Últimas tardes con Teresa (4 page)

Es el Pijoaparte. Ha mandado a un chiquillo a por un paquete de “Chester” en el bar Delicias. Mientras espera se arregla el nudo de la corbata y los blancos puños de la camisa. Viste el mismo traje que la víspera, zapatos de verano, calados, y corbata y pañuelo del mismo color, azul pálido. Unas risas ahogadas le llegan por la espalda: tras él, en la esquina de la calle Pasteur, un grupo de muchachos de su edad le observa hablando por lo bajo. Cuando él se vuelve y les mira, las cabezas giran todas hacia un lado como por efecto de un golpe de viento.

Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas bajo la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras. Pintadas con tiernos colores, su altura sobrepasa apenas la cabeza de un hombre y están dispuestas en hileras que apuntan hacia el mar, formando callecitas de tierra limpia, barrida y regada con esmero. Algunas tienen pequeños patios donde crece una parra. Abajo, al fondo, la ciudad se estira hacia las inmensidades cerúleas del Mediterráneo bajo brumas y rumores sordos de industrial fatiga, asoman las botellas grises de la Sagrada Familia, las torres del Hospital de San Pablo y, más lejos, las negras agujas de la Catedral, el casco antiguo: un coágulo de sombras. El puerto y el horizonte del mar cierran el borroso panorama, y las torres metálicas del transbordador, la silueta agresiva de Montjuich. La casa del muchacho es la segunda de la hilera de la derecha, al borde de las últimas estribaciones de la colina. Vive con su hermano mayor y su cuñada y cuatro chiquillos endiablados. La casa fue del suegro, un viejo mecánico del Perchel, que llegó aquí con su hija en una de las primeras grandes oleadas migratorias de 1941, después de perder a su mujer y haber podido salvar los útiles de trabajo y algunos ahorros. Construyó la casita con sus manos y compró un pequeño cobertizo en lo alto de la carretera, entre una panadería y lo que hoy es el bar Pibe, convirtiéndolo en taller de reparación de bicicletas. Según todas las apariencias, el negocio no podía ir peor. El viejo murió después de ver casada a su hija, una rolliza delicuescente de mirada cálida y sumisa, y después de haberle enseñado el oficio a su yerno, natural de Ronda, que había conocido a la muchacha trabajando en unos autos de choque durante la Fiesta Mayor de Gracia. El rondeño heredó el modesto negocio y una sorpresa mayúscula: los ingresos no provenían en realidad del taller, sino de cierto individuo de aspecto distinguido y palabra fácil, eclesiástica, que en el barrio llamaban el Cardenal y que resultó ser el comprador de todas las motocicletas que un mozalbete prematuramente envejecido y taciturno del Guinardó llevaba al taller, siempre de noche; motos cuya procedencia y ulterior destino, después de desguazadas en el taller y una vez en manos del Cardenal, el viejo mecánico del Perchel reveló a su yerno el día antes de entregarle a su hija, con el risueño embarazo de quien ofrece un regalo de bodas evidentemente superior a sus medios. A trancas y barrancas, con períodos de inactividad que amenazaban el cierre del minúsculo taller, y otros de euforia (cuatro: de ellos nacieron los cuatro hijos) el negocio clandestino de las motocicletas robadas siguió adelante, aunque nunca produjo lo suficiente para que el mecánico y su familia pudieran cambiar de vivienda y de barrio. Eran tiempos difíciles. Otros golfos más o menos delicados y juncales (seleccionaba el Cardenal) fueron sucediéndose en las entregas cuando el del Guinardó emigró a Francia. Eran de barrios alejados y de grandes zonas suburbanas, de Verdum, de la Trinidad, de Torre Baró. Nunca hubo más de dos a la vez, el Cardenal no lo permitía. En el otoño de 1952, cuando el Pijoaparte se presentó inesperadamente en el Monte Carmelo, pidiendo hospitalidad a su hermano, el negocio tomó un impulso decisivo por motivos de pura seducción personal, a la cual el Cardenal era particularmente sensible. Pero todo esto no se vio claro hasta más adelante.

—Ahí tienes, Manolo —dijo una voz infantil a su lado.

Le dio al niño una rubia de propina y se guardó el paquete de “Chester”. Mientras bajaba por la ladera oía silbar y estallar en lo alto, en el límpido cielo azul de la tarde, los cohetes sobrantes de alguna verbena de la víspera.

A las seis estaba en el bar Escocés de la calle Mandri. No había casi nadie. Esperó a la muchacha durante tres horas. Deprimido y decepcionado, regresó a casa.

A mediados de septiembre de aquel mismo año, él y un compinche suyo, también del Carmelo, fueron a bañarse con dos muchachas a una playa situada cerca de Blanes. Era un domingo. Partieron muy de mañana, con las motocicletas y las cestas de la comida. Por vez primera en su vida, el Pijoaparte se concedía una aventura erótica con una chica del barrio, concesión inesperada y en la que sus amigos creían ver un principio de decadencia.

Abandonando la carretera general, cuatro kilómetros después de Blanes, se habían internado por un camino de carro que conducía a la playa cruzando una finca particular. Iban con el motor en ralentí, deslizándose suavemente sobre el polvo. El Pijoaparte no hizo caso del letrero que advertía:
Camino particular. Prohibido el paso.

—¡A la mierda con sus letreritos! —exclamó—. ¿Cómo diablos quieren que lleguemos a la playa? ¿En helicóptero?

—¡Eso, eso!

Tras él, siguiéndole a cierta distancia, su amigo se reía por lo bajo. Se llamaba Bernardo Sans. Era un muchacho de corta estatura, fuerte, de ojos pequeños y perezosos materialmente pegados a una enorme nariz y con una mandíbula saliente y un poco torcida que daba a su rostro un aire bondadoso y tristón. El Sans admiraba a su amigo y se habría dejado matar por él. Era el séptimo hijo de un gitano catalán que se había hecho muy popular en Gracia esquilando caballos. La chica que llevaba en el asiento trasero era su novia, la Rosa, rechoncha y de piernas cortas, cara de luna y senos superdesarrollados.

El camino les condujo hasta la parte de atrás de una antigua Villa, enorme y silenciosa, y tuvieron que desviarse hacia la izquierda. Derribaron con las motos la valla que rodeaba un pinar y escogieron un sitio sombreado a poca distancia de la arena. Al principio, sus miradas se vieron constantemente atraídas por la gran Villa de ladrillo rojo que se alzaba majestuosa a unos doscientos metros, frente al mar, con las paredes cubiertas de yedra. Era una vieja edificación de principios de siglo, cuyas dos torres rematadas por conos pizarrosos le daban un aire de castillo medieval a pesar de algunas reformas; una terraza construida en uno de los flancos comunicaba con las rocas que se hincaban en el mar; en las rocas habían labrado unos escalones que conducían a un embarcadero, donde se veía un fuera-borda amarrado.

Comprobaron que no eran los primeros en invadir aquella propiedad privada: la valla estaba rota y entre los pinos había restos de comida y envoltorios de papel sucios de aceite. Pero no se veía a nadie, y la misma excitación producida por la confusa idea de hallarse bajo la poderosa mano de algún feudo, les incitó, por pura expansión nerviosa, a derribar unos metros más de valla.

—¡
Collons
, tú, no habría que dejar ni rastro! —decía el Sans.

El Pijoaparte guardaba silencio. Las muchachas, que ya se habían desnudado, consiguieron finalmente hacerles desistir de su obra destructora al echárseles encima riendo y reclamar con sus cuerpos una justa y merecida atención. Después de desayunar se bañaron, jugaron a la pelota y corrieron por la desierta playa. De vez en cuando la brisa les traía una música lejana, escapada sin duda de la Villa. El Pijoaparte se aburrió en seguida: vagaba por la orilla del mar o bien se internaba en el bosque, sin avisar, y no aparecía hasta el cabo de media hora. Contrarió su actitud, pero no extrañó: de un tiempo a esta parte se le veía fácilmente irritable y entregado a la reflexión. De cuando en cuando se tumbaba en la arena, apartado de todos, con las manos bajo la nuca.

Lola, su pareja, no consiguió más que ponerle de peor humor con sus preguntas amables y su desmedido afán de agradar y ser útil, pero no sirviéndose de su anatomía (que es lo único que las niñas del Carmelo pueden y deben ofrecer si de verdad quieren ayudar en algo, según la opinión del murciano), sino de su pobre inteligencia. Por si fuera poco, había adivinado ya que la chica no tragaba. Era amiga de la novia de Bernardo Sans y vivía también en el Carmelo, pero el Pijoaparte apenas si había reparado nunca en ella. No le gustaba. Había consentido en llevarla consigo a instancias del Sans, quien se la había recomendado asegurándole que la chica estaba en su punto. Pero cuando por la tarde, después de comer, cada uno escogió un sitio discreto bajo los pinos y se tumbó con su chica, él pudo confirmar su sospecha de que tenía entre las manos esa materia resistente, terca, ancestral, herencia de convicciones que se abisman en las profundas simas de una invencible desconfianza, esa extraña materia que informa, desde hace cuánto tiempo, las tres cuartas partes de la hembra que, en un país meridional, aspira a un bienestar de clase media: el miedo a los cuerpos.

Además, no paraba de hablar:

—No, no es que no quiera —decía con su voz aguda, tendida de lado junto a él y vigilando distraídamente las manos que la acariciaban—, no es eso, es que soy así, y no creas que no me gustas, siempre me has gustado... Te veía pasar por delante de casa todas las noches, sobre todo este invierno último, cuando ibas camino del bar, y siempre pensaba que eras diferente de los demás, no sólo más guapo, no sé, diferente, a pesar de que tú también juegas a las cartas con los viejos en el bar Delicias los domingos, en vez de ir al baile, a pesar de todo lo que se dice de ti en el barrio, y de tus amigos el Sans y otros, que vendéis motos robadas y desvalijáis coches y que tu hermano os ayuda en el taller de bicicletas, ya verás lo que os va a pasar un día, ya verás, eso dicen, porque ¿de dónde sacáis el dinero? No es que me importe, pero así es, el dinero no es fácil ganarlo y tú nunca has trabajado que yo sepa, sólo un poco cuando llegaste del pueblo, en el taller de tu hermano, y ya te digo, no es que me importe... Por favor, eso no, ahí no, no está bien... Mucho dinero has tenido a veces, no digas ahora que es mentira, y tanto dinero no se gana trabajando honradamente... —Calló un rato, ante el suspiro de fastidio de él, y se subió, una vez más, los tirantes del traje de baño; él esperó diez segundos y se los volvió a bajar, sin muchas esperanzas: la Lola era una de esas mujeres de carnes hipocondríacas, blandas y tristes, muertas, que parecen muy manoseadas aunque nunca lo han sido y cuya expresión de asco, profundamente grabada en sus rostros hinchados y beatíficos, proviene no de la práctica excesiva del amor, sino precisamente de no haber hecho jamás el amor: es su expresión una mezcla de hastío, de dulzura y de remilgo, como si constantemente captaran con la nariz un olor pestilente pero de alguna manera beneficioso para su alma, o su egoísmo, o como quiera que se llame eso que las mantiene firmes en su soledad animal durante toda la vida.— Y no es que quiera meterme en lo tuyo, Manolo, en serio, yo no soy una chafardera, pregunta a quien quieras, pero también se habla de ti y de esa chica tan antipática, la Hortensia, la sobrina del Cardenal, siempre estás metido en su casa, ¿qué te dan?, aunque yo creo que no es por ella, sino por su tío y los asuntos que os traéis entre manos, vaya tío raro ése también, se ve que pasó algo entre él y Luis Polo, aquel chico gallego que iba en tu pandilla y que dicen que la policía le pilló robando en el coche de un extranjero mientras tú escapabas de milagro, eso dicen en el barrio; un sábado fui al cine con la Rosa, Bernardo y ella estaban reñidos aquel día y ella no hacía más que llorar y me lo contó todo... ¡ay, no seas bruto, que me haces daño...! —Se tapó el pecho con los brazos, notaba aún los dientes de él, pero no recogió la mirada anhelante ni la ternura de su mano acariciando su pelo, de modo que siguió hablando—: ¿Lo ves?, todos sois iguales, y luego qué, también de eso os cansáis,... qué haces, por favor...— Su voz perdía firmeza, se fue haciendo líquida—. Eso no, sabía que pasaría eso... ¿Qué vas a pensar de una chica que se deja...? Pero dime, ¿estas motos también son robadas? Aunque a ti por lo menos nunca te he visto borracho ni haciendo gamberradas por el barrio, es la verdad, las cosas como sean... Eso no, te digo. ¿Cómo puedes pensar que yo..., dónde crees que tiene una la honra?

Él la soltó. Había tanta inercia y tanto miedo en aquel cuerpo, su entrepierna estaba tan helada... Se ladeó apretando los dientes con rabia, deslizando la espalda sobre las agujas de pino. Por encima de su cabeza, en las ramas, cantaba un gorrión. “Vaya sitio para guardar la honra”, pensó. El sol le daba ahora de lleno en los ojos, y, entornando los párpados, quiso resistir la cegadora luz hasta que se le saltaron las lágrimas. “Perra vida. Dinero, dinero, y no tengo más que diez cochinas pesetas en el bolsillo, todo lo que me queda del último transistor, y lo peor es que Bernardo no espabila, está bien cogido esta vez, va listo, la Rosa tiene más huevos que él y cómo le ha cambiado al chaval, le hace cantar de plano y luego va y se lo cuenta todo a esta golfa que se hace la estrecha, y ya todo el barrio lo sabe, me van a oír, me cago en sus muertos...!”

Se incorporó de un salto. Cogió una naranja de la cesta de las chicas.

—¿Adónde vas? —preguntó la Lola. De repente tenía el miedo metido en los ojos—. ¿Qué vas a hacer? ¿Te has enfadado?...

El Pijoaparte se alejó entre los pinos hacia donde se habían tumbado el Sans y su novia. Les oyó reírse. El Sans estaba bocabajo y ella a su lado, le hacía cosquillas en la espalda con una rama de romero. “¡Bernardo!”, gritó él. Apoyó el hombro en el tronco de un pino y empezó a pelar la naranja. “Ven aquí, tengo que hablar contigo.” “¿Ahora?” “Sí, ahora.” El Sans se incorporó a medias y de mala gana. Su novia hizo un mohín de fastidio, pero no se atrevió a mirar al Pijoaparte: era un oscuro temor el que la obligó a taparse rápidamente con algo de ropa, no la vergüenza de mostrarse desnuda; no era la primera vez que el murciano la sorprendía así, y desde luego el muchacho no era lo que se dice un extraño, sino el mejor amigo de Bernardo, aunque su mirada sí lo era a veces: aún sin verla (ella no se atrevía ahora a levantar la suya), la notaba recorriendo su cuerpo sin admiración ni mucho menos deseos, sino como un insulto, como un reproche dirigido a lo que esta desnudez representaba para Bernardo. La Rosa siempre le había inquietado, sobre todo por algo ingrato que había en su boca, como un amago de codicia; boca amarga y sin color, gruesa, dura como un músculo. Tenía turbios ojos de humo y los hombros lechosos y llenos de pecas. En traje de baño mostraba un cuerpo bonito, de cintura insospechadamente grácil, pero demasiado fofo y blanco, con esa blancura viscosa de las patatas peladas: había en todo él como una cachondez efímera, provisional, amenazada por el derrumbamiento más o menos próximo causado por la gordura, la virtud o el mismo miserable régimen de vida que la había deformado en el barrio. Ahora, en tono de reproche, murmuró: “Podrías avisar por lo menos, ¿no?”. Él siguió pelando la naranja y nada dijo. Siempre supo que aquellos inmensos pechos redondos y ciegos, pintados con dos flores moradas y casi metálicas que le miraban a uno fijamente como unas gafas de sol, poseían algún secreto y terrible poder de destrucción: una vaga fisonomía bélica, mortífera, aniquiladora, que le dejaba a uno indefenso como si se hallara ante una infernal máquina de guerra que avanzara sembrando el caos y la muerte. Mientras tanto, el Sans se había incorporado un poco más y le miraba apoyándose en un codo, con la cabeza torcida a un lado y una dolorida mueca en los labios: él mismo parecía ya mortalmente herido.

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