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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (43 page)

—¿Y ahora qué? —me preguntó Leofric.

—Dímelo tú.

—¿Mil hombres? No podemos enfrentarnos a los daneses con mil hombres.

No dije nada. Lejos, en el horizonte norte, se avecinaban nubes oscuras.

—¡Ni siquiera nos podemos quedar aquí! —dijo Leofric—. ¿Qué vamos a hacer?

—¿Regresar al pantano? —sugirió el padre Pyrlig.

—Los daneses traerán más barcos —dije—, y al final capturarán el pantano. Si envían cien barcos río arriba, el pantano es suyo.

—Debemos dirigirnos a Defnascir —rugió Steapa.

Lo mismo ocurrirá allí, pensé. Estaríamos a salvo durante un tiempo en la maraña de colinas y bosques de Defnascir, pero los daneses llegarían, tendría lugar una sucesión de pequeñas luchas y, poco a poco, Alfredo se desangraría hasta la muerte. Y en cuanto los daneses del otro lado del mar supieran que Alfredo estaba arrinconado en un pedazo de Wessex, traerían más barcos y se llevarían la buena tierra que él no pudiera mantener. Por ese motivo, pensé, había estado acertado al intentar terminar la guerra de una sola vez, porque no quería que se anunciara la debilidad de Wessex.

Pero éramos débiles. Éramos mil hombres. Éramos patéticos. Éramos sueños rotos, y de repente, empecé a reír.

—¿Qué pasa? —me dijo Leofric.

—Estaba pensando en que Alfredo insistió en que aprendiera a leer —dije—. ¿Y para qué?

El sonrió al acordarse. Una de las reglas de Alfredo era que todos los hombres que comandaran cuerpos de tropas de tamaño considerable supieran leer, aunque era una norma que se había saltado al nombrar a Leofric comandante de la guardia personal. En aquel momento, aquello me pareció gracioso. Todo aquel esfuerzo para que pudiera leer sus órdenes, y jamás me había enviado ninguna. Ni una sola.

—Leer es útil —dijo Pyrlig.

—¿Para qué?

Pensó sobre ello. El viento arreció, y le desmelenó la barba y el pelo.

—Se pueden leer todas esas buenas historias del evangelio —sugirió entusiasmado—, ¡y las vidas de los santos! ¿Qué me decís de ésas, eh? Bien llenas de cosas bonitas que están. ¡Como la de santa Donwen! Una mujer hermosa era, y le dio a su amante una bebida que lo convirtió en hielo.

—¿Y por qué hizo eso? —preguntó Leofric.

—Veréis, no quería casarse con él —contestó Pyrlig, que intentaba animarnos, pero nadie quería seguir oyendo hablar de la frígida santa Donwen, así que se dio la vuelta y miró al norte—. ¿Vendrán por allí? —preguntó.

—Probablemente. —Y entonces los vi, o eso pensé. Había un movimiento en las lejanas colinas, algo que se movía en las sombras de las nubes, y deseé haber subido a Iseult, pues tenía una vista muy aguda, pero habría necesitado un caballo para subir a la cumbre, y no nos sobraban caballos para las mujeres. Los daneses poseían miles de caballos, todas las bestias que le habían capturado a Alfredo en Cippanhamm, y todos los animales que habían robado a lo largo y ancho de Wessex, y ahora yo observaba un grupo de jinetes en aquella lejana colina. Exploradores, probablemente, y nos habrían visto. Se habían marchado. No había sido más que un momento, y tan lejos que no podía estar seguro de lo que había visto.

—Quizá ni siquiera vengan —dije—. Quizá nos rodeen. Capturen Wintanceaster y todo lo demás.

—Los muy cabrones van a venir —comentó Leofric con tono sombrío, y pensé que tenía razón. Los daneses sabrían que estábamos allí, querrían destruirnos, y no les iba a costar mucho.

Pyrlig dio la vuelta a su caballo, como para volver al valle, entonces se detuvo y puso una extraña cara de sorpresa.

—¿Así que no hay esperanza? —preguntó.

—Nos superan en proporción de cuatro o cinco a uno —repuse.

—¡Pues tenemos que luchar con más ganas! Sonreí.

—Todos los daneses que vienen a Britania, padre —le aclaré— son guerreros. Los granjeros se quedan en Dinamarca, pero los hombres salvajes
vienen
aquí. ¿Y nosotros? Somos casi todos granjeros, y se necesitan de tres a cuatro campesinos para superar a un solo guerrero.

—Vosotros sois guerreros dijo—, ¡todos vosotros! ¡Todos sabéis cómo luchar! Podéis liderar a los hombres, guiar a los hombres, y acabar con vuestro enemigo. Y Dios está de vuestro lado. Con Dios a vuestro lado, ¿quién puede venceros, eh? ¿Queréis una señal?

—Dadme una señal —le contesté.

—Pues mirad —dijo, y señaló hacia abajo, hacia el Wilig, le di la vuelta al caballo y allí, al sol de mediodía, estaba el milagro que queríamos. Venían los hombres. Hombres a centenares. Hombres del este y hombres del sur, hombres que manaban de entre las colinas, hombres del
fyrd
de Wessex que acudían a la orden de su rey para salvar el país.

—¡Ahora ya sólo dos granjeros por cada guerrero! —dijo Pyrlig alegremente.

—Hasta el culo —dijo Leofric

Pero ya no estábamos solos. El
fyrd
se reunía.

C
APÍTULO
XII

La mayoría de los hombres llegaban en grandes grupos, comandados por sus
thane
, mientras que otros venían en pequeñas bandas, pero juntos conformaban por sí solos un ejército. Arnulf,
ealdorman
de Suth Seaxa, trajo cerca de cuatrocientos hombres y se disculpó porque no fueran más, pero había barcos daneses en la costa y se había visto obligado a dejar parte de su
fyrd
para guardar la orilla. Los hombres de Wiltunscir habían sido convocados por Wulfhere para unirse al ejército de Guthrum, pero el alguacil, un hombre adusto llamado Osric, había buscado en el sur de la comarca y conseguido que unos ochocientos desoyeran las órdenes del
ealdorman
y acudieran en auxilio de Alfredo. Llegaron más hombres del lejano Sumorsaete para unirse al
fyrd
de Wiglaf, que sumaba ahora mil soldados, y la mitad de esa cifra se presentaron desde Hamptonscir, incluida la guarnición de Burgweard, entre los que se contaban Eadric y Cenwulf, tripulantes del Heahengel: ambos me abrazaron, y con ellos venía el padre Willibald, emocionado y nervioso. Casi todos los hombres llegaron a pie, cansados y hambrientos, con las botas hechas pedazos, pero venían con espadas, hachas, lanzas y escudos, y a media tarde teníamos cerca de tres mil hombres en el valle del Wilig y vi que llegaban más cuando cabalgué hasta la colina, donde me había parecido ver a los exploradores daneses.

Alfredo me envió a explorar y, en el último momento, el padre Pyrlig se ofreció a acompañarme. El rey se sorprendido, pareció pensar en ello durante un instante, y después asintió.

—Traed a Uhtred a salvo, padre —había dicho con formalidad.

No dije nada mientras cruzábamos el campamento cada vez más grande, pero en cuanto nos quedamos solos le dediqué a Pyrlig una mirada de amargura.

—Eso estaba preparado —le dije.

—¿En serio?

—Que vos vinierais conmigo. ¡Hasta tenía vuestro caballo ensillado! ¿Así que, qué quiere Alfredo?

Pyrlig sonrió.

—Quiere que os convirtáis al cristianismo, por supuesto. El rey tiene una fe enorme en mi labia.

—Soy cristiano —le contesté.

—¿Lo sois?

—Estoy bautizado, ¿no? Y dos veces, además.

—¡Dos veces! Doblemente santo, ¿eh? ¿Y por qué fuisteis bautizado dos veces?

—Porque me cambiaron el nombre cuando era niño y mi madrastra pensó que el cielo no me reconocería por mi antiguo nombre.

Se rió.

—¿Así que os quitaron el diablo la primera vez y os lo derramaron encima la segunda? —No contesté, y Pyrlig cabalgó en silencio durante un rato—. Alfredo quiere que os convierta en un buen cristiano —dijo al cabo de un rato— porque quiere la bendición de Dios.

—¿Cree que Dios lo va a castigar porque lucho para él?

Pyrlig sacudió la cabeza.

—Sabe, Uhtred, que los enemigos son paganos. Si ganan, Cristo habrá sido vencido. No sólo es una guerra por la tierra, es una guerra por Dios. Y Alfredo, el pobre hombre, es un sirviente de Cristo, así que hará todo lo que pueda por su señor, y eso implica intentar convertiros en un pío ejemplo de humildad cristiana. Si consigue que vos os arrodilléis, será fácil postrar a los daneses.

Me reí, como él quería.

—Si eso va a animar a Alfredo —dije—, decidle que soy un buen cristiano.

—Pensaba decírselo de todos modos —contestó Pyrlig—, para animarlo un poco, pero lo cierto es que quería acompañaros.

—¿Por qué?

—Porque echo de menos esta vida. ¡Dios, si la echo de menos! Me encantaba ser guerrero. ¡Cuánta irresponsabilidad! La disfrutaba mucho. Matar y fabricar viudas, ¡asustar a los niños! Era buenísimo, y lo echo de menos. Y siempre fui buen explorador. Veíamos a los sajones llegar con tanta discreción como una piara de cerdos y jamás descubrían que los observábamos. No os preocupéis, no voy a hablaros de Cristo, me da igual lo que quiera el rey.

Nuestra tarea consistía en encontrar daneses, si es que estaban cerca. Alfredo había marchado hasta el valle del Wilig para bloquear cualquier avance que hiciera Guthrum en el corazón de Wessex, pero seguía temiendo que los daneses se resistieran al anzuelo de destruir su pequeño ejército, y que nos rodearan para tomar el sur de Wessex, lo que nos habría dejado abandonados y expuestos a las guarniciones danesas. Esa incertidumbre provocaba que Alfredo se mostrara desesperado por noticias del enemigo, así que Pyrlig y yo cabalgamos hacia el noreste del valle, hasta que llegamos a unos prados donde un río más pequeño discurría hacia el sur para unirse al Wilig, y seguimos un arroyo hasta una población grande que había sido reducida a cenizas. El río atravesaba buenos campos, pero no había ganado, ni ovejas y la tierra estaba sin arar y llena de hierbas. Íbamos despacio, pues los caballos estaban cansados y nos encontrábamos bastante al norte del ejército. El sol estaba bajo en el cielo del oeste, aunque ya estábamos en mayo y los días se alargaban. Las efímeras abundaban en la superficie del río, las truchas subían a alimentarse, y un pequeño jaleo nos hizo detenernos, pero no eran más que dos crías de nutria escurriéndose hacia el agua bajo las raíces de un sauce. Las palomas anidaban en el espino, las currucas gritaban desde la orilla del río, y en alguna parte, un pájaro carpintero tamborileaba intermitentemente. Cabalgamos en silencio durante un rato, nos separamos del río y nos metimos en un huerto, donde los torcecuellos cantaban entre las flores rosas.

Pyrlig metió a su caballo bajo unos árboles y señaló una parte fangosa de la hierba, y pude ver pisadas de caballo mezcladas con pétalos caídos. Las huellas eran frescas, y había muchas.

—Los muy cabrones han estado aquí, ¿verdad? —dijo—. Y no hace mucho.

Levanté la vista para examinar el valle. No se veía a nadie. Las colinas se alzaban empinadas a cada lado con densos bosques en las laderas inferiores. Tuve la sensación repentina e incómoda de que estábamos siendo observados, de que estábamos armando ruido y los lobos andaban cerca.

—Si fuera danés —Pyrlig hablaba en voz baja, y me pareció que compartía mi incomodidad—, me pondría allí. —Señaló con la cabeza hacia los árboles al oeste.

—¿Por qué?

—Porque cuando los habéis visto, ellos nos han visto a nosotros, y ésa es la dirección por la que nos han visto. ¿Tiene sentido? —Se rió irónicamente—. No sé, Uhtred, sólo creo que los muy cabrones están ahí.

Así que nos desplazamos hacia el este, íbamos lentamente, como si no tuviéramos ninguna preocupación en el mundo, pero en cuanto nos metimos en el bosque, giramos hacia el norte. Ambos inspeccionamos el terreno en busca de más huellas, pero no vi ninguna, y la sensación de ser observados había desaparecido, aunque sí esperamos un buen rato para intentar adivinar si alguien nos seguía. Sólo el viento en los árboles. Aun así, sabía que los daneses andaban cerca, justo como los perros de caza saben que hay lobos en la cercana oscuridad. Se les eriza el pelo del cuello, enseñan los dientes, tiemblan.

Llegamos al lugar en que terminaban los árboles y desmontamos, atamos a los caballos, nos acercamos al borde del bosque y nos quedamos mirando.

Y al final los vimos.

Había treinta o cuarenta daneses al otro extremo del valle, encima de los bosques; estaba claro que habían subido al borde de las colinas para otear hacia el sur, y que ahora regresaban. Bajaban a caballo en una línea desperdigada para meterse en el bosque.

—Una partida de expedición —dijo Pyrlig.

—No pueden haber visto demasiado desde aquella colina.

—Nos han visto a nosotros —dijo.

—Sí, eso creo.

—¿Y no nos han atacado? —parecía sorprendido—. ¿Por qué no lo han hecho? —Miradme.

—Tengo el placer todos los días.

—Han pensado que era danés —dije. No llevaba malla ni casco, así que me caía la melena por la espalda cubierta de cuero, y en los brazos me brillaban los brazaletes—. Y probablemente han pensado que vos seáis mi oso bailarín —añadí.

Se rió.

—¿Pues los seguimos?

El único riesgo era cruzar el valle, pero si el enemigo nos veía, seguirían pensando que era uno de los suyos, así que nos metimos en terreno abierto y subimos hasta el otro extremo del bosque. Los oímos antes de verlos. Iban sin cuidado, hablando y riendo, sin ser conscientes de que había sajones cerca. Pyrlig se metió el crucifijo bajo el cuero. Después, esperamos hasta que el último de los daneses pasara, antes de espolear a los caballos colina arriba para encontrar sus huellas y seguirlas. Las sombras se alargaban, y eso me indicó que el ejército danés debía de andar cerca, pues la partida de exploradores querría regresar al campamento antes de que se hiciera de noche; sin embargo, cuando el montañoso terreno se volvió llano, vimos que no tenían ninguna intención de unirse a las fuerzas de Guthrum aquella tarde. Los daneses de la patrulla tenían su propio campamento, y cuando nos acercamos a él casi nos sorprende otro grupo de exploradores montados que venía del este. Oímos a los recién llegados, nos ocultamos en un matorral y observamos a la docena de hombres llegar a caballo; sólo entonces desmontamos y nos agachamos entre los árboles para ver cuánta gente formaba el campamento.

Habría quizás unos ciento cincuenta daneses en el pequeño pasto. Empezaban a encender hogueras, lo que sugería que pensaban pasar la noche donde estaban. .

—Son todo exploradores —dedujo Pyrlig.

—Seguros de sí, los muy cabrones —comenté. Aquellos hombres habían sido enviados a explorar las colinas, y les pareció seguro acampar a cielo abierto, convencidos de que ningún sajón los atacaría. Y tenían razón. El ejército sajón estaba muy al sur, y no teníamos ninguna cuadrilla de guerra en la zona, así que los daneses pasarían una noche tranquila; por la mañana, sus exploradores volverían a vigilar los movimientos de Alfredo.

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