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Authors: Nicholas Evans

Tierra de Lobos (25 page)

—Te has metido en un lío. ¡Y muy gordo! —dijo Helen.

Se oyó un trueno que pareció darle la razón. Corrió entre los arbustos, cuyas ramas le azotaban las piernas. Estuvo a punto de torcerse el tobillo, pero estaba demasiado indignada y deseosa de vengarse para detenerse en menudencias.

El desconocido casi había llegado al pie de la cuesta, donde el terreno, cubierto de sauces y alisos, iniciaba un suave descenso hacia el arroyo. Una vez ahí le sería fácil escapar.

—¡Obstaculizar la colocación de trampas por parte del gobierno es un delito grave! —Helen no sabía si era cierto, pero le pareció una buena frase.

De repente, justo cuando el desconocido iba a meterse entre los árboles, ella oyó el choque de su bota contra una piedra y lo vio caer de bruces en el sotobosque.

—¡Sí! —exclamó, exultante.

Llegar a él fue cuestión de segundos; demasiados, sin embargo, ya que el desconocido había empezado a arrastrarse por la maleza, tratando al mismo tiempo de ponerse en pie. Helen se abalanzó sobre él sin pensárselo dos veces, como un jugador de fútbol americano haciendo un placaje, y aterrizó encima de la espalda de su adversario, a quien oyó vaciar los pulmones con un gruñido exhausto.

Se apartó de él y esperó de rodillas a recuperar aliento suficiente para hablar. Entretanto se hizo la siguiente pregunta: ¿Y ahora qué? Acababa de agredir a un desconocido, un hombre más alto que ella y sin duda más fuerte. ¡Si hasta podía ir armado! Los dos solos en aquel lugar solitario... ¡Qué locura!

Se levantó. El desconocido seguía de bruces a su lado, hasta que de pronto emitió un sonido extraño y movió un brazo. Helen pensó: ya está, ahora cogerá el cuchillo o la pistola. Para evitarlo le dio una patada.

—Estáte quieto, cabrón. Soy agente federal. Quedas arrestado.

Antes de acabar la frase se dio cuenta de que el hombre no estaba en situación de atacarla. Se había puesto de lado con las rodillas dobladas, respirando con dificultad. Otro rayo le iluminó la cara, crispada y cubierta de polvo.

Ella no dio crédito a lo que acababa de ver.

—¿Luke?

El gemido del joven quedó sepultado por más truenos.

—¡Luke! ¿Pero qué...? ¿Estás bien?

Helen se quedó de rodillas sin saber qué hacer, mientras Luke intentaba respirar. En cuanto vio que lo había logrado, lo obligó a incorporarse y le puso las manos en los hombros hasta que el muchacho hubo recuperado el ritmo normal de respiración. Después le limpió la espalda de polvo y ramitas, volvió atrás con la linterna y encontró el sombrero y la bolsa donde habían caído al desplomarse su dueño. Advirtió que el muchacho tenía sangre en la frente, sin duda de resultas de algún golpe.

—¿Te encuentras bien?

Luke asintió con la cabeza, sin mirarla. Helen cogió un pañuelo y volvió a arrodillarse a su lado.

—Te has hecho un corte. ¿Quieres que...?

Él prefirió coger el pañuelo y limpiarse la herida él mismo. Era un corte bastante feo. Hasta podía ser que tuvieran que ponerle puntos. Dijo algo que ella no entendió.

—¿Qué?

—He di... dicho que lo siento.

—¿Todo esto era cosa tuya?

Él asintió. Seguía sin levantar la cabeza. Los truenos se alejaban por el valle.

—¿Por qué, Luke?

Negó con la cabeza.

—¿No quieres que coja al lobo? Me consta que tu padre sí.

Luke rió con amargura.

—Sí, él sí. ¡Desde lu... luego!

—¿Y tú no?

Luke no contestó.

—¿Te gustan los lobos?

El muchacho se encogió de hombros y rehuyó su mirada.

—Es eso, ¿no? Mira, Luke, no queremos atraparlo para matarlo, ni para llevárnoslo. Sólo le pondremos un collar transmisor. Es una manera de protegerlo.

—No es uno. Son nueve. To... to... toda una manada.

—¿Los has visto?

Luke asintió.

—Y los co... collares no los protegerán. Sólo harán que sea más fácil matarlos.

—Mentira.

—Ya lo verás.

Guardaron silencio. Una ráfaga de viento recorrió el cañón, haciendo crujir las hojas de los alisos. Helen tuvo escalofríos. Luke miró el cielo.

—Va a llover —dijo.

Se decidió a mirarla, y Helen vio algo en sus ojos que la sobresaltó: soledad, desamparo, como si acabara de ver reflejada una parte de sí misma.

Luke tenía razón. Gruesos y fríos goterones cayeron sobre sus caras y las rocas que los rodeaban, llenando el aire de aquel olor a polvo mojado que a Helen siempre le recordaba los veranos de su niñez, tan lejanos en el tiempo.

Luke se sentó en una silla al lado de la estufa de la cabaña, con
Buzz
acurrucado a sus pies. Tenía la cabeza levantada, a fin de que Helen dispusiera de luz para limpiarle la herida de la frente.

Mientras ella trabajaba, Luke le miró la cara y se fijó en que la concentración le hacía fruncir el entrecejo y morderse el labio inferior. Los dos seguían empapados, y él hizo lo posible por no fijarse en sus pechos, claramente visibles bajo la camiseta mojada. Ella había encendido la estufa al entrar, y ya hacía bastante calor para que Luke viera evaporarse el agua de los hombros de su enfermera. Olía de maravilla; no a perfume, ni a nada en concreto: sólo a ella.

—Te va a doler un poco. ¿Listo?

Luke asintió con la cabeza. Era yodo, y al sentirlo en la herida no pudo contener un gesto de dolor.

—Perdona.

—No, no.

—Así aprenderás a no toquetear mis trampas.

Luke la miró y sonrió, pero tenía una sensación rara y le salió una mueca despectiva.

Le parecía increíble que Helen se lo hubiera tomado tan bien. Al verla salir de los árboles hecha una fiera había temido que fuera a asesinarlo. Pero no, todo lo contrario: en el momento de dirigirse a la cabaña por el bosque mojado, con
Ojo de Luna
llevando atada a la silla la mochila de Helen, ésta se había tomado el incidente a risa. Había pedido a Luke que le enseñara la botella de Lobostop, y casi se había desmayado al olerla. Sus risas habían ido a más al enterarse de lo mucho que le había costado al chico preparar la mezcla y probarla con los perros.

Por unos instantes, cuando ella dijo haberse sentido espiada un par de veces, Luke tuvo un miedo terrible a que se estuviera refiriendo a sus visitas a la cabaña, detalle que lógicamente había evitado mencionar. Hablar de ello habría supuesto quedar como una especie de obseso. Por suerte resultó que Helen sólo se refería a cuando iba a revisar las trampas.

Luke le contó la primera vez que había visto a los lobos, y el seguimiento a que los había sometido desde entonces. Cuando ella quiso convencerlo de que lo más adecuado era ponerles collar, Luke se dio cuenta de que la supervivencia de los lobos le preocupaba tanto como a él.

Helen le puso una tirita.

—Solucionado. De ésta no te mueres.

—Gracias.

El cazo de agua que Helen había puesto a calentar ya hervía. Se dispuso a hacer chocolate caliente.

—¿No le pasará nada a tu caballo con tanta lluvia?

—No, qué va.

—Si quieres déjalo entrar. Sobra una cama.

Luke sonrió, y esta vez no notó nada raro en la boca.

Miró la habitación mientras Helen preparaba el chocolate. Era pequeña pero acogedora. El suelo estaba lleno de cajas de contenido variopinto, desde libros sobre lobos a trampas para ratones.

En la litera de abajo había un saco de dormir rojo; al lado, en el suelo, una vela en un pote y un libro cuyo título fue incapaz de leer. También había una carta escrita a medias, un bolígrafo y una de esas lamparitas con correa que se ponen en la cabeza. Se imaginó a Helen metida en la cama, escribiendo en plena noche. Se preguntó a quién.

Ella había instalado un tendedero al otro lado de la habitación, y lo último que había colgado era una toalla y algunas prendas. El teléfono móvil y la cadena de música estaban debajo de la ventana, enchufados a dos baterías. El ordenador ocupaba el lugar central de la mesa, rodeado de notas, gráficos y mapas amontonados sin orden ni concierto.

En una esquina había un cubo con una lata colgada. Al traer las tazas de chocolate caliente, Helen reparó en la expresión ceñuda de Luke. Le dijo que era una trampa para ratones, y le explicó cómo funcionaba.

—¿En se... se... serio que funciona?

—¡Por supuesto! Mejor que mis trampas para lobos, eso seguro.

Al tiempo que dejaba las tazas en la mesa, lo miró y le dijo:

—¿Seguro que no quieres cambiarte de camiseta? Mira, está tan mojada que sale vapor.

—Estoy bien.

—Vas a resfriarte.

—Hablas co... co... como mi madre.

—¿Sí? Pues resfríate, que a mí me importa un pepino.

Luke rió. Empezaba a notarse más relajado.

—Bien —prosiguió Helen—, yo no pienso pillar ningún resfriado, así que con tu permiso me retiraré unos instantes a mi habitación.

Se acercó al armario y, dando la espalda a Luke, empezó a quitarse la camiseta. En cuanto vio la parte de atrás del sostén, Luke se apresuró a apartar la vista, confiando en no sonrojarse. Trató a toda costa de que se le ocurriera algo que decir, un comentario que diera la impresión de que tener delante a una mujer cambiándose de ropa no era nada del otro mundo.

—¿Si... si... sigo arrestado?

—Me lo estoy pensando.

Helen se sentó a la mesa con una sonrisa rara. Se había puesto un jersey azul claro que daba a su cara un color como de oro. Su pelo seguía mojado, y reflejaba la luz de la lámpara. Cogió su taza de chocolate con dos manos y bebió un sorbo con expresión pensativa.

—Depende —dijo.

—¿De qué?

Helen dejó la taza, cogió uno de los mapas y lo puso delante de Luke.

—De que me enseñes dónde atrapar a los lobos.

Capítulo 15

El viejo alce macho tenía la cabeza inclinada, quizá para ver mejor el bosque a la escasa luz del crepúsculo, o acaso para proporcionar mejor panorama de su astamenta a los nueve pares de ojos amarillos que lo estaban observando. Las astas habían alcanzado su máximo desarrollo, con casi metro y medio de altura. El tamaño del alce era como el de un caballo, y debía de pesar sus buenos quinientos kilos. Sin embargo, era cojo y entrado en años, y tanto él como los lobos lo sabían.

Lo habían encontrado en un recodo del arroyo, paciendo en la orilla, en un bosquecillo de álamos temblones cuyos finos troncos destacaban como rayas de cebra contra su pelaje marrón oscuro. Se había vuelto hacia ellos sin retroceder, y cazadores y presa llevaban cinco minutos esperando, calibrando sus respectivas posibilidades.

Los lobeznos acababan de alcanzar la edad en que podían ir de caza con los otros, aunque solían permanecer en la retaguardia, con su madre o uno de los adultos jóvenes. La madre tenía un pelaje más claro que su pareja, el jefe de la manada, y el crepúsculo le confería un color casi blanco. Los lobeznos y los dos adultos más jóvenes (un macho y una hembra) ostentaban diversos tonos grises intermedios. De vez en cuando uno de los lobeznos se movía, como si estuviera aburrido de esperar; oyendo su aguda queja, un miembro de la pareja reproductora, el padre o la madre, lo regañaban con una mirada y un leve gruñido.

El alce se hallaba a unos veinte metros de distancia. Detrás de él, el arroyo brillaba como bronce bajo el cielo del anochecer. Una nube de moscas recién salidas del estado larval hacía piruetas sobre la superficie del agua, y dos mariposas nocturnas revoloteaban como pálidos fantasmas contra la oscura copa de los pinos de la orilla opuesta.

El macho dominante se movió lentamente hacia la derecha, siguiendo una trayectoria curva en torno al alce sin modificar la distancia que lo separaba de él. Su cola, más peluda que la de los demás, apuntaba hacia abajo, contra la costumbre de mantenerla más erguida que sus compañeros de manada. Después de unos metros se detuvo, volvió sobre sus pasos y recorrió una curva equivalente hacia la izquierda, confiando en que el alce echara a correr.

Un alce que no se movía resultaba más difícil de matar, aunque fuera viejo y cojo. Podía ver de dónde venían sus atacantes, y asestar sus golpes defensivos con mayor precisión. Una coz bien dada era capaz de romper el cráneo de un lobo. Había que obligarlo a correr; de ese modo no podría apuntar con la misma exactitud, ni ver de dónde procedían los mordiscos.

No obstante, lo único que movía el viejo macho eran los ojos, que siguieron los pasos del lobo, primero en una dirección y después en la otra. El lobo se detuvo a la izquierda y se echó en el suelo. La hembra dominante respondió a la señal y avanzó, dirigiéndose a la derecha con pasos tan lentos que parecía estar dando un paseo. Llegó más lejos que el macho, de forma que cuando se detuvo había llegado a orillas del arroyo, por detrás del alce, que no tuvo más remedio que acabar moviéndose para vigilarla.

El alce retrocedió un paso con la cabeza vuelta hacia la hembra, pero enseguida se dio cuenta de haber dejado al macho sin vigilancia y se volvió de nuevo hacia él, dando un par de pasos cortos hacia atrás. Mientras se movía, la hembra joven hizo lo propio y siguió a su madre al amparo de los árboles.

El alce retrocedía hacia el agua con movimientos indecisos, preguntándose tal vez si a fin de cuentas no sería mejor echar a correr.

Quizá su primer impulso hubiera sido meterse en el arroyo, pero al volverse en dicha dirección vio que las dos lobas se habían colocado tras él, al borde del agua. Entre él y el macho no parecía haber espacio suficiente para escapar. La hembra dominante tenía las patas en el agua. Viendo que el alce la miraba, acercó el morro al agua como si sólo se propusiera beber.

Siguiendo alguna señal silenciosa, el adulto joven y los cinco lobeznos habían empezado a moverse hacia su padre, dejando abierta una brecha para que el alce la advirtiera. Y así fue.

Echó a correr de repente, haciendo retumbar el suelo. Sus pezuñas se hundían en la tierra negra y húmeda y su astamenta chocaba con los finos troncos de los álamos, hendiendo la corteza y haciendo caer una lluvia de hojas.

En cuanto echó a correr los lobos salieron tras él. El alce tenía una cojera parcial en la pata delantera derecha que imprimía a su paso un extraño bamboleo. Acaso por haberse fijado en ello, el macho dedicó todas sus energías a la persecución, acortando la distancia por momentos. Los otros lo seguían de cerca, cada cual a su manera, saltando por encima de las rocas y troncos podridos de que estaba cubierto el suelo del bosque.

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