Read The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio Online

Authors: Bernard Lenteric

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

The Prodigies - La Noche de los Niños Prodigio (5 page)

La segunda, los cuadrados.

La tercera, los triángulos…

Y, por último, la cuarta, la unidad de medida.

—Lógico —dijo Jimbo—; sólo, que yo, en tu lugar, llamaría A la primera columna vertical, B la segunda, C la tercera. ¿A menos que aún no sepas escribir las letras?

Los ojazos negros se apartaron, contemplaron el vacío durante un momento, pero el niño se puso a dibujar de nuevo. Inscribió en la cuadrícula su segunda formulación del problema.

Como a regañadientes, escribió las letras A, B y C.

De modo, que la cuadrícula presentó este aspecto:

La columna A representaba perfectamente la ecuación que había formulado, es decir: 2 cruces – 1 cuadrado = 1 unidad de medida; la columna B: 3 cuadrados – 1 triángulo = 1 unidad; la columna C: 4 triángulos – 1 cruz = 1 unidad.

Jimbo se secó el sudor que le desbordaba por las cejas y empezaba picarle en los ojos. Asintió con la cabeza:

—Hasta ahí era fácil, Gil, pero, ¿y ahora?

El niño lo miró fijamente y por primera vez apareció una luz en el fondo de sus pupilas. Vertió un poco de agua y añadió una cuarta columna vertical.

Que llamó D.

Una pausa. Estaba pensando.

Se puso a escribir otra vez. Duplicó las cifras de la columna C y añadió las de la columna A. Jimbo se sintió sacudido por algo así como un sollozo.
«¡Es imposible!»

El niño acabó de inscribir los resultados de sus cálculos.

La cuadrícula paso a ser así:

Silencio.

—Ya casi lo has conseguido —dijo Jimbo con voz trémula.

El niño asintió con la cabeza. Se tomó de nuevo unos veinte segundos para pensar y después, muy deprisa, hizo la última parte de su operación: añadió una quinta columna vertical, que llamó E. Triplicó cada una de las cifras de la columna D y Ies añadió las de la columna B. Trascribió los resultados en la columna E.

La cuadrícula pasó a ser así:

Jimbo bajó la cabeza y volvió a alzarla. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Te escucho, Gil.

El niño no habló, pero, después de haber vertido agua junto a la cuadrícula, escribió:

23 triángulos = 10.

Después: 1 triángulo = 10/23, es decir, diez veintitresavos de unidad de medida.

Y después, sabiendo que tres cuadrados menos diez veintitresavos equivalían a la unidad, determinó y escribió el peso de un cuadrado.

Es decir: 1 cuadrado = once veintitresavos de medida.

Y después, sabiendo que dos cruces menos once veintitresavos de medida equivalían a la unidad, determinó que el peso de un cuadrado (de cada una de las tinajas de la primera clase) era, por tanto, de diecisiete veintitresavos de medida.

Un largo silencio.

Jimbo se levantó. Su cráneo tocaba el techo y el niño, que también se había puesto de pie, superaba apenas sus rodillas. De abajo llegaba el sonido un poco apagado de la conversación que Linda Jones y su amigo, el supuesto nieto de Gerónimo, seguían manteniendo en español.


La frase
—dijo por fin el niño en español.

Jimbo se la dijo.

Y, al pronunciar las palabras, esperó, impaciente, una posible reacción en el fondo de las pupilas de aceite negro.

No hubo reacción alguna.

Jimbo esperó un poco y después se marchó. Bajó por la escala y se reunió con la maestra.

—¿Ha visto a Gil?

Jimbo dijo que sí con la cabeza. La maestra y él abandonaron la casa.

—¿Y mis cinco dólares? —dijo el supuesto nieto de Gerónimo.

Jimbo se los dio.

En la carretera que los llevaba del pueblo a Taos, Linda Jones preguntó:

—¿Y qué?

—Pues nada —dijo Jimbo—. Tenía usted razón. No tiene nada de particular respecto de los otros.

Después de Taos y Nuevo México, se dirigió directamente a Boise (Idaho). Allí actuó casi del mismo modo que en Taos (en aquella ocasión citó a una tía que vivía —y era verdad— en Oregón y a la que iba a visitar).

En Boise, indicó seis nombres de niños, de los que sólo uno le interesaba.

Conoció al segundo de los Siete, que no estaban numerados, naturalmente; sólo, que a Jimbo le había parecido más fácil contarlos de uno a siete.

Pronunció la frase.

Acechó las pupilas del chaval.

No obtuvo reacción alguna.

No repitió su experimento de las tinajas. Ya resultaba inútil.

Luego, a Duluth o, más exactamente, sus afueras, en Minnesota, donde estaba el tercero.

Después, a Boston, Massachussets: el cuarto.

Luego, a Nueva York, el Bronx: el quinto.

El sexto, en Washington D.C.; el séptimo, en Talbott (Tennessee).

Veintiséis días en total y casi nueve mil kilómetros. Volvió a Colorado Springs.

—Gracias por las cartas que me has escrito —comentó, sarcástica, Ann—. He llenado tres armarios tan sólo con tus tarjetas postales, por no hablar de las llamadas de teléfono.

Rascándose la cabeza, él contestó:

—Ann…

—Y todos esos telegramas.

—He pensado en escribir…

Ella lo miró con desdén, de arriba abajo. Dio la vuelta al cuarto, volvió a mirarlo con desdén, movió la cabeza, le acarició la mejilla con la punta del índice.

—Te lo juro por la salud de tu madre —dijo Jimbo.

Ella acabó sonriendo, casi contra su voluntad, y preguntó:

—¿Cansado?

—No me hables del autobús, por favor.

Ella vaciló:

—¿Los has visto, Jimbo?

También él vaciló.

—Jimbo.

—Sí que los he visto.

—¿A los siete?

Él asintió. Ella esperó, pero él no añadió nada.

—A veces te estrangularía con gusto —dijo ella.

—No ha ocurrido nada, absolutamente nada. Se han limitado a mirarme.

—Bravo. ¿Y qué quiere decir eso de mirarte?

Pese a sus dos metros y cuatro centímetros, pese a sus veinticuatro años y su inteligencia fulgurante, sus azules ojos cobraron de repente la expresión un niño muy pequeño que mira el mundo por primera vez, con una mezcla de angustia y sorpresa, de interrogación e inocencia pura y virgen. Durante unos segundos, fue un niño, sólo por la mirada.

—¡Jimbo! —exclamó Ann, emocionada.

Lo cogió de la mano y lo atrajo hacia sí. Lo obligó a seguirla, cosa que él hizo con la mayor docilidad. Se conocían desde la infancia. Hacía por lo menos diez años que se consideraban novios. Ella se había acostado con él en tres o cuatro ocasiones: sin una voluptuosidad excepcional.

En aquel momento, se sintió voluptuosa. Lo hizo tumbarse en la cama, lo desvistió con sus propias manos y se desnudó. Lo acarició.

Acabó coincidiendo con su mirada y vio que desde hacía poco la infancia se había apagado en él y se había encendido otra cosa. Se puso intensamente colorada.

—¡So cretino!

Ella le besó en la boca y lo mordió un poco.

—Te deseo.

—¡Qué interesante! —dijo Jimbo, con placidez.

Pero ésta desapareció enseguida.

2

La larga, larguísima, sala subterránea, estaba sumida en la obscuridad, excepto una fila de luces en la pared, pero parpadeaban despacio. Eran las cuatro de la mañana.

—Hola, Fozzy.

—Hola, chaval.

—Me alegro de volver a verte.

—Lo mismo digo, chaval.

Jimbo caminó largo rato por los corredores. ¿Buscando qué? No lo sabía exactamente, tal vez micrófonos que hubieran instalado durante su ausencia. Martha Oesterlé tenía enteramente cara de mandar instalar micrófonos.

No encontró nada: en ninguna de las paredes ni en el techo ni en el suelo.

Faltaba Fozzy.

—¿Te han hecho preguntas sobre «Cazador de Genios» en mi ausencia?

—Negativo.

—La misma pregunta sobre Jimbo. ¿Te han preguntado por Jimbo, Fozzy?

—Negativo.

—¿Han cambiado algo en tu sistema de registro de sonidos?

—Negativo.

Bien.

Fozzy mentía.

Jimbo se sentó en el suelo, alargó las piernas, aún entumecidas por las veinte horas de autobús.

El código era sencillo: tres respuestas consecutivas de Fozzy sin pronunciar una sola vez la palabra «chaval» significaban que el ordenador había sido manipulado. Jimbo bostezó. Pese a la ducha, sentía aún en la piel el olor del cuerpo de Ann.

—Fozzy: clave Cuatro W, código Jimbo Especial.

—Visto, chaval.

Una pausa.

—Te han montado un nuevo sistema de registro de sonidos.

—Afirmativo.

—¿Dónde lo han apalancado?

—Corredor tres, terminal seis.

Jimbo volvió a bostezar.

—¿Me quieres, Fozzy?

—Sí, chaval: por un tubo.

—Fozzy, no guardes nada en la memoria y borra hacia atrás hasta cinco segundos antes de que yo pronunciara las palabras: «Fozzy, clave Cuatro W, código Jimbo Especial». Borra a partir de ahí y no guardes nada en la memoria a continuación. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, chaval.

—No guardes nada en la memoria hasta nueva orden, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Voy a casarme con Ann, Fozzy.

Silencio. Jimbo se rió con malicia:

—Te entusiasma, ¿verdad?

—No hay programación al respecto —dijo Fozzy.

—Estoy como loco de contento de casarme con Ann. Ha sido fantástico lo de esta noche entre ella y yo, Fozzy. No sé cómo lo he hecho, pero el resultado ha sido lo que se dice fantástico. Las otras veces, siempre había estado bien, pero esta vez…

—Muy bien, chaval —dijo Fozzy por decir algo.

Jimbo le dio las gradas, volvió a levantarse y se puso a caminar a lo largo de los corredores. Hubo un largo silencio.

«A alguien tenía que contárselo.»

—He hablado con ellos, Fozzy.

Silencio.

—Con los siete.

Silencio.

—Me miraron con sus grandes ojos…

Mientras caminaba, Jimbo se había refugiado en una zona de sombra. Sólo sus ojos estaban vagamente iluminados. Otro ser humano presente en aquel momento en la sala subterránea no habría advertido hasta qué punto aquel cuerpo era desgarbado, delgado, torpe.

Sólo habría visto los ojos de Jimbo Farrar y habría comprendido entonces hasta qué punto era inteligencia pura, una vez desprendido de su cuerpo de adolescente que había dado un gran estirón, y habría quedado de lo más impresionado.

La voz de Jimbo llegó desde la sombra:

—Les dije la frase que había preparado: sólo ésa. ¿Qué otra cosa podía decirles? Bastante absurdo parecía ya susurrarla a niños de cinco años… ¿Fozzy?

—¿Sí, Jimbo?

—Pregúntame lo que les dije.

—¿Qué les dijiste, Jimbo?

—Les dije:
No estáis solos. Sois siete.

—Son dos oraciones —dijo Fozzy.

Jimbo salió de la sombra y dio dos pasos adelante. La verdad es que parecía pero que muy alto. Asintió y se quedó inmóvil.

Después asintió de nuevo, con gravedad, como si Fozzy acabara de hacer un descubrimiento capital.

3

—Me llamo Melanie Killian.

Ann era rubia y Melanie morena. Melanie era bajita, no gruesa, pero llenita y con demasiadas redondeces por todas partes. En cambio, tenía en los ojos el gris azulado de su abuelo, del difunto Joshua, que había soñado y creado «Cazador de Genios»; además, tenía una boca firme y la misma certidumbre de que el mundo debía pertenecerle. «Soy su única heredera, la única, solita: no busquéis, porque no hay otra; soy yo la que recoge todo el mogollón de los mil y varios centenares de millones de dólares: llamadme Victoria o simplemente Majestad». Le ordenó:

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