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Authors: Arthur Machen

Tags: #Fantástico

Un fragmento de vida (2 page)

—Ven a mi madriguera —dijo Wilson—. No, por aquí, por la parte trasera. Y enseñó a Darnell otro ingenioso artificio mediante el cual, con sólo rozar el picaporte de la puerta lateral, se disparaba violentamente un timbre agudísimo en la casa. Pero Wilson lo empuñó tan enérgicamente que el timbre sonó como una alarma enloquecida y la criada, que estaba en el dormitorio probándose ropa de su señora, se asomó de un salto a la ventana y a continuación le dio una especie de ataque de baile histérico. El domingo siguiente por la mañana se encontraron trozos de escayola encima de la mesa del cuarto de estar y Wilson escribió una carta al
Fulham Chronicle
atribuyendo el hecho a «algún fenómeno de índole sísmica».

Pero en aquel momento aún ignoraba las consecuencias de su invento, por lo que condujo solemnemente a su visitante hacia la parte posterior de la casa. Allí había un rectángulo de césped, que empezaba a adquirir cierto color amarillento, sobre un fondo de arbustos. En medio del césped había un niño de pie. Tendría nueve o diez años, estaba solo y poseía cierta distinción.

—El mayor —dijo Wilson—. Havelock. Hola, Lockie, ¿qué haces? ¿Dónde están tu hermano y tu hermana?

El muchacho no era nada tímido. Parecía deseoso de explicar el curso de los acontecimientos.

—Estoy jugando a que soy Dios —dijo con interesante franqueza—. Y he mandado a Fergus y a Janet al Infierno, que es ahí en los arbustos. Y ya nunca volverán a salir. Y se están quemando para siempre jamás.

—¿Qué te parece? —dijo Wilson con admiración—. No está mal para un chiquillo de nueve años, ¿eh? En la escuela dominical se habla mucho de él. Pero vamos a mi madriguera.

La madriguera era una habitación añadida a la fachada posterior de la casa. Había sido concebida como cocina trasera y lavadero, pero Wilson había tapado las cañerías con visillos de muselina y el fregadero con planchas de madera para que le sirviera de banco de carpintero.

—Cómodo, ¿verdad? —dijo, empujando hacia Darnell una de las dos sillas de mimbre.— Éste es mi sitio de pensar, ¿sabes? Es muy tranquilo. Vamos a ver, ¿que me decías de muebles? ¿Quieres amueblar la habitación por todo lo alto?

—No, en absoluto. Al revés. En realidad no sé si tendremos bastante dinero. La habitación vacía tiene tres por cuatro metros y una ventana que da a poniente. Creo que, si
pudiéramos,
quedaría más alegre amueblada. Además, es agradable poder invitar a alguien; por ejemplo, a nuestra tía, la Sra. Nixon. Pero está acostumbrada a vivir en ambientes bonitos y elegantes.

—¿Y cuánto te piensas gastar?

—Bueno, pues no creo que debamos gastarnos mucho más de diez libras. No es suficiente, ¿verdad?

Wilson se levantó y cerró la puerta de la cocina trasera con un gesto impresionante.

—Mira —dijo—. Me alegro de que hayas acudido primero a mí. Ahora dime: ¿adónde habías pensado ir tú a comprar los muebles?

—Bueno, pues… yo había pensado ir a Hampstead Road —dijo Darnell, titubeando.

—Estaba seguro de que me lo ibas a decir. Pero ahora te pregunto yo: ¿qué ventajas tienen esas tiendas caras del West End? Allí no creas que pagas más porque te dan mejor calidad, sino por el lujo de comprar en un sitio de moda.

—Sin embargo, he visto cosas muy bonitas en Samuel‘s. En esas tiendas de lujo los artículos están muy bien acabados. Estuvimos allí cuando nos casamos.

—Exactamente, y pagasteis un diez por ciento más de lo necesario. Eso es tirar el dinero. ¿Y cuánto dices que te quieres gastar? Diez libras. Pues yo puedo decirte dónde conseguir un dormitorio precioso, con un acabado perfecto, por seis libras diez. ¿Qué te parece? Loza incluida, fíjate; y una alfombra de colores vivos te costará sólo quince chelines seis peniques. Mira: cualquier sábado por la tarde te vas a Dick’s, en Seven Sisters Road, dices que vas de mi parte y preguntas por el Sr. Johnston. El dormitorio es de color ceniza. Lo llaman «Isabelino». Seis libras con diez, loza incluida, y una de sus alfombras «Oriente» de tres por tres metros, por quince y seis. Dick’s.

Wilson se extendió con cierta elocuencia sobre el tema del mobiliario. Hizo constar que los tiempos habían cambiado y que el recargado estilo antiguo estaba completamente pasado de moda.

—Ya no es como aquellos tiempos —dijo— en que la gente compraba cosas para que duraran cientos de años. Mira, justo antes de que mi esposa y yo nos casáramos, se murió un tío mío del norte y me dejó sus muebles. Precisamente estaba yo pensando entonces en amueblar la casa y me dije que la cosa me venía de perilla. Pero te aseguro que no encontré ni un solo artículo que me apeteciera para mi casa. Todo era de caoba, oscuro, deslucido, estanterías y escritorios enormes, mesas y sillas con garras en las patas. Como le dije a mi esposa (o que pronto lo sería), «lo que queremos no es exactamente instalar una cámara de horrores, ¿verdad?». Conque lo vendí todo por lo que me dieron. Debo confesar que me gustan las habitaciones alegres.

Darnell observó que había oído decir que a los artistas les gustaban los muebles antiguos.

—¡Oh, sí, ya! El «culto impuro de los girasoles», ¿eh? ¿Leíste aquel artículo del
Daily Post
? Yo odio toda esa porquería. Me parece una cosa malsana, ¿sabes?, y no creo que le guste al pueblo inglés. Pero, hablando de rarezas, aquí tengo una cosa que vale bastante dinero.

Rebuscó en cierto polvoriento receptáculo que había en un rincón y mostró a Darnell una pequeña biblia carcomida, a la que faltaban los cinco primeros capítulos del Génesis y la última hoja del Apocalipsis. Estaba fechada en 1753.

—A mi juicio, vale dinero —dijo Wilson—. Mira cómo está comida por los gusanos. Y ya ves que está «incompleta», como dicen. Ya habrás observado que, en las subastas, algunos de los libros más valiosos están «incompletos».

Poco después terminó la entrevista y Darnell regresó a casa para tomar el té. Estaba seriamente decidido a seguir el consejo de Wilson, y después del té comunicó a Mary la idea que se le había ocurrido y lo que Wilson le había dicho de Dick’s.

Cuando hubo oído todos los detalles, Mary se sintió atraída por el plan. Los precios le llamaron la atención por lo moderados. Ambos esposos estaban sentados, cada uno a un lado de la parrilla del hogar (que estaba oculta tras un bonito biombo de cartón pintado con paisajes) y ella tenía la mejilla apoyada en la mano. Sus bellos ojos oscuros parecían perdidos en ensoñaciones, como si contemplase visiones extrañas, pero en realidad estaba pensando en el plan de Darnell.

—Sería muy bonito en muchos sentidos —dijo, al fin—. Pero tenemos que pensarlo bien. Lo que temo es que a la larga nos cueste mucho más de diez libras. Hay que tener muchas cosas en cuenta. Por ejemplo, la cama. Si compramos una cama corriente, sin apliques de bronce, la habitación resultaría pobretona. Y luego está la ropa de cama, el colchón, las mantas, las sábanas, la colcha, que todo cuesta dinero.

Mary volvió a perderse en sus ensoñaciones, calculando el coste de todo lo que iban a necesitar, mientras Darnell la miraba con ansiedad, acompañándola mentalmente en sus cálculos e intentando adivinar las conclusiones a que ella llegaría. Durante un momento, los delicados colores del rostro femenino, la gracia de sus formas y el cabello castaño que le caía en rizos sobre el cuello, parecieron insinuar un lenguaje que su marido aún no había aprendido; pero Mary volvió a hablar:

—Me temo que las ropas de cama van a costar mucho. Aunque Dick’s sea mucho más barato que Boon’s o que Samuel’s. Y además, querido, tenemos que poner algunos adornos encima de la chimenea. El otro día vi unos jarroncitos y vasos muy bonitos a once con tres en Wilkin & Dodd’s. Necesitaríamos por lo menos seis. Y también nos hace falta un centro de mesa. Ya ves cómo sube la cuenta.

Darnell no respondió. Veía que las conclusiones a que llegaba su esposa se oponían a su proyecto y, aunque estaba muy ilusionado con él, no podía negar los argumentos que ella aducía.

—Lo que nos gastaríamos se acercaría más a las doce libras que a las diez —siguió Mary—. Habría que pintar el suelo alrededor de la alfombra (de tres por tres metros, ¿verdad?) y necesitaríamos un trozo de linóleo para debajo del lavabo. Y las paredes van a quedar muy vacías si no ponemos algún cuadro.

—Ya he pensado en los cuadros —dijo Darnell con calor. En lo que a ellos se refería, al menos, se sentía seguro—. Tenemos
El día de Derby
y
La estación de ferrocarril
recién enmarcados, que están apoyados en un rincón del cuarto trastero. Quizá estén un poco pasados de moda, pero en un dormitorio no importa. ¿Y no podríamos poner algunas fotografías? He visto en la City un marco muy bonito, de roble natural, donde cabría media docena de fotos, y valía un chelín seis. Podríamos poner ahí a tu hermano James y a la tía Marian, y a tu abuela, en esa foto en que está de luto, y otras que saquemos del álbum. Y además tenemos ese antiguo retrato de familia que está en el baúl. Lo podríamos poner encima de la chimenea.

—¿Quieres decir ese retrato de tu bisabuelo, el del marco dorado? Pero está
demasiado
pasado de moda, ¿no crees? Tiene una pinta rarísima, con la peluca empolvada. A mí me parece que no pega en esa habitación.

Darnell se detuvo a pensar un momento. El retrato representaba, de cintura para arriba, a un joven caballero, vestido según la moda de 1750, y recordó vagamente algunas viejas historias que su padre le había contado de aquel antepasado. Eran historias de bosques y praderas, de senderos luminosos hundidos en la espesura y de los olvidados campos del oeste.

—No —dijo por fin—, supongo que está bastante pasado de moda. Pero he visto en la City algunos grabados muy bonitos, ya enmarcados y baratos.

—Sí, pero la cuenta sigue subiendo. Bueno, tendremos que pensar bien las cosas, como dices tú siempre. Tenemos que andarnos con cuidado.

La criada entró con la cena: una lata de galletas y un vaso de leche para la señora y una modesta pinta de cerveza para el señor, con un poco de queso y mantequilla. Después de cenar, Edward se fumó dos pipas de tabaco con melaza y se fueron a acostar. Primero se fue Mary y su esposo la siguió un cuarto de hora después, según ritual establecido desde sus primeros días de matrimonio. Darnell cerró las puertas principal y trasera, cortó el gas en el contador y, cuando subió al piso de arriba, se encontró a su esposa ya en la cama, con el rostro vuelto hacia la almohada.

Al entrar en la habitación, ella volvió a hablarle.

—Va a ser imposible comprar una cama presentable por menos de una libra once, y las sábanas buenas están muy caras en todas partes.

Él se quitó las ropas y se deslizó suavemente entre las sábanas, colocando la palmatoria en la mesilla. Las persianas estaban completamente bajadas, como era de rigor, pero era una noche de junio y, tras los muros de la casa, más allá del mundo gris, yermo y desolado de Shepherd's Bush, se había alzado una enorme luna dorada, flotando entre velos mágicos de nubes por encima de la colina; y la tierra estaba bañada por una luz maravillosa, entre el rojo crepúsculo que se demoraba en la montaña y aquella gloria divina que resplandecía sobre los bosques desde la cima de la colina. Darnell creyó ver en la habitación algún reflejo de esta luz embrujada; parecían iluminadas las paredes pálidas y la blanca cama y la cara de su esposa que descansaba sobre la almohada, entre cabellos castaños. Afinando el oído, casi llegó a oír el canto del rascón de campo, la extraña nota del chotacabras oculto en la paz de la espesura donde crecen los helechos y, como el eco de una canción mágica, la melodía del ruiseñor que se pasaba toda la noche cantando en el aliso, junto al arroyo. Nada había que pudiera decir, pero deslizó lentamente el brazo por debajo del cuello de su esposa y jugó con los bucles del cabello castaño. Ella no se movió. Siguió respirando suavemente, contemplando el techo vacío con sus bellos ojos, absorta también sin duda en pensamientos que no podía pronunciar. Besó obedientemente a su marido cuando él se lo pidió, tartamudeando y tras cierta vacilación.

Estaban casi dormidos, en realidad Darnell estaba empezando a soñar, cuando ella le dijo suavemente:

—Me temo querido, que nunca nos podremos permitir ese lujo.

Y él oyó estas palabras a través del murmullo del agua que goteaba de la roca gris y caía, formando ondas circulares, en las aguas claras y quietas de la poza.

El domingo por la mañana siempre se prestaba al ocio. Ni siquiera habrían desayunado si la Sra. Darnell, que poseía el instinto del ama de casa, no se hubiera despertado y percatado de que hacía un sol espléndido y no se oía un ruido en toda la casa. Permaneció unos cinco minutos en la cama, junto a su esposo dormido, y escuchó atentamente por si oía a Alice haciendo sus faenas en el piso bajo. Un dorado tubo de sol penetraba, resplandeciente, por alguna abertura de la persiana y hacía brillar su cabellera castaña esparcida por la almohada. Paseó la mirada por la estancia y la fijó en la cómoda Duchesse, en la loza policromada del lavabo y en los dos fotograbados —
El encuentro
y
La despedida
— que, enmarcados en roble, colgaban de la pared. Mientras escuchaba si se oían los pasos de la criada, seguía medio soñando y en su mente se deslizó la tenue sombra del fantasma de una imagen, y vagamente, en el instante fugaz de un ensueño, se vio en otro mundo distinto donde el éxtasis era como un vino y ella paseaba indolente por un valle profundo y feliz sobre el que, por encima de los árboles, se alzaba siempre una enorme luna roja. Pensó entonces en Hampstead, que para ella simbolizaba el mundo que se extendía más allá de las paredes, y el recuerdo del campo la llevó al de las vacaciones y luego volvió a acordarse de Alice. No se oía ni un ruido en la casa. A juzgar por el silencio reinante podría haber sido medianoche si, de repente, no se hubiera oído el grito de un vendedor de periódicos dominicales que voceaba su mercancía en la esquina de Edna Road. E inmediatamente se oyeron el ruido metálico y la voz estentórea que anunciaban la presencia del lechero con sus cubos de latón.

La Sra. Darnell se incorporó y, completamente despierta ya, escuchó con más atención aún. La criada debía estar profundamente dormida y había que despertarla, pues, si no, toda la casa iría retrasada y Edward aborrecía las prisas y las discusiones domésticas, sobre todo en domingo, después de haberse pasado toda una interminable semana trabajando en la City. Lanzó una mirada cariñosa a su marido, que seguía dormido, se levantó de la cama sin hacer ruido y se puso la bata para avisar a la muchacha.

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