombran a los frailecillos, y los elevados acantilados de aquella isla están abarrotados de dichas criaturas, que nos gritaron enloquecidos cuando intentamos refugiarnos en una gruta en el lado norte de la isla, un lugar incómodo para anclar porque el mar batía con fuerza. Así que arriamos la vela, sacamos los remos, y dimos la vuelta a los acantilados hasta hallar refugio en la orilla este.

Bajé a la playa con Iseult, e inspeccionamos los nidos de los frailecillos en busca de huevos, pero los polluelos ya habían nacido, así que nos conformamos con matar un par de cabras para la cena. La isla estaba desierta, aunque había estado habitada en el pasado, porque encontramos las ruinas de una pequeña iglesia y un camposanto. Los daneses lo habían quemado todo, derruido la iglesia y profanado las tumbas en busca de oro. Subimos hasta un promontorio elevado e inspeccionamos el mar en busca de alguna vela, y aunque no vi ninguna, me pareció divisar tierra al sur. Era difícil de decir, porque las nubes cubrían gran parte de esa zona, pero una franja más oscura del horizonte podían ser colinas, y supuse que veía Cornwalum o la parte occidental de Wessex. Iseult cantaba para sí.

La observé. Estaba destripando una de las cabras muertas, con no demasiada maña porque no estaba acostumbrada a tales tareas. Era delgada, tanto que parecía de los
eelfcynn,
la raza de los elfos, pero era feliz. Con el tiempo sabría lo mucho que había odiado a Peredur. La apreciaba y la había convertido en su reina, pero también la mantenía prisionera en su casa para que sólo él pudiera aprovecharse de sus poderes. La gente pagaba a Peredur por escuchar las profecías de Iseult, y ella era uno de los motivos por los que Callyn había atacado a su vecino. Las reinas de las sombras eran valoradas entre los britanos porque formaban parte de los antiguos misterios, los poderes que rondaban la tierra antes de que llegaran los monjes, e Iseult era una de las últimas reinas de las sombras. Había nacido durante la muerte del sol, pero ahora era libre, y yo iba a descubrir que su alma era tan salvaje como la de un halcón. Mildrith, la frágil Mildrith sólo quería orden y rutina. Quería la casa barrida, las ropas limpias, las vacas ordeñadas, que el sol saliera y se pusiera, y que nada cambiara. Pero Iseult era distinta. Era extraña, nacida en la sombra y llena de misterio. Nada de lo que me dijo durante aquellos primeros días tenía para mí sentido alguno, pues no compartíamos una lengua común, pero en la isla, cuando el sol se puso y yo agarré el cuchillo para terminar de destripar a la cabra, ella arrancó unas ramitas y tejió una pequeña jaula. Me mostró la jaula, la rompió, y entonces con sus largos y blancos dedos, imitó un pájaro que saliera volando. Se señaló a sí misma, tiró los restos de ramitas y se echó a reír.

A la mañana siguiente, aún en tierra, descubrí una vela en el mar. Eran dos, y navegaban por el oeste de la isla, en dirección norte. Eran dos barcos pequeños, probablemente comerciantes de Cornwalum, y llegaban con el viento del sur hacia la orilla oculta, donde yo suponía que Svein habría llevado al
Caballo Blanco.

Seguimos a los dos barcos. Para entonces, habíamos regresado al
Jyrdraca,
levado el ancla y remado hasta ponernos a sotavento de la isla. Casi habíamos perdido de vista las naves, pero, en cuanto izamos la vela, empezamos a ganarles terreno. Debieron de morirse de miedo al ver un barco de dragón salir disparado de una de las ensenadas de la isla, pero arrié un poco la vela para bajar el ritmo y los seguimos durante buena parte del día hasta que, al final, una línea grisazulada apareció en el horizonte, tierra. Izamos la vela al máximo y dejamos atrás las dos pequeñas y rechonchas embarcaciones y de ese modo, por primera vez, pise la orilla de Gales. Los britanos le daban otro nombre, pero nosotros lo llamábamos sencillamente Gales, que significa «extranjeros»; mucho más tarde caí en la cuenta de que debíamos de haber tomado tierra en Dyfed, que era el nombre del clérigo que convirtió a los britanos de Gales al cristianismo: el reino más occidental de los galeses recibió ese nombre en su honor.

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