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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (4 page)

Elin se detuvo, se llevó la mano a la espalda, que tenía dolorida, y se quedó mirándola un buen rato antes de contestar.

—No lo sé —respondió—. El mar es como un lago inmenso, creo. Tendrá olas, eso seguro. Pero no sabría contestarte si corre como un río.

—Sin embargo Renström debió de contártelo, ¿no? Él hizo una travesía por mar, según decía.

—Quizá no era del todo verdad. Seguramente, todo lo que Renström decía sucedía sólo en su cabeza, y del mar no dijo nunca nada salvo que era grande.

Elin se inclinó para recoger unas ramas que habían cortado. Hanna no quería rendirse todavía. Un niño dejaba de preguntar cuando notaba que debía hacerlo, pero ella ya era adulta y podía permitirse continuar.

—No tengo la más remota idea de lo que me espera —dijo—. ¿Viviré en una casa con otras personas? ¿Tendré que compartir cama con alguien?

Con un gesto de exasperación, Elin dejó unas ramas cortadas en el cesto de corteza de abedul.

—Preguntas demasiado —le dijo—. No sé qué te espera allí, pero aquí no te espera nada. Allí, al menos, hay gente que puede ayudarte.

—Yo sólo quiero saber —insistió Hanna.

—No preguntes más —respondió Elin—. Me pesa la cabeza de tanta pregunta. Y no tengo respuesta.

Regresaron en silencio a la casa, donde el humo ascendía escaso hacia el pálido cielo. Olaus y Vera habían estado ocupándose del fuego; Elin y Hanna se mantenían lo bastante cerca como para poder subirse a una roca de vez en cuando y echarle una ojeada a la chimenea para comprobar que el fuego no se había extinguido. O peor aún: que se había extendido fuera del hogar y con sus llamas empezaba a golpearlo todo a su alrededor como un desquiciado.

Por las noches nevaba, todas las mañanas se encontraban con la helada. Pero la gran nevada, la que nunca duraba menos de tres días, no había llegado aún arrastrándose a escondidas por los montes occidentales. Y Hanna sabía que, sin nieve sobre la que poder arrastrar el trineo, éste nunca llegaría cruzando el bosque desde los caminos más al sur.

Pero unos días después por fin llegó la nevada. Como solía suceder, sobrevino sigilosa durante la noche. Cuando Hanna se levantó para encender el fuego, encontró a Elin mirando por la puerta entreabierta.

Estaba inmóvil, vigilante. Fuera, la tierra se había vuelto blanca. La nieve se había amontonado aquí y allá al pie de la fachada de la casa. Hanna vio huellas de corneja y quizá también de algún ratón y de una liebre.

Seguía nevando.

—Esta nieve cuajará —dijo Elin—. Ha llegado el invierno. No volveremos a ver la tierra desnuda hasta la primavera, a finales de mayo, primeros de junio.

Continuó nevando a lo largo de toda la semana siguiente. Al principio el frío no era tan intenso, tan sólo unos pocos grados bajo cero. Pero cuando cesó la nevada, el cielo se despejó y se impuso un frío helador.

Tenían un termómetro que Renström había comprado en algún mercado hacía mucho. ¿O lo habría ganado, puesto que era muy fuerte, echando un pulso con los brazos o con los dedos? El termómetro podía fijarse en la pared exterior. Pero lo trataban con mucho cuidado, pues existía el riesgo de que algún imprudente rompiera el tubito que contenía el mercurio, aquella sustancia tan peligrosa.

Elin lo sacó a la nieve y lo colocó en el lado en que siempre daba sombra. Ahora que había llegado el frío de verdad estuvieron a treinta grados bajo cero durante tres días seguidos.

Durante los días más fríos, no hacían otra cosa que mantener el fuego, procurar que la vaca y las dos cabras tuviesen algo que llevarse a la boca y comer lo poco que tenían. Invertían todas sus energías en mantener el frío fuera.

Cuando la temperatura bajaba un grado, era como si una fuerza enemiga los tuviese cada vez más sitiados.

Hanna se dio cuenta de que Elin tenía miedo. ¿Qué ocurriría si algo llegaba a romperse?

¿Una ventana, una pared? No tenían dónde refugiarse, salvo el pequeño aprisco en el que guardaban a los animales. Pero ellos también pasaban frío y allí no era posible encender ningún fuego.

Durante aquellos días de frío, Hanna presintió por primera vez que el cambio tal vez implicase algo más. Una abertura en un bosque grande y oscuro donde la luz del sol iluminaba súbitamente un claro inesperado. Una vida que tal vez fuese mejor que aquélla, rodeada de los ejércitos de la penuria y del frío. De repente el miedo a lo desconocido se convirtió al mismo tiempo en la añoranza de lo que quizá la estuviese esperando. Más allá de los bosques, de las colinas ondulantes del sudeste.

Sin embargo, nada le dijo a Elin de todo aquello, sino que guardó silencio acerca de aquella nostalgia suya indefinida.

9

El 17 de diciembre, poco después de las dos y media de la tarde, se oyó el resonar de las campanillas en el bosque. Fue Vera quien distinguió el relinchar del caballo. Había salido a comprobar si las gallinas habían puesto algún huevo a pesar del invierno. Y cuando, con las manos vacías, volvía por el estrecho pasadizo que habían abierto entre paredes de nieve de un metro de altura, oyó la campanilla. Elin y Hanna salieron en cuanto Vera las llamó. Ya se había aplacado el frío más crudo, y, tras unos días de deshielo, una capa de blanca nieve en polvo se había extendido sobre la dura costra de hielo.

La campanilla se aproximaba paulatinamente, luego divisaron el caballo, más negro que un trol o que un oso en el lindero del bosque. El cochero, envuelto en pieles, tiró de las riendas y se detuvo justo delante de la cabaña, cubierta de nieve y de miseria.

Para entonces, Elin ya había pronunciado aquellas palabras liberadoras que Hanna esperaba.

—Es Jonathan Forsman.

—¿Cómo lo sabes?

—Nadie posee un caballo tan negro. Y nadie viene envuelto en tantas pieles.

Hanna pudo comprobarlo cuando el hombre del trineo se levantó y entró en la cabaña. Iba arropado con pieles de oso y de lobo, en el trineo se sentaba sobre una piel de reno y llevaba al cuello la de un zorro rojo. Cuando se liberó de todas aquellas pieles chorreantes de nieve y de sudor, fue como ver aparecer a un hombre que hubiese pasado demasiado tiempo junto a una hoguera. Tenía la cara barbuda y rubicunda, el pelo empapado de sudor pegado a la frente. Pero Hanna comprendió enseguida que Elin tenía razón. Era amable, se sentó en un taburete junto al fuego y le regaló a Elin un libro de salmos que había comprado en Röros.

—Está en noruego —dijo—. Pero tiene una hermosa encuadernación en piel auténtica, y si limpias los herrajes, verás cómo brillan. Además, tú no sabes leer, Elin Renström. ¿O me equivoco?

—Sé distinguir las letras —contestó Elin—. Si a eso se le puede llamar saber leer, entonces sé leer.

Por la noche, cuando los pequeños se habían dormido, Elin abordó la cuestión del viaje de Hanna. Se sentaron junto al fuego. Jonathan Forsman posó las manos enormes sobre las rodillas. Antes de que los niños se durmieran había entonado un salmo con voz quebrada. Hanna jamás había oído a nadie cantar así. El sacerdote que oficiaba en Ljungdalen tenía la voz escuálida y chillona. Cada vez que comenzaba un salmo sonaba como si alguien lo estuviese pellizcando. En cambio, allí tenían a un hombre que cantaba de tal modo que incluso el frío que crujía en las paredes parecía enmudecer.

Elin le explicó la situación sin ambages. En pocas palabras, no hacían falta más.

—¿Puede ir Hanna contigo? —preguntó—. Va a Sundsvall, a casa de unos familiares que se harán cargo de ella.

Jonathan Forsman escuchaba pensativo.

—¿Estás segura? —preguntó.

—¿Por qué no iba a estarlo? ¿De qué debería dudar?

—De que la familia la acoja. ¿Son Renström, por parte de padre?

—Por parte de madre, son Wallén. Si hubieran sido Renström, no se me habría ocurrido mandarla.

—¿Y la esperan?

—No saben que es ella, sólo saben que irá uno de los niños. Es lo que acordamos cuando hablamos la última vez.

Jonathan Forsman se quedó un buen rato mirándose las manos.

—¿Cuánto hace de eso? —preguntó después—. ¿Cuánto hace que hablaste con ellos?

—Hará cuatro años en primavera.

—En tanto tiempo pueden haber ocurrido muchas cosas —dijo Jonathan Forsman—. Pero me la llevaré. Esperemos que haya alguien allí que quiera quedarse con ella.

—No creo que se hayan muerto todos en cuatro años —dijo Elin con firmeza—. A menos que haya cundido una epidemia en la montaña que no nos haya llegado aquí, claro.

Jonathan Forsman miró a Hanna por primera vez, con expresión grave.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Acabo de cumplir dieciocho años.

Jonathan Forsman asintió. No formuló más preguntas. El fuego seguía ardiendo.

Aquella noche, Jonathan Forsman durmió en el suelo, junto a la hoguera. Extendió las pieles, se tumbó y se abrigó sólo con la piel de reno. Al caballo lo habían metido como habían podido en el aprisco, con la vaca y las cabras.

Hanna estuvo un buen rato despierta. Desde que su padre murió no había dormido en casa ningún hombre. Ahora tenían allí de nuevo a alguien que roncaba y resoplaba en sueños.

Forsman respiraba gimiendo mientras dormía, como si arrastrara una carga muy pesada.

Al día siguiente empezaron a caer del cielo unos copos solitarios. El mercurio indicaba dos grados bajo cero. Poco después de las ocho de la mañana, Hanna se acomodó en el trineo con los dos hatillos que Elin le había preparado. Se había abrigado con todo lo que tenía a su alcance y Jonathan Forsman la abrigó más aún, hasta que apenas podía moverse.

Sus hermanos se despidieron de ella llorando mientras Hanna los abrazaba, primero de uno en uno y luego todos a la vez.

Pero a Elin le estrechó la mano, simplemente. Así estaban las cosas. Hanna había decidido no mirar atrás en cuanto se sentara en el trineo. Sin embargo, se echó a llorar por dentro cuando Jonathan Forsman hizo restallar el látigo y el caballo negro comenzó a correr tirando del trineo. Pero lo ocultó. Se lo ocultó a todos.

Cuando se marchó, pensó en su padre. Era como si también él estuviera allí, junto a Elin, viéndola partir.

Había regresado expresamente para aquel momento. Quería participar en la despedida.

Corría el año 1903, cuando la gran hambruna volvió a arrasar el norte de Suecia.

10

Tardarían cinco días en cubrir con el trineo la distancia que separaba Ljungdalen de la costa. Jonathan Forsman se lo había dicho a Elin, casi como si le estuviese haciendo una promesa.

—Más no se tarda —le aseguró—. Las condiciones son excelentes para el trineo y yo no tengo muchos asuntos que nos retrasen. Nos detendremos sólo para comer y dormir. Iremos siguiendo el río, luego nos desviaremos hacia el norte y pondremos rumbo a Sundsvall a través de las grandes extensiones de bosque. Cinco días, no más.

Pero el viaje en trineo duró más. El segundo día, antes de que hubiesen alcanzado el bosque que constituía la frontera entre Jämtland y Härjedalen, estalló súbitamente una tormenta de nieve procedente del este, una circunstancia que Forsman no había previsto. El cielo estaba despejado, el día era frío, el piso excelente. Pero de pronto las nubes se confabularon. Hasta el caballo, que se llamaba
Antero
, empezó a mostrarse inquieto.

Se detuvieron en una hospedería de Överhogdal y Hanna tuvo que dormir con las criadas de la pensión. Pero a la hora de comer pudo sentarse a la misma mesa que Jonathan Forsman y le sirvieron la comida igual que a él. Aquello no le había ocurrido jamás en la vida.

—Continuaremos mañana —dijo Forsman después de bendecir la mesa no sin comprobar que Hanna cruzaba las manos durante la plegaria.

Pero aquella noche, la tormenta tomó rumbo norte y decidió quedarse. No cedió la fuerza del viento, ni la intensidad de la tormenta. Y se vieron aislados por la nieve en la triste hospedería. En menos de cuatro horas cayó medio metro de nieve y el viento la amontonaba aquí y allá hasta el punto de que, en ciertos lugares, los cúmulos helados alcanzaban hasta los caballetes del tejado.

La tarde del décimo cuarto día de viaje, a la hora del breve ocaso invernal, llegaron por fin a Sundsvall. Hanna había ido contando los días, pero no advirtió que aquella noche era la de Fin de Año. Al día siguiente estarían en 1904.

Para Jonathan Forsman, la llegada del nuevo año parecía revestir una especial importancia. Espoleaba al caballo, porque no quería seguir en la ciudad antes de que llegase la medianoche. El fin de año nunca fue para Hanna una fecha señalada. Por lo general, recibía el año nuevo durmiendo. No era capaz de recordar si su padre o Elin consideraban la entrada del año como algo extraordinario que debieran aguardar con expectación o celebrar en modo alguno.

Celebrar en compañía la Nochebuena o el día de Navidad tenía menor significado para Forsman, si es que tenía alguno. Lo importante era empezar un nuevo año.

El largo viaje en trineo transcurrió en silencio a través de bosques y plantaciones. De vez en cuando, Jonathan Forsman le gritaba algo al caballo, pero con Hanna no cruzó una palabra. Iba sentado en el trineo delante de ella como un muro altísimo.

Aquel último día de viaje, en cambio, fue distinto. Forsman se volvía de vez en cuando para gritarle algún comentario, y ella le devolvía a gritos sus respuestas, tan alto como era capaz, para que él pudiera oírla.

Jonathan Forsman veía algo sagrado en el año nuevo.

—Dios ha creado el año nuevo para que pensemos en el tiempo que ha transcurrido y en el tiempo que nos espera —gritó mirando hacia atrás.

Antes de ver la luz, la noche de Año Nuevo se entregaba a celebraciones paganas. Fundía plomo e intentaba leer el futuro en el bloque solidificado. Y jamás se había atrevido a acercarse siquiera al nuevo año sin estar borracho de verdad.

Ahora, en cambio, vivía en la luz, seguía gritando.

—Ya no hay nada que me atemorice.

Cuando llegaron a Sundsvall, hallaron la ciudad envuelta en frío y en negrura. Ya en las afueras Forsman tiró fuerte de las riendas. Lo que fuera que Hanna hubiese imaginado, no tendría ocasión de verlo en aquel momento. Prácticamente todo era nuevo para ella cuando por fin pudo zafarse de las pieles y salir del trineo.

La casa de Jonathan Forsman era de piedra y constaba de dos plantas impresionantes. Cuando frenó el trineo ante la puerta, empezó a salir gente de la cabaña de la servidumbre. Uno se hizo cargo de
Antera
, otro del trineo, y lo que quedaba de las pieles y demás mercancías lo trasladaron al interior de la casa. Hanna estaba desconcertada por el trajín que desplegaban a su alrededor todas aquellas personas desconocidas que la miraban con curiosidad, a veces con descaro, otras, a hurtadillas. Estaba acostumbrada a conocer a los extraños de uno en uno. A veces eran vagabundos que se perdían por la orilla del río; en otras ocasiones, viajeros solitarios o leñadores que volvían del bosque con hachas y sierras y que aparecían en compañía de su padre. Pero nunca así, una avalancha de desconocidos.

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