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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (22 page)

—¿Quieres regresar a Cornwalum? —le pregunté.

Parecía sorprendida de que hubiera hablado. Le costó unos instantes recomponer sus pensamientos. Después se encogió de hombros.

—¿Qué hay allí para mí?

—Tu casa —respondió Eanflaed.

—Uhtred es mi casa.

—Uhtred está casado —repuso Eanflaed con dureza.

Iseult hizo caso omiso.

—Uhtred conducirá hombres —repuso, balanceándose adelante y atrás—, cientos de hombres. Una magnífica horda. Yo quiero estar allí para verlo.

—Te conducirá a la tentación, eso es lo que va a hacer —repuso Eanflaed—. Vete chica, di tus oraciones y confía en que no vengan los daneses.

Seguimos intentando acercarnos al sur, y conseguimos avanzar algo cada día, pero los amargos días eran cortos y los daneses parecían estar en todas partes. Incluso cuando viajábamos campo a través, lejos de caminos y pistas, veíamos alguna patrulla de daneses en la distancia; si queríamos evitarlos, no teníamos más remedio que proseguir hacia el oeste. Al este quedaba la carretera romana que salía de Batum hasta Exanceaster, la vía más concurrida en aquella parte de Wessex, y supuse que los daneses la utilizaban y mandaban patrullas a ambos lados de la carretera. Eran aquellas patrullas las que nos empujaban cada vez más hacia el mar del Saefern, pero tampoco allí estaríamos seguros, pues era probable que Svein hubiera llegado ya a Gales.

También supuse que Wessex había terminado por caer. Encontramos a unas pocas personas, fugitivos que se ocultaban en el bosque, pero nadie tenía noticias, sólo rumores. Nadie había visto soldados sajones, ni sabían nada de Alfredo, sólo veían daneses y el sempiterno humo. De vez en cuando, cruzábamos algún pueblo asolado o una iglesia quemada. Veíamos bandadas de cuervos y los seguíamos para encontrar cadáveres podridos. Estábamos perdidos, y las esperanzas que tenía de llegar a Oxton habían desaparecido hacía bastante. Supuse que Mildrith habría huido hacia el oeste, a las colinas, pues las gentes del Uisc siempre lo hacían cuando venían los daneses. Confiaba en que estuviera viva, confiaba en que mi hijo estuviera vivo, pero el futuro que le esperaba era tan oscuro como las largas noches de invierno.

—Quizá debiéramos firmar nuestra propia paz —le sugerí a Leofric una noche. Estábamos en una Cabaña de pastores, agachados alrededor de una pequeña hoguera que llenaba el bajo techo del edificio de humo. Habíamos asado una docena de costillas de cordero que habíamos sacado del cadáver medio devorado de una oveja. Todos estábamos sucios, mojados y fríos—. Tendríamos que encontrar a los daneses y jurarles lealtad.

—¿Para que nos convirtieran en esclavos? —replicó Leofric con amargura.

—Seremos guerreros —respondí.

—¿Luchar para un danés? —Atizó el fuego, que despidió más humareda—. No pueden haberse hecho con todo Wessex —protestó.

—¿Por qué no?

—Es demasiado grande. Tiene que haber algunos hombres plantando cara. Sólo tenemos que encontrarlos.

Recordé los debates a los que asistí en Lundene. Entonces yo era un niño y vivía con los daneses, y sus jefes habían discutido que la mejor manera de hacerse con Wessex era atacar el corazón de la parte occidental y romper su poder. Otros querían empezar el asalto tomando el antiguo reino de Kent, la parte más débil de Wessex y la que contenía el gran santuario de Contwaraburg, pero el argumento más osado había vencido. Habían atacado el oeste y el primer asalto había fracasado, pero ahora Guthrum lo había logrado. Con todo, ¿hasta dónde lo había logrado? ¿Seguía Kent siendo sajón? ¿Y Defnascir?

—¿Y qué va a pasar con Mildrith si te unes a los daneses? —preguntó Leofric.

—Se habrá escondido. —Yo respondí sin ánimo, y se hizo el silencio, pero vi que Eanflaed se había sentido ofendida y confié en que contuviera su lengua. No lo hizo.

—¿Te importa? —me pinchó.

—Me importa —repuse.

Eanflaed se burló de esa respuesta.

—Se ha vuelto aburrida, ¿verdad?

—Claro que le importa. —Leofric intentaba mediar.

—Es su mujer —replicó Eanflaed, todavía mirándome—. Y los hombres se cansan de sus mujeres —prosiguió; Iseult escuchaba, sus enormes ojos oscuros iban de mí a Eanflaed.

—¿Qué sabes tú de mujeres? —le pregunté.

—Estuve casada —respondió Eanflaed.

—¿Ah, sí? —preguntó Leofric sorprendido.

—Estuve casada durante tres años —siguió diciendo—, con un hombre de la guardia de Wulfhere. Me dio dos hijos, después murió en la batalla que mató al rey Etelredo.

—¿Dos hijos? —preguntó Iseult.

—Murieron —replicó Eanflaed con dureza—. Eso es lo que hacen los niños. Morirse.

—¿Fuiste feliz con él —preguntó Leofric—, con tu marido?

—Durante unos tres años —contestó—, y durante los tres siguientes aprendí que todos los hombres son unos cabrones.

—¿Todos? —preguntó Leofric.

—La mayoría. —Sonrió a Leofric, después le tocó una rodilla—. Tú no.

—¿Y yo? —pregunté.

—¿Tú? —me miró por un instante—. No confiaría en ti más allá de lo que soy capaz de escupir —repuso, y en su voz había auténtico veneno, lo que avergonzó a Leofric y me dejó a mí sorprendido. Hay momentos en nuestras vidas en que nos vemos como nos ven otros. Supongo que forma parte de la vida, y no siempre es cómodo. Eanflaed, sin embargo, pareció arrepentirse de haber hablado tan duramente, e intentó arreglarlo—. No te conozco, sólo sé que eres amigo de Leofric.

—Uhtred es generoso —intervino Iseult lealmente.

—Los hombres suelen serlo cuando quieren algo —replicó Eanflaed.

—Yo quiero Bebbanburg —dije.

—Sea eso lo que sea —repuso Eanflaed—, y para conseguirlo harías cualquier cosa. Cualquiera.

Se hizo el silencio. Vi un copo de nieve aparecer por la puerta medio cubierta. Flotó hasta la hoguera y se derritió.

—Alfredo es un buen hombre. —Leofric rompió el incómodo silencio.

—Intenta ser bueno —repuso Eanflaed.

—¿Sólo lo intenta? —pregunté sarcástico. .

—Es como tú —añadió ella—. Mataría por conseguir lo que desea, pero hay una diferencia. El tiene conciencia.

—Quieres decir que teme a los curas.

—Teme a Dios. Y todos deberíamos hacerlo, pues un día todos responderemos ante él.

—Yo no —contesté.

Eanflaed se burló de eso, pero Leofric cambió de conversación comentando que nevaba, y al cabo de un rato nos dormimos. Iseult se aferró a mí y sollozó y se retorció mientras yo, desvelado, soñaba con sus palabras: algún día conduciría una horda reluciente. Parecía una profecía poco probable, y de hecho, me convencí de que sus poderes habían desaparecido con su virginidad, y al final me dormí también. Cuando desperté, el mundo se había convertido en un páramo blanco. Las ramas y el follaje estaban todos bordeados de nieve, pero ya se derretía, goteando hasta transformarse en un alba neblinosa. Cuando salí al exterior, encontré un pequeño gorrión muerto justo al lado de la puerta, y lo interpreté como un mal presagio.

Leofric salió de la cabaña, parpadeando por el brillo de la mañana.

—No te enfades con Eanflaed —dijo.

—No me enfado.

—Su mundo ha terminado.

—Pues tendremos que rehacerlo —repuse.

—¿Significa eso que ya no te vas a unir a los daneses?

—Soy sajón —contesté.

Leofric puso media sonrisa. Se desabrochó los calzones y se puso a mear.

—Si tu amigo Ragnar estuviese vivo —preguntó observando el riachuelo de orina—, ¿seguirías siendo sajón?

—Está muerto, ¿no? —dije débilmente—. Sacrificado por la ambición de Guthrum.

—¿Así que ahora eres sajón?

—Soy sajón —respondí con mucha más convicción de la que sentía, pues no sabía lo que aguardaba el futuro. ¿Y cómo saberlo? Quizás Iseult hubiese dicho la verdad, Alfredo me daría poder, conduciría una horda reluciente y tendría una mujer de oro, pero empezaba a dudar de sus poderes. Alfredo bien podría estar ya muerto, y su reino condenado, y lo único que sabía en aquel momento era que la tierra se extendía hacia el sur hasta una cordillera nevada; allí terminaba en una extraña y vacía claridad. El cielo parecía el fin del mundo, posado sobre un abismo de luz nacarada—. Seguiremos hacia el sur —dije. No podíamos hacer otra cosa que caminar hacia la luz.

Eso hicimos. Subimos por un camino de cabras hasta la cumbre y allí vi que las colinas descendían empinadas hasta los inmensos prados del mar. Habíamos llegado a un enorme pantano, y el brillo que había visto era la luz del invierno reflejada en los lagos y arroyos enroscados.

—¿Y ahora qué? —preguntó Leofric; yo no tenía respuesta. Así que nos sentamos bajo las bayas de un tejo vencido por el viento y contemplamos la inmensidad de la ciénaga, el agua, la hierba y los juncos. Era el enorme pantano que se extendía desde el Saefern, y si tenía que llegar a Defnascir debería rodearlo o cruzarlo. Si lo rodeábamos tendríamos que dirigirnos a la carretera romana, donde estaban los daneses, y si lo intentábamos cruzar tendríamos que enfrentarnos a otros peligros. Había oído mil historias de hombres perdidos en sus húmedas entrañas. Se decía que había espíritus, espíritus que aparecían por la noche como fuegos fatuos, y caminos que sólo conducían a arenas movedizas o estanques mortales, pero también había pequeños asentamientos que subsistían de la pesca de anguilas y peces. Las gentes del pantano estaban protegidas por los espíritus y por las repentinas mareas que podían cubrir una carretera en un abrir y cerrar de ojos. Entonces, mientras las últimas nieves se derretían en las orillas bordeadas de juncos, el pantano parecía una inmensidad de agua anegada, con los arroyos y los lagos llenos por las lluvias invernales; pero cuando la marea subiera se parecería a un mar interior salpicado de islas. Ya veíamos una de aquellas islas no demasiado lejos, y en ella había unas cuantas cabañas apiñadas en un pequeño montículo; aquél sería un buen lugar para encontrar comida y calor si conseguíamos alcanzarlo. Si hallábamos los pasos de isla a isla, al final podríamos cruzar todo el pantano, pero eso nos llevaría más de un día, y tendríamos que encontrar refugio con cada marea. Observé las largas y frías extensiones de agua, casi negras bajo las nubes plomizas que llegaban del mar, y me hundí en la miseria, pues no sabía ni adonde íbamos, ni para qué, y menos aún qué nos guardaba el futuro.

Pareció que refrescaba aún más cuando nos sentamos. Empezó a caer una nieve ligera de las oscuras nubes. No más que unos cuantos copos, pero suficientes para convencerme de que teníamos que encontrar refugio pronto. Se veía humo en el poblado del pantano más cercano, prueba de que aún vivía allí gente. En sus refugios encontraríamos comida y algo de calor.

—Tenemos que llegar a esa isla —dije señalándola.

—Pero los otros miraban hacia el oeste, donde una bandada de palomas acababa de alzar el vuelo desde el pie de la loma. Las aves volaron en círculos.

—Hay alguien ahí —dijo Leofric.

Esperamos. Las palomas se posaron sobre unos árboles más arriba.

—¿No será un jabalí? —sugerí.

—Las palomas no alzan el vuelo por un jabalí —repuso Leofric—. Los jabalíes no asustan a las palomas, como tampoco lo hacen los ciervos. Allí hay gente.

La idea de jabalíes y ciervos me hizo preguntarme qué les habría pasado a mis perros de caza. ¿Los habría abandonado Mildrith? Ni siquiera le había dicho dónde había escondido el resto del botín de Gales. Había excavado un agujero en una esquina de mi nuevo salón y había enterrado el oro y la plata junto a un pilar, pero probablemente no era el escondite más inteligente si había daneses en Oxton, porque lo más seguro es que hurgaran en las juntas del suelo, especialmente si una lanza encontraba algún lugar en el que se hubiera removido la tierra. Una bandada de patos pasó volando por encima de nuestras cabezas. Nevaba con más fuerza y la nieve desdibujaba la vista sobre el pantano.

—Monjes —dijo Leofric.

Eran media docena de hombres que se dirigían hacia el oeste. Iban vestidos de negro y habían salido de entre los árboles para recorrer la orilla del pantano, buscando un camino en su enmarañada vastedad, pero no había ningún sendero evidente hacia el pequeño poblado en la diminuta isla, así que los curas enfilaron hacia nosotros, siguiendo el pie de la cordillera. Aunque no parecía que nos hubieran visto. Uno de ellos llevaba una larga vara e, incluso en la distancia, vi un destello en la punta y supuse que era una vara de obispo, de esas que llevan una pesada cruz de plata. Otros tres transportaban pesados sacos.

—¿Crees que hay comida en esos bultos? —preguntó Leofric con avidez.

—Son curas —espeté—. Llevarán plata.

—O libros —sugirió Eanflaed—. A los curas les encantan los libros.

—Podría ser comida —dijo Leofric, aunque no muy convencido de ello.

Entonces aparecieron un grupo de tres mujeres y dos niños. Una de las mujeres parecía llevar una capa de piel argentada, mientras que la otra cargaba con el niño más pequeño. Las mujeres y los niños iban a la zaga de los curas, que las esperaban, y todos caminaron hacia el este hasta que acabaron debajo de nosotros. Allí descubrieron una especie de camino que se enroscaba por los pantanos. Cinco de los curas guiaron a las mujeres, mientras que el sexto hombre, evidentemente más joven que los demás, se apresuró en dirección oeste.

—¿Adonde va? —preguntó Leofric.

Otra bandada de patos voló bajo, rozando la falda de la colina hasta los largos lagos del pantano. Redes, pensé. Tiene que haber redes en las aldeas y podremos pescar y cazar aves. Podríamos comer bien durante unos cuantos días. Anguilas, patos, pescado, gansos… Con suficientes redes incluso podríamos atrapar un ciervo si lo condujéramos hasta el agua.

—No van a ningún sitio —se burló Leofric mientras señalaba con la cabeza el grupo de curas que se habían perdido a unos cien pasos. El camino terminaba en ninguna parte. Parecía llegar al poblado, pero después se cortaba en un montículo de juncos, en el que ahora se apiñaban los curas. No querían volver ni tampoco avanzar, así que se quedaron donde estaban, perdidos, muertos de frío y desesperados. Parecía que discutían.

—Tenemos que ayudarles —dijo Eanflaed que, al ver que yo no contestaba, protestó diciendo que una mujer cargaba con un niño—. ¡Tenemos que ayudarles! —insistió.

Estaba a punto de replicarle que lo último que necesitábamos era más bocas que alimentar, pero sus duras palabras de la noche anterior me habían convencido de que tenía que demostrarle que no era tan pérfido como evidentemente creía, así que me puse en pie, levanté el escudo y bajé por la colina. Los demás me siguieron, pero antes de que llegáramos a mitad de camino, oí gritos desde el oeste. El cura solitario que se había dirigido en aquella dirección estaba entonces con cuatro soldados, y se dieron la vuelta al aparecer unos jinetes por entre los árboles. Eran seis, después aparecieron ocho más, después diez, y reparé en que una columna completa de soldados montados bajaba por entre los árboles sin hojas del invierno. Llevaban escudos y capas negras, así que tenían que ser los hombres de Guthrum. Uno de los curas perdido en el pantano corrió hacia sus compañeros por el camino, vi que llevaba una espada y que iba a ayudarlos.

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