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Authors: Chinua Achebe

Tags: #Clásico, Histórico

Todo se derrumba (13 page)

Cuando se retiraron las mujeres, Obierika ofreció nueces de cola a sus parientes políticos. Su hermano mayor rompió la primera, y al romperla dijo:

— Salud a todos nosotros. Y que reine la amistad entre nuestra familia y la vuestra.


¡Ee-e-e!
—respondió la multitud.

— Hoy os damos a nuestra hija. Será para ti una buena esposa. Te dará nueve hijos, como la madre de nuestro pueblo.


¡Ee-e-e!

El más anciano del bando visitante respondió:

— Esto será bueno para vosotros y será bueno para nosotros.


¡Ee-e-e!

— No es la primera vez que mi pueblo viene a casarse con el vuestro. Mi madre era de los vuestros.


¡Ee-e-e!

— Y no será la última, porque vosotros nos comprendéis y nosotros os comprendemos a vosotros. Sois una gran familia.


¡Ee-e-e!

— Hombres prósperos y grandes guerreros —miró hacia Okonkwo—. Vuestra hija nos dará hijos como vosotros.


¡Ee-e-e!

Se comieron las nueces de cola y comenzó a circular el vino de palma. Cada grupo de cuatro o cinco hombres tenía un cántaro de vino en el medio. Al ir avanzando la velada se trajo comida a los invitados. Había cuencos enormes de fufú y ollas humeantes de sopa. También había ollas de potaje de ñame. Fue una gran fiesta.

Cuando cayó la noche se pusieron antorchas encendidas en trípodes de madera y los hombres jóvenes iniciaron una canción. Los ancianos se sentaron en un gran círculo y los cantantes lo recorrieron y cantaron los elogios de cada uno al llegar frente a él. Tenían algo que decir de todos y cada uno de ellos. Unos eran grandes agricultores, otros oradores que hablaban en nombre del clan; Okonkwo era el mayor de los luchadores y de los guerreros vivientes. Cuando recorrieron el círculo se sentaron en el centro y salieron del interior del recinto las muchachas para bailar. Al principio la novia no figuraba entre ellas. Pero cuando por fin apareció, con un gallo en la mano derecha, la multitud dio un gran grito. Todas las demás bailarinas le dejaron paso. Ofreció el gallo a los músicos y empezó a bailar. Le tintineaban las tobilleras de latón al bailar, y el cuerpo le brillaba de madera de camote a la luz amarillenta. Los músicos, con sus instrumentos de madera, de arcilla y de metal, pasaban de una canción a otra. Todas ellas eran de alegría. Cantaron la canción que últimamente estaba de moda en el pueblo:

Si la cojo de la mano me dice

«¡No me toques!»

Si la cojo del pie me dice

«¡No me toques!»

Pero si la cojo de la cintura

hace como que no se entera.

Ya estaba muy avanzada la noche cuando se levantaron los invitados para irse y llevarse a casa a la novia a que pasara siete semanas de mercado con la familia de su pretendiente. Al marcharse iban cantando, y por el camino hicieron visitas de cortesía a personalidades como Okonkwo, antes de salir definitivamente hacia su pueblo. Okonkwo les regaló dos gallos.

Capítulo XIII

Go-di-di-go-go-di-go. Di-go-go-di-go. Era el
ekwe
que hablaba al clan. Una de las cosas que todos los hombres aprendían era el lenguaje del instrumento de madera hueca. ¡Diim! ¡Diim! ¡Diim!, tronaba el cañón a intervalos.

Todavía no había cantado el primer gallo y Umuofia estaba sumido en el sueño y el silencio cuando empezó a hablar el
ekwe
y el cañón rompió el silencio. Los hombres se dieron la vuelta en sus camas de bambú y escucharon atentamente. Había muerto alguien. El cañón pareció rasgar el cielo.
Di-go-go-di-go-di-di-go-go
flotaba en el aire de la noche cargado de mensajes. El vago y distante lamento de las mujeres se asentaba como un sedimento de color en la tierra. De vez en cuando un gemido sonoro y atronador se elevaba sobre las lamentaciones cuando llegaba un hombre al lugar de la muerte. El hombre elevaba su voz una o dos veces en expresión de pesar viril y después se sentaba con los demás hombres a escuchar los gemidos inacabables de las mujeres y el lenguaje esotérico del
ekwe
. De vez en cuando tronaba el cañón. Las lamentaciones de las mujeres no se oirían más allá del pueblo, pero el Ekwe llevaba las noticias a los nueve pueblos e incluso más allá. Empezaba por nombrar al clan:
Umuofia obodo dike
, la tierra de los valientes.
¡Umuofia obodo dike! ¡Umuofia obodo dike!
Repetía lo mismo una vez tras otra, y su frase hacía que la ansiedad fuera en aumento en todos los corazones que latían en una cama de bambú aquella noche.
¡Iguedo, el de la piedra amarilla de molino!
Era el pueblo de Okonkwo. Una vez tras otra sonó el nombre de Iguedo y los hombres se quedaron esperando sin aliento en los nuevos pueblos. Por fin se nombró al hombre y la gente suspiró: «E—u—u, Ezeudu ha muerto. » A Okonkwo le recorrió la espalda un sudor frío al recordar la última vez que lo había visitado el anciano. «Ese muchacho te llama padre, le había dicho. «No tengas nada que ver con su muerte.»

Ezeudu era un gran hombre, de modo que todo el clan asistió a su funeral. Retumbaron los antiquísimos tambores de la muerte, se dispararon escopetas y cañones, y los hombres corrieron frenéticos, dando tajos a todos los árboles y los animales que veían, saltando por encima de las paredes y bailando en los tejados. Fue el funeral de un guerrero, y desde la mañana hasta la noche fueron llegando y marchándose guerreros por grupos de edades. Todos ellos llevaban faldas de rafia ahumada y tenían los cuerpos pintados con tiza y carbón. De vez en cuando surgía del mundo subterráneo un espíritu de los antepasados, o
egwugwu
, que hablaba con voz temblorosa de fuera de este mundo e iba totalmente cubierto de rafia. Algunos de ellos eran muy violentos y a primera hora del día se había producido una estampida en busca de refugio cuando apareció uno con un machete muy afilado y a quien únicamente se le pudo impedir que hiciera daños importantes cuando dos hombres lo dominaron con ayuda de una cuerda fuerte que le ataron a la cintura. A veces se daba la vuelta y perseguía a aquellos hombres, que se echaban a correr para que no los matara. Pero siempre volvían a la larga cuerda que arrastraba detrás de él. Y él cantaba, con una voz aterradora, que le había entrado en el ojo Ekwensu, o el Espíritu del Mal.

Peto todavía faltaba por llegar el más temido de todos. Siempre iba solo y tenía la forma de un ataúd. Adondequiera que fuese dejaba en el aire un olor repulsivo, y estaba siempre rodeado de moscas. Hasta los mayores chamanes se echaban a correr cuando se acercaba éste. Hacía muchos años otro
egwugwu
había osado enfrentarse con él y se había quedado paralizado en el sitio dos días seguidos. Este espíritu tenía sólo una mano en la que llevaba un cesto lleno de agua.

Pero algunos de los
egwugwu
eran totalmente inofensivos. Uno de ellos era tan viejo y estaba tan enfermo que se apoyaba mucho en un bastón. Fue vacilante al lugar en que yacía el cadáver, lo contempló un momento y volvió a marcharse al mundo subterráneo.

La tierra de los vivientes no estaba muy alejada del dominio de los antepasados. Entre ambos mundos había constantes idas y venidas, especialmente en los festivales, y también cuando moría un anciano, porque los ancianos estaban muy cerca de los antepasados. La vida de un hombre, desde el nacimiento hasta la muerte, era una serie de ritos de transición que lo acercaban cada vez más a sus antepasados.

Ezeudu había sido el más anciano de su pueblo, y cuando murió no había más que tres hombres en todo el clan más viejos que él, y cuatro o cinco más que pertenecían a su grupo de edades. Cuando uno de aquellos ancianos aparecía en el grupo para bailar titubeante los pasos funerales de la tribu, los más jóvenes le cedían el terreno y se apaciguaba el tumulto.

Fue un gran funeral, como correspondía a un noble guerrero. Cuando fue cayendo la tarde aumentaron los gritos y los disparos de las escopetas, el blandir de los tambores y el blandir y el chocar de los machetes.

A lo largo de su vida, Ezeudu había tomado tres títulos. Era un logro poco común. En el clan no había más que cuatro títulos, y en cada generación sólo uno o dos hombres habían alcanzado jamás el cuarto y más elevado. Cuando lo hacían se convertían en señores del país. Como Ezeudu había tomado títulos, había que enterrarlo después del anochecer, con sólo una antorcha encendida para iluminar la ceremonia sagrada.

Pero antes de aquel rito silencioso y definitivo, el tumulto se multiplicó por diez. Sonaron violentos los tambores y los hombres saltaron frenéticos arriba y abajo. Por todas partes se dispararon escopetas y saltaron chispas mientras chocaban los machetes en saludos de guerreros. El aire se llenó de polvo y de olor a pólvora. Fue entonces cuando llegó el espíritu manco con un cesto lleno de agua. La gente le abrió paso por todas partes y disminuyó el ruido. Incluso el olor a pólvora quedó sofocado por el olor repulsivo que invadió todo el aire. El espíritu bailó unos pasos en dirección a los tambores funerarios y después fue a ver el cadáver.

— ¡Ezeudu! —exclamó con su voz gutural—. Si en vida hubieras sido pobre te habría pedido que fueras rico cuando vuelvas otra vez. Pero eras rico. Si hubieras sido un cobarde, te habría pedido que trajeras valor. Pero eras un guerrero indomable. Si hubieras muerto joven, te habría pedido que trajeras la vida. Pero has vivido mucho tiempo. Por eso te pido que vuelvas otra vez de la misma forma que lo hiciste antes. Si tu muerte ha sido obra de la naturaleza, vete en paz. Pero si te la causó un hombre, que no tenga ni un momento de descanso —bailó unos pasos más y se fue. Volvieron a empezar los tambores y el baile hasta llegar a un punto febril. Se acercaba la oscuridad, y con ella el entierro. Las escopetas dispararon el último saludo y el cañón desgarró el cielo. Y entonces, desde el centro de la furia delirante, llegó un grito de agonía y chillidos de terror. Era como si se hubiera hecho un encantamiento. Todo había quedado en silencio. En el centro de la multitud yacía un muchacho en un charco de sangre. Era el hijo de dieciséis años del muerto, que junto con sus hermanos y sus hermanastros había estado bailando la despedida tradicional de su padre. Había estallado la escopeta de Okonkwo y un pedazo de hierro le había penetrado en el corazón.

La confusión que siguió carecía de precedentes en la tradición de Umuofia. Las muertes violentas eran frecuentes, pero jamás había ocurrido nada así.

Lo único que podía hacer Okonkwo era huir del clan. El matar a un miembro del propio clan era un crimen contra la diosa de la tierra, y el hombre que cometía ese crimen había de huir del país. El crimen tenía dos sexos, el masculino y el femenino. Okonkwo había cometido el femenino, porque había sido sin querer. Al cabo de siete años podría regresar al clan.

Aquella noche reunió sus pertenencias más valiosas en hatillos. Sus esposas lloraron mucho y todos sus hijos lloraron con ellas sin saber por qué. Obierika y media docena más de amigos vinieron a ayudarlo y consolarlo. Cada uno de ellos hizo nueve o diez viajes para llevar los ñames de Okonkwo a almacenar en el granero de Obierika. Y antes de que cantara el gallo Okonkwo y su familia huyeron al país de su madre. Era una aldea llamada Mbanta, justo al lado de los límites de Mbaino.

En cuanto rompió el día un gran grupo de hombres del barrio de Ezeudu irrumpió en el recinto de Okonkwo. Todos iban vestidos con atanás de guerra. Incendiaron sus casas, demolieron sus muros rojos, mataron a sus animales y destruyeron su granero. Era la justicia de la diosa Tierra y ellos no eran más que sus mensajeros. En sus corazones no abrigaban odio a Okonkwo. Entre ellos iba Obierika, su mejor amigo. Se limitaban a purificar la tierra que Okonkwo había contaminado con la sangre de un 10 miembro del clan.

Obierika era un hombre que reflexionaba sobre las cosas. Cuando quedó realizada la voluntad de la diosa se sentó en su
obi
y lamentó la calamidad de su amigo. ¿Por qué tenía que padecer tanto un hombre por una falta que había cometido sin querer? Pero aunque estuvo mucho rato pensándolo, no halló respuesta. No logró más que meterse en complicaciones mayores. Recordó los dos gemelos que había tenido su mujer y a los que había echado al bosque. ¿Qué crimen habían cometido ellos? La Tierra había decretado que ofendían al país y que era necesario destruirlos. Y si el clan no imponía un castigo por una culpa contra la gran diosa, ésta descargaba su ira sobre el país y no sólo sobre el culpable. Como decían los ancianos, si un dedo se metía en el aceite manchaba a todos los demás.

PARTE II
Capítulo XIV

O
KONKWO
fue bien recibido por los parientes de su madre en Mbanta. El anciano que los recibió era el hermano más joven de su madre, que ahora era el miembro más anciano superviviente de la familia. Se llamaba Uchendu, y era él quien había recibido a la madre de Okonkwo veinte y diez años antes, cuando la habían traído desde Umuofia para enterrarla con su gente. Entonces Okonkwo no era más que un muchacho, y Uchendu todavía recordaba cómo había gritado la despedida tradicional: «Madre, madre, madre, te vas.»

Aquello había pasado hacía muchos años. Hoy Okonkwo no traía a su madre a casa para enterrarla con su gente. Traía a su familia de tres esposas y once hijos en busca de refugio en la patria de su madre. En cuanto lo vio Uchendu con su compañía triste y cansada supuso lo que había pasado y no hizo preguntas. Okonkwo no le contó todo lo ocurrido hasta el día siguiente. El anciano escuchó en silencio hasta el final y después, algo aliviado, dijo:

— Se trata de un
ochu
hembra — y organizó los ritos y los sacrificios necesarios.

A Okonkwo se le dio una parcela en la que construir su recinto y dos o tres campos que cultivar en la próxima estación de la siembra. Con la ayuda de los parientes de su madre se construyó un
obi
y tres cabañas para sus esposas. Después instaló su dios personal y los símbolos de sus antepasados. Cada uno de los cinco hijos de Uchendu aportó trescientos ñames de siembra para que su primo pudiera plantar los campos, pues en cuanto llegara la primera de las grandes lluvias empezaría el laboreo.

Por fin llegó la lluvia. Fue repentina y tremenda. Desde hacía dos o tres lunas el sol había ido poniéndose más fuerte, hasta que parecía que estuviera soplando un aliento de fuego sobre la tierra. Desde hacía tiempo la hierba estaba agostada y marrón, y bajo los pies parecía que no hubiese arena, sino carbón ardiente. Los árboles de hoja perenne tenían una capa polvorienta de color marrón. En los bosques habían callado los pájaros y el mundo yacía jadeante bajo el calor vibrante y vivo. Y entonces llegó el rugido del trueno. Fue un cañonazo aislado, metálico y sediento, no el zumbido profundo y líquido de la estación de las lluvias. Se levantó un ventarrón que llenó el aire de polvo. Las palmas ondulaban cuando el viento peinó sus hojas para convertirlas en crestas volantes, como un peinado exótico y fantástico.

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