Read Último intento Online

Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

Último intento (43 page)

—¿Qué aspecto tiene la llave de la casa? —Pregunto y siento que Jay me mira fijo.

—Es sólo una llave de bronce. Una llave de tipo común.

—El tenía una llave de acero inoxidable en el bolsillo de los shorts —digo—. En ella están escritos los números dos-tres-tres con marcador indeleble.

La agente Mclntyre frunce el entrecejo. No sabe nada sobre eso.

—Bueno, eso sí que es extraño. No tengo idea de a qué pertenece esa llave —contesta.

—Así que tenemos que suponer que lo llevaron a alguna parte —dice Marino—. Lo ataron, lo amordazaron, lo torturaron y después lo llevaron en auto a Richmond y lo arrojaron en la calle, en uno de nuestros proyectos más bellos, Mosby Court.

—¿La zona de fuerte tráfico de drogas? —Le pregunta Pruett.

—Sí, claro. Estos proyectos tienen que ver con el desarrollo económico. Armas y drogas. —Marino conoce bien su zona. —Pero la otra cosa linda acerca de lugares como Mosby Court es que la gente nunca ve nada. Si uno quiere arrojar allí un cadáver, no importa si en ese mismo lugar hay como cincuenta personas paradas; enseguida desarrollan una ceguera transitoria y amnesia.

—Alguien familiarizado con Richmond, entonces. —Finalmente Stanfield da su opinión.

Mclntyre tiene los ojos abiertos de par en par y una expresión sorprendida en el rostro.

—Ignoraba lo de la tortura —me dice. Su actitud profesional se desmorona como un árbol a punto de desplomarse.

Describo las quemaduras de Barbosa y entro a detallar las quemaduras que también tenía Matos. Hablo de las pruebas de ataduras y mordazas y, después, Marino habla de los pitones que había en el cielo raso del motel. Todos los presentes imaginan el cuadro. Cada uno puede imaginar lo que les hicieron a estos dos hombres. Nos vemos obligados a sospechar que la misma persona o personas están involucradas en esas muertes. Pero esto no nos dice quién ni por qué. No sabemos adonde llevaron a Barbosa, pero yo tengo cierta idea al respecto.

—Cuando vuelvas allá con Vander —Le digo a Marino—, creo que deberías revisar las otras habitaciones para ver si alguna otra tiene también pitones en el cielo raso.

—Así lo haré. Igual tengo que volver allá —dice y consulta su reloj.

—¿Hoy mismo? —Le pregunta Jay.

—Sí.

—¿Tiene usted alguna razón para pensar que Mitch fue drogado como el primer individuo? —me pregunta Pruett.

—No encontré ninguna marca de agujas —respondo—. Pero ya veremos lo que aparece en los resultados de los exámenes de tóxicos.

—Dios —murmura Mclntyre.

—¿Y los dos tenían los pantalones mojados? —dice Stanfield—. ¿Eso no ocurre cuando la gente muere? ¿Que pierden el control de la vejiga y se mojan en los pantalones? En otras palabras, ¿no es algo natural?

—No puedo decir que la pérdida de orina sea algo raro. Pero el primer hombre, Matos, se quitó la ropa. Estaba desnudo. Parecería que se mojó los pantalones y después se desnudó.

—De modo que eso fue antes de que lo quemaran —dice Stanfield.

—Supongo que sí. No fue quemado a través de la ropa —contesto—. Es muy posible que las dos víctimas hayan perdido el control de la vejiga debido al miedo, al pánico. Cuando uno se asusta mucho, se moja en los pantalones.

—Dios —repite Mclntyre.

—Y cuando se ve que algún imbécil atornilla pitones en el cielo raso y enchufa una pistola de calor, eso es más que suficiente para provocar un miedo terrible. —Marino ilustra la situación en detalle. —Uno sabe perfectamente bien lo que le va a suceder.

—¡Dios! —exclama Mclntyre—. ¿A qué demonios nos enfrentamos? —Sus ojos parecen lanzar llamaradas de furia. Silencio.

—¿Por qué demonios habría alguien de hacerle algo
así
a Mitch? Y, ojo, no era que él no tuviera cuidado, que estuviera dispuesto a subirse al auto de otra persona o incluso de acercarse a algún desconocido que tratara de detenerlo en el camino.

Stanfield dice:

—Me hace pensar en Vietnam, en la forma en que les hacían cosas a los prisioneros de guerra, los torturaban y los hacían hablar.

Hacer hablar a alguien puede, por cierto, ser una razón para la tortura. Respondo a lo que Stanfield acaba de decir:

—Pero produce también una oleada de poder. Algunas personas se dedican a torturar porque eso los excita.

—¿Usted cree que eso se aplica a estos casos? —me pregunta Pruett.

—No tengo cómo saberlo. —Le pregunto entonces a Mclntyre: —Vi una caña de pescar cuando subía por la escalera.

La reacción de ella es de confusión. Pero después entiende a qué me refiero.

—Sí, claro. A Mitch le gusta pescar.

—¿Por esta zona?

—En un arroyo que hay cerca del College Landing Park. Miro a Marino. Ese arroyo en particular se encuentra en un extremo del sector boscoso del camping del Motel Fort James.

—¿Alguna vez Mitch le mencionó el motel que está allá junto a ese arroyo? —Le pregunta Marino.

—Yo sólo sé que le gustaba pescar allí.

—¿Él conocía a la mujer que maneja el motel? ¿Bev Kiffin? ¿Y su marido? ¿O quizá ustedes dos lo conocen puesto que él trabaja en Overland? —Le pregunta Marino a Mclntyre.

—Bueno, sé que Mitch solía conversar con los hijos de esa mujer. Ella tiene dos muchachitos y a veces ellos estaban allá pescando cuando Mitch también lo hacía. Él decía que les tenía un poco de lástima porque el padre de los chicos nunca estaba con ellos. Pero no conozco a nadie de apellido Kiffin en la compañía de transportes, y yo les llevo los libros.

—¿Puede verificarlo? —Pregunta Jay.

—A lo mejor el apellido de él es diferente del de ella.

—Sí.

Ella asiente.

—¿Recuerda cuándo fue la última vez que Mitch fue a pescar allá? —Le pregunta Marino.

—Justo antes de que empezara a nevar —contesta ella—. Hasta ese momento el clima era muy bueno.

—En el descanso vi también un poco de cambio, dos botellas de cerveza y algunos cigarros —digo—. Al lado de la caña de pescar.

—¿Está segura de que él no fue a pescar allá desde que nevó? —Marino pesca lo que estoy pensando.

La expresión de los ojos de la mujer indica que no está segura. Yo me pregunto cuánto sabe en realidad acerca de su novio, el agente encubierto.

—¿En ese motel se realiza alguna actividad ilegal de la que usted y Mitch estén enterados? —Le pregunta Marino.

Mclntyre sacude la cabeza.

—Él nunca me mencionó nada de eso. Su única conexión con ese lugar era la pesca y mostrarse agradable con los dos muchachitos, si es que llegaba a verlos.

—¿Sólo si se aparecían allí cuando él estaba pescando? —Marino sigue insistiendo. —¿Tiene alguna razón para pensar que tal vez Mitch se acercó alguna vez a la casa para saludarlos?

Ella vacila.

—¿Mitch era un tipo generoso?

—Oh, sí —dice ella—. Muy generoso. Es posible que se hubiera acercado a la casa, yo no lo sé. Él les tiene cariño a los chicos. Les tenía cariño. —De nuevo se desmorona y, al mismo tiempo, hierve de rabia.

—¿Cómo se presentaba él a la gente de los alrededores? ¿Decía que era un chofer de camión? ¿Qué comentaba con respecto a usted? ¿Se suponía que usted era una mujer de carrera? En realidad, ustedes dos no eran novios. Eso era parte de la fachada, ¿no es así? —Marino se propone algo. Está inclinado hacia adelante, los brazos alrededor de las rodillas, y mira fijo a Jilison Mclntyre. Cuando se pone así, suele disparar preguntas con tanta rapidez que con frecuencia la gente no tiene tiempo de contestárselas. Entonces las personas se confunden y dicen cosas que después lamentan. Es precisamente eso lo que ella hace en este momento.

—Mire, yo no soy sospechosa —Salta ella—. Y no sé adonde quiere ir a parar usted en lo relativo a nuestra relación. Era profesional. Pero no se puede evitar estar cerca de una persona cuando se vive en la misma casa y se tiene que actuar como si tuviéramos algo que ver, hacer que las demás personas creyeran que teníamos algo.

—Pero ustedes no tenían una relación afectiva —dice Marino—. O, al menos él no estaba con usted. Ustedes dos realizaban una tarea, ¿verdad? O sea que, si él quería prestarle atención a una mujer solitaria con dos lindos hijos, podía hacerlo. —Marino se echa hacia atrás en su silla. En el cuarto reina tanto silencio que parece zumbar.—El problema es que Mitch no debería haber hecho eso. Era peligroso y directamente estúpido a la luz de su situación. ¿Él era uno de esos tipos a los que les cuesta mantener los pantalones puestos?

Ella no le contesta y las lágrimas brotan de sus ojos.

—¿Saben una cosa? —Marino pasea la vista por la habitación. —Bien podría ser que Mitch estuviera envuelto en algo que no tiene nada que ver con la operación encubierta de aquí. El lugar equivocado, el momento equivocado. Pescó algo que no era lo que buscaba.

—¿Tiene usted alguna idea de dónde se encontraba Mitch a las tres de la tarde del miércoles, cuando Matos se registró en el motel y el fuego comenzó? —Stanfield comienza a colocar las piezas en su lugar. —¿Estaba aquí o en alguna otra parte?

—No, no estaba aquí —dice ella con voz casi inaudible y se seca los ojos con un pañuelo de papel. —Se había ido. No sé adonde.

Marino pone cara de disgusto. No hace falta que diga nada. Se supone que los compañeros de una operación encubierta deben saber siempre dónde está el otro, y si la agente Mclntyre no siempre sabía dónde estaba el agente especial Barbosa, entonces él estaba metido en algo que quizá no tenía nada que ver con la investigación de ambos.

—Sé que usted no quiere ni siquiera pensarlo, Jilison —Continúa Marino en un tono menos agresivo—, pero Mitch fue torturado y asesinado, ¿sí? Quiero decir, el tipo estaba muerto de miedo. Literalmente. Lo que le estaban haciendo era algo tan terrible que tuvo un infarto. Y se mojó los pantalones. Lo llevaron a alguna parte, lo ataron, lo amordazaron y le pusieron una llave en el bolsillo. ¿Para qué? ¿Por qué? ¿Estaba metido en algo que nosotros deberíamos saber, Jilison? ¿Él pescaba algo más que róbalos allá en el arroyo, junto al camping?

Ahora las lágrimas surcan las mejillas de Mclntyre. Se las seca con el pañuelo de papel y se suena la nariz.

—Le gustaba beber y andar con mujeres —dice—. ¿Está bien? —¿Alguna vez él salió por la noche para ir de taberna en taberna y esa clase de cosas? —Le pregunta Pruett. Ella asiente.

—Era parte de su fachada. Usted lo vio… —Enseguida me mira. —Usted lo vio. El pelo teñido, el aro, todo lo demás. Mitch desempeñaba el papel de, bueno, cíe un tipo juerguista al que le gustaban las mujeres. Nunca simuló ser, bueno, fiel conmigo, con su supuesta novia. Era parte de su papel. Pero también, él era así. Sí, a mí me preocupaba, ¿está bien? Pero Mitch era así. Era un buen agente. No creo que hiciera nada deshonesto, si eso es lo que me preguntan. Pero tampoco me contaba todo lo que hacía. Por ejemplo, si descubrió algo en el camping, podría haber comenzado a husmear por allí. Es posible que lo hiciera. —Sin decírselo a usted —Confirma Marino. Ella vuelve a asentir.

—Y yo también había salido a hacer mis cosas. No es como si yo hubiera estado cada minuto esperándolo. Yo estaba trabajando en la oficina de Overland, medio día. Así que no siempre sabíamos dónde estaba el otro a cada hora de cada día.

—Le diré una cosa —Decide Marino—. Mitch dio con algo. Y me estoy preguntando si no estaría en el motel más o menos a la hora en que se presentó Matos, y es posible que Mitch haya tenido la mala suerte de estar por allí durante la actividad desplegada por Matos, sea lo que fuere. Tal vez las cosas son así de simples. Alguien cree que él vio algo, supo algo, entonces se apodera de él y le aplica el tratamiento. Nadie lo discute. De hecho, la teoría de Marino es la única que, hasta el momento, tiene algún sentido.

—Lo cual nos lleva de vuelta a lo que Matos hacía aquí —Comenta Pruett.

Miro a Stanfield, quien no está atento a la conversación. Está pálido y muy nervioso. Me mira y enseguida aparta la vista. Varias veces se moja los labios y tose.

—Detective Stanfield —me siento obligada a decirle frente a todos—. Por el amor de Dios, no le cuente nada de esto a su cuñado.—En sus ojos brilla la furia. Lo he humillado y no me importa. —Por favor —Agrego.

—¿Quiere saber la verdad? —me contesta, muy enojado—. Yo no quiero tener nada que ver con esto. —Lentamente se pone de pie, pasea la vista por la habitación y parpadea—. No sé de qué se trata esto, pero no quiero tener nada que ver. Ustedes, los federales, ya están metidos hasta la verija, así que pueden quedarse con todo. Yo me abro. —Asiente. —Sí, oyeron bien, me abro.

Para nuestra sorpresa, el detective Stanfield se desploma. Cae tan fuerte que toda la habitación se sacude. Yo me pongo de pie de un salto. Gracias a Dios, respira. Su pulso enloqueció, pero no sufre un paro cardíaco ni nada que ponga en peligro su vida. Sencillamente se desmayó. Le reviso la cabeza para asegurarme de que no se lesionó. Está bien. Recupera el conocimiento. Marino y yo lo ayudamos a ponerse de pie y lo trasladamos al sofá. Lo hago acostarse y le pongo varios almohadones debajo de la nuca. Más que nada, se siente muy avergonzado.

—Detective Stanfield, ¿es usted diabético? —Le pregunto—. ¿Sufre algún trastorno cardíaco?

—Si tan sólo me consiguiera una Coca Cola o algo, me vendría muy bien —dice con voz débil.

Yo me paro y me dirijo a la cocina.

—Veré qué puedo hacer —digo, como si viviera allí. De la heladera saco jugo de naranja. Encuentro manteca de maní en un gabinete y tomo una buena cucharada. Cuando miro las toallas de papel advierto junto al horno un frasco con receta médica. En la etiqueta figura el nombre de Mitch Barbosa. Tomaba el antidepresivo Prozac. Cuando vuelvo al living le digo algo de esto a Mclntyre y ella nos dice que Barbosa comenzó a tomar Prozac siete meses antes porque sufría de ansiedad y depresión, que él pensaba se debía a la actividad encubierta y al estrés, agrega ella.

—Muy interesante —es todo lo que se le ocurre decir a Marino. —¿Usted dijo que iba a volver al motel cuando se fuera de aquí? —Le pregunta Jay a Marino.

—Sí. Vander irá a ver si tenemos suerte con las huellas. —¿Huellas? —murmura Stanfield desde su lecho de enfermo.

—Por Dios, Stanfield —Salta Marino, exasperado—. ¿No te enseñan nada en la escuela de detectives? ¿O conseguiste adelantar varios grados gracias a tu maldito cuñado?

—Si quiere saber la verdad, es un maldito cuñado. —Lo dice con voz tan lastimera y con tanto candor que todos se echan a reír. Stanfield se anima un poco y se incorpora más contra los almohadones. —Y usted tiene razón —dice y me mira—. Yo no debería haberle dicho nada sobre este caso. Y no le diré nada más, ni una palabra, porque para él todo es politiquería. No fui yo el que empezó con este asunto de Jamestown, para que lo sepa.

Other books

Beyond Seduction by Emma Holly
I SHALL FIND YOU by Ony Bond
Hidden Voices by Pat Lowery Collins
Lime Street Blues by Maureen Lee
Dee's Hard Limits by Trinity Blacio
The Other Child by Lucy Atkins
The Suicide Club by Rhys Thomas
The Go-Go Years by John Brooks
B00JX4CVBU EBOK by Peter Joison