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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (41 page)

—Aun así, quiero volver a revisarlo.

—Y yo…

—Usted pruebe suerte con Stanford. Tal vez consiga algo más que yo —dijo Fielder.

Ella torció la mirada. Ya había imaginado que Fielder la mandaría a azuzar a Stanford, al tipo al que nadie podía sonsacarle nada.

—Así lo haré, señor —aceptó ella con resignación.

5

Lo primero que vio cuando llegó a casa fue que la puerta estaba abierta de par en par. En vista de todo lo que había sucedido durante las últimas semanas, de repente se le heló la sangre porque sospechó un peligro terrible y decidió detenerse un minuto para decidir de antemano cuál sería la mejor manera de reaccionar. Pero en ese mismo instante vio que Gillian regresaba de una esquina del jardín trasero de la casa. Al parecer solo había salido un momento, porque no llevaba ni abrigo ni bufanda, sino que solo se había calzado las botas forradas para poder caminar sobre la nieve. En la mano llevaba un cubo de plástico. Se sobresaltó al ver que tenía visita, aunque se relajó enseguida en cuanto hubo reconocido quién era.

Sin embargo, John se dio cuenta de que Gillian no se había alegrado precisamente mucho al verlo.

—Hola, Gillian —dijo él.

—Hola, John —le respondió ella con una sonrisa más cordial que cariñosa.

Él se le acercó para besarla, pero ella volvió la cabeza lo justo para que los labios de él apenas pudieran rozarle la mejilla.

—Tal vez no sea muy cortés presentarme aquí sin avisar —se disculpó él—, pero estaba cerca y…

No era cierto. Los martes no había entrenamiento y John no tenía ningún motivo en absoluto para estar en Thorpe Bay. Aparte de ver a Gillian, claro. Por suerte, ella no le preguntó nada al respecto.

—Entra. —Ella se metió en casa y dejó el cubo junto a la puerta—. Estaba alimentando a los pájaros.

—¿Ah, sí? —John miró a su alrededor. El pasillo estaba repleto de cajas apiladas. Además era evidente que había descolgado los cuadros del recibidor, porque en la pintura de las paredes habían quedado las marcas rectangulares—. ¿Qué ocurre? —preguntó.

—He estado empaquetando unas cuantas cosas —contestó Gillian mientras entraba en la cocina—. ¿Te apetece una taza de café?

—Sí, gracias. —Seguía mirando a su alrededor mientras negaba con la cabeza. Los indicios no dejaban lugar a dudas: Gillian estaba preparando la mudanza.

Él también entró en la cocina. Fuera ya casi había oscurecido del todo y, aun así, a través del cristal de la puerta del jardín pudo reconocer un comedero de pájaros. Se volvió hacia Gillian, que estaba manipulando la cafetera.

—¿Por qué no has salido por la puerta de la cocina, si querías ir al jardín?

Ella se detuvo.

—Ni idea —respondió, aunque acto seguido añadió—: Me cuesta dejar la puerta del jardín abierta. Aunque sea por un momento… Por allí… es por donde entró el asesino. Es que… es que simplemente no puedo.

—Pero la puerta de casa tampoco deberías dejarla abierta. ¡Es algo irracional!

Gillian puso en marcha la cafetera.

—¿Algo? Todo, en mi vida todo es irracional.

John se le acercó un poco más.

—¡Gillian! ¿Qué sucede? ¿Qué significa… todo esto que has empaquetado? ¿Quieres mudarte de casa?

—Sí. Me vendo la casa. Mañana vendrá un agente inmobiliario.

—¿No crees que es un poco precipitado?

—¿Cómo quieres que viva y críe a mi hija en una casa en la que asesinaron a mi marido?

—¿Y adónde quieres ir? ¿Piensas alquilar un piso en alguna parte?

—Aquí no me quedo. Volveré a Norwich.

Él la miró completamente horrorizado.

—¿A Norwich? Pero ¿por qué?

—Porque soy de allí. Allí viven mis padres. Por desgracia, a partir de ahora, mientras esté trabajando, tendré que dejar a Becky con mis padres a menudo para que cuiden de ella. Prefiero que esté con sus abuelos que con alguien desconocido. En esta situación necesito sentir a la familia cerca y no tengo a nadie por los alrededores.

—Pero tu hogar está aquí. Becky va a la escuela, tiene sus amistades. Y tú tienes una empresa en Londres, vives de ella. ¡Lo tienes todo aquí!

—También me venderé la empresa. Funciona bien, por lo que no será tan difícil venderla. Entre lo que me den por la casa y el dinero de la empresa dispondré de un buen capital inicial. Eso significa que tendré tiempo de encontrar un empleo. De un modo u otro saldré adelante.

—Lo tienes todo previsto —dijo John con desconcierto.

El café cayó con un siseo en las dos tazas que Gillian había colocado en la cafetera. Las rellenó con leche caliente y las dejó sobre la mesa. John tomó el primer sorbo con cautela, pero se quemó los labios de todos modos, aunque apenas se dio cuenta de ello. Miró fijamente a Gillian, que estaba contemplando su propia taza como si aquel capuchino ocultara un secreto fascinante. Él habría jurado que la mujer seguía en estado de shock, que ese era el motivo por el que su rostro presentaba una palidez espectral, por el que notaba un matiz mecánico en su manera de hablar, una especie de calma artificial. No se había peinado, parecía recién levantada. Sin maquillaje parecía todavía más joven y tan frágil que a John le sobrevinieron unas ganas tremendas de abrazarla, pero notó que eso era precisamente lo último que ella quería que hiciera.

—Tengo que seguir adelante —dijo ella.

—Sí, pero ¿es necesario que rompas con todo? Y sobre todo ¿tienes que decidirlo en unos momentos en los que no consigues ver las cosas con claridad? Gillian, no han pasado más que dos semanas desde que encontraste aquí a tu marido. ¡Dos semanas! No puedes haberlo digerido, ni siquiera puedes haber procesado una parte. ¡Y ya decides echar tu vida entera por la borda!

—Es mi manera de empezar a procesarlo.

No la había visto nunca de ese modo, tan rígida y tan esquiva. John se sentía cada vez más desesperado porque de repente se había dado cuenta de que estaba a punto de perderla. Daba igual lo que pudiera decir, no conseguiría hacer que cambiara de opinión.

De todos modos, decidió intentarlo.

—Comprendo que no quieras seguir viviendo en esta casa. Tienes razones para ello, por supuesto. Te trae malos recuerdos. Pero puedes mudarte sin tener que marcharte de la ciudad. Busca un piso bonito para Becky y para ti, pero ¡no os desarraiguéis del todo!

Ella de repente pareció cansada.

—John, por favor. No me apetece discutir. Ya lo he decidido.

A él le habría gustado agarrarla por los hombros y zarandearla un poco. De repente se veía sorprendido por la vehemencia de sus propios sentimientos. No era propio de él. Aquella situación le era ajena del todo. Era prácticamente la primera vez que una mujer le respondía con ese retraimiento, algo que como máximo le había sucedido cuando se habían sentido decepcionadas por él o por el desarrollo de la relación que habían mantenido. En esos casos él se había preparado previamente para el distanciamiento y eso le había proporcionado a su compañera un motivo para dar rienda suelta a la frustración. Pero esa vez era distinto. Esa vez sentía la tentación de suplicarle que no se alejara de él.

—¿Y por qué no vienes a vivir conmigo? —preguntó John, lo que le hizo sentir mejor de inmediato—. ¿Por qué no venís a vivir conmigo, Becky y tú? Y vuestro gato, claro.

Ella lo miró con asombro. Por lo menos había conseguido algo: sorprenderla.

—¿A tu piso?

—¿Por qué no? Está en otra ciudad, en otro entorno, es decir, justo lo que estás buscando. Además tendrías ayuda para cuidar de Becky.

Ella estuvo a punto de estallar en una carcajada.

—¡John! Si ni siquiera tienes muebles en el piso, imagina si te llega a asustar cualquier tipo de compromiso. ¿Crees seriamente que podrías soportar la convivencia con una mujer, una niña y un gato?

John sabía que la pregunta tenía fundamento. Pero también sabía que su respuesta se ajustaría absolutamente a la verdad.

—Sí. Estaré preparado para todo, si vienes a vivir conmigo.

—John… —dijo ella mientras negaba con la cabeza.

—Por favor. Piénsalo.

—Apenas nos conocemos. Nos acostamos juntos una sola vez. No ha habido nada más.

Él la miró completamente desesperado. Sabía que la propuesta que le había hecho de que se mudara con él llegaba demasiado pronto, con demasiada precipitación. Habían asesinado a su marido, ella apenas había tenido tiempo de encajarlo ¡y él ya estaba haciendo planes de futuro en común! Se estaba comportando como un patán, pero de repente había sentido miedo… un miedo atroz ante la posibilidad de perderla para siempre.

—Si lo miras de ese modo —dijo él—, entonces tienes razón, no hubo nada más. Pero desde entonces te amo, Gillian.

Ella parecía absolutamente superada.

—John, es que no puede ser, compréndelo, por favor. Cuando engañé a Tom contigo, en realidad lo que hice fue comportarme como una chiquilla, una niña que buscaba atención, seguridad y afecto porque creía que no podía vivir de otro modo. Y con todo ello he provocado una tragedia horrible. Ahora no puedo continuar como si no hubiera sucedido nada. ¿Comprendes?

—Sí. Lo que le ha pasado a tu marido es terrible y puedo entender que te asalte un tremendo sentimiento de culpa. Que analices los motivos que te llevaron hasta mí. Y tal vez encuentres la clave que lo explique todo, pero… de todos modos pienso que estamos hechos el uno para el otro. Y si algo sé con seguridad es que te amo.

—No puedo… —empezó a decir ella.

—Es la primera vez —la interrumpió él— que se lo digo a una mujer. Es la primera vez que siento algo así por una mujer. Por favor, me da igual lo que te pase por la cabeza ahora mismo, no puedes ignorar mis sentimientos de esa forma.

Se quedaron mirándose unos instantes.

—No quiero hacerte daño —habló Gillian unos momentos después—. Pero me marcho a Norwich, con mi familia. Con mi familia.

Mierda. Maldita sea. De acuerdo. No pensaba arrodillarse delante de ella.

Sobrecogido y completamente sorprendido por el dolor que crecía en su interior por momentos y que amenazaba con convertirse en algo insoportable, se lo preguntó de nuevo de todos modos:

—¿Hay algo que pueda hacer para conseguir que me quieras?

Ella desvió la mirada de John.

—No —respondió Gillian.

Miércoles, 13 de enero

1

El buen tiempo duró poco. Volvía a nevar desde primera hora de la mañana. Los copos que caían eran gruesos y en ocasiones incluso formaban un manto casi impenetrable procedente del cielo.

John había pasado toda la mañana en la empresa, por lo menos había podido resolver el trabajo administrativo que había quedado pendiente. Le dolía la cabeza a pesar de las tres aspirinas que se había tomado ya. Después de pasar a ver a Gillian había estado en el Halfway House y había ahogado las penas en alcohol. Había buscado el modo de protegerse de la espiral de tribulaciones que lo atormentaban.

¿Qué demonios le estaba pasando?

Hasta entonces, ninguna mujer le había hecho daño, nunca le había dolido separarse de una. Durante toda su vida solo había vivido esa situación desde el otro lado. Ninguna de las relaciones en las que se había embarcado habían despertado un gran entusiasmo en él y las mujeres siempre acababan pidiéndole más de lo que estaba dispuesto a ofrecer: una vida conyugal, matrimonio, hijos… Al final acababa despidiéndose de ellas, siempre con la desagradable impresión de estar hiriendo a personas que, al fin y al cabo, no le habían hecho nada malo, pero al mismo tiempo con la sensación de alivio de haber escapado al peligro de sentirse atado, encadenado. Había disfrutado de su libertad, los idilios ocasionales le habían parecido refrescantes y se sentía cómodo en esa situación: probablemente era incapaz de mantener un compromiso, fuera cual fuese el motivo. No era de ese tipo de personas con tendencia a hurgar en su propia infancia y juventud, mucho menos con la ayuda de un psicólogo, para descubrir en qué podía fundamentarse esa manera de ser. En su opinión, daba absolutamente igual si su padre o su madre habían hecho algo mal o si durante la pubertad las cosas se habían vuelto incontrolables para él por algún misterioso motivo. En realidad, nunca había creído que tuviera la necesidad de cambiar nada. Esa era su manera de ser.

Por primera vez se veía enfrentado a la posibilidad de que, en realidad, las cosas no fueran de ese modo. De que fueran muy distintas.

John Burton se encontraba frente a una conclusión estremecedora: se había enamorado de una mujer. Se había enamorado tanto de ella que la mera idea de perderla le parecía casi insoportable. Le había suplicado que se quedara con él y le había dado calabazas. Estaba desconcertado al constatar con incredulidad que sus sentimientos no eran correspondidos, o al menos que ya no lo serían más. Le parecía imposible ganarse el favor de aquella mujer. Era una separación más en el transcurso de su vida, pero esa vez la iniciativa no había sido suya y todo indicaba que le tocaría sufrir bastante.

No tenía ninguna experiencia en absoluto a la hora de lidiar con ese tipo de situaciones, por lo que su primera reacción fue retraerse: dejó que lo inundaran los sentimientos tenebrosos que lo acosaban para sentir, al menos, el dolor con toda su intensidad.

Hacia las nueve y media había vuelto en coche a casa en un estado completamente deplorable. Sabía que era casi un milagro que no lo hubiera detenido una patrulla, sobre todo porque se había mostrado especialmente agresivo y verdaderamente provocador durante la conducción. Había volcado toda la rabia que de repente sentía contra Gillian en su manera de conducir. Como posteriormente se diría a sí mismo, si había llegado indemne hasta el portal de su casa había sido más bien por una cuestión de suerte que de sentido común. Había subido la escalera tambaleándose y se había desplomado sobre el colchón sin ni siquiera quitarse la ropa. El hecho de que no hubiera pasado la mitad del día siguiente durmiendo tenía que agradecérselo al despertador y a su pitido agudo y estridente. A las seis y media lo había arrancado de un profundo sueño nublado por el alcohol y lo había obligado a levantarse y afrontar un intenso dolor de cabeza y una boca absolutamente seca. Tanto la ropa que llevaba puesta como la cama olían a bar, a refrito y a alcohol, por lo que, repugnado, se había metido en el baño y había tomado una larga ducha. Acto seguido, tres tazas de café cargado y tres aspirinas lo habían dejado en un estado más o menos aceptable para poder trabajar. Una vez sentado en su despacho, empezó a sentirse mejor. Jamás había bebido tanto alcohol como la noche anterior y se juró a sí mismo no volver a excederse tanto. Podría haber perdido el carnet de conducir e incluso podrían haberlo procesado por la vía penal. Y todo por Gillian, porque lo había rechazado.

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