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Authors: Jorge Molist

Tags: #Aventuras, #Histórico, #Drama

Tiempo de cenizas (53 page)

Joan meneó la cabeza disgustado; la guerra no presentaba un buen pronóstico para España.

—Y ¿qué puede un librero como yo remediar?

—Veamos, don Joan Serra de Llafranc —contestó el embajador, solemne, mientras le taladraba con la mirada—, los reyes de España quieren de vos tres cosas.

Joan tragó saliva de nuevo cuando oyó a Francisco de Rojas mentar a los reyes. Estaba seguro de que los soberanos nunca habían oído hablar de él, pero para el caso era lo mismo; el castellano decidía en su nombre.

—Primera. Sois un hombre rico; prestadles a los reyes doscientos ducados y os serán devueltos cuando Dios lo permita. Nuestro monarca quiso evitar el conflicto a toda costa y acusa al Gran Capitán de meterle en una guerra que no puede pagar.

Joan apretó los dientes, doscientos ducados era una pequeña fortuna. Aquello era un atraco, jamás le devolverían el dinero.

—Segunda. Sois un buen artillero; acudid a Barletta con el próximo envío de refuerzos y luchad por vuestros reyes.

—Los soldados cobran por luchar —objetó Joan—. ¿Dónde se ha visto que paguen?

Francisco de Rojas rio como lo haría una hiena frente a un cervatillo atrapado.

—Es que vos, querido amigo, no sois un soldado normal.

El embajador hizo una pausa observándole y Joan no pudo evitar encogerse temeroso; intuía que el viejo estaba a punto de golpearle.

—Vos sois un esclavo de galeras que aún no ha cumplido su pena.

Joan no esperaba aquello; los recuerdos de las cadenas, el tufo y los latigazos acudieron a su mente y se estremeció. Sin duda, Francisco de Rojas era un hombre bien informado, habría hablado con Vilamarí.

—Dos meses —respondió.

—¿Qué?

—Que si os presto los doscientos ducados y acudo a Barletta, será solo por dos meses, y me firmaréis un documento en nombre del rey en el que alabaréis mis servicios y me daréis la libertad. —Ahora Joan le miraba desafiante.

—Mínimo tienen que ser cuatro meses. Os quedaban más de condena.

—Sí, pero ya serví en Ostia con el Gran Capitán.

—Fueron un par de semanas solo. Y os recuerdo que disteis vuestra palabra al almirante Vilamarí.

—De eso hace mucho tiempo, y aquí en Roma no tenéis forma de obligarme.

—Bien, que sean dos meses como mínimo, aunque no podréis abandonar el ejército hasta que el Gran Capitán dé la gran batalla contra el duque de Nemours. Y tendréis que cumplir con mi tercera petición.

—¿Cuál es?

—Vos conocéis bien al duque de Nemours, ¿verdad?

Joan afirmó con la cabeza. Desde que los lazos entre el Vaticano y Francia se estrecharon había establecido contactos, a través de Innico d’Avalos, con una librería de París y otra de Lyon con el fin de importar libros franceses. Atraídos por esos libros y por la gran selección de obras en latín, el embajador galo y sus allegados empezaron a frecuentar la librería mezclándose con los partidarios del papa, tanto italianos como españoles. Cuando se agriaron las relaciones entre Francia y España, la librería pasó a ser un lugar de encuentro informal de los diplomáticos de segundo nivel de ambos países, ya que los embajadores dejaron de hablarse. Unos y otros competían por el favor del papa.

Poco antes del inicio de la guerra, los embajadores fueron invitados a un solemne acto religioso que oficiaba el papa en persona. Se contaba que al llegar Francisco de Rojas se encontró al embajador francés sentado en el lugar preferente de la zona destinada a los diplomáticos extranjeros. El castellano consideró que aquella posición preeminente del francés era un menoscabo a los reyes de España en su persona, aunque evitó quejarse, pues no era el momento ni el lugar.

Así que, aparentando saludar cordialmente a su colega galo, le estrechó la mano con todas sus fuerzas e intención, hiriéndole con un gran anillo de oro que llevaba. Su oponente ahogó una exclamación de dolor y se levantó de un salto. Entonces, Francisco de Rojas se sentó en su lugar dándole las gracias. El embajador francés tampoco pudo alzar la voz y tuvo que conformarse con otro asiento. La tirantez entre ambos pasó a ser guerra declarada.

Los franceses no veían a Joan como a un oponente, sino como a uno de los
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del papa, así que cuando el duque de Nemours recalaba en Roma acudía con su embajador a la librería. Joan se había informado de antemano de la querencia del duque por la prosa y la poesía épica, y se preparó a conciencia para unas largas conversaciones en el saloncito que resultaron muy placenteras para el duque. Aunque no solo hablaron de libros; Joan tuvo la ocasión de conocer las opiniones del duque sobre la guerra y sobre el propio Gonzalo Fernández de Córdoba. A eso se refería el castellano.

—Bien, pues —concluyó el embajador—. El Gran Capitán estará muy interesado en vuestros consejos.

Joan quedó pensativo, no le gustaba ninguna de aquellas exigencias. Él no era soldado, sino librero.

—Quizá podría aceptar vuestra carta de libertad —repuso Joan—. Pero debo consultarlo con mi familia.

Francisco de Rojas hizo un gesto de decepción y se quedó un rato callado. Joan tampoco habló.

—Sí, pensadlo —dijo al fin el embajador—. ¿Sabéis?, creo que necesitáis aclarar vuestras ideas. ¿Con quién estáis, con vuestros reyes y España o con los
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y el papa?

—¿Es que no puedo estar con ambos?

—No —dijo Francisco de Rojas. Y después de hacer un gesto de despedida, se fue.

«No quiero tener que elegir», escribió Joan en su libro.

80

—El viejo zorro del embajador nos quita a los mejores soldados españoles de nuestro ejército para enviárselos al Gran Capitán —se quejó Miquel Corella cuando Joan le comentó su conversación con Francisco de Rojas—. Utiliza el argumento de que su rey los necesita y promete buenas soldadas, que después no paga.

—Yo no quiero ir a la guerra —le confesó Joan—. No soy soldado, soy librero, y deseo de todo corazón quedarme con mi familia. Sin embargo, no tengo más alternativa y no quisiera que ni vos ni César Borgia lo tomarais como traición.

Le recordó su paso por galeras y que aún le quedaba tiempo de su pena por cumplir con los ejércitos de los reyes de España. Miquel Corella se quedó pensativo y le dijo:

—Las relaciones del papa con el Rey Católico están tensas, pues ahora estamos aliados con Francia. César incluso ha puesto en su escudo de armas, junto al toro de los Borgia, una flor de lis y ha añadido a sus títulos la coletilla de «de Francia». No le va a gustar que te unas al Gran Capitán, que lucha contra los franceses.

Joan sintió pesar; no quería perder a sus amigos
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y, aunque el embajador le había requerido para que escogiese bando, continuaba abrigando la esperanza de mantenerse en ambos.

—No obstante, las alianzas son efímeras —continuó Miquel—. Quien gane la guerra en Nápoles se verá obligado a pactar con el papa para que le conceda la investidura como nuevo rey, y si lo hace España, Alejandro VI pactará con el rey Fernando. —Hizo una pausa, le miró intensamente a los ojos y le dijo—: Como amigo te diré que te conviene estar a bien con los reyes de España. Ahora el embajador y el Gran Capitán te necesitan. Quizá llegue el día en el que tú los necesites a ellos. Ve con Dios y si César se entera, yo le diré que te di mi bendición.

—¡Gracias, Miquel! —Y le abrazó aliviado.

El regreso de Pedro y Joan de Senigallia, sanos y salvos, y la victoria de César se habían celebrado con júbilo en la librería. Aunque Joan continuaba resentido con Anna.

—Yo siempre os respeté —le dijo a su esposa cuando retomaron el asunto de la carta falsificada—. Y lo que vos hicisteis fue tratar de impedir que decidiera libremente.

—Tenéis razón, lo admito, pero yo también tengo mis motivos y considero que no sois libre de disponer de vuestra vida cuando somos tantos los que dependemos de vos. Habláis de vuestro compromiso con don Michelotto y los
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; pues sabed que mayor lo tenéis con vuestra familia.

—Creedme que la familia siempre está en mi pensamiento.

—Pues pensad en uno más —le dijo entonces—. Ya tengo casi tres faltas. Creo que estoy embarazada.

La noticia llenó de alegría a Joan. Deseaba ese segundo hijo casi tanto como había deseado el primero, y anticipaba el disgusto de su esposa cuando supiese que se embarcaba en esta nueva aventura. Sin embargo, el resquemor por lo ocurrido en Navidades aún no se había disipado, y se limitó a informarla de que en una semana saldría hacia Barletta para unirse a las tropas del Gran Capitán.

—Pero ¡si no hace un mes que os jugasteis la vida en Senigallia! —exclamó Anna—. Y ¿ahora os piden los otros que la arriesguéis en Barletta?

—Así es. Si rechazo la invitación del embajador, me convertiré en un proscrito para España, igual que un esclavo de galeras fugado —explicó Joan, que de pronto sentía que precisaba de la comprensión de su esposa—. El mundo da muchas vueltas y no puedo hipotecar mi futuro y el vuestro teniendo una condena pendiente sobre mi cabeza.

—Mucho peor será si os matan —repuso ella con lágrimas en los ojos.

—Escuchad, yo no deseo ir —le dijo—, pero existen poderes por encima de mi voluntad que me fuerzan. Lo mismo ocurrió con Miquel y los
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. Por desgracia, mi libertad se limita a escoger entre un mal y otro peor. Os pido que lo entendáis.

Ella afirmó con la cabeza y le llevó a donde jugaban los niños para que los viera, y después le puso la mano sobre su vientre, que empezaba a abultarse por su embarazo. Después le miró con los ojos húmedos y le dijo:

—Id si creéis que no hay más remedio. Pero volved sano y salvo. Por ellos y por mí.

Joan escribió después en su libro la respuesta que le había dado a Anna antes de abrazarla sellando su compromiso con un beso: «Volveré, os lo prometo».

A principios de febrero Joan partió junto a unos cien españoles a los que Francisco de Rojas había reclutado en Roma,
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procedentes de los ejércitos papales, guiados por caballeros napolitanos buenos conocedores de la región de Puglia. Todos los reclutas, a excepción de Joan, eran de infantería y tendrían que soportar once agotadoras jornadas de marcha hasta Barletta.

Entre los soldados había un muchacho que, al reunirse el grupo antes de salir de Roma, le dijo a Joan:

—Me gusta vuestro caballo, es mejor que los de los caballeros napolitanos que nos acompañan. Contratadme como palafrenero. Tengo experiencia y por unos pocos sueldos no os tendréis que preocupar de él. Además, mi amigo Santiago me ayudará y os garantizamos la seguridad de vuestro equipaje durante el camino.

—Y tú ¿cómo te llamas?

—Diego, señor. Soy de Burgos.

A Joan le cayó bien aquel muchacho vivo, de diecinueve años, casi tan alto como él, delgado, de ojos oscuros y sonrisa fácil. También le agradó su amigo Santiago, un gallego un año mayor, no tan alto aunque más corpulento, reservado y reflexivo que el burgalés. Así que aceptó el acuerdo.

—Me escapé del convento a los dieciséis años —le contó Diego—. Mis padres querían que fuese cura, pero yo prefiero las armas y ansiaba vivir aventuras. Estuve pensando si ir a Sevilla para viajar a las Indias, pero me dijeron que en Italia las mujeres eran muy hermosas y fui a Valencia. Allí conocí a mi amigo y logramos que nos contrataran para el ejército vaticano.

—Y ¿cómo llegaste tú a Valencia, Santiago? —quiso saber Joan.

—En mi tierra hubo una hambruna terrible y yo tuve que buscar algo de que vivir. Dando tumbos de un lado a otro llegué a Valencia, y me dije que quizá en Italia pudiera hacer fortuna.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis con César Borgia y don Michelotto?

—Casi dos años —repuso el gallego—. Con ellos vimos de todo. Si os contáramos…

—Imagino. Y ¿por qué los dejasteis?

—Parece que el rey francés le pidió a César Borgia que detuviese sus conquistas —contestó Diego—. Santiago y yo temíamos quedarnos sin trabajo y, como nuestros reyes nos necesitan, aquí estamos. Además —añadió con un guiño—, el rey Fernando paga mejor que el hijo del papa.

—¿Quién os dijo eso?

—El embajador Francisco de Rojas.

Joan soltó un mal disimulado bufido. Les había cogido cariño a aquellos muchachos.

Cuando al fin llegaron a Barletta, Joan dejó su caballo y equipaje al cuidado de sus jóvenes amigos para dirigirse de inmediato a la residencia del Gran Capitán. Tenía la intención de entregarle la carta que le había dado el embajador y presentarle sus respetos. La ciudad estaba repleta de soldados y pronto percibió el descontento. Los hombres miraban con ojos hundidos, había mal humor, y su aspecto famélico le confirmó lo que le habían contado. La comida estaba racionada y algunos días la tropa apenas podía llevarse un mendrugo de pan a la boca. Se alegró de tener provisiones escondidas en su equipaje y de haber dejado este a cargo de Diego y Santiago, en los que confiaba plenamente.

Al entrar al patio del palacio, lo halló lleno de oficiales que reclamaban comida y paga. Algunos estaban armados para el combate. Se mezcló con ellos y se dispuso a escuchar. La voz cantante la llevaban los vizcaínos, y en el centro, rodeado de aquel gentío, se encontraban el Gran Capitán y un par de subalternos. El tono de la reclamación subía por momentos y Gonzalo Fernández de Córdoba respondía con calma, prometiendo que los suministros llegarían pronto, paciencia. En ese instante, un capitán llamado Iciar, exaltado, le acercó la punta de su lanza al pecho y le gritó:

—Pues si no tienes dinero, pon a tus hijas en un burdel. Que ganen su pan y nos paguen a nosotros.

Se hizo un silencio absoluto. Aquella era una ofensa inadmisible hacia el general y los oficiales que le escoltaban buscaron la empuñadura de sus espadas. Joan comprendió que el acero iba a brillar, que la protesta se convertiría en motín y este degeneraría en una matanza. Con gesto tranquilo, el Gran Capitán los contuvo, miró a Iciar y se encogió de hombros. Después soltó una carcajada que rompió el denso silencio del patio.

—Lo siento, amigo; no es buena idea —dijo con su gracioso acento andaluz y una sonrisa guasona—. ¿Verdad que no las habéis visto? Son tan feas que no sacaríamos nada.

Hubo una pausa de sorpresa antes de que todos estallaran en carcajadas; las espadas volvieron a sus fundas y el general apartó de un manotazo la lanza con la que Iciar le amenazaba.

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