Últimas tardes con Teresa (25 page)

Se miraba en los ojos de Teresa. Anochecía. Tras ella, más allá de la veranda, al fondo, las luces de la ciudad parpadeaban. Teresa bajó los ojos, pensativa, y recuperó sus gafas oscuras:

—Tienes que prestarme algún libro, Teresa —dijo él.

—Pues claro, cuando quieras. —No parecía muy interesada. Miró su reloj—. Es tarde. ¿Nos vamos? Como estás cerca de tu casa, te dejo aquí. ¿Te importa?

—Si no hay más remedio...

Al despedirse junto al coche, algo desconcertados (un lánguido apretón de manos, un expresivo silencio) los dos tenían ese aire desfallecido y blando, como después de una ducha caliente o de una fiesta juvenil, que nace de cierta sensación de no haber acertado con el peinado ni con el tema de conversación. “Qué aburrida es la vida ¿no? —dijo ella al sentarse al volante—. Echo de menos la playa, con este calor...” Cuando el coche arrancaba y Teresa volvió la cabeza para mirarle, Manolo agitó fervorosamente la mano vendada.

Nunca se había marchado.

Pero tenía la piel quemada y fuerte y una vaga pretensión marina;

haber estado en Cuba, por ejemplo, y volver rico.

Miguel Barceló

El misterio del vendaje heroico se llamaba Hortensia, más conocida en el barrio como la Jeringa, y también el olor a almendras amargas (unos caramelos medicinales procedentes de la farmacia donde trabajaba) que escapaba de los bolsillos de su bata blanca.

—¿Te gusta así, Manolo?

—Dale más vueltas, dale. Se podría infectar...

Cada tarde, después de almorzar, Manolo iba a su casa para que ella le cambiara el vendaje. La Jeringa era la sobrina del Cardenal; muchachita seria, de quince años, pálida, silenciosa, reservada, de ojos garzos y cabellos de un rubio sucio, sin luz. Hablaba poco y a trompicones, observaba las cosas con recelo, como si fuera corta de vista, y siempre iba sola. Según el Cardenal, había heredado la naturaleza torpe y aturdida de su madre. Pero estos ojos de ceniza y este pelo que hoy mostraba una extraña sequedad serena e inanimada, como de cardo, habían sido luminosos y por lo visto era verdad, como decía su tío, que quien tuvo retuvo, porque últimamente Manolo no hacía más que mirar aquel rostro sin saber qué le atraía en él, hasta que un día, mientras ella le vendaba la mano, descubrió de pronto lo mucho que se parecía (y de qué extraña, inquietante manera) a Teresa Serrat. Y lo curioso para él era que, conociendo a Hortensia desde mucho antes, no hubiese hecho esta observación a la inversa: es decir, que lo lógico habría sido que Teresa le recordara a la sobrina del Cardenal. ¿Por qué no había sido así?

Cuando el murciano empezó a frecuentar la casa del Cardenal, Hortensia tenía nueve años. Jugaba con ella en el jardín, la llevaba a pasear al Parque Güell y la dejaba montar en las bicicletas de alquiler. Esta ocupación, a la que él se entregó en cuerpo y alma —no dudando en convertirse en niñera, como más tarde no dudaría en robar un tocadiscos y la primera motocicleta con tal de ganarse el afecto y la confianza del Cardenal— complació grandemente a la chiquilla excepto en los momentos en que él, por un exceso de celo en su afán de seducir al viejo (cuya vulnerable pupila de cordera solitaria ya se había turbado varias veces ante el paso elástico del cachorro) la utilizaba para jugar extrañamente en presencia de su tío. Hortensia acababa llorando. ¿Adivinaba ya entonces sus ansias de vuelo, leía en su rostro las futuras traiciones? Por ejemplo: en verano solían bañarse en el lavadero, hoy seco y lleno de piedras y trapos calcinados, que había al fondo del jardín; a la niña le encantaba que Manolo vaciara cubos de agua en su cabeza, chapoteaban y jugaban a pelearse, y su amiguito resultaba muy gracioso cuando se dejaba “ahogar”. Pero pronto su tío adquirió la costumbre de presenciar aquellos inocentes juegos de espuma y bronce: desde el cenador destartalado, sentado en el frágil sillón de mimbres color naranja, con su batín raído y las dos manos apoyadas en el puño marfileño del bastón, el Cardenal les observaba en silencio con sus nostálgicos ojos de bailarín retirado, a través de una bruma luminosa, decoroso y correcto, considerando inefables signos —la gracia repentinamente felina de un miembro, el elástico destello bajo una axila, la vida efímera de un músculo dorsal— con la alta dignidad de un maestro de ballet que indagara futuras glorias en el juvenil ramillete de sus alumnas. Y Manolo, habitualmente tierno con la niña, empezó a manejarla desconsideradamente, igual que ella manejaba una muñeca vieja delante de su tío cuando quería obtener otra nueva. Se veía empujada, arrinconada. “¡Mira, Cardenal, mira!”, le oía ella gritar, y le veía lanzarse al agua desde la tapia, por encima de su cabeza —su cuerpo ágil y bruñido parecía inmovilizarse en el aire durante unos segundos, reluciendo al sol como la figura de una medalla— y luego volvía a surgir impetuosamente para montar encima de ella y abrazarla con fuerza, hasta hacerle daño, buscándole las cosquillas, turbándola con mordiscos, retorciéndose, jadeando juntos, componiendo mil figuras y actitudes, aviesamente pero por supuesto sin lascivia. En medio de su entusiasmo improvisador —haciendo, tragar agua a la niña, sin querer, haciéndola llorar— él recreaba inocentemente, como podría hacerlo una muchachita que coquetea de una manera un tanto descarada, todo un mundo lejano y perdido para siempre en honor de alguien que agonizaba allí mismo, a unos metros, bajo las largas pestañas que simulaban desdeñar un sueño adolescente por tardío (el anhelante fluir del río de la Plata, las brillantes lenguas de sol en la piel joven, los gritos alegres y lejanos de otro verano perdido en el tiempo), ahora escuchando ya solamente el latido agónico de su viejo corazón abandonado, el Cardenal, gran señor, que había de darle al murciano la llave de la ciudad y del porvenir.

—Extiende la mano. Así. ¿Duele?

—No, no...

Fue seguramente por aquel entonces cuando empezó a ponérsele esta escarcha rencorosa en los ojos y esta tristeza en el pelo. Vivía con su tío desde que nació, en esta vieja torre algo despegada del barrio, hundida en un recodo de la colina, y nadie parecía saber gran cosa de los dos. ¿Era realmente la hija de una hermana del Cardenal que murió de parto en la primavera de 1943, en un hospital, al nacer ella? ¿O era cierto, como pretendían otros, que su madre había huido con un joven gallego íntimo amigo del Cardenal, abandonando la niña al cuidado de éste? En el barrio, donde el humor flotaba de cintura para abajo, como el gas (“¡Qué bajada de pantalones!”, fue la expresión favorita durante mucho tiempo) se hicieron toda clase de conjeturas, algunas de las cuales llegaron a oídos de Manolo considerablemente evolucionadas. “Piensa mal y acertarás”, le habían dicho en el bar Delicias, que en muchos aspectos era ciertamente un bar de cabreros. Manolo tenía entonces quince años, le gustaba hacerse el inocente delante del Cardenal. En cierta ocasión le dijo: “¿Es verdad que has vivido en Buenos Aires?”. “Sí”, sonrió el viejo. “¿Y que fuiste el pianista de Carlos Gardel?” La digna cabeza del Cardenal osciló ligeramente, como por efecto de un estremecimiento dorsal. “Tal vez, tal vez” (no hay que decir que lo de Gardel era una aportación personal del chico a la leyenda, que pretendía que el gallego fue anticuario y pianista en la Argentina). “¿Y que has tenido mucho dinero y te lo has pasado en grande, Cardenal, también es verdad?” “Tampoco es mentira, hijo”, contestó el viejo zorro de voz purpurada. Antes, a Manolo le gustaba mucho oírle hablar: la seda roja y negra de ciertos lazos amistosos tiempo ha rotos, una ternura indefinible por los amigos perdidos a medias en la memoria del tiempo, a medias conocidos, a medias comprendidos, una añoranza, una vaga cuita no sólo por todo lo que hemos hecho en este mundo, sino más bien por todo aquello que no hemos hecho y que tal vez no lograremos hacer jamás, aleteaba siempre en sus palabras igual que un pajarillo enjaulado. A ratos era algo casi solemne en el tono, como en el porte, que sabía ser altivo y humilde a la vez. Quizá por eso le llamaban el Cardenal.

Pero eso era antes. En el Carmelo el viejo pasó muchos apuros, vinieron tiempos malos, que de noche eran más o menos soportables, pero no de día: a veces, de madrugada, se le veía por las calles del barrio camino de su casa, casi irreconocible de vencido, triste y deslucido que iba, apoyado en su bastón; también esto debió hacer que los ojos de Hortensia se quedaran turbios y sin color, velados por el pasmo que al principio le producían aquellas caras siempre distintas pero tan parecidas: llegaban con algún objeto para vender, alborotando, riendo, ella oía ruido de motos desde la cama, eran caras juveniles y anodinas, ángeles nocturnos y efímeros que irrumpían en su cuarto y le sonreían y que al día siguiente, mientras su tío aún dormía, se marchaban con un frío extrañamente animal y repentino en el cuerpo, después de tomarse con prisas un café recalentado en la cocina. ¿Fue entonces cuando se estropearon sus ojos y su pelo? Con toscos jerseys y botas destrozadas, a los doce años su cuerpo pegó un estirón extraño y decisivo. Iba a un colegio de monjas de la calle Escorial, que la tenían todo el día y le daban de comer por una peseta. Al atardecer, al llegar a casa, se encontraba con nuevos objetos robados y con entrevistas cada vez más secretas. Su tío la mandaba al jardín. Allí se encogía de hombros, paseaba por los borrados senderos de rojos ladrillos, entre aborrecidas florecillas silvestres, cuyos nombres ignoraba, y sonreía, conversaba (¿de qué, con quién?): toda la tristeza del jardín abandonado, del barrio entero, toda la tristeza de la colina inútilmente soleada, vanamente recortada sobre el jubiloso cielo azul, toda la pena suburbana de todos los días se humedecía entonces en la ceniza apagada de sus ojos. Un día vio a Manolo acercarse a la verja con un enorme tocadiscos en los brazos y no quiso dejarle entrar. “¿Ya no somos amigos, Hortensia?”, preguntó él. “Yo no tengo amigos.” Entonces él urdió rápidamente una historia: había comprado aquel tocadiscos para ella, para regalárselo, para bailar y divertirse juntos toda la vida. Era otra de sus perrerías: se servía de ella para sus fines, una vez más —y la luz que vio en sus ojos fue, quizá, pensándolo ahora, la última que él recordaba—: la niña le abrió la verja, le condujo ante su tío y entonces le oyó decir: “Es para ti, Cardenal. ¿Te gusta?” Ella estuvo un mes sin dirigirle la palabra. Tiempo después, algunas veces, en invierno, cuando él se pasaba tardes enteras en el bar Delicias jugando a las cartas cerca de la estufa con los viejos, la veía entrar y pedir un café con leche en el mostrador; bebía muy despacio, de pie, con sus ojos vacíos entornados y fijos en la mesa de juego, mirándole por encima de los bordes de la taza (él siempre temía que acabara estrellándola contra el suelo, en casa lo hacía a menudo) y finalmente se acercaba a él para decirle: “De prisa, mi tío quiere verte”, y al salir juntos a la calle añadía: “No es verdad”, y escapaba corriendo. Otras veces, cuando sí era verdad, se limitaba a seguirle a un metro de distancia, repitiendo una y otra vez: “Manolo, ¿cuándo me llevarás a pasear en moto?”. Correr con él, rodear fuertemente su cintura con los brazos, pegar la mejilla a su espalda y ver su corbata flotando ante sus ojos, los cabellos al viento... “Mañana”, decía él. Pero esta promesa tampoco la había cumplido.

—Si la gasa te aprieta demasiado, dilo.

—No, no. Está muy bien.

Él nunca pensó que fuese fea, pero tampoco tuvo conciencia de que podía haber sido bonita ni en qué estilo. Ahora que conocía a Teresa, lo sabía: Hortensia era algo así como un esbozo, un dibujo inacabado y mal hecho de Teresa. Bastaba mirarla entornando los párpados: lo que se veía entre ellos, envuelto en una luz lechosa, era como una fotografía desenfocada de la hermosa rubia, un delicioso rostro gatuno sin facciones y con la lánguida melena trigueña (sí, el aire de aquella Teresa enmarcada en la mesilla de noche de Maruja, junto a su automóvil), la silueta borrosa, casi fantasmal, de aquella otra personalidad luminosa y feliz que florece espontáneamente en los barrios residenciales y que aquí, en el Carmelo, por alguna razón no había tenido tiempo o medios de realizarse. Versión degradada de la bella universitaria, imitación híbrida, descolorida, frustrada o tal vez envilecida, estar hoy junto a ella era como estar junto a una planta aromática y medicinal. A Manolo no le gustaban sus caramelos, pero cierto viejo sentimiento de culpabilidad (enraizado en los juegos de espuma y bronce del lavadero), cierto sentido cordial de la compensación le obligaba a aceptárselos cada vez que ella le vendaba la mano, inclinada ante él, muy atenta en su trabajo su frente era deliciosamente combada, y algo, una cualidad artificial de muñeca, la misma extraña sequedad del pelo hacía que su melena pareciese postiza, era una melena suelta cuyo color podía haber sido dorado. Una pelusilla sedosa estrechaba su frente, y aunque en algunos momentos —según diera la luz en sus pupilas— sus ojos podían parecer azules, era siempre un azul impuro, anacarado y de vida efímera.

—¿Quieres caramelos?

—Bueno.

Ya casi había terminado de vendarle la mano. Estaban sentados en el diván del comedor, junto al maletín escolar que ella utilizaba a modo de botiquín. La muchacha levantó un instante sus ojos y le miró: sus delicadas aletas nasales tenían, como las de Teresa, una extraña vida anhelante, y, como en ella, llamaba la atención la pueril solemnidad de sus pómulos altos. El sol inundaba la galería que daba al jardín, a su espalda. En el jardín había dos eucaliptos, un naranjo que daba un pequeño fruto amarillento y áspero, y un cerezo que florecía en febrero. A Manolo siempre le había gustado mucho la torre del Cardenal, era grande, de techos altos, silenciosa; algunas habitaciones oscuras y poco ventiladas, que apenas se usaban, algunos cajones abiertos al azar, guardaban todavía un confuso aroma a estuche forrado de terciopelo, aquel arcano olor a ricos que él recordaba del palacio de los Salvatierra en Ronda. Arriba había una habitación empapelada, la de Hortensia, y hubo un tiempo en que la casa estaba llena de espejos, viejos espejos salpicados y con una nube ciega, y pesadas cortinas, sordas alfombras, curiosos objetos de adorno y muebles de todas clases (que de un tiempo a esta parte iban desapareciendo) más bien pesados y viejos, y el Cardenal tenía radio en casi todas las habitaciones, además de máquina de afeitar, nevera y tocadiscos. Pero actualmente, a causa sin duda de haber vendido muchas cosas y tener otras dispuestas para lo mismo (había objetos empaquetados y maletas abiertas en algunos rincones) la casa producía una fría sensación de provisionalidad, tenía el aspecto de la mudanza que precede al vacío.

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