Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (24 page)

Allenby llamó a la puerta de la
suite
. Hasta entonces, sólo había visto a Farrar de lejos y su talla, cuando apareció en el marco de la puerta, le sorprendió. Allenby le entregó una carta en la que Melanie confirmaba que él, Allenby, había sido contratado por Killian.

—Estoy encargado de su protección, por el trabajo que hace para el Gobierno.

—No he visto a ningún espía —aseguró Jimbo.

—¿Puedo entrar, de todos modos, y echar un vistazo?

—Desde luego que sí.

Allenby entró. La mesa estaba cubierta de carpetas y hojas de papel llenas de cifras.

—En pleno trabajo, ¿eh?

Farrar se había quitado el chaquetón. En un sillón estaba tirado de cualquier modo el abrigo de cuero que había llevado por la mañana, al salir de la casa de Mackenzie. Como por casualidad, Allenby pasó los dedos por el cuero, que estaba seco, pese a que aquel día había llovido en Nueva York, entre las diez de la mañana y las cinco de la tarde.

—La señorita Killian ha intentado ponerse en contacto con usted y, al no conseguirlo, se ha preocupado —dijo Allenby.

—Lo siento —dijo Jimbo—. Cuando trabajo, no noto el paso del tiempo. Estoy aquí desde esta mañana.

«¡Huy, la Virgen!», pensó Allenby con la mayor calma. «¡Me está tomando el pelo de verdad!» Dijo:

—¿Quiere decir que ha pasado doce horas en esta habitación sin salir?

—Hasta me había olvidado de comer, pero he salido, hace un cuarto de hora tal vez, para ir a tomar una hamburguesa. Se lo digo por si le apasiona semejante detalle. He ido y vuelto simplemente, ni siquiera he cogido el abrigo. No hace calor precisamente, ¿eh?

Allenby dijo que no, desde luego: helaba.

—¿Y cuándo ha comenzado usted su trabajo de protección? —preguntó Jimbo.

—Hoy.

Una pausa.

—Espero que atrape a muchos espías —dijo Jimbo con amabilidad—. ¡Qué frustración, si no!

3

Contó a Ann su reunión con Liza sin ocultarle nada.

«Al menos», rectificó Ann, «eso es lo que afirma».

—He hecho el amor con ella.

Ella preguntó en tono aparentemente tranquilo:

—¿Y era la primera vez?

—Sí.

—¿Y será la última?

Él no respondió.

—¿Folla bien al menos?

Una pausa.

—Nunca en mi vida he dicho groserías, pero parece ser que alivian. A mí no me alivian nada.

Él dejó tranquilamente el tenedor sobre la mesa y la abandonó; ella lo oyó bajar al sótano.

En aquel instante, estuvo a punto de no reunirse con él, pero acabó siguiéndolo.

—¿Qué te propones? ¿Sacarme de mis casillas?

—No, Ann.

Ordenó:

Adelante, Fozzy. Arranque general.

Los trenes empezaron a correr.

—¡Y detén esos puñeteros trenes!

Él bajó la cabeza:

—Fozzy, parada general.

Los sesenta y siete trenes se inmovilizaron. Los centenares de luces e intermitentes se apagaron. Jimbo alargó la mano, desenganchó el vagón de cola de uno de los convoyes y se puso a cambiar el eje trasero.

—¿Es uno de los Siete, Jimbo?

—¿Quién?

Una pausa.

—¿Es uno de ellos?

—Los Siete no existen —dijo Jimbo—. Yo los inventé.

—Me dijiste lo contrario en Boston, hace unos dias.

No hubo respuesta.

—Estoy esforzándome por no perder la calma, Jimbo. Espero que lo comprendas.

—Lo comprendo.

Sus largos dedos estaban montando el nuevo eje con una habilidad impresionante.

—Melanie me llamó ayer por la tarde y me preguntó si sabía dónde estabas. Como no tenía la menor idea, dije que no. También me preguntó si habíamos discutido y también dije que no.

Una pausa.

—No se dejó engañar ni por un segundo. Y eso que hice todo lo que pude. Anoche, fui yo quien volví a llamarla y Melanie me tranquilizó. Según dijo, habías pasado todo el día en el Hilton de Rockefeller trabajando e incluso habías tomado una habitación con otro nombre, para que no te molestaran. ¿Quién está contándome cuentos? ¿Ella, que asegura que no saliste de Nueva York, o tú, que afirmas haber estado en Minnesota para acostarte con esa putilla?

Él explicó cómo lo había hecho. La substitución de la chaqueta de piel vuelta por el abrigo de cuero. Substitución necesaria: sabía que nevaba en Minnesota y que la nieve podía dejar marcas en su abrigo de cuero, pero no había previsto que llovería en Nueva York.

En cuanto al hotel, había reservado la habitación dos semanas antes, había cogido la llave antes de las nueve y media, había colgado el cartel de
«No molestar»
en la puerta y se había marchado a tomar el avión. A su regreso de Duluth, había abandonado la chaqueta en la primera basura que había encontrado y había vuelto con chaquetón al hotel, como si acabara de salir. Sonrió, aparentemente muy satisfecho de sí mismo: no era tan complicado, al fin y al cabo.

—Entonces, ¿sabías que te seguían?

Hacía varios días que lo sabía.

—¿Y ha sido Melanie la que ha encargado que te sigan?

—Por mi trabajo con el Gobierno. No quiere correr riesgos.

Lo más irritante en todas las explicaciones que daba era su calma. Había vuelto a colocar en su sitio el vagón cuyo eje acababa de cambiar y estaba desmontando una locomotora, como si hubiera sido la cosa más importante del mundo.

En un momento normal, habría hecho falta más para sacarla de quicio, pero, con todo lo que le había pasado en los meses anteriores, desde que había comenzado aquella historia absurda de los Jóvenes Genios, y sobre todo desde la muerte de Emerson Thwaites…

No iba a pasar la noche en aquel sótano contemplando kilómetros de vías y mirándolo repasar sus trenes. Iba a subir, según dijo, a su habitación y a esperarlo y allí tendría que explicarse, porque había colmado su paciencia.

Subió y se tumbó sin desvestirse. Para nada: menos de un cuarto de hora después, oyó el motor del coche y adivinó adónde iba: a encerrarse con Fozzy, en el sótano blindado.

No volvió la mañana siguiente, 23 de diciembre.

Ella partió para Londres, llevando consigo a Ritchie y a Cindy.

4

El 26 por la mañana, Jimbo abandonó una vez más Denver con destino a Washington. Tom Wagenknecht y Ernie Sonnerfeld se habían empeñado en acompañarlo al aeropuerto y después Ernie llevaría a Tom a su casa. Tom bostezaba como para desencajarse la mandíbula:

—¡Trabajar el día de Navidad! ¡Espero que al menos recibamos la medalla de honor del Congreso!

Para acabar a tiempo todos los cálculos, habían pasado la noche del 25 al 26 con Fozzy.

—Vamos a dormir dos días enteros y tú intenta al menos dormir en el avión.

—Jurado —dijo Jimbo.

No durmió ni consiguió siquiera leer diez páginas de Styron. Pasó la mayor parte del viaje contemplando el territorio americano bajo las alas del aparato.

En Washington, dos hombres del Departamento de Defensa lo esperaban a la salida del aparato, al pie de la escalerilla. Lo hicieron subir a un coche conducido por un chófer.

Eran las once cincuenta y cinco, hora de la costa del Este.

El avión había aterrizado en el aeropuerto nacional, al borde del Potomac. El coche de los militares, en el laberinto de las autopistas, se internó de repente por la derecha, en dirección del puente Rochambeau.

—Creía que íbamos al Pentágono —observó Jimbo—. Pentágono: del griego
penta
, que quiere decir «bayoneta», y del latín
gono
, que significa, literalmente, «sentarse encima». El Pentágono queda a nuestra izquierda, es aquel gran edificio que ven allí.

El coche cruzó el puente. El Jefferson Memorial se alzó a la izquierda. No cabía duda de que iban hacia el centro de Washington y el Pentágono se alejaba cada vez más. Jimbo suspiró:

—No hablen todos a la vez, que, si no, no podré entender lo que dicen.

Se volvió y echó un vistazo al Pentágono desaparecido, donde, sin embargo, tenía cita a las doce y media. Al hacerlo, advirtió que un segundo coche, con cuatro hombres a bordo, los seguía de cerca. Preguntó:

—¿Secuestro o cambio de programa?

Uno de los dos hombres respondió, de todos modos:

—Cambio de programa.

Los dos coches se internaron por la calle Catorce, cruzaron el Mall, giraron a la derecha en Constitution Avenue y después a la izquierda, en la esquina del Ministerio de Justicia. Tomaron la calle Nueve, derechos hacia el edificio del FBI, pero volvieron a girar, una vez, dos veces, y se detuvieron.

—Por aquí, por favor, señor Farrar.

Lo hicieron entrar en un inmueble, en un ascensor, que bajó, en una sucesión de pasillos y en un segundo ascensor, que subió. Se encontró en un despacho, en el que había tres hombres. El rostro de uno de ellos le resultaba familiar a Jimbo. Era el de uno de los jefes de los servicios secretos del ejército, un tal Brubacker, al que había conocido en el Pentágono. Brubacker explicó a Jimbo que había habido, en efecto, un cambio de programa: se había aplazado la cita en el Pentágono.

Por la excelente razón de que seis de los ocho hombres con los que iba a reunirse Jimbo estaban muertos, pues habían fallecido todos durante las tres últimas horas —a pocos minutos de intervalo unos de otros—, mientras él, Farrar, sobrevolaba los Estados Unidos de Oeste a Este.

No eran poca cosa como noticias frescas, pero había algo más: cuarenta minutos después de haber abandonado el aeropuerto de Stapleton-Denver, Tom Wagenknecht y Ernie Sonnerfeld habían muerto también, destrozados y quemados en el incendio del coche de Sonnerfeld, en las pendientes del Pikes Peak…

—Y para acabar…

Brubacker se interrumpió unos momentos: los que necesitó Jimbo Farrar para vomitar y recuperar el color de la cara y un dominio de sí mismo casi satisfactorio.

—Y, para acabar —prosiguió por fin Brubacker—, ese enorme ordenador de Colorado Springs con el que Farrar y sus adjuntos habían hecho todos sus cálculos del proyecto Roarke, esa puta máquina de mierda…

—No lo llame máquina —dijo suavemente Jimbo con los ojos cerrados—. Se llama Fozzy.

Bien, de acuerdo, Fozzy. Pues bien, Fozzy ya no respondía. Incluso cuando llamaban mediante el código secreto de acceso indicado por el propio Farrar. Fozzy seguía obstinadamente con el pico cerrado…

—… en cierto modo —añadió con pesar Brubacker.

Jimbo se inclinó hacia delante.

—¿Porque ha dicho algo, de todos modos?

—Pues, ¡sí, sí! —respondió Brubacker—. E incluso no cesa de repetirlo.

Brubacker cogió una cinta visiblemente cortada a la salida de una impresora de ordenador.

—Siempre que se restablece el contacto con él mediante el código secreto, repite…

Leyó:

—«¡IROS TODOS A TOMAR POR CULO, CON VUESTRAS ARMAS DE GILIPOLLAS!»

En un primer momento, los agentes de la seguridad habían observado cinco detalles inquietantes:

—Entendámonos bien —precisó Brubacker—. No está usted detenido ni nada parecido. Lo hemos registrado, por cumplir con el reglamento. Procuramos sobre todo protegerlo y le hacemos preguntas en la intimidad, porque, si lo interrogáramos en público, se armaría un pitote de tres pares de narices, con esta hecatombe.

Primer detalle inquietante: Farrar era la persona mejor situada para instalar la bomba en el coche de Ernie Sonnerfeld. La bomba no había explotado hasta su partida. No era un argumento poderosísimo, pero en fin…

Segundo detalle: ocho de las once personas que estaban al corriente de los detalles del proyecto Roarke habían muerto, todas mediante el estallido de una bomba en su coche, y el Secretario de Defensa y un experto se habían salvado de milagro. Habían cambiado de coche en el último momento.

De modo, que Farrar era el único superviviente. Ahora bien, si unos locos o unos Mesías hubieran intentado realmente poner obstáculos al programa, Farrar debería haber sido el primero en morir, pero estaba vivo.

—Un equipo de especialistas está registrando en este momento el avión que lo ha traído a Denver para cerciorarse de que no hay una bomba a bordo, que se haya olvidado de estallar.

Pero, si de verdad hubieran querido matarlo, ¿por qué no habían hecho estallar el coche de Sonnerfeld
antes
de llegar al aeropuerto?

Tercer detalle: Farrar había insistido para que se utilizara únicamente el ordenador de Colorado Springs y la transmisión de los datos se hiciera a distancia, de Colorado Springs a Washington, utilizando la red SBS
[2]

—… Y no de uno de esos discos o cintas o chismes que ustedes, los informáticos, suelen utilizar y que se podrían haber transportado bien protegidos y en este momento estarían en el Pentágono bien seguros, con hecatombe o sin ella.

Cuarto detalle: sólo tres hombres estaban al corriente del trabajo hecho por Fozzy para el proyecto Roarke y tenían acceso al ordenador: Farrar, Wagenknecht y Sonnerfeld. Sólo ellos tres podían trabajar con Fozzy y programarlo para que, en respuesta al código secreto, sólo soltara obscenidades y dos de esos hombres estaban muertos.

Y quinto detalle: los ocho hombres muertos entre las nueve y las nueve doce habían sido víctimas de atentados con bomba: según los expertos, se trataba de artefactos con mando a distanda. Y a ese respecto ya es que no se entendía nada, según Brubacker: uno de los expertos afirmaba que esas bombas eran de un modelo desconocido y respondían a señales electromagnéticas, como una contraseña… emitida por un ordenador…

… o un simple teletipo que sirviera de repetidor a un ordenador muy potente que se encontrara —¿por qué no?— a millares de kilómetros de allí.

Naturalmente, era una simple hipótesis…

Jimbo Farrar parecía haberse recuperado de su indisposición. Tenía sus azules ojos fijos en el techo. Dijo con calma:

—Técnicamente, lo que usted dice es totalmente absurdo.

—Pero usted es un genio —replicó suavemente Brubacker—. Todo el mundo lo sabe.

Jimbo no intentó justificarse: «Yo estaba en el avión en el momento de las explosiones», u otro argumento: «Y, encontrándome a diez mil metros de altitud por encima de Kansas, ¿cómo iba a poder determinar con certeza el momento de hacer explotar las bombas, el momento en el que las víctimas se encontraran en el coche y no a cincuenta metros de él?»

Permaneció mudo. Evidentemente, Brubacker habría replicado: «Nada impide pensar que tuviera usted cómplices».

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