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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (16 page)

—Es que uno de los enfermeros, antes de irse, va y le dice: «Cuídese, abuelo» —explicó Loli—. Y tú ya sabes cómo se toma mi padre estas cosas.

Matías continuaba desgañitándose, pero desde la llegada de Monroy parecía haberse tranquilizado. Tenía ascendiente sobre el anciano y decidió sacarle partido.

—Bueno, ya está, tigre. Que te vas a cargar a tu hija a disgustos. Tranquilízate un poco.

Matías dio un bufidito de resignación y se quedó tumbado. Loli aprovechó la tregua para levantarse.

—Eladio, voy un momento a tomarme una tila, que me la iba a preparar Gloria… No veas qué susto he pasado, mi niño… El descansillo lleno de sangre…

—No te preocupes, mi hija… —dijo, repentinamente tierno, Matías, tomándola de la mano, como si Loli, en lugar de cuarenta, tuviera cinco o seis años—. Si no es nada… Peores palizas me dieron a mí los grises…

Loli no soltó su mano, pero continuó hablándole a Monroy.

—Pachi viene para acá con los niños. Esta noche nos quedamos aquí.

—Pero si no hace falta, mujer —protestó Matías.

—¡Mira, papá: yo, esta noche, no te dejo solo! ¡Y punto!

Matías intentó decirle algo, pero Loli se fue, cerrando nuevamente la puerta tras de sí.

Monroy se le quedó mirando el cabello gris desordenado y la ceja abierta, con los puntos recién aplicados, cuyos contornos habían empezado ya a amoratarse.

—Muchas gracias, viejo —le dijo.

—Faltaba más, Eladio. Para eso estamos.

—Me dijeron que te portaste como un león.

—Le di a uno, Eladio. Le di —decía Matías, representando en el aire una coreografía de esgrima—. Le metí un bastonazo que casi le saco un ojo.

—Te tenías que haber quedado en casa, hombre. Con llamar a la policía ya hiciste bastante.

—Sí, pero es que no acababan de llegar. Sólo aparecen para joderte la vida. Cuando te hacen falta, nunca están. Y esa gente te estaba destrozando la casa. Si los llego a trincar bien… Pero el otro era rápido, cojones… Salió como de la nada… Y me metió con algo… Un puño americano de esos. Pero, como lo trinque, ya verás…

—¿Los pudiste ver?

Matías clavó la mirada en el armario. Luego hizo una mueca de impotencia, negando con la cabeza.

—Esa es la putada, hombre… Que me los pones delante y no los reconozco. Con los nervios…

Monroy comprendió.

—Primero los vi por la mirilla. Pero estaban de espaldas. Iban vestidos con chamarras de cuero.

—¿Con cazadoras?

—Sí. De ésas oscuras. Los cabrones te tenían vigilado.

—¿Cómo sabes eso?

—Porque ni siquiera llamaron al timbre. Tampoco llamaron al telefonillo. Tú sabes que el telefonillo de tu casa se oye desde aquí… O sea, que los muy cabrones sabían que no estabas.

—Bueno, olvídalo ya. Ya está. Y, oye, de verdad, muchas gracias, viejo. Pero, te voy a pedir un favor.

—Lo que haga falta, Eladio.

—Si vuelve a pasar alguna vez algo así, ni se te ocurra abrir la puerta. Que ahora tengo un cargo de conciencia de cojones. ¿Entendido?

—Me he ganado el periódico de hoy, ¿eh? —preguntó Matías con una risita carraspeante.

—Te has ganado el de todo el año. Con suplementos y coleccionable y todo.

* * *

—Vaya semanita que llevamos —dijo Monroy, sentado en el sofá de Gloria, un par de horas después, cuando ya se había acabado el jaleo de vecinos y policías y gestos de asombro y comentarios.

Se habían dado una ducha y, después de cenar unos bocadillos, se habían quedado allí, charlando, intentando asimilar lo ocurrido en las últimas horas.

—Por lo menos destrozar, lo que es destrozar, no han destrozado mucho.

—Hombre —repuso Gloria, intentando inútilmente limpiarse las gafas con la falda del albornoz—, un sofá y un colchón te vas a tener que comprar.

—Eso sí. Por suerte, me coge con perras.

Gloria encendió un cigarrillo e intentó llevar el agua a su molino.

—Pero ahora no me dirás que sigues pensando que todo esto es casualidad, ¿no?

Monroy se dijo que tenía que admitirlo. Demasiadas casualidades. Los que se habían cargado a Paco Ruiz iban buscando algo. Igual que los que habían entrado en su casa. No se le escapaba el hecho de todos los deuvedés y los discos de audio fuera de sus fundas, tirados por el suelo. Y en su ordenador también habían andado hurgando.

Se levantó. Cogió su ropa, que estaba sobre el otro sillón, y comenzó a vestirse.

—¿Adónde vas? —preguntó Gloria.

—Voy a mi casa. Tengo que coger un par de cosas. Ordenaré un poco, también.

—Ya ordenarás mañana, Eladio. Vamos a acostarnos.

—No. No creo que pueda dormirme todavía.

Gloria se disgustó. Monroy, antes de irse, le dio un abrazo. Luego la dejaría con la promesa de volver en una hora. Dos como mucho. Pero, por ahora, persistió en el abrazo, para aliviarla de tantos problemas en tan solo dos días. Y para aliviarse también él mismo. Estaba asustado. No sabía en qué podía parar todo aquello. Por eso, aquel abrazo no era sólo para consolar a Gloria. Un hombre se consuela exactamente igual que una mujer.

Guerra avisada no deja muertos

Entró en su casa sorteando el desaguisado. Fue a la cocina, que, al parecer, era el sitio más respetado por los intrusos, se sentó sobre el poyo y encendió un cigarrillo. El reloj de la cocina marcaba las once y cuarto.

Lo cierto es que no tenía que coger nada. Y tampoco quería poner orden en otro lugar que no fuera su mente. Necesitaba pensar en todo aquello porque, con toda seguridad, se había metido, sin tener la más mínima conciencia de ello, en un asunto que le venía grande. Muy grande.

Comenzó por los hechos evidentes: alguien muy peligroso estaba buscando algo. Y ese algo tenía la forma de un disco compacto. Era de suponer que ese disco que buscaban fuera otra copia del vídeo de García Medina con Ana Mari y Loreto.

Los tipos que se habían metido en su casa primero habían centrado su atención en su colección de deuvedés y en la de discos. Sólo después habían mirado en el ordenador. Más tarde, al no encontrar nada, habían buscado en la biblioteca (un disco digital puede ocultarse fácilmente entre las páginas o las tapas de un libro) y, finalmente, en cajones, armarios y fundas de muebles.

Evidentemente, nada encontraron porque él nada tenía. Si existía una octava copia, era el tal Paco Ruiz quien la tenía. Al tal Paco le habían sacado a hostias hasta la combinación de la caja fuerte. Y aquel hombre era un chulo y un chantajista, no un activista de la Resistencia Francesa, por lo que, en caso de haberlo tenido, les hubiera entregado el disco a la tercera o cuarta galleta.

No. Se estaba adelantando. No podía haber una octava copia del disco. Era una de las copias realizadas antes lo que estaban buscando. No obstante, de no haber sido entregadas el viernes todas las copias, él se hubiera enterado antes que nadie. Porque, después de todo, él era quien estaba llevando el asunto para García Medina y Ana María.

Él era, por así decirlo, su hombre de confianza en aquel tema. Su «tipo duro».

¿O acaso no? ¿Acaso realmente era otro, o, mejor dicho, eran otros los tipos duros de la familia Millonetis? En ese caso, a él se le habría utilizado como a los legionarios, como una especie de punta de lanza, de carne de cañón que se envía por delante por si algo sale mal.

Como un fogonazo, invadió su mente una rápida sucesión de imágenes que hasta ese momento parecían carecer de importancia.

De ser cierta esa teoría de que había tipos más duros que él en el asunto, había otra aparente casualidad que resultaría no ser tal. El jueves, junto al Saab de García Medina había un Opel Kadett de color gris. Y un Opel Kadett gris había dejado la plaza libre ante la salida de emergencia de Cuarenta Grados. Justo después, por otro lado, de que él señalara en aquella misma dirección.

O ese modelo estaba tirado de precio o se trataba del mismo coche. Esto es, los tipos que estaban allí el viernes por la noche estaban ya el jueves en casa de Ana Mari y debían ser, además, los que le habían hecho el destrozo en su propia casa. Al menos, ya tenía algo: un coche. Le habían seguido. En todo momento había estado sometido a vigilancia.

Se daba, además, un nuevo hecho que se le venía a la mente en ese mismo instante y que sugería que esa vigilancia se llevaba a cabo por cuenta de García Medina. Y era el siguiente: él, Monroy, le había dicho que pensaba llevar a un amigo para acompañarle. No le describió físicamente, por la sencilla razón de que en ese momento no sabía a quién iba a llevar. ¿Cómo era, entonces, que García Medina le había preguntado más tarde por su amigo,
el forzudo
?

Pero, se dijo por enésima vez antes de levantarse del poyo, él no tenía ninguna copia del disco.

* * *

El lunes amaneció como todos aquellos días: caluroso y plúmbeo. Gloria se fue a trabajar y Monroy se quedó desayunando. Después, bajó a comprar el periódico y lo hojeó, ante un café, en el bar Casablanca. Pasaba las páginas más rápidamente de lo habitual. Cumplía con el ritual porque se trataba de eso, de un ritual. Había algo en él, pese a su ateísmo, pese a su tendencia a lo laico que le hacía aferrarse a los pequeños rituales profanos como aquél.

Pero hoy tenía prisa por acabar y marcharse a casa. Se sentía nervioso e incómodo, allí, en el bar, cuando, sospechaba, en algún lado de aquella misma ciudad, unos tipos tramaban algo contra él.

—Buenos días por la mañana —escuchó gritar al Chapi, que entraba con su mugre y su sudor habituales—. Casi, un cortadito ahí, hombre —añadió, sentándose a la mesa en la que estaba Monroy.

Casimiro ni le miró. Dejó el mando a distancia a buen recaudo y empezó a manipular la cafetera.

—Bueno, ¿qué? —le dijo el Chapi a Monroy, que tampoco se había dignado a mirarlo.

Ahora alzó éste la vista desde el periódico y se le quedó mirando de forma inexpresiva.

—¿Qué de qué? —preguntó.

—Hombre, ya sabes —dijo el Chapi, comenzando a apagarse como un quinqué decorativo en plena crisis de la OPEP—. Lo de lo mío.

Con el fin de semana que había tenido, Monroy se había olvidado completamente de que tenía que arreglar cuentas con el Chapi.

Casimiro trajo el cortado del Chapi y le dijo que eran sesenta céntimos.

—Paga aquí, el amigo. ¿Y esa prisa por cobrar?

—Joder —respondió Casimiro—. ¿Tú sabes la cantidad de cortados de media mañana que me debes?

—Sí, pero vengo a comer todos los días el menú y te pago todos los viernes —se picó el Chapi, apoyando su uso del verbo «pagar» con unos golpecitos de nudillos sobre la superficie de la mesa.

—Sí. Los menús, sí. Pero los cortados, no.

—Joder, qué rata eres, tío. Con la pasta que uno se deja aquí.

—Las cosas como son, Chapi. Que yo estoy aquí para ganar perras. Que la amistad es una cosa y los negocios son otra.

—Está bien. Me los apuntas para la cuenta del viernes y te lo pago con los menús, joder —dijo el Chapi en voz alta para que Casimiro, que había vuelto a meterse en la barra en busca del mando a distancia, pudiera oírle. Después de una pausa, se lo pensó mejor y añadió—: ¡Rata!

—Caradura —respondió el tuerto sin molestarse en alzar la voz.

Monroy había vuelto a meter la cabeza en el periódico mientras se desarrollaba esta pequeña aclaración comercial. Ahora el Chapi estaba allí, expectante, esperando a que se efectuara la suya.

—Bueno, ¿entonces?

—Lo siento, tío. He tenido un fin de semana movidito. Luego voy al cajero y te llevo la pasta al taller.

—¿Movidito? —preguntó el Chapi, más tranquilo—. ¿Qué te pasó?

—Un poco de todo. Anoche se me metieron en casa.

—¿Otra vez? ¿Qué se te llevaron?

—Nada. Pero me hicieron el gran destrozo.

—Hijos de puta.

—Y lo peor es que Matías, el vecino, salió y le cascaron.

—¿Al viejito de al lado?

—Sí.

—Hijos de puta. Hijos de la gran puta. Yonquis de mierda… A todos estos, los cogía yo y…

—No, no eran yonquis, por lo visto —dijo Monroy.

—¿Los cogieron?

—No. Pero no eran yonquis. Según Matías, iban vestidos de puta madre.

—¿Y cómo está el viejito?

—Bien, dentro de lo que cabe. Le dieron tres puntos aquí —dijo Monroy señalándose la frente—. Podía haber sido peor. Pero jode, ¿no?

—Que si jode. Es una mierda, tío. Ya no se respeta nada. ¡Mariconas!

Monroy cerró el periódico, lo dobló y lo hizo a un lado.

—Hablando de otra cosa, ¿qué tal te va con Dudú?

—¿Con el negro? Bah, más o menos bien… —dijo el Chapi.

—¿Más o menos bien, cabrón? Te va de puta madre, que me lo han dicho.

El Chapi dedicó una mirada de desprecio a Casimiro, que les estaba escuchando pero se hacía el autista finlandés mientras zapeaba.

—Vale, vale… Tienes razón. Un tío cojonudo. Y trabaja como un negro —añadió, riéndose estúpidamente de su propio estúpido chiste.

Monroy se levantó.

—Bueno, voy a ir al cajero y te llevo la pasta al taller.

—Hombre, prisa no hay.

—Claro —dijo Monroy—. Pero mejor lo hago ahora, por si luego me lío. Además, así saludo a Dudú.

—Está bien —repuso el Chapi, levantándose a su vez. Pero, antes de irse, volvió sobre sus pasos y le preguntó—. Oye, Monroy, ¿te sabes el chiste de la viuda de Aznar en el entierro de George Bush?

—No —respondió Monroy.

—Yo tampoco. Pero empieza de puta madre, ¿no? —concluyó el Chapi cagándose de risa mientras salía del bar en dirección al taller.

Monroy meneó varias veces la cabeza. Luego salió, diciendo adiós a Casimiro con la mano. En la calle, se topó casi de bruces con Roque, que llevaba las cañas, una caja de aparejos y un cubo de plástico.

—Hombre, Monroy.

—¿Qué hay, Roquito? ¿A la pesca?

—Sí, tío. Me tomo un carajillo y me voy un ratito a la avenida, a echar un par de lances.

Roque iba a meterse en el bar, pero Monroy le retuvo.

—Roque, tengo que comentarte una cosa.

—Usted dirá, cristiano.

—No es para que te pongas paranoico, pero ten cuidado.

Roque frunció el ceño y le interrogó con la mirada.

—Vamos a ver —dijo Monroy buscando las palabras adecuadas—. Parece que alguien metió la gamba el viernes, después de todo. Y deben haber pensado que fui yo. Anoche se me metieron en casa.

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