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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (9 page)

De aquellos que estaban despiertos y levantados, al menos la mitad eran sirvientes de la casa. Fue un grupo de éstos el que, al oír el alboroto, acudió a la habitación, encendiendo luces por el camino, y encontró a Titus aporreando la puerta.

Resistirse no le sirvió de nada. Las manos torpes de los criados lo aferraron y arrastraron por siete tramos de escaleras, hasta los alojamientos de los criados. Allí lo tuvieron prisionero durante la mayor parte del día, siendo entonces mando recibió la visita de la ley y la policía y, hacia el anochecer, de una especie de especialista en la mente que durante varios minutos estuvo observando a Titus desde debajo de sus cejas y le hizo curiosas preguntas que él no se molestó en contestar, porque estaba muy cansado.

La propia señora Cúspide-Canino apareció durante un fugaz momento. Hacía treinta años que no bajaba a las cocinas, y lo hizo acompañada por el inspector, quien estuvo hablando a la señora con la cabeza ladeada y los ojos puestos en el cautivo. Esto tuvo el efecto de hacer que Titus pareciera una especie de animal enjaulado.

—Un enigma —dijo el inspector.

—No estoy de acuerdo —repuso la señora Cúspide-Canino—. No es más que un niño.

—Ah —hizo el inspector.

—Y su cara… —dijo la dama.

—Ah —hizo el inspector.

—Tiene unos ojos espléndidos.

—Pero ¿tiene también unos hábitos espléndidos, señora mía?

—No lo sé. ¿Y eso qué importa? ¿Los tiene usted?

El inspector se encogió de hombros.

—No hay motivo para encogerse de hombros. Ninguno en absoluto. ¿Dónde está mi chef?

El aludido había estado rondando por allí desde que su señora entrara en la cocina. Se presentó al instante.

—¿Señora?

—¿Le han dado de comer al muchacho?

—Sí, señora.

—¿Le habéis dado lo mejor? ¿Lo más nutritivo? ¿Le habéis dado un almuerzo que no pueda olvidar?

—Todavía no, señora.

—¡Ya qué estás esperando! —Alzó la voz—. Está hambriento. ¡Está desanimado, es joven!

—Sí, señora.

—No me digas sí. —Poniéndose de puntillas, se alzó en toda su estatura, que no era mucha, pues era una mujer menuda—. Dale de comer y deja que se vaya. —Y cruzó la habitación con sus piececitos septuagenarios, mientras su sombrero emplumado oscilaba peligrosamente entre solomillos y faldas.

TREINTA Y TRES

Entretanto, Trampamorro había escoltado a Juno al exterior del edificio y la había ayudado a subir a su espantoso vehículo. Tenía intención de llevarla a su casa, junto al río, y volver luego a toda prisa a la suya, pues hasta él estaba cansado. Pero, como le sucedía siempre que se ponía al volante, sus planes no tardaron en quedar como paja al viento y, medio minuto después de arrancar, ya había cambiado de opinión y se dirigía a la amplia franja arenosa del río donde la orilla desciende suavemente a las aguas poco profundas.

Cuando Trampamorro, tras tomar un desvío largo e innecesario hacia el oeste, salió de la carretera y, girando a izquierda y derecha para evitar los arbustos de enebro que ocupaban la parte alta de la orilla, se metió de improviso en el agua, el cielo ya no estaba tan oscuro, si bien aún se veían una o dos estrellas. Al ver que se había metido en el agua, apretó el acelerador, haciendo saltar grandes arcos de fango de debajo de las ruedas a babor y estribor.

En cuanto a Juno, iba ligeramente inclinada hacia delante, con el codo apoyado en la puerta del coche y el rostro ladeado, en la palma enguantada de su mano. Por lo visto, no había reparado en la velocidad, ni en el agua; ni siquiera en la presencia de Trampamorro, quien, en su posición favorita, iba prácticamente tumbado en el suelo del vehículo con un ojo por encima de los mandos, desde donde surgió una especie de canción:

Yo tengo un precio, y alto es (hacia la altura de tu ojo) pero si te portas bien por ti podría bajarlo, bajarlo, bajarlo; sobre esas cuerdas que se tejen con hierba amarilla y heno rojo cuando tejer es tabú…

Un volantazo y el vehículo se adentró más en el río: el agua estaba a punto de entrar; pero el siguiente acelerón lo hizo salir, mientras el vapor siseaba como un millar de gatos.


Algunos las hacen de perlas
—rugió Trampamorro—:
otros las hacen sencillas. Adornan su frente con perlas y lo intentan otra vez ¡cardar la lana del amor! Pero ¡ah! Las palmas del ayer… No hay ni un alma del ayer con quien valga la pena soñar… eso dicen… con quien valga la pena soñar…

Cuando la voz de Trampamorro empezó a apagarse, el sol se elevaba sobre el río.

—¿Has terminado? —dijo Juno. Tenía los ojos entornados.

—Lo he dado todo —dijo Trampamorro.

—¡Entonces escucha, por favor! —Los ojos estaban bien abiertos, pero su expresión seguía aún muy distante.

—¿Qué tienes, Juno, amor?

—Estaba pensando en ese muchacho. ¿Qué harán con él?

—Les va a resultar una persona difícil —dijo Trampamorro—, muy difícil. Casi como una forma de mí. Creo que se trata más bien de lo que les hará él a ellos. Pero ¿por qué? ¿Ha introducido el canto de un gorrión en tu pecho? ¿Ha despertado a un cóndor predador?

Pero no hubo respuesta, porque en ese momento detuvo el vehículo ante la entrada de la casa de Juno con un chirrido metálico. Era un edificio alto, de color rosa polvoriento, y a su espalda había una pequeña colina o loma coronada por un hombre de mármol. Detrás de la loma, un meandro del río. A ambos lados de la casa de Juno había sendas casas similares, pero las habían abandonado. Las ventanas estaban rotas, las puertas habían desaparecido y la lluvia entraba en las habitaciones.

Pero la casa de Juno se mantenía en perfecto estado y cuando un sirviente con librea amarilla abrió la puerta, pudo verse lo amorosa y cuidadosamente que estaba decorado el vestíbulo. Iluminado en la oscuridad, presentaba un esquema de color de ébano, ceniza y rojo amarillento.

—¿No vas a entrar? —preguntó Juno—. ¿No te tientan las setas… o los huevos de chorlito? ¿Café?

—¡No, amor mío!

—Como quieras.

Durante un rato, los dos permanecieron sentados, sin moverse.

—¿Dónde crees que estará el chico? —preguntó ella al cabo.

—No tengo ni idea.

Juno se apeó. Fue un desembarco impecable. Todo cuanto ella hacía tenía estilo.

—Entonces, buenas noches —dijo—, y dulces sueños.

Trampamorro la observó deslizarse por el jardín oscuro en dirección al vestíbulo iluminado. Su sombra casi llegaba al coche y, mientras la veía alejarse, paso a paso largo y delicado, sintió una punzada en el corazón, porque en la lenta ociosidad de sus pasos le parecía ver algo que, en aquel momento, no hubiera querido dejar que se fuera.

Era como si aquellos lejanos días en que fueron amantes hubieran vuelto, imagen a imagen, sombra a sombra, sin pedir permiso, espontáneamente, desafiando cada una de ellas los diques que habían levantado frente al otro. Porque los dos sabían que detrás de los diques se agitaban los mares del sentimiento en cuyo seno habían perdido el rumbo.

¡Con cuánta frecuencia la había mirado él lleno de ira o de un amor vociferante! Con cuánta frecuencia la había admirado. Con cuánta frecuencia la había visto dejarlo, aunque nunca como en aquel momento. La luz del recibidor donde estaba el criado llegaba al jardín y Juno era una silueta recortada contra la entrada iluminada. Desde las caderas llenas y redondeadas que se meneaban imperceptiblemente cuando se movía se elevaba la columna de su espalda casi marcial, y sobre los hombros se elevaba el cuello, un perfecto cilindro, coronado por la cabeza clásica.

Mientras la observaba, de alguna forma a Trampamorro le parecía estar viéndose a sí mismo. La veía como un fracaso suyo… sabía que pertenecía a aquella mujer. Porque cada uno había recibido todo lo que el otro podía dar. ¿Qué había salido mal? ¿Fue que ya no necesitaban seguir intentándolo porque podían ver el interior del otro? ¿Cuál era el problema? Un centenar de cosas. Su infidelidad; su egotismo; su eterno actuar; su orgullo gigantesco; su falta de ternura; su exuberancia ensordecedora; su egoísmo.

Pero ella se quedó sin amor; o se lo arrebataron. Sólo persistía una amistad: envolvente e inquebrantable.

Así que aquella punzada fue extraño, como extraño fue que la siguiera con la mirada, que diera la vuelta al coche tan lentamente y también —cuando llegó al patio de su casa— la expresión meditabunda de su rostro cuando ataba el coche a la morera.

TREINTA Y CUATRO

A media tarde del día siguiente, se llevaron a Titus y lo metieron en una celda. Era un espacio pequeño con una ventana con barrotes que miraba al suroeste.

Cuando Titus entró, el rectángulo de la celda estaba cubierto por una luz dorada. Los barrotes negros que dividían la ventana en una docena de secciones verticales quedaban recortados contra el crepúsculo.

En un rincón había un tosco catre, con una manta grana por encima. Ocupando la mayor parte del espacio central una mesa se aguantaba sobre tres patas, porque el suelo era irregular. En ella descansaban unas pocas velas, una caja de cerillas y una copa llena de agua. Junto a la mesa, una silla endeble que en algún momento alguien había empezado a pintar: pero esa persona, quienquiera que fuese, se había cansado de la tarea, así que la silla estaba pintada a medias de negro y amarillo.

Mientras Titus permanecía en pie examinando la celda, el carcelero cerró la puerta y oyó que giraba la llave. Pero los rayos del sol estaban allí, rayos bajos y oblicuos de una luz del color de la miel; se colaban entre los barrotes como si estuvieran dando la bienvenida al prisionero… así que, sin mayor demora, Titus se dirigió a la ventana y, sujetándose a un barrote con cada mano, contempló el paisaje.

Parecía transfigurado. Tan etérea era la luz que los inmensos cedros proyectaban sobre él, y las cumbres de las colinas parecían flotar sobre oro.

A lo lejos, Titus veía una ciudad incrustada y, como si el sol la alcanzara con sus rayos oblicuos, veía también los destellos de las ventanas, uno aquí, otro allá, como chispas de un pedernal.

De pronto, un pájaro surgió del atardecer dorado y voló derecho hacia la ventana desde cuyos barrotes Titus miraba. Se acercó con rapidez, con sus piruetas aéreas, y no tardó en posarse en el alféizar.

Por la forma en que su cabeza se movía a un lado y a otro sobre el cuello, parecía como si buscara algo. Era evidente que el anterior ocupante de la celda había compartido sus migajas con el pájaro blanco y negro…, pero ese día no habría migajas, así que, a falta de otra cosa, la urraca se puso a picotearse las plumas.

De pronto, de la atmósfera dorada, de las piedras de la celda, de los cedros, del aleteo de la urraca, brotó el largo soplo de un recuerdo cuyas imágenes se agolparon ante los ojos de Titus, que vio, con mayor vividez que la puesta de sol o las colinas boscosas, el extenso y reluciente perfil de Gormenghast y las piedras de su hogar, donde los lagartos se solazaban; y a su madre, borrando todo lo demás, su madre como la vio la última vez, a la entrada de la cabaña, con el enorme castillo chorreando detrás de ella como telón de fondo.

«Volverás —le había dicho—. Todo vuelve a Gormenghast», y de pronto Titus sintió una terrible añoranza de su hogar, de lo bueno y de lo malo… deseó poder aspirar su olor, notar el amargo sabor de la hiedra en la boca.

Titus dio la espalda a la ventana, como si quisiera disipar su nostalgia, pero el hecho de desplazar su cuerpo en el espacio no le fue de ninguna ayuda. Se sentó al borde de la cama.

Del exterior, de más abajo, llegó el sonido del aleteo de un mirlo; la luz dorada había empezado a oscurecerse y de pronto Titus fue consciente de una soledad que nunca había sentido.

Se inclinó hacia adelante, presionando los músculos tensos de debajo de las costillas, y empezó a mecerse, como un péndulo. Tan regular era el movimiento que se hubiera dicho que ningún alivio podía extraerse de ello.

Pero sin duda Titus sentía un cierto consuelo, porque, mientras su mente lloraba, su cuerpo seguía meciéndose.

El anhelo por volver a la tierra en la que nació no le daba descanso. No hay reposo para los desarraigados. Son vagabundos, añoran, desafían. Ni tan siquiera el amor puede ayudarles a curarse, aunque el polvo se levanta con cada pisada, flota por los pasillos, se posa sobre ramas o cornisas, y con cada aliento se inhala el pasado, de modo que los pulmones están ennegrecidos de tiempos ya idos, como los de un minero.

Coman lo que coman, beban lo que beban, nunca es el pan de casa o el trigo de sus propios valles. Nunca es el vino de sus viñedos. Es algo extranjero.

Así que Titus se meció en la cuna del pesar; se mecía y se mecía, mientras la celda iba quedando a oscuras y, en algún momento de la noche, se quedó dormido.

TREINTA Y CINCO

«¿Qué pasa?» Titus se incorporó de un salto y miró a su alrededor. Hacía mucho frío, pero no era eso lo que le había despertado. Fue un sonido muy leve. Ahora lo oía perfectamente. Procedía de unos metros más allá de donde estaba sentado. Era como un ligero golpeteo, pero no parecía venir de la pared. Venía de debajo de la cama.

Entonces cesó durante un rato y, cuando volvió, fue como si trajera consigo una especie de mensaje, porque había un patrón o un ritmo en él: algo que sonaba como una pregunta. «Tap… tap… tap…» «¿Estás… ahí? ¿Estás… ahí?»

Este golpeteo, por más que siniestro, al menos tuvo el efecto de apartar la mente de Titus de la nostalgia casi insoportable que lo abrumaba.

Titus se apartó con cautela de la endeble cama, con el corazón desbocado, y entonces la levantó y la depositó en el centro de la celda.

Recordando que había velas en la mesa, buscó una a tientas y la encendió. Luego volvió de puntillas al lugar de donde había quitado la cama y pasó la pequeña llama sobre las losas. Mientras hacía esto, el golpeteo volvió a empezar. «¿Estás… ahí? —parecía decir—. ¿Estás… ahí?»

Titus se arrodilló e iluminó con la llama la losa de la que parecía salir aquel sonido.

Al principio parecía una losa normal pero, al observarla con mayor detenimiento, Titus vio que la fina fisura que la rodeaba era más marcada y profunda que en las losas adyacentes. La luz de la vela le mostraba lo que la luz del día hubiera ocultado.

El golpeteo volvió a empezar y Titus, sacando la piedra de su bolsillo, esperó a la siguiente pausa y con mano temblorosa golpeó la losa dos veces.

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