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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

Svein, el del caballo blanco (6 page)

—Lo que tendría que hacer —respondió— es unirme a Guthrum.

—¿Y por qué no lo haces?

Levantó su turbia mirada y la clavó en mí. Quizá conocía la respuesta, que Guthrum le daría la bienvenida, le rendiría honores, lo utilizaría y acabaría matándolo. Aun así aquélla era una perspectiva más digna que su vida actual. Se encogió de hombros y se recostó, al tiempo que se apartaba el pelo de la cara. Era un joven sorprendentemente atractivo. Y también eso lo perjudicaba, pues las muchachas se sentían atraídas por él como los curas por el oro.

—Lo que Wulfhere cree —me dijo, y se le engolaba la voz ligeramente— es que Guthrum volverá para matarnos a todos.

—Probablemente —repuse.

—Y si mi tío muere —prosiguió, sin preocuparse en bajar el tono, aunque había más de una veintena de hombres en la taberna—, su hijo es demasiado joven para ser rey.

—Cierto.

—¡Así que será mi turno! —sonrió.

—O el de Guthrum.

—Pues bebe, amigo mío —contestó—, porque estamos todos metidos en la mierda. —Me sonrió, y su encanto se volvió evidente de forma repentina—. Así que si no vas a luchar por mí —preguntó—, ¿qué propones para devolverme el favor?

—¿Cómo querrías que te lo devolviera?

—¿Puedes despachar al abad Hewald? ¿De un modo horrible y lento?

—Puedo —repuse. Hewald era abad en Winburnan, y famoso por la dureza con que enseñaba a los chicos a leer.

—Por otro lado —prosiguió Etelwoldo—, me encantaría cargarme a ese cabrón canijo yo mismo, así que no lo hagas por mí. Pensaré en algo que disguste a mi tío. A ti tampoco te gusta, ¿no es cierto?

—Lo es.

—Pues ya se nos ocurrirá alguna maldad. Oh, Dios. —Esta última imprecación obedecía a que la voz de Wulfhere se oía ahora perfectamente fuera de la taberna— Está cabreado conmigo.

—¿Por qué?

—Una de las lecheras está preñada. Creo que quería hacerlo él mismo, pero yo me la cepillé antes. —Vació la cerveza de un trago—. Me voy a las Tres Campanas. ¿Te vienes?

—Tengo que hablar con Wulfhere.

Etelwoldo salió por la puerta de atrás, al tiempo que el
ealdorman
entraba por la de enfrente. Wulfhere iba acompañado por una docena de
thane,
pero me vio y cruzó la sala para sentarse conmigo.

—Han estado reconsagrando la iglesia del obispo —rezongó—. ¡Horas y horas, demonios! No han hecho otra cosa que cantar y rezar, horas y horas de oraciones para eliminar la mancha pecaminosa de los daneses del lugar. —Se sentó pesadamente—. ¿Era Etelwoldo ése que he visto aquí?

—Sí.

—Quería que te unieras a su rebelión, ¿no?

—Sí.

—Si será pollino. ¿Y para qué has venido? ¿A ofrecerme tu espada? —Se refería a prestarle juramento y convertirme así en uno de sus guerreros.

—Quiero ver a uno de los rehenes —dije—, así que he venido a pediros permiso.

—Los rehenes… —chasqueó los dedos para que le trajeran una cerveza—. Los rehenes de los cojones. He tenido que construir nuevos edificios para alojarlos. ¿Y quién paga por eso?

—¿Vos?

—Por supuesto que pago yo. ¿Y también tengo que darles de comer? ¿Alimentarlos? ¿Vigilarlos? ¿Encerrarlos? ¿Y paga Alfredo algo?

—Decidle que estáis construyendo un monasterio —le sugerí.

Se me quedó mirando como si estuviera loco, después comprendió la chanza y se rió.

—Desde luego, entonces sí me pagaría, vaya que sí. ¿Has oído lo del monasterio que están construyendo en Cynuit?

—Cuentan que tendrá un altar de oro.

Volvió a reírse.

—También lo he oído. No me lo creo, pero corre ese rumor. —Observó a una de las chicas de la taberna que iba de un lado a otro—. No es mi permiso el que necesitas para ver a los rehenes —dijo—, sino el de Alfredo, y sin duda no te lo dará.

—¿El permiso de Alfredo? —pregunté.

—No son simplemente rehenes —prosiguió—, sino prisioneros. Tengo que mantenerlos bajo llave y vigilarlos día y noche. Ordenes de Alfredo. Quizá crea que Dios nos trajo la paz, pero vaya si se ha asegurado de que sean de alto rango. ¡Seis condes! ¿Sabes cuánta escolta se han traído? ¿Cuántas mujeres? ¿Cuántas bocas que alimentar?

—Si voy a Wiltunscir —le dije—, ¿podré ver al conde Ragnar?

Wulfhere puso mala cara.

—¿Al conde Ragnar? ¿El que arma escándalo? Me gusta. No, chico, no puedes, porque a nadie se le permite verlos, salvo a un cura del demonio que habla su idioma. Alfredo lo envió y está intentando convertirlos al cristianismo, y si vas allí sin permiso, Alfredo se enterará y me pedirá una explicación. Nadie puede ver a esos pobres cabrones. —Se detuvo para cazar un piojo bajo el cuello—. También tengo que darle de comer al cura, ni siquiera eso paga Alfredo. ¡No me paga ni para darle de comer a ese mangante de Etelwoldo!

—Cuando estuve en Werham —le aclaré—, el conde Ragnar me salvó la vida. Guthrum mató a los demás, pero Ragnar veló por mí. Dijo que tendrían que matarlo a él antes de matarme a mí.

—Pues parece un tipo difícil de matar —repuso Wulfhere—; sin embargo, si Guthrum ataca Wessex, eso es lo que se supone que tengo que hacer. Cargármelos a todos. Quizá no haga falta matar a las mujeres. —Miró con ojos sombríos al patio de la taberna, donde un grupo de sus hombres jugaba a los dados a la luz de la luna— Y Guthrum atacará… —añadió en voz baja.

—No es eso lo que yo he oído. Me miró con desconfianza.

—¿Y qué es lo que has oído, joven?

—Que Dios nos ha enviado la paz.

Wulfhere se rió de mis burlas.

—Guthrum está en Gleawecestre —dijo—, y eso no queda ni a medio día de marcha de nuestra frontera. Y dicen que cada día llegan más barcos daneses. Están en Lundene, en el Humber, en el Gewsesc. —Se le agrió la expresión—. Más barcos, más hombres, ¡y Alfredo construyendo iglesias! Además está el tipo ese, Svein.

—¿Svein?

—Ha traído sus barcos de Irlanda. El muy cabrón está ahora en Gales, pero no se va a quedar allí, ¿te apuestas algo? Vendrá a Wessex. Y dicen que se le unen más daneses desde Irlanda. —Meditó sobre tan malas noticias. Yo no sabía si era cierto, pues tales rumores eran moneda corriente, pero estaba claro que Wulfhere lo creía—. Tendríamos que atacar Gleawecestre —prosiguió—, y cargárnoslos a todos antes de que ellos intenten acabar con nosotros, pero claro, tenemos un reino gobernado por curas.

Eso era cierto, pensé, como también lo era que Wulfhere no me lo ponía fácil para ver a Ragnar.

—¿Le daríais un mensaje a Ragnar? —le pregunté.

—¿Y cómo podría hacerlo? Yo no hablo danés. Podría pedírselo al cura, pero él se lo contará a Alfredo.

—¿Tiene Ragnar a una mujer con él? —le pregunté.

—Todos las tienen.

—Una chica delgada —le dije—. Pelo oscuro. El rostro como el de un halcón.

Asintió con cautela.

—Eso parece. Una que siempre va con un perro, ¿verdad?

—Tiene un perro —contesté—, y se llama
Nihtgenga.

Se encogió de hombros, como para indicar que se la traía al pairo cómo se llamaba el perro. Entonces comprendió el significado del nombre.

—¿Un nombre inglés? —preguntó—. ¿Una danesa llama a su perro
Duende?

—No es danesa —repuse—. Se llama Brida, y es sajona.

Se me quedó mirando, y después estalló en carcajadas.

—Menuda zorra más larga, pues nos ha estado espiando, ¿no es así?

Vaya si era larga. Brida había sido mi primera amante, una muchacha de Anglia Oriental que había sido criada por el padre de Ragnar y que ahora era su amante.

—Hablad con ella —le dije—, saludadla de mi parte, y decidle que si llega la guerra… —me detuve, pues no estaba seguro de qué decir. No tenía sentido prometerle que haría lo que pudiera para rescatar a Ragnar, dado que si había guerra los rehenes serían aniquilados mucho antes de que yo pudiera llegar a ellos.

—Si llega la guerra… —me apremió Wulfhere.

—Si llega la guerra… —dije, repitiendo las palabras que él me había transmitido antes de anunciarme mi penitencia— todos buscaremos un modo de seguir con vida.

Wulfhere se me quedó mirando de hito en hito y su silencio me indicó que, aunque no había conseguido encontrar un mensaje para Ragnar, sí se lo había entregado a Wulfhere. Dio un trago a su cerveza.

—¿Así que la zorra habla inglés?

—Es sajona.

Como yo lo era, pero yo detestaba a Alfredo y me uniría a Ragnar en cuanto pudiera, si podía, lo quisiera Mildrith o no, o eso pensaba entonces. Sin embargo, en lo más hondo de la tierra, donde la serpiente de los muertos roe las raíces de Yggdrasil, el árbol de la vida, hay tres hilanderas, tres mujeres que determinan nuestro destino. Podemos creer que tomamos decisiones, pero lo cierto es que nuestras vidas están en manos de las hilanderas. Ellas conforman nuestras vidas, y el destino lo es todo. Los daneses lo saben, incluso los cristianos lo saben.
Wyrd bid ful arad,
decimos los sajones, «el destino es inexorable», y las hilanderas habían decidido mi destino porque, una semana después de la reunión del
witan,
cuando Exanceaster estaba de nuevo tranquilo, enviaron un barco en mi busca.

* * *

La primera noticia que tuve de su llegada provino de un esclavo que vino corriendo desde los campos de Oxton para informar de que había un barco danés en el estuario del Uisc. Me calcé las botas y la malla, agarré las espadas, grité que me ensillaran un caballo y cabalgué hasta el estuario donde el
Heahengel
se pudría.

Allí, erguido en el largo banco de arena que protege el Uisc del mar, otro barco se aproximaba. Llevaba la vela enrollada en la verga mayor, los remos goteantes subían y bajaban como alas, y su largo casco dejaba una estela que centelleaba argentada bajo el sol naciente. La proa era alta, y allí había un hombre vestido de arriba abajo con malla, casco y lanza; detrás de mí, donde vivían unos cuantos pescadores en casuchas junto al barro, la gente se apresuraba hacia las colinas con las escasas pertenencias que pudieron recoger. Le grité a uno de ellos.

—¡No es danés!

—¿Señor?

—Es un barco sajón —les grité, pero no me creyeron y se marcharon a toda prisa con el ganado. Llevaban años haciendo aquello. Veían un barco y salían corriendo, pues los barcos traían daneses, y los daneses traían muerte. Pero aquella embarcación no llevaba ni dragones, ni lobos ni águilas en la proa. Lo conocía. Era el
Eftwyrd,
el de mejor nombre de todos los barcos de Alfredo, que solían lucir apelativos meapilas como
Heahengel, Apostólo Cristenlic. Eftwyrd
significaba Día del Juicio, que, aunque cristiano en inspiración, describía con precisión lo que había traído a muchos daneses.

El hombre de la proa saludó con la mano y, por primera vez desde que me postrara de rodillas ante el altar de Alfredo, me animé. Era Leofric. La proa del
Eftwyrd varó
en la playa y el largo casco se detuvo a saltos. Leofric ahuecó las manos frente a su boca y gritó:

—¿Hasta dónde llega el cieno?

—¡Nada! —le contesté también yo a gritos—. ¡No más de un palmo!

—¿Puedo caminar por él?

—¡Pues claro que puedes, hombre!

Pegó un salto, y como ya sabía que ocurriría, se hundió hasta los muslos en el denso fango negro. Yo solté una carcajada desde mi caballo, y la tripulación del
Eftwyrd la
compartió conmigo mientras Leofric maldecía. Nos llevó diez minutos sacarlo de la porquería, y para entonces seríamos unos veinte los que nos pringamos con la maloliente sustancia. La tripulación, en su mayoría mis antiguos remeros y guerreros, desembarcó la cerveza, el pan y la carne seca, y almorzamos junto a la marea que subía lentamente.

—Eres un
earsling
—rezongó Leofric mientras se sacaba el barro pegado a los eslabones de su cota.

—Soy un
earsling
aburrido —repuse.

—¿Aburrido? —preguntó Leofric—. Pues nosotros también. —Parecía que la flota no salía a navegar. Había sido puesta bajo el mando de un hombre llamado Burgweard, un soldado soso y competente cuyo hermano era obispo de Scireburnan, y Burgweard tenía órdenes de no perturbar la paz—. Si los daneses no costean —prosiguió Leofric—, nosotros tampoco.

—¿Y qué estáis haciendo aquí?

—Nos han enviado a rescatar este pedazo de mierda —y señaló con la cabeza el
Heahengel—.
Verás, parece que quiere tener otra vez doce barcos.

—Pensaba que estaban construyendo más.

—Estaban, pero tuvieron que parar porque unos ladrones malintencionados robaron la madera mientras nosotros peleábamos en Cynuit; por lo visto alguien se acordó del
Heahengel y
aquí estamos. Burgweard no se puede apañar sólo con once.

—Pero si no está navegando —pregunté—, ¿para qué quiere otro barco?

—Por si acaso tiene que salir —me aclaró Leofric—; si lo hace, entonces quiere doce. No once, ni diez, ni trece, quiere doce.

—¿Doce? ¿Por qué?

—Porque —Leofric se detuvo para darle un mordisco a un pedazo de pan—, porque dice el evangelio que Cristo envió a sus discípulos de dos en dos, y así es como nosotros tenemos que ir, dos barcos juntos, bien bendecidos, y si sólo tenemos once, eso quiere decir que en realidad sólo tenemos diez, no sé si me sigues.

Me lo quedé mirando, aún no muy seguro de si estaba bromeando.

—¿Burgweard insiste en que naveguéis de dos en dos?

Leofric asintió.

—Eso dice el libro del padre Willibald.

—¿El evangelio?

—Eso nos dice el padre Willibald —afirmó Leofric completamente serio; después, al ver mi expresión, se encogió de hombros—. ¡Lo juro! Y Alfredo está de acuerdo.

—Pues claro que está de acuerdo.

—Y si hacemos lo que dice el evangelio —prosiguió Leofric, aún serio—, nada saldrá mal, ¿a que no?

—Nada —repuse—. ¿Así que estáis aquí para volver a botar al
Heahengel?

—Mástil nuevo —contestó Leofric—, vela nueva, jarcias nuevas, sustituir la madera, calafatear, y después remolcarlo hasta Hamtun. ¡Podría llevarnos un mes!

—Por lo menos.

—Y nunca he sido demasiado bueno construyendo. Sirvo para destruir, eso sí, y me trasiego tanta cerveza como el más pintado, pero jamás se me han dado demasiado bien los mazos, las cuñas o las azuelas. A ellos sí. —Señaló con un gesto a una docena de hombres que eran desconocidos para mí.

—¿Quiénes son?

—Carpinteros de ribera.

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